Miedo a los cincuenta

De modo que aquí estoy, en el balneario, con Molly, encarando mi quincuagésimo cumpleaños y sintiéndome espantosamente deprimida. Ya nunca volveré a ser la persona más joven de la habitación, ni la más guapa. Nunca seré Madonna, o Tina Brown, o Julia Roberts. Durante años ésos fueron mis valores -tanto si lo admitía ante mí misma como si no-, pero ya no me puedo aferrar a tales valores.

Todos los años me asalta otra cosecha de bellezas en las calles de Nueva York. Con la cintura más pequeña y el pelo más rubio, y dientes perfectos, con más energía para competir (y menos cinismo con respecto al mundo), el curso de 1994, o 1984,1974, reemplaza inexorablemente a mi curso: Barnard, 1963, ¡hay que ver! Más de treinta años desde que dejé la universidad. La mayoría de mis contemporáneos son grandpéres, como diría mi hija. Me enseñan fotos de bebés en las fiestas, los retoños de los retoños.

Al haber empezado tarde, todavía no tengo nietos, pero tengo un par de sobrinas nietas gateando por Líbano, Lausana y el condado de Litchfield. Las hijas de mi hermana mayor me llevan cada vez más cerca al estado de abuela. Ya soy de la generación de los mayores y no siempre estoy segura de que me guste. Lo que se pierde parece a veces más claro que lo que se gana.

La asombrosa energía de las mujeres después de la menopausia (prometida por Margaret Mead) está aquí, pero no está el optimismo para alimentarla. El mundo parece incluso más sujeto por la garra del materialismo y la apariencia. Imagen, imagen, imagen es todo lo que se ve. Y en cuanto imagen, me estoy volviendo decididamente borrosa.

¿Qué ha pasado con nuestros veinticinco años de protestas por no querer ser unas Barbies de plástico? ¿Qué ha sido de la rabia del psicoanálisis de los mitos de la belleza de Naomí Wolf, o de la violencia al celebrar que somos unas brujas de Germaine Greer, o de Gloria Steinem mostrándonos cómo aceptar graciosamente la edad y volverse por fin al propio interior?

¿Es toda nuestra angustia (y el intento de auto-transformación) algo más que un alimento para los programas de debate cuando la cultura de los jóvenes viene empujando de modo inexorable? ¿Somos algo más que una pandilla de tías mayores hablando entre ellas en una sauna, animándose entre ellas? Escribimos y hablamos y nos empolvamos, pero la obsesión por la novedad y la juventud {¿renacuajos?) no parece cambiar. El nuestro es un mundo de imágenes cambiantes de vídeo más reales y más potentes que las meras palabras. La edad de la televisión está aquí, y nosotros, los de las palabras, somos una reliquia de un pasado en el que la palabra podía cambiar el mundo porque todavía se escuchaban las palabras.

Ahora la imagen lo es todo. Y el tiempo de la imagen siempre es el AHORA. La historia ya no existe en este espectáculo de luz y sonido.

Ésos eran algunos de mis pensamientos cuando me movía por el balneario de las Berkshires con Molly, haciendo ejercicios de aerobic, aqua-trimming, marcha y demás rituales para ponerse en forma, y evitando mi propia imagen en el espejo. Molly me arrancaba de la cama para cada clase y perdí los mismos pocos kilos que siempre pierdo (y vuelvo a ganar), bebía agua, se me abrieron los poros y me sentí recuperada; pero la melancolía todavía no desaparecía. (Encaraba la eterna cuestión: ¿estirarme la piel o no, antes de la gira del próximo libro?)

Peor que mi desesperación por mi inevitable declive físico (y si me «adaptaba» a él o no) era mi desesperación por el pesimismo de la edad madura. Nunca más, pensé, entraría en una habitación y conocería a un hombre delicioso que me cambiaría la vida. Recordaba que las aventuras más locas empezaban con un brillo en la mirada y una oleada de adrenalina, y la excitación a la que llevaban inevitablemente. Al evitar la excitación y abrazar la estabilidad, al repudiar mi tendencia a tirar mi vida por la borda cada siete años, también me había calmado. Quería contemplación, no aburrimiento; sabiduría, no desesperación; serenidad, no parálisis. La energía sexual a la que siempre he recurrido para el siguiente libro, lo aventurero de una vida que nunca se asentaba, había empezado a parecerme imprudente y alocado a los cincuenta años. Por fin me había «instalado» para cultivar mi jardín. Ahora lo único que necesitaba hacer era imaginar dónde estaba mi jardín y qué cultivar en él.

Porque ése, después de todo, es el problema, ¿verdad? Una nunca puede «prepararse» de verdad para la mortalidad y la muerte, aunque pueda operarse la papada y las bolsas de los ojos. Una puede tener un aspecto brillante, pero en la vida siempre hay cicatrices. El verdadero problema tiene que ver con cómo crecer hacia dentro en una sociedad que crece inexorablemente en otra dirección, cómo alimentar la espiritualidad en medio del materialismo, cómo marchar al ritmo del propio tambor cuando el rock alternativo, el rap y el hip-hop te ahogan.

Thoreau es un escritor que sirve de piedra de toque al definir el dilema del mundo occidental: «Cuidado con toda empresa que exija ropa nueva». En esto, las mujeres contemporáneas son más herederas suyas que los hombres. La filosofía de los alcohólicos anónimos de Bill W es la filosofía espiritual que nos sirve de piedra de toque (tanto si somos alcohólicas como si no), porque siempre estamos sedientas de espíritu, lo buscamos en todos los sitios equivocados (bebida, drogas, dinero, ropa nueva), y finalmente nos encontramos a nosotras mismas sólo al perdernos a nosotras mismas, al ceder al materialismo en que nos hemos criado.

La mortalidad es la cuestión que se trata aquí, no el estiramiento de la piel de la cara. ¿Podemos aceptar nuestra mortalidad, aprender incluso a amarla? ¿Podemos pasarles nuestro conocimiento a nuestros hijos y luego desaparecer, sabiendo que nuestra desaparición se corresponde con el adecuado orden de las cosas?

Ése es el problema que todas mis contemporáneas y yo estamos encarando a los cincuenta años. Nos hemos dado de bofetadas con el vacío espiritual de nuestras vidas. Sin espíritu, es imposible encarar que se envejece y se muere. ¿Y cómo pueden encontrar con facilidad las mujeres el espíritu en una sociedad en la que su más permanente identidad es la de consumidoras, en la que toda lucha por la autonomía y la identidad choca con los inexorables dictados del mercado; un mercado que todavía nos ve como consumidoras de todo, desde hormonas a sombreros, desde cosméticos a cirugía estética?

Deambulaba por el balneario con mi hija, sabiendo que mi cuerpo no es la cuestión importante, sino si tengo derecho o no a mi alma inmortal.

Hasta la frase suena sospechosa. ¿Mujeres? ¿Inmortal? ¿Alma? Se pueden oír los gritos de burla. Si las mujeres tienen o no derecho a sus propias almas es la cuestión básica. No se trata de capricho o moda. No se trata de New Age o de una desintoxicación en «doce pasos». Lo esencial es si se nos permite ser completamente humanas o no.

Si una posee su propia alma, no tiene que asustarse de los cincuenta años.

Retrocedo a una época de exactamente tres años antes de mi quincuagésimo cumpleaños, cuando mi reloj interno hacía un tictac inexorable.

Estoy en un avión, volando a Suiza para asistir a la boda de un antiguo novio, ahora amigo. Es un hermoso romano diez años más joven que yo, y se va a casar con una princesa alemana diez años más joven que él. Estoy contenta por ellos y, al mismo tiempo, desolada. No es que el novio y yo estemos enamorados todavía, sino simplemente que hemos hablado interminablemente sobre cómo podríamos seguir juntos (porque ninguno de los dos se quería casar), y ahora él se casa y yo no.

Yo no quiero volverme a casar, creo (todavía no tengo ni siquiera cuarenta y siete años). Soy libre. Mi libertad es tal que mantengo un triángulo a larga distancia con otro italiano delicioso, un triángulo al alcance de la mano con un hombre que no se decide a dejar a su mujer, y también me veo con distintos hombres a los que les aterroriza el comprometerse tanto como a mí. Mi vida es un circo social, pero nunca me puedo relajar y acurrucarme en la cama con un libro. Aunque lo pueda negar, asisto a esta boda, como de costumbre, en busca del hombre perfecto. Por supuesto que no creo en el hombre perfecto. Por supuesto que no espero conocerle jamás.

La boda tiene lugar en el pequeño juzgado de un pueblo de las montañas suizas que parece como sacado de un reloj de cuco. Los hermosos novios firman, pronunciando lo adecuado (el novio dice «si», la novia dice «ja»); y después de eso el juez que les ha casado cae al suelo con un ruido sordo y la piel se le pone de un gris azulado mate debido a una súbita parada cardiaca. Me resulta absolutamente claro que el juez está muerto: gestorben, morto. Los parientes corren a llamar al servicio de urgencias, y se tranquilizan frenéticamente entre ellos. (Al menos los alemanes se tranquilizan entre ellos con que el juez se pondrá bien; los italianos, por su parte, murmuran sombríamente: Maledizione, maleáizione.)

No mucho después una ambulancia sale disparada inútilmente hacia el hospital con el juez irreparablemente muerto, y los silenciosos y serios invitados a la boda emprenden su marcha por las empinadas calles del pueblo cubierto de nieve, camino de una recepción en el elegante chalé de la madre de la novia. Se hacen los brindis, se entrechocan las copas de champán. Los parientes alemanes niegan que haya pasado nada malo, y los italianos siguen retorciéndose las manos y agarrándose la entrepierna para defenderse del mal de ojo.

La boda queda ensombrecida por este suceso, aunque todos lo nieguen. Pero el bebé que aparece los requeridos meses después es guapo y rubio, perfecto en todos los sentidos. Y el novio y la novia están tan felices como Candide y Cunégonde en el mejor de los mundos posibles. La muerte ha ensombrecido la vida, pero la vida sigue.

En la cena de la boda, que se celebra en un cháteau muy grande pero lo bastante rústico de otro de los parientes de la novia, yo estoy sentada al lado de un joven y guapo playboy de Monaco, Milán, París y Londres, el cual, al ver la tarjeta con mi nombre indicando dónde me debo sentar, hace esta ingeniosa proposición:

– Tú escribes libros atrevidos. ¿Serías atrevida conmigo?

El corazón me pesa. La pesadumbre me reclama en medio de los festejos. Mi reputación es una especie de chiste verde y mi mejor amigo se acaba de casar. Bebo demasiado, bailo con excesivo frenesí, beso al novio y a la novia y salgo a la nieve del brazo de un amigo gay (en cuya casa estoy alojada). Despertaré a las tres de la mañana en la habitación para invitados de su ático, retorciéndome las manos y sollozando.

Por la mañana se han desvanecido los vapores, desplazados por el sol que incide sobre la nieve. Doy un paseo en coche por los Alpes con mi amigo, deteniéndonos en un restaurante a tomar trucha y hablar, pasando después por el lago Como y Milán, y terminando en Venecia, donde espera mi amante.

Como siempre, el sexo entre nosotros es una mágica abolición del tiempo, y durante tres días estoy muy contenta. Estamos sentados en su barco balanceándonos en el lago, viendo los espejismos de Venecia flotar en las aguas. Hacemos el amor a horas raras, en sitios raros, evitando a sus parientes. Nos separamos, prometiendo que estaremos juntos «algún día». (Yo compraré úpalazzo de al lado del de su esposa, y él me visitará mañana y tarde, se supone que por un pasadizo.)

Pero la bendición doméstica de mi antiguo novio ha variado la ecuación. Por supuesto que necesito un alma propia para encarar los cincuenta años, pero ¿no necesito también un compañero y un amigo? ¿Incluso las mujeres liberadas necesitan amigos?

Probablemente podría seguir unos cuantos años más tomando maridos prestados. Siempre hay gran cantidad de ellos en oferta. Pero la cuestión no es ésa. Puedo tener mis propias casas, mis propias cuentas bancarias, una hija maravillosa y cierto grado de control sobre mi futuro, pero lo cierto es que voy a la deriva por el mundo. No puedo controlar el paso de los años, ni el destino de mis libros. Y estoy sola. Puede que no necesite un marido, pero sin duda necesito un amigo.

Por primera vez en mi vida de adulta me encuentro pensando en el matrimonio de mis padres. Siento nostalgia de él, como si fuera un matrimonio por el que pasé yo misma. Mis padres se mostraban amistosos al terminar el día; se reían en la cama y se leían en voz alta uno al otro el New Yorker. Nunca parecían cansarse de la risa del otro. Recuerdo su cama cubierta de libros y sus animadas discusiones interrumpidas por comentarios de S. J. Perelman leídos en voz alta.

Casi tengo cincuenta años y no tengo a nadie que me lea en voz alta en la cama. Tengo amantes y tengo amigos. Pero el amigo que también era amante se acababa de casar. Y eso ilumina un punto de mi soledad.

¿Por qué estamos solas todas las mujeres independientes que conozco? ¿Y por qué todos mis amigos masculinos se casan con mujeres más jóvenes? Vuelvo a Nueva York con una grieta súbitamente abierta en mi armadura. Y cuando un amigo quiere presentarme a un amigo, me sorprendo diciendo que sí.

El matrimonio de mis padres, naturalmente, es donde empezó todo. Ella tenía dieciocho años y él diecinueve cuando se conocieron en las montañas Catskill. Él era de Brownsville y ella era de Washington Heights. El padre y la madre de él eran unos judíos polacos con apellido alemán: Weisman. El padre y la madre de ella eran judíos rusos de Inglaterra, con un apellido ruso: Mirsky.

Se enamoraron por una batería. El, viendo que ella pintaba (y pensando que era divertida y cachonda), la invitó a «pintar su batería». Ella, viendo que él era guapo y de ojos azules y que tocaba bien la batería, se mostró de acuerdo. Ella pintó la batería y coqueteó con él. El se congració consigo mismo en la cama de ella. Hacia el final del verano, Eda Mirsky y Samuel Nathaníel (Seymour) Weisman decidieron casarse. Eran muy jóvenes y era cuando la Gran Depresión.

El padre de ella dijo:

– ¿Cómo? ¿Que te casas con un barabanchik? -(uno que toca el tambor, en ruso).

La madre de él dijo:

– Creo que te está utilizando.

Pero las feromonas son más fuertes que las advertencias paternas. Se casaron el 3 de marzo de 1933.

Sus primeros años fueron duros. El trabajaba toda la noche en discotecas pequeñas -Bal Musette, Bal Tabarin- y ella se quedaba en casa. A él le tentaban demasiadas chicas cantantes y demasiados canutos. Sola, durante el lento transcurrir de las horas, ella se preguntaba si no habría cometido un error. Su padre por entonces era un próspero pintor de retratos y un artista que ganaba dinero con unos cuantos clientes famosos. Había alfombras orientales y porcelana, y una vida muy lejos de la shtetl rusa donde había nacido mi abuelo Mirsky.

Incluso durante la Gran Depresión, a los padres de mi madre les fue bien económicamente -y eso que mi abuelo había huido de una adolescencia de extrema pobreza en Odessa, y mi abuela, como tantas abuelas, aparentemente se había casado con alguien de clase más baja. Era hija de un guardabosques ruso y comerciante de madera que había emigrado a Londres. Se había prometido y casado allá en Rusia, antes de la Gran Guerra. En Londres sus padres llevaban una tienda de alimentación en el East End, hasta que la riqueza de su hijo mayor les rescató y se convirtieron en unos residentes señoriales en el campo.

Mi madre despertó sumida en la realidad de ser la mujer de un trovador pobre, como le había pasado a mi abuela antes de ella. El matrimonio nunca es fácil para los jóvenes. (Es incluso más difícil para los de edad madura.) Mi madre pintaba y trabajaba para el departamento de publicidad de Bloomingdales, diseñaba ropa y tejidos, mientras mi padre conseguía su primer trabajo en un espectáculo de Broadway -Jubüee, de Cole Porter- donde tocaba Begin the Beguine con la orquesta en el escenario.

– Yo estrené esa canción -todavía presume.

El éxito empezaba a apuntar por el horizonte. Pero cuando mi madre quedó embarazada de su primera hija, en 1937, le dio un ultimátum: el negocio del espectáculo o nosotros.

– ¿No te conté lo de la vez en que tu padre trajo a casa a veinte chicas del espectáculo y yo estaba embarazada de tu hermana mayor? -pregunta-. Bueno, pues las chicas eran muy guapas y yo estaba muy embarazada, y al día siguiente me subí a mi bicicleta y anduve y anduve hasta Riverside Drive, prometiendo que seguiría en bici hasta que me librara del bebé -se ríe-. ¡ Estaba embarazada de ocho meses!

Pero el bebé resistió. Estaba sujeto como un percebe, como están los bebés. Y mi padre finalmente dejó el negocio del espectáculo.

¿Cómo puede elegirse entre el amor y el trabajo? (Las mujeres se han visto obligadas a hacer eso durante siglos, y finalmente reconocemos la imposibilidad de la elección.) Sé que mi padre habría tenido éxito en todo lo que se le metiera en la cabeza: era muy tenaz. Pero a mi madre le molestaba que fuera un trovador ambulante cuando ella había dejado a un lado la posibilidad de ser una artista famosa debido a la maternidad, y tenía que ganar esta guerra.

Cuando nació mi hermana mayor, mi madre, agotada por la dura tarea de criar a un bebé, se trasladó a la cómoda casa de sus padres. Mi padre todavía trabajaba por las noches y mi madre todavía tenía muchos admiradores.

– ¿Cómo se las arreglaba una mujer casada con una niña, para tener todos aquellos admiradores? -pregunta retóricamente-. Pues los tenía.

Uno era médico, alguien con un trabajo de verdad. Mi madre pensaba en el divorcio.

El hermano de mi padre fue a llevarse la ropa de éste a Brooklyn.

– No sigas con él si no eres feliz -le dijo a mi madre mi abuela (que había hecho exactamente lo mismo con su matrimonio)-. Te ayudaré todo lo que pueda.

Yo casi no llego a existir.

Pero las feromonas se volvieron a imponer y mis padres se reunieron. Seymour se convirtió en viajante de tchotchkes. Eda volvió a quedar embarazada. Yo nací en 1942.

«Hemos nacido y lo que pasó antes de eso es un mito», dice V. S. Pritchett en sus memorias, A Cab at the Door («Un taxi a la puerta»). En Habla, memoria, Vladimir Nabokov se refiere a un carruaje vacío en el porche, esperando su nacimiento. Nos maravillamos de los días de antes de nuestra llegada a la conciencia porque predicen nuestra mortalidad (la cual nos lleva la vida entera para ponernos en paz con ella, si alguna vez nos ponemos en paz).

¿Y si no hubiéramos nacido nunca? ¿Y si ese óvulo y ese semen nunca se hubieran encontrado? ¿Sería peor que morir? ¿O mejor? (Me encamino hacia la aniquilación final de la identidad, de modo que será mejor que resuelva pronto esta cuestión. Tengo más tiempo por detrás que por delante.)

Creo que ese hiato en el matrimonio de mis padres fue la época en que yo andaba rondando, preguntándome si llegaría a tener cuerpo. Reclamada por su amor -ambivalente como todos los amores-, vine al mundo como una niña enfermiza, con una diarrea que me deshidrataba, un angioma rojo que me crecía en el cuello, y alergia a la leche.

¿A qué hora nací? Se lo pregunto siempre a mi madre, porque quiero que me hagan la carta astral. (Mi partida de nacimiento se ha perdido. El hospital en que nací ha cerrado y los registros no se encuentran en los archivos de la ciudad.)

– ¿Quién sabe? -dice ella-. Era cuando la guerra. Había pocos médicos. La enfermera me puso una máscara de éter encima de la cara para ocultar el hecho de que había dado a luz antes de que llegara el médico. ¡ Le mordí la mano a la enfermera! Gritaba: ¡El bebé ya ha nacido! ¡No se atreva a ¡rogarme!

De modo que nací en plena rabia feminista: mi irascible madre le mordió la mano a la enfermera, negándose a que la anestesiaran.

Yo debo de haber tenido un aspecto espantoso.

– ¿Tenemos que llevárnosla a casa? -se comenta que dijo mi padre cuando me vio por primera vez. (Me había caído de la cuna y producido aquel famoso angioma, o quizá había nacido con él. En cualquier caso, todo el mundo está de acuerdo en que yo era una porquería.)

– Todos los bebés de aquel ala del hospital morían de diarrea infecciosa -dice mi madre.

– ¿Todos?

– Eso creo. Fuiste la única superviviente, de modo que estaba decidida a que siguieras viva.

Si aquella epidemia era fatal para todos y cada uno de los recién nacidos o no, es algo que no puedo verificar. Pero lo importante es que mi madre estaba -y está- convencida de que yo era la única superviviente de una epidemia de bebés.

Claramente decepcionado porque no fuera chico, mi padre trató de convertirme en uno, enseñándome a tocar la batería, a encestar y a despreciar todas las limitaciones femeninas. Durante mucho tiempo creí que era un chico con ropa de chica. Cuando, más tarde, varios psicoanalistas insinuaron algo que se llamaba «envidia de pene», les solté cuatro gritos. Yo creía que tenía pene. ¿Por qué iba a tener envidia?

– Te quise más a ti porque tuve que luchar mucho para que siguieras viva -dice mi madre. Y luego vuelve a contar la vieja historia familiar de la leche sin lactosa que había que ir a buscar a medianoche y de cómo casi me «morí de hambre» y cómo me quería a pesar del feo angioma púrpura, que milagrosamente se redujo a nada en los dos primeros meses, dejando a una niña color rosa, con el pelo de estopa.

– Cuando te pusiste guapa, no me importó nada -dice ella-, porque tenía que quererte sólo para que siguieras con vida.

Mi hermana mayor, Suzanna (Shoshana Miriam, apodada «Nana» debido a una pronunciación errónea de pequeña), había sido la perfección total al nacer: redonda, castaña, de ojos brillantes. Yo estaba destinada a ser el patito feo, pero más querida debido a eso, o eso cuenta la historia.

Yo siempre solía burlarme de esa historia cuando era pequeña, pero ahora la creo. El afán por mantener a un niño con vida es un seísmo. Se impone a todas las demás consideraciones. La pasión de mi madre y las batidas a medianoche de mi padre para conseguir leche me mantuvieron con respiración. Eso y la suerte de mis padres por haber encontrado a un pediatra iconoclasta.

El doctor Aubrey McLean era un enérgico escocés que se atrevió a desafiar a las empresas lecheras. Cincuenta años por delante de su tiempo, diagnosticó que yo era alérgica a la leche de vaca, y tuvieron que alimentarme con leche acidófila y trocitos crudos de hígado. No importaba lo mal que me encontrara, tenían que darme de comer y darme de comer, algún alimento tenía que servir. El médico venía a verme todos los días, me reconocía y se sentaba con mi madre a hablar de recién nacidos, la vida, el destino y cuánto odiaba a los médicos establecidos, que le habían rechazado por sus puntos de vista radicales. También era un borracho.

– Te salvó la vida -dice mi padre-. Es una parte importante de tu historia. O a lo mejor es que sólo estaba enamorado de tu madre.

¿Cómo lo llegaré a saber nunca? Doctor McLean, esté donde esté usted: gracias.

Nacida durante la guerra en una gran familia de estilo europeo -mis padres, mi hermana, mis abuelos matemos rusoparlantes (que nunca nos enseñaron ruso para poder contar con un lenguaje secreto para ellos solos)-, recuerdo los primeros juegos, como «escapar de los nazis», o a mi abuela enjabonándome las manos para librarme de «los alemanes». De ese modo entró la guerra en mi infancia. Recuerdo que mojaba a propósito la cama de noche para que me llevaran a la cama de mis padres y dormir entre ellos en aquel sitio absolutamente seguro, al mismo tiempo separándolos y uniéndolos. Recuerdo que levantaba la vista al techo de su habitación para ver los espectáculos caleidoscópicos de luz -«guisantes y zanahorias», los llamaba yo, indicando los fragmentos de verde y rojo del interior de mis párpados cuando volvía a cerrar los ojos en su enorme cama caliente.

«El tentador de debajo del párpado» llama Dylan Thomas a esta criatura vacilante. ¿Es ese tentador lo que hace a un poeta?

Mis recuerdos de los primeros tiempos son escasos, y todos ellos son visuales. Incluso puedo recordar el estar dentro de un cochecito, rodando por un parque y mirando una miríada de hojas verdes que fracturaban la luz arriba. Nunca soy más feliz que mirando las hojas, de modo que imagino que esto se relaciona con una euforia de la primera infancia. Las hojas del parque, la ilusión óptica creada por los pequeños azulejos octogonales del cuarto de baño, que parecían formar un paso hacia otro mundo, cuando me apoyaba en el asiento del trono del cuarto de baño y miraba sus cambiantes configuraciones en el suelo, son los recuerdos más vivos que tengo.

Cuando tenía dos años, vivíamos en el apartamento que recreo en todos mis sueños: una casa neogótica de distribución irregular que ocupaba los tres pisos de arriba de un edificio del número 44 Oeste de la calle 77, enfrente del Museo de Historia Natural. Nos trasladamos allí desde Castle Village, en Washington Heights, en 1944, y nos quedamos hasta 1959, cuando nos trasladamos a otro palazzo de preguerra, el Beresford, en la parte norte del museo.

Los recuerdos de infancia de mi casa son a la vez tétricos y espléndidos. El edificio lo habían construido unos artistas de principios de siglo, y el estudio tenía luz del norte. Siempre buscábamos la luz del norte, al parecer, como una planta extraña que se retuerce para crecer en busca del sol.

El apartamento que recuerdo probablemente no sea el apartamento que existe hoy; ahora es mucho más elegante que durante mi infancia de los años cuarenta. Unas cabezas de león enmarcaban la chimenea del cuarto de estar; el comedor tenía las paredes recubiertas de madera oscura y molduras góticas y daba a un patio; la cocina tenía un antiguo fogón de gas y un fregadero de zinc; los dormitorios estaban dispuestos en torno a un espacioso vestíbulo, y una chimenea de piedra, con una repisa gótica de madera, se abría a un vestíbulo de piedra donde terminaba un ascensor de espejo con paneles de madera cuyas espirales de madera parecían búhos de medianoche medio escondidos en árboles de medianoche.

El techo del cuarto de estar era altísimo y recubierto de algo que llamaban «hoja dorada». (En mi mente infantil, imaginaba que las obtenían de árboles dorados.) Cuatro lámparas de aspecto veneciano iluminaban desde sus oscuros cuadrados dorados. Las ventanas delanteras daban al museo con su fachada de piedra caliza y torreones cónicos verdes; las ventanas de atrás daban al patio soleado y a los jardines de la Sociedad Histórica de Nueva York y a la hilera de mansiones de piedra caliza de la calle 76. Encima del cuarto de estar había un altillo de cuya barandilla metálica colgaba un batik balines en el que bailaban malvados demonios de perfil. Y dos tramos de escalones más arriba estaba el estudio de Papá (mí abuelo), con una trampilla, un techo en punta como el gorro de una bruja y dos enormes ventanas -una que daba al norte (esa luz constante que buscan los artistas), la otra al sur (demasiado cambiante, por lo que muchas veces estaba cerrada con unas contraventanas dobles verdes manipuladas con poleas).

El estudio de Papá, lleno de objetos propios de un artista -máscaras de yeso (de Beethoven, Keats, Voltaire), una calavera de verdad, un esqueleto de verdad, reproducciones de caballos de la dinastía Tang-, era a la vez un refugio y un sitio que daba miedo. Olía deliciosamente a trementina y a pintura al óleo, como un bosque encantado. Pero las máscaras mortuorias de Beethoven y Keats, y el esqueleto y la calavera, daban al lugar un aire horripilante. Una no querría estar allí de noche sola.

Todos los Hallowe'en, el estudio se convertía en un sitio donde se contaban historias de fantasmas y vampiros. Una vela iluminaba la calavera, y el esqueleto y las máscaras mortuorias llevaban mortajas blancas como los miembros del Ku Klux Klan. Papá instalaba un cuadro con otra calavera (¿la de Yorick, quizá?) en su viejo caballete lleno de pintura incrustada (que había viajado con él desde Edimburgo, Bristol y Londres muchos años atrás, cuando emigró por primera vez al Nuevo Mundo, huyendo del alistamiento en el ejército inglés, como había huido del ruso cuando era adolescente en Odessa). Pensamos que nuestras vidas son especiales, pero las fuerzas históricas nos levantan y nos hunden. Mi abuelo (lo mismo que el tuyo y el tuyo) huyó de Europa y de sus guerras.

Mi madre contaba la historia de Drácula y los niños chillábamos de miedo y placer al oír hablar de los no muertos, los colmillos, la palidez de las doncellas y la anemia debida a sus encuentros nocturnos.

Los días normales de trabajo, siempre me gustaba mucho pintar al lado de mi abuelo. Él me preparaba un pequeño lienzo (siempre se preparaba orgullosamente los suyos), me daba una paleta de sobra llena de colores empalagosos, como púrpura alizarín, rosa intenso, viridiana, azul cobalto, amarillo cromo, ocre puro, blanco de China, y sujetaba dos recipientes metálicos con pinzas, uno para el aceite de linaza y otro para la trementina, en el agujero para el dedo de la paleta.

– No embarres los colores -decía Papá, dándome pinceles de marta y de cerda. Luego yo pintaba al lado de mi abuelo, completamente arrobada, colocada por el olor de la trementina y los toques de pincel. Papá silbaba baladas folclóricas rusas y canciones del Ejército rojo mientras trabajaba. La calle setenta y siete podría haber estado a orillas del Dniéper.

Papá era un supervisor severo. Si yo «embarraba los colores» o no me tomaba la pintura en serio, se enfadaba y me echaba escalera abajo con su tiento azotando el aire. Nunca me tuvo que pegar. Sus gritos bastaban para aterrarme. He leído con asombro todos esos libros sobre el incesto y el maltrato de los niños, y sé que los gritos del abuelo constituían suficiente maltrato. Es poco elegante tener que informar que en mi infancia nadie me maltrató. A no ser psicológicamente. Lo que fue bastante.

Mi abuelo tenía un estudio, mi padre tenía un despacho, pero mi madre montaba su caballete cuando y donde podía y lo lamentaba amargamente. Mi abuela, entretanto, llevaba la casa, persiguiendo a la muchacha jamaicana, Ivy, para asegurarse de que hacía las cosas bien.

Iviana Banton era una irascible mujer de las Antillas que se ocupaba de nuestra casa (cuando la dejaba mi abuela). Tenía las manos acartonadas y negras por la parte de fuera y maravillosamente rosas por la de dentro. Me encantaba su acento, y el modo de hablar de los antillanos todavía me seduce.

Ivy era fea, con un enorme quiste en la nariz, lleno de pelo, pero era viva y fuerte. Aprendí pronto que estar viva y ser fuerte era mucho más importante que ser guapa.

A pesar de los muchos psicoanálisis, que me costaron lo suficiente para mantener a un pequeño país, he reprimido todos los recuerdos de mi primera infancia sobre mi madre. Sé que me adoraba y que también le molestaba adorarme, y que se mostraba muy voluble. Yo la adoraba más que a mi vida y también me aterraban sus cambios de ánimo. Mi hermana mayor muchas veces era violenta físicamente conmigo, retorciéndome el brazo hasta que yo caía al suelo muerta de dolor, y me atormentaba «ganándome» mi reloj de oro en partidas de cartas en las que hacía trampas, avergonzándome delante de los amigos. Dos mujeres me tiranizaron durante gran parte de la infancia, pero mi memoria no conserva casi nada de eso. Con todo, concluyo que mi temperamento conciliador, mi tendencia a ocultar mi enfado, incluso a ocultármelo a mí misma, y luego darle suelta años después, o usar mi pluma para atacar a los parientes, debe de proceder de esos años de tiranía emocional olvidada.

Nada de quejas. Todo el mundo necesita algo que dé forma a un carácter complicado. La tiranía fue la fuerza que originó mi amor por la libertad, mi identificación con los desvalidos, mi pasión por los derechos del hombre, y de la mujer.

Cuando mi hermana Claudia nació en 1947, toda la constelación familiar cambió. De pronto había «el bebé». De pronto era la posguerra con sus muchos nacimientos y mi padre era rico, o eso parecía. De pronto mis padres hacían cosas como ir en avión a La Habana o Jamaica a pasar unas vacaciones de invierno, o a Londres y París durante las del verano. De pronto había una niñera que no me dejaba tocar al bebé porque yo había cogido tiña por culpa del gato de mi mejor amiga.

Cuando volvía a casa del jardín de infancia, después de lo que parecía una eternidad, la niñera no me dejaba acercarme a la habitación del bebé. La pequeña intrusa pelirroja -mi hermana- destrozó mi vida. Todos se deshacían en atenciones con ella. Mi madre estaba en cama como una entretenida, mis abuelos se habían mudado a un apartamento cercano (alejados porque mis padres ahora se habían psicoanalizado y habían suprimido ideas tan retrógradas de Mitteleuropa como las familias extensas). La vida cambió dramáticamente. Y lo que recuerdo fundamentalmente es estar en una bañera, con el brazo con el reloj alzado por encima de la cabeza mientras me frota mi madre, que quería terminar pronto para correr junto a «la bebé».

La maldita bebé; cuánto la hicimos sufrir Nana y yo. Le poníamos ropa que la ahogaba y la sentábamos en el cochecito de las muñecas. La metíamos en el armario de la ropa de casa que todavía era nuestra cueva para escapar de los nazis, pues aunque la guerra había terminado, no había terminado dentro de nuestras cabezas. Allí metidas, tomábamos sandwiches de mantequilla y compota de manzana y azúcar (basándonos en una receta de una novela de Booth Tarkington que estaba leyendo mi hermana mayor). Nos escondíamos allí dentro y hablábamos en susurros, corriendo a la cocina a por más provisiones cuando no había moros en la costa.

Claudia sonreía dulcemente y soportaba todos nuestros malos tratos. Era «la bebé». Sabía su sitio. Hoy me cuenta cuánto rencor nos tenía. No era nada comparado con el rencor que le teníamos nosotras simplemente por haber nacido. Mientras nosotras íbamos al colegio, a ella la llevaban a las islas del Caribe para que tomara el sol. Mientras nosotras nos quedábamos con Papá y Mamá, ella estaba con Eda y Seymour. De las tres era la única que llama papá y mamá a nuestros padres. Y también le teníamos rencor por eso. A mí y a mi hermana mayor, mis padres nos parecían unos hermanos misteriosos. Y mis abuelos parecían los padres de verdad. A lo mejor por eso teníamos que alejarnos de ellos.

Cuando yo tenía ocho años, mi hermana mayor trece, y me hermana pequeña tres, mis abuelos cruzaron el Atlántico hacia París, esperando encontrar a los artistas de la juventud de Papá en París. (Había residido allí como un pobre estudiante de arte ruso antes de casarse, subsistiendo a base de plátanos que le daba un filántropo amante del arte judío -posiblemente un Rothschild-, o eso decían los mitos familiares.)

– Mirsky quería ir sin ella -dice mi padre-. Creía que podría dejar a Mamá con nosotros.

– Pero yo me negué -dice mi madre-. ¿Cómo se atrevía a abrigar la ilusión de que podía recuperar su juventud?

Mamá y Papá embarcaron en el Mauretania. Unas pequeñas fotos en blanco y negro recogen aquel día: Claudia y yo corriendo por las cubiertas con nuestros abrigos ingleses Chesterfield, con gorros y guantes a juego; Nana, una adolescente triste, una Elizabeth Taylor clónica, junto a diversas sillas de cubierta y chimeneas y mirando furiosa a la cámara.

Mis padres debieron sentirse tan liberados como nosotras nos sentíamos desconsoladas. Y en cuanto a Papá y Mamá, ¿en qué demonios podían estar pensando? ¿Cuánto podía decepcionar el París de 1951 a un artista que se fue de Montparnasse en 1901? Ya no era joven, ya no estaba soltero, ya no vivía a base de plátanos. El chico ruso-judío de Odesa se había convertido en un hombre de mundo (o por lo menos de Manhattan). ¿Cómo era capaz de volver? Resultó que no podía. El y mi abuela echaban demasiado de menos a sus nietas. París no les sirvió de sustituto para nosotros. A los seis meses, Papá y Mamá embarcaron de vuelta.

Siguió una riña tremenda. Papá y Mamá querían volver a vivir con nosotros, y mis padres (y sus psicoanalistas) no les dejaban. Papá y Mamá eran demasiado prefreudianos para entender todo esto, y nunca superaron el enfado. Mi madre les encontró otro palacio en el West Side (con luz del norte), a un paseo de nuestra casa, pero Papá y Mamá se negaron a perdonarla. Ni perdonaron a París por haber cambiado en cincuenta años. Se suponía que el tiempo tenía que estarse quieto. Por desgracia, nunca lo hace.

Conque tengo cincuenta años y Papá y Mamá han muerto. Mañana voy a almorzar con mi padre para ver lo mucho que me equivoqué en este capítulo inicial.

Загрузка...