«He tenido un sueño que en absoluto era un sueño» -dijo Byron. Yo también he vivido un idilio un verano perfecto de mi vida. Cuando la gente dice «Eros», sé lo que quieren decir, aunque puede que ellos no. Y cuando necesito una fantasía para evocar la mayor pasión que puede soportar una mujer, ése es mi punto de referencia.
Entonces yo no estaba casada -pasó entre mi tercero y cuarto matrimonio-, y me había enamorado de un hombre que me parecía Pan, olía a verano y sexo, y navegaba con su velero por la laguna de Venecia y por el mar Adriático.
Nuestra relación había empezado un año atrás; nos enamoramos en su barco, esperamos todo un año anhelantes, y entonces, cuando volví a Venecia el verano siguiente, pasamos unos horas clandestinas perfectas en la casa que él compartía con la mujer de su vida. Posteriormente seguimos en contacto por teléfono y fax durante años, viéndonos siempre que podíamos. Yo llevaba dos relojes, de modo que siempre sabía la hora que era en Venecia, y nos hablábamos por teléfono describiendo lo que haríamos, o habíamos hecho, uno al otro.
– Estoy explotando lleno de estrellas… -diría él (en italiano) al correrse. Todo eran metáforas planetarias. El sexo era cósmico, por fibra óptica.
Yo iría a Venecia y me quedaría en una hermosa suite del Gritti (donde el agua se reflejaba en el techo), y él vendría a verme mañana y tarde.
Pero un verano (¿era el segundo o el tercero? No lo consigo recordar) decidí alquilar el piano nobile de un palazzo durante tres meses con objeto de darnos un tiempo ilimitado para explorar la relación y ver si podía convertirse en permanente. Lo que hizo que me diera cuenta de que Eros nunca es permanente, o más bien que las condiciones para su permanencia no son permanentes.
Llegué sola a finales de junio y me instalé en mi palazzo alquilado, con sus ventanas dando al canal Giudecca, barcas con letras en cirílico pasando, el jardín vallado lleno de rosas y un peral (pero) asombrosamente fértil en el centro, cargado de peras maduras.
Piero (vamos a llamarle así) llegó a las once en punto de la primera mañana a decirme hola («per salutarti»), dijo. Les dijo hola a mis pezones, mi cuello, mis labios, mi lengua, me cogió de la mano y anduvo conmigo por el dormitorio, donde fue descubriendo mi cuerpo lentamente, soltando exclamaciones ante la belleza de cada parte, y me penetró en la cama, manteniéndose con firmeza dentro de mí durante lo que pareció para siempre, mientras yo me llenaba de zumo como las peras del peral y empezaba a estremecerme como si me estuviera agitando una tormenta.
Llena de su olor, sus palabras, su lengua, su increíblemente lento pene, broté toda entera para él como si las células de mi cuerpo se estuvieran separando unas de otras y volviéndose a juntar. Era una especie de transubstanciación: sangre y cuerpo que se convertían en pan y vino en lugar de que pasara del otro modo. Yo miraba sus ojos pardos como de fauno, su pelo dorado-rojizo rizado, y dije:
– Mío dio del bosco-(mi dios del bosque), pues era lo que sentía. Era como estar poseída por un dulcísimo gran maestro del aquelarre, un macho cabrío, un dios cornudo, el dios de las brujas, el hombre verde. Era como ser poseída por toda la naturaleza, renunciando a mi intelecto, a mi voluntad.
El sol brillaba en cuadrados sobre la cama, el agua del canal se reflejaba en el techo pintado (con sus figuras de Hera, Venus, Perséfone y varias sibilas), tronaban las motoras, y en la unidad de mí misma con el bosque y el mar, vi claramente lo que la vida de un hombre y una mujer debe de ser, dos mitades adaptándose una a la otra, fuera del tiempo, para la eternidad. Sabía que la gente tomaba drogas para simular eso, que perseguía el dinero y el poder debido a eso, que trataba de destruirlo en otros cuando ellos mismos no lo podían tener. Era un don muy simple -pero no menos elusivo por su simplicidad-, y la mayoría de la gente nunca llegaba a conocerlo. Todos los esfuerzos que se hacían era por conseguirlo.
– Debo irme -dijo, y yo le seguí al cuarto de baño, riendo, saltando literalmente de alegría, mientras él se lavaba debajo de los brazos y la entrepierna, se ponía la ropa y dejaba un beso entre mis pechos.
– Te llamaré a las cinco -dijo.
Y yo me senté a escribir, con su savia entre los muslos, y su olor entre mis dedos y mi boca.
Escribí hasta las tres, me puse un traje de baño debajo de un vestido de verano y anduve a lo largo de los Fondamenta hasta la piscina, donde chapoteé en el agua bajo el sol, notando mis miembros no más pesados que el agua, brillantes como el aire. Luego comí algo y volví por los Fondamenta, y me parecía flotar sobre las piedras.
A las cinco llamó.
– Siete sola?-(¿Estás sola?), preguntó.
Claro que estaba sola. Y luego estábamos otra vez en la cama, con la luz de la tarde, no la luz de la mañana, jugueteando en el techo, con su aparato reconfortándome, con sus besos salados que convertían mi boca en la laguna inundada por el potente sol rosa.
A veces paseábamos por los Fundamenta, o nos deteníamos a tomar una copa de vino en Harry's Dolci; y luego él se iba a su otra vida y yo a cenar con amigos, a conciertos, óperas, a dar largos paseos por la ciudad.
A veces le veía en la laguna acompañado de su otra dama. A veces me preguntaba dónde estaría. Pero siempre con placer, no con dolor.
Esto duró ocho días. Y la tarde del octavo día desapareció sin una palabra. Estaba en el mar con personas que yo no conocía. Se había ido, y yo no tenía idea de si iba a volver.
Los días se hacían largos. Apareció un pretendiente norteamericano y, después, otro de París. No consiguieron eliminarle de mi cama. Por fin vinieron mi hija y mi ayudante, y yo llenaba el día con labores maternales y trabajo.
Estaba enfadada con Piero, no por marcharse, sino por marcharse sin decir nada, y me prometí no volver a verle nunca más. El verano iba pasando, ardiente, húmedo, inútil. Venecia era como un crucero donde conocía a todo el mundo y me aburría con ellos. Por fin mi hija tuvo que ir a ver a su padre y mi ayudante a ver a su amante. Llegaron amigos y me llevaron a una ronda continuada de fiestas; y entonces, una mañana, llamó por teléfono como si no hubiera pasado nada.
– Siete sola? -preguntó.
– Cretino!-grité yo-. ¡Idiota!
– Me tengo que ir a Murano en el barco. ¿Vienes?
Salí corriendo de casa para sacarle los ojos.
En el barco, le golpeé el pecho con los puños.
– ¿Cómo pudiste dejarme cuando yo vine aquí para estar contigo?
– No tuve elección. Lo tuve que hacer.
Y su boca estaba en mi boca, silenciándome.
Al poco rato estábamos detrás de un bancal de tierra, lleno de maleza, haciendo el amor. Y el barco se balanceaba con nosotros y brillaba el sol.
Mis invitados se divirtieron cuando le maldije, luego corrí a él, luego le volví a maldecir. Nos veíamos en el pequeño estudio secreto de junto a mi jardín, cuyas rosas habían desaparecido pero cuyas peras todavía salían. Hacíamos el amor mañana y noche, y luego él se iba.
Le perdoné porque lo tenía que hacer. Cuando me penetraba me sentía completa. Pero cuando se iba, no confiaba en que volviera.
Esta historia no tiene fin. Si apareciera hoy aquí y me tocara, volvería a aquel bosque, aquella laguna, aquella danza del aquelarre.
La sensación de impermanencia hacía su presencia permanente y su irrealidad también le hacía real. Algunas noches voy a dormir pensando que me despertaré en otro país con aquel otro marido. Es mi marido de la luna, y cuando ésta está llena, pienso en él. Habita mis sueños.
Cuando la gente dice «sexo», pienso en él.
¿Qué habría pasado si hubiera unido mi vida a la suya?
Sólo puedo hacer especulaciones. El asegura que no se acuesta con la dama con la que vive, y puede que sea cierto, puede que no. Sólo sé que preferiría ser la mujer hacia la que corre que la mujer de la que escapa, y en cierto modo he asegurado esa situación por no aferrarme a ella. Prefería mantener el sexo vivo en mi fantasía que matarlo por casarme. Pero a lo mejor me estoy engañando a mí misma. ¿Podría haber vivido con el dios de los bosques? Sólo parcialmente. El no quería estar allí a no ser parcialmente. Y yo acepté sus condiciones y seguí con mi vida.
Cuando era niña me encantaba el cuento de hadas de las Doce Princesas. Las princesas se acostaban en sus camas como buenas chicas, pero por la mañana las suelas de sus zapatos estaban todas gastadas porque habían pasado toda la noche bailando. Mi escritura es parecida. Puede que yo lleve una vida de mojigata, pero mis libros ofrecen suelas gastadas, sol, mar, perales, savia entre los muslos. Viví de ese modo un verano, o mejor, quince días de un verano. Viviría siempre de ese modo, pero me temo que es imposible.
La persona adecuada, incluso cuando se encuentra, puede que no sea la compañía adecuada. La pasión no se tiene que mezclar con la vida cotidiana para que siga siendo pasión. Y la vida cotidiana tiende a imponerse y eliminar la pasión. La vida cotidiana es la hierba más resistente de todas.
Descubrí por primera vez el sexo en sueños cuando tenía trece años. Deseaba a un chico alto y pelirrojo (cuyo nombre nunca supe) que corría -llevando una bufanda de Harvard- hacia la estación de metro de junto al Museo de Historia Natural de Central Park West. Cuando se me aparecía en sueños, se me sonrojaba la cara, se me humedecían los muslos, y el corazón me latía con fuerza. Cuando le distinguía a lo lejos, volvían a pasar esas cosas. Nunca supe su nombre, nunca le vi de cerca. De todos modos, le quería. Despertó mi sexualidad.
Cuando terminé primero en el instituto, nunca más le volví a ver, hasta que una vez, en Bath, Inglaterra, donde yo investigaba para Fanny Hackabout Jones, mi novela cómica del siglo XVIII, un bandido pelirrojo del siglo XVIII con unos ojos verdes achinados vino a mi cama y me hizo el amor de modo perfecto. ¿Era un sueño, un dyb-buk, un íncubo? Pero le convertí en el amor de Fanny, Lancelot, y le hice el héroe de mi libro.
El sexo es algo con lo que siempre he luchado. Ejerce tal fuerza en mí que tengo que combatirlo para mantener una vida propia. Cuando era adolescente y descubrí la masturbación, me decía a mí misma:
– Me mantendré lejos de los hombres.
Deseaba a los hombres sexualmente pero no quería que se me impusieran. Era algo que los hombres no podían aceptar. A la mayoría de los hombres les gusta más el poder que el sexo, y si les das una cosa sin la otra, al final se rebelan.
Por eso es por lo que tienden a desaparecer los grandes amantes. No quieren estar a tu disposición. No quieren ser predecibles. En cuanto una encuentra a su compañero lunar, que se prepare para perderlo. No le gusta el calor del sol.
Hay todo tipo de amantes diferentes, que satisfacen de todo tipo de maneras distintas. Hay amor al hablar, amor al cocinar, amor al abrazarse, y algunas veces les acompaña un orgasmo tremendo. Pero la cuestión no es ésa.
En el corazón de toda mujer hay un dios de los bosques. Y este dios no está disponible para el matrimonio, o para las tareas caseras, o para ser padre.
Los hombres, no se dude, tienen un equivalente: Lilith, no Eva. Pero ha habido suficientes libros sobre los hombres. No necesito añadir más literatura. La cuestión es que siempre se es bígama. Casada con uno con el corazón y con otro con el bajo vientre. A veces el corazón y el bajo vientre se unen una noche o dos. Luego se vuelven a separar.
Mi fantasía es un ménage a trois: un marido-luna, un marido-sol y yo. No he llegado a imaginar cómo podríamos vivir juntos. Pero cuando consiga que funcione, lo contaré. Sé que muchas mujeres llevan mucho deseando esto. Y que sólo el miedo y la compulsión hacia una amabilidad inútil les hace asegurar que no lo desean.
En todos los libros publicados sobre el amor y el sexo, raramente se insinúa tan siquiera ese misterio. A veces, de noche, cambiando de canales en la tele, me encuentro con espectáculos de sexo. Los hombres parecen cínicos y toscos y las mujeres hablan todas con acento del Bronx. Los hombres están enamorados de sí mismos y no tienen sitio para nadie más. Mis fantasías no son ésas.
Una vez, mi tercer marido y yo fuimos al Refugio de Platón (un club sexual ahora desaparecido). Fuimos como reporteros sexuales con unos blocs de anillas. Al principio seguimos con la ropa puesta, y luego nos la quitamos porque queríamos verosimilitud.
Anduvimos por el lugar: entramos en la sauna (llena de cuerpos con espinillas), en el bar (mantequilla de cacahuete y mermelada, salami y mostaza: como en una fiesta de chicos muy dédassé), en la sala de las colchonetas (dentistas de New Jersey follándose hidráulicamente a sus higienistas). Finalmente, pasó la excitación y volvimos a casa. La fantasía tampoco era la mía. Mi fantasía habría incluido Beluga, no salchichón, pero eso no era todo. Yo quería una orgía que se acercara a esos sueños que rondan el día entero. El Refugio de Platón no era mi sueño.
¡Oh, las cosas que se han hecho en nombre de Platón! El amor casto ha llegado a llamarse «amor platónico». Pero la verdad es que buscamos el amor ideal, como los amantes cortesanos de Provenza. La consumación física es la cosa menos importante. Es al anhelo del ideal -el amante que nunca se puede poseer- a lo que se dirige la perfección provenzal.
Puede que al amante no se lo pueda poseer nunca porque huye. Puede que no se lo pueda poseer nunca porque el tiempo irrumpe en lo intemporal. O puede que el resto de nuestra vida esté prometido a otra persona. Y sólo en sueños podamos participar en este ménage a trois.
La imposibilidad es parte de su esencia. Sólo la imposibilidad la hace posible. O a lo mejor sólo me digo esto porque soy cobarde. A lo mejor no quiero arriesgarme más allá de los límites de la experiencia.
El chico alto y pelirrojo y yo nunca nos tocamos. Pero cuando yo tenía catorce o quince años, me eligió como innamorata alguien menos inmaterial: se llamaba Robbie y era alto y de pelo castaño, con una nariz roma y algo ladeada, y una polla hermosa y grande.
– A lo mejor un día de estos te la meto en la boca -dijo, tanteando la cosa, y sabiendo que iba contra las «normas». ¡Y no teníamos normas ni nada acerca de eso en 1955! Por dentro o fuera del sostén, por dentro o fuera de las bragas, por dentro o fuera de los calzoncillos. Si escribir poesía rimada es tenis con una red (para parafrasear a Robert Frost), entonces «hacerlo» en 1955 era un torneo con sus propias y complicadas normas. Un falso movimiento y una podía quedar fuera de juego. Hasta entonces, una iba delicadamente hasta donde podía, evitando, por supuesto, la penetración, tanto oral como vaginal.
Entonces la excusa eran los niños. El embarazo era una situación irreversible, o así se consideraba, como el sida hoy. Las ganas de romper el tabú no llegaban a ser tan fuertes como la necesidad de tener una red de seguridad. Por eso inventábamos todo tipo de variaciones: folleteo con el dedo, masturbación con varios lubrificantes, pegarse uno al otro mucho sin penetración. Una quería «una virginidad técnica». En mi vida posterior, durante un matrimonio desgraciado, me permití cometer adulterio con un condón, para que no me tocaran ni la piel ni los fluidos. O practicaba el sexo oral, pero deteniéndome antes de la penetración. Estas limitaciones importaban. Los seres humanos siempre son mayores en forma que en contenido.
El placer que sentía con Robbie pasó su factura. Me volví anoréxica debido a la culpabilidad y dejé literalmente de comer. Simbólicamente, debo de haber pensado que todos mis orificios eran el mismo, de modo que si dejaba de meterme cosas por la boca, compensaría lo que me había metido por la vagina. Recuerdo el terror y la obsesión, ¡la pasión por reparar lo que había hecho! ¿Y qué había hecho? ¡Ni siquiera sabía cómo se llamaba! ¡Creía incluso que lo había inventado yo!
¿Existirá alguna vez una adolescencia como la de la isla Trobriand, donde el sexo es libre y los niños pueden abstenerse de hacerlo o no? No parece posible.
El sexo que tenemos en los libros, en las películas, en la televisión, está tan desprovisto de misterio que me asusta. El misterio es la esencia de nuestra humanidad. Es lo que nos hace ser lo que somos.
Cuando tenía cuarenta y tantos años, un escritor famoso se enamoró locamente de mí. Almorzamos en mi casa de Nueva York y nos besamos y nos abrazamos. Luego él se fue a su casa de Inglaterra y yo me fui a mi casa de Connecticut a pasar el verano. Cruzamos cartas de uno al otro lado del Atlántico. Estaban llenas de ligueros negros, medias de seda negras, versos, doubles entendres. Eran el comienzo de una novela erótica.
Esperábamos las cartas del otro. Luego contestábamos lo más ingeniosamente que podíamos.
Después de un par de meses de esto, yo me fui en avión a Venecia, planeando reunirme con él en Londres unas semanas después. En Venecia surgió una complicación. Volví a encontrarme con Piero y reiniciamos nuestra febril historia de amor.
De pronto mi escritor inglés me resultaba frío. Y sin embargo él había removido cielo y tierra para apartarse de la dama de su vida e ir a reunirse conmigo en Londres.
Llegó a mi elegante hotel con una maleta de cartón y dos cartones de pitillos (¡planeaba quedarse mucho!). Paseó la vista por mi suite oval que daba al parque y dijo sarcásticamente:
– Tus libros deben estar yendo bien.
Le temblaban las manos y encendía pitillo tras pitillo y paseaba arriba y abajo. Por fin dijo:
– Vamos a leernos poemas uno al otro, pues nos conocimos por medio de la poesía.
Probamos. Aquello tampoco nos calmó.
Finalmente, salimos a cenar a un pub grasiento donde él se sentía cómodo. Trató de beber, pero siguió igual de nervioso. Yo encontré el vino que pidió imbebible.
De vuelta al hotel, me preguntaba cómo librarme de él. El último tren para su encantador condado ya había salido. No tenía valor para hacerle dormir en un espantoso hotel de la estación. Me escondí en el cuarto de baño como hago a menudo cuando estoy confusa.
Cuando salí me lo encontré instalado en mi cama, fumando su pitillo veintiocho.
– Podríamos dormir juntos para darnos calor-dijo, y sonrió, enseñando unos dientes salientes. Sus cartas habían resultado mucho más atractivas.
Lector: le puse un condón y me lo follé. Luego salí al salón y dormí en el sofá, envuelta en un edredón de raso.
Por la mañana le proporcioné un desayuno maravilloso, del que él se burló por lo elegante que era. antes de que se fuera. Me di cuenta de que era fatuo, esnob, antisemita y no muy educado.
Pero todavía tengo las cartas.
A veces las saco y las leo, haciendo como que no conozco el final. La historia queda mejor sin ese final.
El sexo, por definición, es algo que se hace con una persona con la que no estás casada, lo que no significa que el otro esté mal, simplemente se trata de otra categoría. Llámese conyugal a algo y el misterio desaparece. El sexo tiene misterio, magia, un toque de prohibido.
No es algo práctico. No tiene nada que ver con el dinero. Por eso las líneas sexuales telefónicas no conseguirían excitarme aunque no se llevaran mal con mis fantasías. Pagúese y una quedará fuera del reino del misterio. Se convierte en una transacción, una parte del producto nacional bruto, algo que interviene en el anestesiante diálogo nacional sobre si el porno es bueno o no para la igualdad de las mujeres. Con el sexo nos encontramos fuera del reino del dinero y la política. Estamos en el reino del mito, los cuentos de hadas y los sueños.
En otro mito que me encantaba de niña, la princesa Langwidere de Oz tenía treinta cabezas, una para cada día del mes. Unas eran buenas y otras eran malas, pero ella nunca lo podía recordar hasta que las tenía puestas, y entonces era demasiado tarde.
A la buena chica no se le puede echar la culpa porque sea mala. ¡La mala chica de hecho es una buena chica con mucho lío en la cabeza!
En mi fantasía, soy una princesa Langwidere con un vestido blanco de gasa con mucho vuelo y la llave de color rubí en la cintura para abrir los armarios donde se guardan mis cabezas. Abro el armario, me pongo la despeinada, una cabeza como la de Medusa, y de pronto le estoy gritando al escritor inglés:
– ¡Fuera! ¡Cómo te atreves a aparecer en mi habitación con una maleta de cartón!
No follo con él. Le mando a su casa con su sufriente mujer y yo disfruto sola de los lujos de la enorme cama de mi hotel.
El enemigo no es amable pero trata de ser bueno.
Todas las veces que siento eso, me digo: ¡cambia de cabez!l
Buena hija, buena hermana, buena sobrina, buena esposa, buena madre, y el único sitio en el que soy honrada es en una cama adúltera. El sexo prohibido se nos concede porque la individualidad todavía nos está prohibida a las mujeres. El sexo es la raíz de todo esto, el sexo es la clave.
El sexo es el catalizador de la metamorfosis. Por eso no podemos renunciar a él.
Y así estoy sentada en el palazzo viendo pasar los barcos.
El teléfono está a punto de sonar.
Por supuesto que diré que sí.
No hay nada más descorazonador que una mujer que ha renunciado al sexo. Es algo que recuerda la frase de Osear Wilde: «Veinte años de romance amoroso hacen que una mujer parezca una ruina, pero veinte años de matrimonio la hacen parecer un monumento público.»
Existe una diferencia entre Osear Wilde y yo. Debido a todos los tormentos que padeció, debido a toda la fealdad que suponía el que le castigasen por amar a los hombres, nadie leyó esa frase y le preguntó: ¿Qué piensa su marido de eso? Cárcel, exilio: eso fue lo que le correspondió. Pero nunca: ¿Qué piensa su marido de eso?
Puede que las mujeres voten, pero no son libres mientras se produzca esa reacción. Incluso a las que no tienen marido se las considera como si le hubieran ofendido por escribir sencillamente la verdad.
Tan sólido es el muro que rodea la libertad de una mujer, que no puede hacer nada sin que le pidan que piense en el efecto que tendrá sobre algún hombre que se supone que es más importante que ella.
Es lo que pasa con la sexualidad de la mujer. Siempre se pone a disposición de la especie. Por este motivo, incluso es difícil localizar su fantasía, y mucho menos expresarla. Incluso el mundo soñado está rodeado de prohibiciones.
Soy una escritora metódica. Necesito experimentar las cosas para escribir sobre ellas. ¿Son horrorosas? Muchísimo mejor. Sumida en el Blues de toda mujer, mi novela sobre una artista del Nueva York de los años ochenta, decidí que el sadomasoquismo era parte de mi narración. No sabía nada sobre su lado ritual -ligaduras, cadenas, látigos-, lo único que sabía del sadomasoquismo procedía de mi familia. Pero decidí aprender. Recurrí al truco del periodismo. Fui a entrevistar a una que ejercía de estricta gobernanta.
Le encantó que la entrevistase. Sólo hizo una petición: que usara su nombre real en todo lo que escribiera. Era la única petición a la que no podía atender. ¿Suponía eso el comienzo de nuestra relación sadomasoquista?
Por supuesto que me abrió su «estudio» y me dejó mirar. Y por supuesto que me lo contó todo sobre sí misma. Pero había algo más que quería. Quería integrarme en su vida.
– Mando a mi esclava personal a buscarte y traerte a mi estudio -dijo un día por teléfono.
Y claro, una chica sonriente con pantalones estrechos negros y un jersey negro llegó en un taxi negro para llevarme al rascacielos de espejo del centro donde trabajaba Madame X.
Yo nunca había estado con una «esclava personal», y me preguntaba cuál sería el comportamiento adecuado.
El lenguaje del cuerpo de la chica decía:
– Haz conmigo lo que quieras.
Se acobardó. Era una chica, no una mujer. No puedo decir cómo lo supe.
En el estudio -un apartamento de tres dormitorios en un piso treinta y nueve- había tres damas dispuestas a la acción. Una era delgada como una modelo, pelirroja, y llevaba puesto una especie de mono negro de goma; otra era rubia, con pómulos altos y elegantes, y un vestido de terciopelo rojo con cremalleras abiertas por todas partes; y la otra tenía el pelo negro y cara de chico, y llevaba puestas unas botas de terciopelo negro interminables. Las tres eran estudiantes. Una estaba siguiendo cursos de doctorado.
Oculta tras una máscara de goma con una cremallera en la boca, yo era libre de entregarme a mis fantasías. Me moví a mi gusto de habitación en habitación.
¡Qué tópico era todo! Enemas, potros de tortura, nudos corredizos, medias. Y qué repetitivas eran las posturas de sometimiento. Boca arriba, boca abajo, o de rodillas como un sumiso vendedor de zapatos. Lo principal era que nadie se tocara. Lo principal era estar sin control.
Si una está encadenada y sujeta a fantasías sexuales contra su voluntad, tiene placer y al tiempo una ausencia total de responsabilidades. Era un poco como mis Doce Princesas que bailaban. Lo haces en sueños, por lo tanto no lo estás haciendo.
Mi espera en el palazzo es una versión de lo mismo. También yo estoy sin control. También yo anhelo al amante que me puede hacer que le bese el zapato.
Es un juego de abstinencia: estás aprendiendo a vivir del aire. Es sexo minimalista. Se tiene tan poco que se piensa que se ha tenido suficiente.
Yo tuve bastante de sadomasoquismo con aquella visita, pero Madame X no. Quería que volviera más veces. Quería presentarme a sus amigos de París, de Milán, de Roma, que celebraban misas negras y buscaban sangre fresca. El mundo del sadomasoquismo era internacional. Sus practicantes volaban con frecuencia muchos kilómetros.
En París conocí a la mujer de un famoso cantante de ópera que tenía fama de ser la fundadora de una celebrada mazmorra para el amor. Estuvimos sentadas en un salón del Crillon tomando té y hablamos de Proust. La dama era tan comedida que yo ni siquiera podía creer que tuviera cuerpo, y mucho menos un cuerpo que practicaba el sadomasoquismo. Se tenía que ir a un festival de música de Praga. Ni siquiera me dio la llave de su mazmorra para el amor.
Admito que mi investigación no había sido muy profunda, pero no me había atemorizado el sadomasoquismo que había visto.
Mi guía en el asunto prefería la fama al sexo. Contrató a un agente de prensa. Abrase cualquier revista elegante y se encontrará su cara. Había revelado su secreto al mundo. Una vez que pasó eso, nunca pudo volver a evocar lo prohibido. Sólo podía tener programas de llamadas telefónicas como la doctora Ruth, anunciar condones, duchas vaginales, y finalmente pañales para adultos en la tele. Pasó a formar parte del mundo del comercio, y cuando se hace eso, Pan se retira. Ni todos los vestidos de goma del mundo te podrían evitar eso.
El corazón me da un vuelco cuando oigo una motora en el canal. Son mis instrumentos eróticos: zapatos náuticos, el sol mediterráneo, un amante que ni en un millón de años querría por marido.
No creo que se puedan producir fantasías en serie. Por su naturaleza, las fantasías son únicas. He recorrido a fondo libros de fantasías buscando las mías, y no las conseguí encontrar. Madame X dice que me organizará «números» en ciudades del extranjero. Lo rechazo, y no por el sida, ni por lo que podría pensar mi marido. Lo rechazo porque temo la soledad. Cuando se sale de un estudio de sadomasoquismo a la cegadora luz del sol, habiendo visto lo que se ha visto, se está más sola que nunca. Es el secreto terrible que sabía O.
Los barcos son eróticos, y lo son los coches, y los trenes. En un tren que traquetea, al atravesar un túnel bajo una montaña, una puede hacer el amor con el hombre de enfrente, separarse y luego volver a arreglarse la ropa como si no hubiera pasado nada. En un abrir y cerrar de ojos, se hace y se termina. Es el brillante resplandor del sexo debajo de un párpado. ¿Quién te tienta, el dybbuk, tú misma?
¿Por qué la realeza no nos proporciona algo de sexo real? Es agradable pensar en reinas y princesas sin bragas, pero ¿deben retozar con unos hombres tan estropeados y comidos por la polilla? ¿Y siempre deben hacer como si los necesitaran por otros motivos? ¿Consejero financiero? ¿Ayuda de cámara? ¿No sería mejor decir Ayuda de cámara de las partes pudendas de su majestad la reina?
Si yo fuera reina, tendría a todos los hombres guapos que quisiera. Los mataría o los castraría después, o hasta me casaría con ellos. Los hombres hicieron esas cosas durante siglos, y sus consortes repudiadas (Ana Bolena, Catalina Howard) fueron hacia su sanguinaria muerte cantando alabanzas al rey. En cuanto las mujeres, digamos, no fregaron los platos, nos llamaron brujas y putas. Pero admítase una fantasía como ésa y todo el infierno se encrespará. Decidlo, señoras: queréis follároslos, luego matarlos, y seguir vuestro propio camino.
Monstruos contra natura. Goneril, Regan, lady Macbeth. ¿Qué son, sino mujeres con la furia primordial a flor de piel? Y sin esa furia primordial no hay sexo. Mi esclavo personal tendría que ser macho.
Hace años solía haber un libro en rústica en las estanterías que se titulaba El poder de la rendición sexual. Qué título tan démodé para lo que pasa hoy. Nunca he leído ese libro, por lo que no puedo referirme a su contenido. Estaba escrito por una tal «Doctora Marie Robinson». Entonces era importante que los médicos tuvieran que ver con los libros sobre el sexo. En realidad, el libro lo habían escrito un hombre y su mujer, que era psiquiatra. Posteriormente conocí a ese escritor, cuando se casó con una amiga mía poeta.
Ella estaba enamorada. Ella se había rendido. Ella me contó que todo el sexo era rendición. Se refería al título del libro. Era verdad, dijo ella. Ella lo había vivido y lo sabía.
Ahora bien, hay rendiciones y rendiciones. Rendirse a alguien que encarna una fantasía propia es una cosa. Pero rendirse a un violador es otra.
La posibilidad del sexo es la posibilidad de la rendición. Unas personas necesitan determinada ropa, sitios muy lejanos, idiomas diferentes, cadenas, y otras personas lo consiguen más deprisa y con menos líos, pero el hecho de rendirse es el mismo. Historia de O me funciona como ningún otro libro erótico porque capta esa rendición. No cuenta cómo se debe dirigir la propia vida. Reconoce que Eros es algo aparte de -puede que incluso antitético a- la vida. Por lo tanto, lo condenan quienes quieren manuales prácticos por encima de todo. Norteamérica no es un sitio para la fantasía. Aquí los libros tienen que ser didácticos, u otra cosa.
Pero la fantasía no se domina del todo. Emerge en las novelas rosa, en las de terror, en las de suspense.
¡Sacadnos de aquí, haced que nos rindamos!, gritamos. Proporcionadnos un sitio donde no haya que hacer apuestas. ¡Dadnos un sitio donde nos podamos relajar! Los hombres han tenido burdeles durante siglos, pero ¿ha existido alguna vez un burdel para mujeres? ¿Una mezcla de gimnasio y salón de belleza, pero abarrotado de hombres guapos, complacientes? (Les habrían hecho el análisis del sida, por supuesto.) Una podría ir allí durante un par de horas entre la oficina y casa. Nada de darles la lata a los maridos. Nada de darles la lata a los hijos. Nada de buenas acciones. Nada de actos benéficos. Nada de televisión. Nada de entrevistas con Oprah o Sally Jessy Raphael. ¿Por qué parece sospechosa esta fantasía?
Porque algunas mujeres te verían allí y conseguirían que tu marido tocara el silbato, y harían una redada en el local.
Las mujeres no protegen el placer de las otras. Tienen tan poco por sí mismas, que quieren que también sufran las demás mujeres.
Y luego está la cuestión del arrebato. Una mujer enamorada pierde la cabeza. No puede centrar su sexualidad en un sitio. Al cabo de un tiempo haría saltar el esquema. Sólo para demostrar lo explosivo que es el amor.
Las mujeres en grupo tienden a ser puritanas. No encontrarás arrebato en tu club de campo, el club de jardinería, el banquete de bodas. Hasta las putas se vuelven puritanas en grupo. ¿Hay algo más controlado y controlador que un harén?
¿Qué empuja a las mujeres hacia el puritanismo? El sexo también significa mucho para nosotras. Nos perdemos. Durante generaciones, esto fue literalmente verdad: muerte al dar a luz, muerte por un embarazo obligado, y todo lo demás que les corresponde a las mujeres. Todavía tenemos una memoria racial de todo eso. Todavía nos inquieta mucho el sexo para dejarlo en libertad.
Por eso es tan difícil aceptar las fantasías de los hombres y aplicarlas a las mujeres. No parecen corresponderles. La anatomía es distinta, pero también lo es el contexto del sexo. Un hombre especializa su polla. El coño de una mujer es una metáfora de su existencia. Quiere que la tomen. Quiere que se la lleven.
Durante varios años participé en una terapia de grupo. Todos los participantes eran estrellas: artistas, escritores, actores, bailarines. Unos eran heteros, otros gay, otros bi, y todos tenían problemas sexuales con su pareja.
No siempre. A veces. Cuanto más enamorados estaban, el sexo se volvía más difícil de conseguir. No era la falta de amor lo que originaba eso, sino la sobreabundancia. Y el miedo al abandono que la sobreabundancia originaba.
Un hombre estaba demasiado enamorado de su mujer para follársela. Cuando ella se iba de la ciudad, siempre llamaba a su ex novia, la mujer con la que no se había casado. Se ponía en erección con sólo marcar su número de teléfono. Cuando llegaba al apartamento de la mujer, tenía la polla dura y una mancha de humedad en la parte de delante de sus vaqueros.
Uno de los miembros del grupo era un hombre gay algo mayor que había elegido el celibato. Se llevaba a casa chicos guapos para charlar y pasar el rato. Mientras los chicos dormían en la habitación de su hijo (el hijo estaba en la universidad), fantaseaba sobre ellos y se la meneaba sin parar. Nunca tocó a ninguno de esos chicos, ni a su mujer, que era su mejor amiga.
Así eran las cosas en el grupo. El actor se volvió impotente con su mujer cuando ésta hizo una película que tuvo mucho éxito y él no. El artista dejó a su mujer y se trasladó a las montañas de Colorado con una instructora de esquí. El sexo parecía un enigma para cada uno y para todos; el sexo con la propia pareja, esto es. Y sin embargo, lo que más querían era tener una pareja, en especial cuando eran solteros.
La terapeuta era una mujer que creía en el matrimonio. Su marido era el otro terapeuta.
Mientras se apilaban las pruebas de que el sexo con la propia pareja es algo que se contradice en sus términos, ella analizaba y analizaba, considerando miedo esa anestesia sexual.
En la época del grupo, yo estaba soltera. Distribuía mi vida sexual entre tres galanes, incluyendo a Piero, y aunque muchas veces era anárquica y no siempre satisfactoria, nunca resultaba triste.
¿Por qué se casaron estas personas, me preguntaba yo, si el matrimonio eliminaba el sexo? A ellas les daba pena que yo estuviera soltera. Yo despreciaba su estado de casados. Sin embargo también estaba celosa. Anhelaba una pareja, un compañero, un novio. Sabía que el matrimonio era una búsqueda de eso.
Algunos de los miembros del grupo se separaron de su pareja, tuvieron aventuras, se volvieron a casar, se sintieron inquietos otra vez. Yo por fin también me volví a casar, encontrando gran consuelo en ser capaz de echar raíces en un sitio, gran consuelo por tener aquel amigo.
Y sin embargo la inquietud no se iba. Y el anhelo no se iba. En los sueños, en las fantasías, volvía a surgir, originando los pensamientos más apasionados.
Necesitamos una bacanal, un carnaval, un aquelarre de brujas, mucho más de lo que necesitamos todos esos divorcios y nuevos matrimonios. Necesitamos un sitio donde soñar, un sitio donde encontrarnos con el tentador. Los videojuegos no sirven. Ni siquiera sirve la realidad virtual. Nos condenan a repetir las fantasías del que hizo los dibujos una y otra vez. Necesitamos fantasías corpóreas, no fantasías encarnadas en películas y chips. Pero hemos perdido los antiguos misterios de las vestales, ¿o los tenemos?
Ayer por la noche, en mitad de este capítulo, me acosté y soñé. Soñé que recibía una llamada de un antiguo novio que se llamaba Laurence. Se reunía conmigo en Connecticut, cerca de mi casa de junto al bosque, y me llevaba por entre la maleza y bajo los salientes de piedra. En los bosques de Nueva Inglaterra había un jardín con formas de las que yo no sabía nada: arcadas, terrazas, pastos, setos de boj con ingeniosas formas isabelinas: corazones, zorros, camas con dosel. Atravesamos andando el jardín, buscando un laberinto privado en el que tumbarnos.
Nuestras familias nos perseguían. Había gritos y risas al otro lado de los setos. Pero nosotros teníamos prisa, buscábamos un santuario.
Entonces cambió la escena. Yo subía la escalera hacia una casa de masajes de la parte alta de los bosques. Me esperaban dos mujeres. Una me puso unas gafas especiales para oscurecer la habitación. Otra me quitó las medias y el sostén. No llevaba bragas, sólo un liguero sobre mi centro húmedo. Me tumbaron en una mesa y se pusieron a chuparme, terapéuticamente, por supuesto. Una me chupaba los labios de la vulva y el clítoris, mientras la otra me daba masaje en la nuca, en los brazos, la cabeza, y me chupaba los labios. El teléfono no dejaba de sonar, pero yo no hacía caso. Laurence, Piero y mi marido estaban fuera llamando molestamente a la puerta. Soñolienta, murmuré:
– Largo.
Desperté con el rocío del sueño todavía entre las piernas.
En mis sueños siempre estoy de viaje, en busca de una satisfacción que nunca llega. El sueño es la búsqueda y la búsqueda es el sueño. Si hay orgasmo en el sueño, éste es incompleto. Lo que es satisfactorio no origina nuestros sueños. El mejor matrimonio es como un dormir sin sueños: sin conflictos, inocente.
Despierto porque un enorme hombre barbudo me sacude y me trae zumo de naranja. Tengo los muslos húmedos por los deseos del sueño. ¿Se trata de una paradoja? No más de lo que es la vida.
– Cuéntame tu fantasía -dice él-, cuenta -me mete la mano entre las piernas-. Estás toda mojada -dice.
– Estaba escribiendo en sueños -digo yo.
Según este capítulo se ha ido desplegando en mi mesa de trabajo -estas fantasías, ensueños, recuerdos-, mi vida de vigilia con mi marido se ha vuelto más y más sexual. Nos encontramos haciendo el amor todas las noches, riendo y besándonos por la mañana. Me encuentro contándole mis sueños y fantasías, leyéndole páginas que le excitan, bromeando con él como con un amante nuevo. Nos entregamos a un idilio doméstico.
Eso me asombra. Todos los días escribo que el sexo es imposible en el matrimonio. Todas las noches me muestro en desacuerdo.
Puede que la verdad sea que lo que hace el sexo posible es compartir honradamente las fantasías, y que vivir en pareja en cautividad habitualmente resulta antitético con esa honradez. Nos enredamos en papeles maritales. Personificamos a nuestros padres. Olvidamos los sueños y cuentos de hadas que oímos en nuestra adolescencia. Acumulamos rabia para construir el muro de Berlín.
Y entonces el sexo desaparece. En Norteamérica nos divorciamos y nos volvemos a casar. En Europa seguimos casados y tenemos «aventuras». En ninguna parte nos enfrentamos al problema.
El matrimonio sólo puede ser libre y sexual cuando no es en cautividad. El matrimonio sólo puede ser sexual cuando la fantasía incluye el no estar casado. Ser libre en el matrimonio puede que sea el desafío más duro. No poseemos las fantasías del otro. Toda nuestra intimidad -sexual y de otro tipo- depende de que sepamos eso.
No somos monógamas de modo natural. Tanto si elegimos activar nuestra falta de monogamia como si no, reside en nosotras y la erradicamos por nuestra cuenta. Una mujer liberada es la que conoce su propia mente y no la oculta. Sus fantasías le pertenecen a ella. Puede compartirlas si lo elige.
Sé que el sexo en el matrimonio viene y va. A veces ponemos en juego nuestras fantasías y a veces no. A veces obramos con petulancia infantil, distanciadas de la persona de la que más dependemos, y nos dormimos y soñamos con otra. Esto es humano. Somos niños con un gran cerebro que tiene demasiada materia gris para ser consistente. Seríamos más felices si nuestros lóbulos frontales estuvieran menos ocupados, pero también seríamos menos humanos. Los humanos somos monos y ángeles al mismo tiempo. Por eso es tan compleja nuestra sexualidad. Soñamos cosas que están más allá de nuestro alcance. Tenemos sueños inquietantes.
Ayer por la noche vi una película basada en la novela de un amigo. En ella, un hombre echa por la borda toda su vida por unos pocos minutos de pasión con una chica extrañamente hermosa y extrañamente triste que necesita perturbar la vida de los demás, empujándoles hacia la tragedia.
El público se reía disimuladamente ante las obsesivas escenas sexuales. Había una incomodidad palpable en el aire. No querían saber que las fantasías pueden invadir nuestras vidas y empujarlas hacia las tinieblas. No querían creer en la fuerza destructiva, obsesiva, del sexo.
Y sin embargo todos vivimos haciendo equilibrios por encima del caos. Tratamos de mantener ordenadas nuestras vidas pero el caos nos llama a través del sexo, a través de la enfermedad, a través de la muerte. El sida y el cáncer están al acecho por debajo de nuestros placeres. La calavera atisba por debajo de la piel.
A los diecinueve años fui a Italia por primera vez y me alojé en una villa florentina que daba al Arno desde la colina de Bellosguardo.
Allí, adonde había ido a estudiar italiano, estudié a los italianos, aprendiendo lo que aprenden tantas chicas norteamericanas: que el sexo era mejor en un idioma extranjero porque se podía dejar la culpabilidad en casa.
En el bastante descuidado jardín de la villa, entre los setos de boj y mirando la parpadeante ciudad, yo y mis compañeras de clase aprendimos la vieja danza de acercamiento y alejamiento de la pasión.
Bajo el recitativo de los grillos, a la luz azul de la luna, sentí, por primera vez, el dulce peligro del sexo.
Escribí un poema ese verano más intenso que cualquiera de los poemas que haya escrito después. Incluso hoy, no sé cómo sabía lo que sabía.
«¿Cuándo censuró el verano las cosas corales?» -preguntaba el poema. Y repondía a esa pregunta-: «Sé que la sangre es brutal, aunque cante.»
¿Dónde entra la política en todo esto?
Algunas mujeres que conozco han renunciado a los hombres porque no pueden soportar el dolor.
¿Qué dolor?
El dolor de ver a los hombres de cincuenta años con hijastras de veintiocho años, el dolor de esperar llamadas telefónicas que nunca llegan, el dolor de necesitar demasiado, de querer demasiado, el dolor de estar enfermas por necesitar demasiado, y por eso deciden, de una vez por todas, dejar de desear a los hombres.
Una se puede preparar para esto. Una puede ser como el hombre que entrena a su caballo para que necesite menos comida cada vez, y que se asombra cuando al fin el caballo muere. Se puede vivir sin abrazos, sin folleteo. Se puede sellar la piel, los ojos, la boca.
Pero antes o después el amor vendrá a reclamarte. Y estarás seca como una frágil flor y una ráfaga de viento te arrebatará el pálido color.
Yo prefiero estar abierta al amor, aunque el amor signifique desorden, posibilidad de dolor. ¿Cuántas veces he ordenado las cortinas y los estantes de libros? ¿Cuántas veces he ordenado mi vida?
Odio el caos, pero también sé que me mantiene joven. La anarquía es la fuente sagrada de la vida, y el sexo incuba la anarquía. Los paganos entendían esto mejor que nosotros. Creaban espacios para la anarquía en sus ordenadas vidas. Todo lo que nos queda de eso es el carnaval.
Aborrezco cómo se entiende el sexo en Norteamérica. Una década hacemos como si folláramos con todos, la década siguiente hacemos como que somos célibes. Nunca equilibramos el sexo y el celibato. Nunca aceptamos juntas la búsqueda de Pan y la búsqueda de la soledad, los dos polos de la vida de una mujer. Nunca aceptamos que la vida es una mezcla de dulzuras y amarguras.
Las feministas pueden ser las peores puritanas de todas. Dado que la masculinidad es una fuerza para el desorden, librémonos de la masculinidad para siempre, dirían algunas, Sólo los hombres impotentes pasan el examen. Sólo se considera puros a los hombres gay. Las mujeres de hoy se encuentran en una tautología. Los malos chicos nos atraen, pero los malos chicos son políticamente incorrectos. ¿Significa eso que ser atraída es políticamente incorrecto? Para algunas, desde luego.
También yo he huido del sexo a veces en mi vida. También yo puedo ser puritana. Pero sé que es importante luchar contra el propio puritanismo. Sé que la boca de Baco está llena de una intoxicación púrpura. Su boca puede que también esté llena de dientes puntiagudos, pero allí vive la belleza. La belleza siempre mantiene intimidad con el peligro. La belleza siempre mantiene intimidad con la muerte.