A los cincuenta años, lo que menos deseaba era una celebración pública. Tres días antes de mi cumpleaños me largué a un balneario en las Berkshire con mi hija, entonces de trece años, Molly; dormía en la misma cama que ella, nos reíamos antes de dormir, hacía ejercicio físico el día entero (como si fuera una persona activa, y no sedentaria), aprendía recetas vegetarianas, hacía que me quitaran las espinillas, me daban masajes en la carne fofa, tensaba los músculos, y pensaba en la segunda mitad de mi vida.
Estos pensamientos alternaban entre el terror y la aceptación. Cumplir cincuenta años, pensaba, es como volar: horas de aburrimiento puntuadas por momentos de intenso terror.
Cuando, la tarde del día de mi cumpleaños, llegó mi marido (que comparte el mismo día de nacimiento pero es un año mayor), tuve que adaptarme a la interrupción de mi mundo de mujer. Le gustó la comida pero hizo bromas sobre las tonterías holísticas. Su crítico y satírico ojo masculino no echó a perder del todo mi recogimiento, pero en cierto modo lo empañó. Yo estaba haciendo ejercicios interiores en forma de ejercicios exteriores, y la presencia de él hizo que ese interior funcionara con más dificultad.
A los hombres de verdad no les gustan los balnearios.
El año anterior, cuando él cumplió los cincuenta, yo le había organizado una fiesta. Mandé invitaciones que decían:
ÉL CUMPLE CINCUENTA AÑOS.
ELLA NO.
VEN A QUE LO CELEBREMOS.
Yo todavía no era capaz de encarar los cincuenta años, conque sabía que no quería que él hiciera lo mismo en mi cincuenta cumpleaños. Tampoco quería hacer lo que había hecho Gloria Steinem: celebrar un baile benéfico, reunir dinero para las mujeres, y aparecer esplendorosa con un vestido de noche, con los hombros brillando de purpurina, como brillaban los encantadores hombros de Gloria, y decir:
– Este es el aspecto que se tiene a los cincuenta años.
¿Quién podría dejar de admirar una declaración tan valiente de las mujeres mayores? Pero yo dudaba entre el deseo de cambiar la fecha en mi entrada en el Quién es quién y el deseo de trasladarme a Vermont y dedicarme a la horticultura orgánica con pantalones atados con una cuerda y alpargatas.
Necesitaba algo privado, de mujer, y contemplativo, para hacer cara a esos sentimientos en conflicto. Un balneario era perfecto. Y mi hija era la compañera perfecta; y eso a pesar de que sus salidas de tono de adolescente no excluían a nadie, y a su madre la que menos. Con todo, hay algo en una mujer que cumple los cincuenta años que es cosa de mujer, de madre -cosa de hija-, y que no se comparte con el mundo masculino, ni siquiera con los representantes de ese mundo a los que se ama y quiere.
Mi marido y yo siempre hemos celebrado mucho nuestros cumpleaños, en parte porque son el mismo día y porque, como nos hemos conocido en la edad madura, después de que se hubieran ido a pique muchas relaciones, consideramos un tesoro la sincronía de nuestros nacimientos durante la II Guerra Mundial, un mundo de cupones de racionamiento y miedo a las invasiones del Eje que sólo recordamos vagamente gracias a las historias familiares. Un año llevamos a nuestras hijas a Venecia -mi ciudad mágica-; otro año celebramos un gran festejo en nuestro nuevo apartamento de Nueva York -adquirido conjuntamente-, el signo definitivo de nuestro compromiso en un mundo donde los matrimonios mueren como chinches.
Pero cincuenta años son algo diferente para una mujer que para un hombre. Cincuenta años suponen un paso más radical al otro lado de la vida, y esto era algo que no podíamos compartir. Dejémosle que se burle de las cuestiones relacionadas con la New Age. Yo las necesitaba tanto como las mujeres de la antigüedad. La Venus de Milo ve que se convierte en la Venus de Willendorf, si no tiene cuidado.
Una se dice a sí misma que debería haber superado la vanidad. Una lee libros feministas y considera la posibilidad de enamorarse de Alice B. Toklas. Pero no resultan fáciles de olvidar los años de lavado de cerebro. La trampa de la belleza es más profunda de lo que se cree. No son tanto las presiones externas como las internas las que cuentan. Una no se puede imaginar de edad madura; una siempre ha tenido «aquello» incluso cuando pesaba de más.
Durante años me he mantenido soltera legalmente, temiendo tanto el aburrimiento como el empantanamiento en algo que no por casualidad se llama «lazos del matrimonio»; ahora creía que el desafío más difícil de todos era mantener mi independencia mental y espiritual mientras estaba dentro de una relación que me enriquecía. Esto significaba una constante negociación de prioridades, constantes discusiones ruidosas, constantes luchas por el poder. Si una tenía suerte suficiente para sentirse lo bastante segura para discutir y pelearse, entonces era realmente afortunada. Si una se sentía lo bastante amada para chillar y soltar cuatro gritos y ejercitar su fuerza abiertamente, el matrimonio tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.
Yo había llegado a ese matrimonio sólo porque había llegado a un sitio donde no me daba miedo estar sola. Descubrí que me gustaba la compañía de mí misma más que salir con alguien por salir. Valorando al máximo mi soledad, segura de mi capacidad para mantenerme a mí misma y a mi hija, de pronto conocí a un alma gemela y un amigo.
Famosa por escribir sobre relaciones que se inflamaban con el sexo y luego se convertían en agua de borrajas, me llevé una sorpresa con esa persona.
La conversación inició el fuego. Al principio el sexo fue desastroso; falta de erección en los momentos menos oportunos y condones abandonados encima de la colcha. Existía tanto miedo al compromiso por ambas partes que el éxtasis parecía irrelevante. En lugar de eso, hablábamos y hablábamos. Encontré que aquella persona me gustaba antes de darme cuenta de que la quería, lo que para mí era algo nuevo. Me largaba -a California, a Europa- sólo para llamarle desde sitios lejos de su alcance. Notábamos que nuestra relación era tan fuerte que parecía que habíamos pasado juntos toda la vida.
¿Se ha atrevido alguien a escribir sobre los desastres del sexo seguro en la época del sida? ¿Se ha atrevido alguien a decir que la mayoría de los hombres prefieren llevar condones colgados del cuello para prevenir el mal de ojo que ponérselos en la polla? ¿Ha registrado alguien los traumas de unos amantes de edad madura que han pasado por todo, desde la virginidad técnica de los años cincuenta a la glotonería sexual de los sesenta, a la salud y buena forma de los setenta (una conocía a sus amantes en los gimnasios), a la decadencia de limusinas largas y vestidos cortos y hombres que personificaban a Masters del Universo de los ochenta, al terror al sida en guerra con la excitación natural de los noventa?
Y luego están las eternas cuestiones del amor y el sexo. ¿Puede haber amistad entre hombres y mujeres mientras las hormonas se impongan? ¿Cómo se relaciona el sexo con el amor… y el amor con el sexo? ¿Estamos encasillados en nuestra sexualidad… o sólo es la sociedad la que insiste en eso? ¿Qué es hetero? ¿Qué es gay? ¿Qué es bisexual? ¿Importa algo de esto en lo más profundo de nuestras almas? ¿Deberíamos librarnos de estas etiquetas para intentar estar realmente abiertas a nosotras mismas y a los demás?
¿Qué me estaba pasando en la segunda mitad de mi vida? Estaba volviéndome regresiva, y eso me gustaba. Estaba recuperando el humor, la intensidad, el equilibrio que había conocido en mi infancia. Pero lo estaba recuperando con un dividendo. Llámese serenidad. Llámese sabiduría. Sabía lo que importaba y lo que no importaba. El amor importaba. El orgasmo instantáneo no importaba.
Echo una ojeada a mi alrededor a los cincuenta años y veo a las mujeres de mi generación con problemas para hacerse mayores. Están perplejas, y la respuesta a su perplejidad no es otro libro sobre las hormonas. El problema va más allá de la menopausia, los estiramientos de la piel de la cara, o si hay que follarse a tíos más jóvenes. Tiene que ver con toda una imagen de la identidad en una cultura enamorada de la juventud y sin ningún amor hacia las mujeres como seres humanos. Estamos aterradas a los cincuenta años porque no sabemos en qué demonios nos vamos a convertir cuando ya no somos jóvenes y guapas. Como en todas las etapas de nuestra vida, no hay modelos que nos sirvan. Veinticinco años de feminismo (y reacción), luego feminismo de nuevo, y todavía estamos al borde del abismo. ¿En qué nos vamos a convertir ahora que nos han abandonado nuestras hormonas?
Puede parecer que, en los últimos años, se ha producido una avalancha de libros de fiar dedicados a las mujeres de edad madura, pero ¿hasta qué punto han cambiado las cosas? ¿Podemos deshacer con facilidad cincuenta años de preparación para la autoaniquilación de la edad madura?
Imagino que estoy confusa; también tú lo estás. Después de todo, somos la generación flagelada (pendiente de patente): criadas para ser Doris Day, cuando teníamos veinte años anhelábamos ser Gloria Steinem; luego nos vimos condenadas a educar a nuestras hijas en la época de Nancy Reagan y Lady Di. El sexismo (como el pie de atleta) todavía florece en sitios oscuros, húmedos.
¡Qué montaña rusa ha sido! Nuestro sexo se puso y pasó de moda según la marea subía y bajaba y subía y bajaba y volvía a subir, según el feminismo aumentaba y disminuía y aumentaba y disminuía y aumentaba otra vez, según la maternidad era bendecida, luego condenada, luego bendecida, luego condenada y luego bendecida otra vez.
Educadas en la época del aborto ilegal (cuando un embarazo en el instituto o la universidad significaba el fin de las ambiciones), nos hicimos mayores con la Revolución Sexual, un acontecimiento esencialmente inventado por los medios de comunicación, pronto reemplazado por el viejo y querido puritanismo norteamericano cuando se produjo la epidemia del sida. La tragedia de perder a tantos de los de más talento de nuestra generación se convirtió, como era predecible, en una excusa para atacar a la fuerza vital y a su mensajero, Eros. El sexo estaba de moda, estaba pasado de moda, otra vez de moda, otra vez pasado de moda; un nuevo giro en lo que Anthony Burgess llamó «el viejo mete y saca» en La naranja mecánica.
La cuestión era: nosotras, las flageladas, no nos podíamos apoyar en nada para nuestra vida social o erótica.
Piensa en los consejos con los que crecimos. ¡Luego piensa en el mundo en el que hemos crecido!
– ¡Que no se enteren de tus sentimientos!
– ¡ No dejes que los hombres sepan lo lista que eres!
– Si él tiene la leche, ¿por qué iba a comprar la vaca?
– Es tan fácil querer a un rico como a un pobre.
– Al hombre se le conquista por el estómago.
– Un hombre persigue a una chica hasta que ella le atrapa.
– Los diamantes son los mejores amigos de una chica.
Si hubiéramos sido lo bastante idiotas como para vivir la vida de la que nuestras madres y abuelas hicieron refranes, todas seríamos vagabundas rebuscando en los cubos de basura. Si hubiéramos sido lo bastante idiotas como para vivir la vida que recomendaban las revistas y las películas de los años sesenta y setenta, todas estaríamos muertas de sida.
Educadas para creer que los hombres nos protegerían y mantendrían, nos encontramos con frecuencia protegiéndolos y manteniéndolos a ellos. Educadas para creer que deberíamos cuidar a nuestros hijos a tiempo completo (por lo menos cuando eran pequeños), encontramos con frecuencia que quedarse en casa debido a la maternidad es un lujo que pocas nos podemos permitir. Educadas para creer que la feminidad consistía en tolerancia y conciliación, con frecuencia encontramos que nuestra propia supervivencia -en el divorcio, en el trabajo, incluso en nuestra casa- depende de que revisemos esas ideas de feminidad y nos aferremos ardientemente a nuestras propias necesidades.
Siempre nos encontramos divididas entre las madres que tenemos en la mente y las mujeres que necesitamos ser sencillamente para seguir vivas. Con un pie en el pasado y otro en el futuro, pasamos vacilantes por el primer amor, la maternidad, el matrimonio, el divorcio, la propia carrera, la menopausia, la viudez; y sin saber nunca qué o quién se supone que somos, roturamos un nuevo territorio en cada ocasión.
Hemos sido pioneras de nuestras propias vidas, y el precio que pagan las pioneras es la incomodidad eterna. La recompensa es el pasmoso orgullo de nuestra identidad conseguida con tanto dolor.
– ¡Lo conseguí! -exclamamos con cierta sorpresa y asombro-. ¡Yo lo conseguí! ¡Tú también puedes!
¿Cambiaron los hombres o cambiaron las mujeres? ¿O fueron los dos? Mi padre y mis abuelos, aunque eran sexistas, nunca habrían abandonado a sus hijos para bailar con una mujer más joven. Puede que hayan sido unos cerdos. A lo mejor no eran de fiar. Pero por lo menos eran cerdos que alimentaban a su familia. Estaban para echar una mano, proporcionando también un tipo de seguridad desconocido hoy. ¿Por qué la generación de hombres que les siguió no tuvo semejantes escrúpulos?
¿Les dejaron muy sueltos las mujeres? ¿O fue la historia? ¿O tuvo lugar un cambio enorme entre los sexos que todavía no reconocemos y al que ni hemos puesto nombre?
Según las mujeres se hacían más fuertes, los hombres parecían hacerse más débiles. ¿Era esto apariencia o realidad? Según las mujeres adquirían pequeñas parcelas de poder, los hombres iban comportándose paranoicamente, como si les hubiéramos inutilizado por completo.
¿Tienen que mantenerse en silencio todas las mujeres para que hablen los hombres? ¿Deben quedarse sin piernas las mujeres para que anden los hombres?
Las mujeres de mi generación están llegando a los cincuenta años en un estado de perplejidad y rabia. No ha llegado a pasar ninguna de las cosas con las que contábamos. El suelo sigue sin estar fijo bajo nuestros pies. Cualquier psicólogo o psicoanalista te dirá que lo más difícil de soportar es la inconsistencia. Y hemos tenido un grado de inconsistencia en nuestras vidas personales que volvería esquizofrénico a cualquiera. Probablemente nuestras abuelas fueron más capaces de enfrentarse a la expectativa de la opresión de lo que nosotras hemos sido capaces de adaptarnos a nuestra tan valorada libertad. Y en cualquier caso, nuestra libertad es discutible. Nuestra «libertad» todavía es una palabra que podemos poner entre comillas para provocar la risa.
Durante décadas no podíamos esperar que nos dieran un permiso por maternidad y volver a recuperar el trabajo; por no hablar de que podamos atender a nuestros hijos. El secreto más asqueroso de Estados Unidos es que casi todas las mujeres que trabajan tienen que transgredir la ley con objeto de encontrar a quien cuide de sus hijos. Yo he transgredido la ley. Lo mismo que hemos hecho la mayoría. (Las pobres usan guarderías no registradas oficialmente y las mujeres de clase media buscan niñeras sin permiso de residencia.) Busca una mujer que esté llamativamente limpia, y terminarás con una mujer que no tiene hijos. O con un hombre.
Con el aumento de expectativas y el declive del nivel de vida, nos preguntamos qué demonios es lo que fue mal. No fue mal nada. Simplemente nos hemos educado en una cultura y hecho mayores en otra. Y ahora llegamos a los cincuenta años en un mundo que vuelve a dar cancha al feminismo. Pero esta vez tenemos buenas razones para ser escépticas.
La generación flagelada es, a su modo, una generación perdida. Como los espectadores de un partido de tenis, movemos sin cesar la cabeza a uno y otro lado.
¡No es extraño que nos duela el cuello!
Puede que cada generación se considere a sí misma una generación perdida y puede que todas las generaciones tengan razón. Puede que hubiera flappers en los años veinte que anhelaban la seguridad de la vida de sus abuelas. Pero la primera ola del feminismo moderno al menos proporcionó a sus miembros una corriente de esperanza (y la segunda ola de finales de los años sesenta y primeros setenta nos hizo soñar que la igualdad de las mujeres sería universal). De modo que mis compañeras de curso y yo hemos visto aumentar las expectativas de las mujeres y cómo se desvanecían y surgían de nuevo y se desvanecían y surgían otra vez durante nuestras no tan largas vidas. La brevedad de los ciclos ha sido mareante, y cabreante.
Los medios de comunicación todavía tratan de consolarnos con bromuro. «Los cincuenta años son fabulosos», oímos. Deberíamos ponernos pomada para almorranas en las arrugas y desfilar hacia el ocaso tomando Premarin. Deberíamos olvidar siglos de opresión a cambio de un sombrero nuevo con «Los fabulosos cincuenta años» bordado en el ala.
¿Qué pasa con nuestra necesidad -tanto la de las mujeres como la de los hombres- de prepararnos para la muerte en una cultura que se burla de cualquier espiritualidad como una pretensión de New Age? ¿Qué pasa con nuestra necesidad de vernos como parte del flujo de la creación? ¿Qué pasa con la profunda soledad de nuestros individualistas productos culturales? ¿Qué pasa con el abandono de los valores comunitarios? ¿Qué pasa con la burla que hace la sociedad de todas las actividades que no sean ganar dinero y gastarlo? ¿Qué pasa con nuestra propia desesperación al ver que mentirosos y manipuladores se hacen ricos y poderosos mientras que los que dicen la verdad son crónicamente superados y caen entre la porosa «red de seguridad» que los mentirosos han tejido con salidas para ellos mismos y sus hijos?
Pero en especial, ¿qué pasa con el significado y qué pasa con el espíritu? No se trata de palabras vacías. Son los nutrientes de los que cada vez tenemos más apetito a medida que nos hacemos mayores.
«Se mueven más cosas -escribió la poeta Louise Bogan en sus últimos años- que la sangre en el corazón.» En cuanto seres humanos, anhelamos algún rito que nos diga que somos parte de una tribu, parte de una especie, parte de una generación. En vez de eso nos ofrecen una terapia de cambio de hormonas o palabras de ánimo sobre lo estupendo que es tener cincuenta años.
Seamos claros: esas palabras de ánimo ofenden a nuestra inteligencia. No podemos olvidar tan fácilmente que nos hemos criado en un mundo que se burla de la madurez femenina. No podemos olvidar instantáneamente generaciones de chistes viejos sobre las menopáusicas, las vacas, las marujas, las brujas, las viejas. «Menopáusicas pintoras», decía mi abuelo, que era artista, de las mujeres que compartían estudio con él en la Art Student League. Y yo ni siquiera me daba cuenta de que esta observación era sexista y atacaba la edad. Me limitaba a despreciar a las mujeres mayores -como hacía él-, sin darme cuenta de que estaba despreciando mi propio futuro.
Sólo porque haya consignas nuevas que se transmiten por las ondas o se imprimen en las páginas satinadas, no podemos esperar que nuestra imagen del yo mejore instantáneamente. Somos algo más que consumidoras de revistas, programas de televisión, maquillaje, estiramientos de la piel, ropa. Tenemos cicatrices internas, heridas internas, necesidades internas. No podemos ser tratadas como bienes muebles durante cincuenta años y de repente que nos halaguen con una complicidad política porque se ha descubierto (bastante tardíamente) que votamos.
Las nuevas trompetas celebran que los cincuenta años son fabulosos, porque la generación de posguerra ha alcanzado esa edad anteriormente peligrosa y ahora sabemos cómo llevar las cosas; o mejor, lo saben nuestros maridos y hermanos. Pero paseo la vista alrededor y veo que las mejores mentes de mi generación todavía se enfrentan al sistema. Mujeres que dirigen cine todavía mendigan dinero a los hombres que dirigen los estudios; mujeres que escriben o que son editoras todavía tienen que defender sus asuntos ante mandamases masculinos; mujeres que actúan todavía pelean por un puñado de papeles que reflejen de verdad su vida; mujeres que son artistas plásticas todavía cobran menos y exponen mucho menos que sus equivalentes masculinos; mujeres que dirigen orquestas y componen música son muy raras. Las mujeres en todas partes se esfuerzan por la mitad de una tajada o incluso por unas migajas. No son fracasadas esas mujeres, sino las más decididas y brillantes. No se quejan, no lloran, y sin duda no son perezosas, pero todavía están sujetas a un implacable doble modelo.
Mientras hombres mediocres ascienden, provistos de paracaídas de platino, acciones de bolsa, mujeres vistosas, familias nuevas, coches nuevos, aviones nuevos, barcos nuevos, nosotras nos hacemos mayores sólo para que sea más difícil que nos den trabajo. Claro, somos fuertes espiritualmente, ¿quién lo dudaba? Pero la fuerza espiritual sola no se impone a la discriminación.
En un mundo donde las mujeres trabajan tres veces más por la mitad, nuestros logros han sido denigrados, el matrimonio y el divorcio se han vuelto en contra nuestra, nuestra maternidad se ha usado como un obstáculo para nuestro éxito, nuestra pasión como una trampa, nuestra simpatía hacia los demás como una excusa para pagarnos menos.
En la flor de nuestra vida, paseábamos la vista por el mundo y veíamos una epidemia de violaciones de las que con frecuencia ni siquiera se informaba en los «principales» periódicos. En los años que cuidamos a nuestros hijos, cumplíamos con las fechas límite sólo renunciando a dormir. Empezamos a estar enfadadas, enfadadas de verdad, enfadadas por segunda vez en nuestra vida de adultas. Pero ahora sabemos que el tiempo era breve.
Por fin hemos aprendido a controlar nuestro enfado y a usarlo para cambiar el mundo. Pero no hemos dejado de enfrentarnos unas a otras. Hasta que dejemos de hacerlo, la hermandad de las mujeres seguirá siendo una teoría consoladora en lugar de una realidad cotidiana.
Éste es el siguiente gran tema tabú: ¿cuándo aprenderemos las mujeres a no estar divididas sino unidas? ¿Y cómo podemos aprender a ser aliadas cuando la sociedad nos enfrenta unas a otras?
A los cincuenta años, la loca del ático pierde el control, baja la escalera y prende fuego a la casa. No quiere seguir siendo una presa. La segunda oleada de rabia es más pura que la primera. De repente las divisiones entre las mujeres no importan. Viejas o jóvenes, morenas o blancas, gays o heteros, casadas o no, pobres o ricas, todas estamos discriminadas sólo porque somos mujeres. Y no queremos volver al viejo mundo de la injusticia. No podemos. Es demasiado tarde.
La rabia de la edad madura es una rabia feroz. Cuando éramos veinteañeras, con el éxito y la maternidad todavía ante nosotras, podíamos imaginar que algo nos salvaría de ser de segunda clase, fuera un logro o el matrimonio o la maternidad. Ahora sabemos que no nos puede salvar nada. Tenemos que salvarnos nosotras mismas.
Mis libros siempre los he escrito con una impetuosa pasión. A pesar del hecho de que en cierto modo me he ganado precariamente la vida como escritora profesional durante veintitrés años, no puedo escribir a sueldo. Tengo que sentir una fuerza interna que dice: Este libro todavía no existe; lo tengo que escribir. Siempre escribo como si mi vida dependiera de él; porque depende.
Al comienzo de Trópico de Cáncer, Henry Miller cita a Ralph Waldo Emerson: «Las novelas darán paso, con el tiempo, a diarios o autobiografías: libros cautivadores siempre y cuando sus autores sepan escoger entre lo que llaman sus experiencias y sepan reproducir la verdad de manera verdadera.» Las mujeres han cumplido la profecía de Emerson más de lo que lo han hecho los hombres. Las mujeres que escriben se han dedicado a eso y hecho toda una literatura de ello; una literatura que también ha cambiado el modo en que los hombres escriben libros.
«La auténtica verdad» -ando detrás de eso. Y es evidente que vivimos en una época en que lo documental, o lo que implique un testigo, tiene para nosotros la fuerza que tenía la literatura. Las novelas y recuerdos que adoptamos como guías de nuestra vida tienen la cualidad de la inmediatez, de la verdad auténticamente contada, a expensas de la falsa modestia, la vergüenza o el orgullo.
Es difícil contar la verdad sin la protección de una máscara, «una autobiografía debe ser tal que a uno le demanden por libelo» -como dijo Thomas Hoving, aparentemente sin darse cuenta de a quién estaba parafraseando. Mary McCarthy, en sus Memorias intelectuales, da la fuente. Es George Orwell: «Una autobiografía que no diga nada malo sobre su autor no puede ser buena.» McCarthy confiesa más pecados de los que nunca la podrán culpar sus detractores: y quedamos hechizados. Pero entonces había muerto, algo que en una mujer siempre es más agradable que si está viva.
El miedo a la crítica me ha silenciado muchas veces en mi vida de escritora. Y la crítica muchas veces ha sido encarnizada, personal e hiriente. Pero la crítica -como todas saben, desde Aphra Behn a George Sand, desde George Eliot a Mary McCarthy- es una de las primeras cosas que debe aprender a soportar una mujer que escribe. Ella no escribe de experiencias que la cultura dominante celebra como «importantes» y, como cualquier escritor, no escribe con ninguna garantía. Acostumbrarse a que la ridiculicen probablemente sea la labor más importante de una mujer que escriba.
Al escribir, muchas veces me he engañado ingenuamente diciéndome que no lo iba a publicar (o que sólo lo publicaría con seudónimo; puede que incluso con un pseudónimo masculino). Más tarde, me decidía a firmar el libro debido a cartas encantadoras que recibía de mis lectores o a la necesidad por parte del editor de una marca registrada. Pero durante el proceso de la escritura sólo podía ser libre, sólo podía quitarme del hombro al censor -¿mi madre?, ¿mi abuela?- prometiéndome que nunca dejaría que esas palabras vieran la publicación.
Escribí Miedo a volar de ese modo, y muchos libros que siguieron (incluido éste). Escribir ha estado muchas veces acompañado del terror, de silencios, y luego de tremendos estallidos de risas privadas que de pronto hacen que todo el miedo parezca que merece la pena.
Pero la gran compensación de tener cincuenta años en una cultura que no es amable con las mujeres mayores, es que a una le importa menos la crítica y tiene menos temor al enfrentamiento. En un mundo que no hicieron las mujeres, la crítica y el ridículo nos persiguen todos los días de nuestra vida. Habitualmente son señales de que estamos haciendo algo raro.
¿Son los cincuenta años demasiado pronto para iniciar una autobiografía? Claro que sí. Pero puede que los ochenta años sean demasiado tarde.
A los cincuenta años es cuando el tiempo empieza a parecer corto. La sensación del paso del tiempo últimamente se ha acelerado por la epidemia del sida y la muerte de tantos amigos todavía con treinta y tantos años, y cuarenta y tantos y cincuenta y tantos. ¿Quién sabe si habrá un tiempo mejor? El tiempo siempre es ahora.
A los diecinueve años, a los veintinueve, a los treinta y nueve, incluso -las diosas me ayuden- a los cuarenta y nueve años, creía que un hombre nuevo, un amor nuevo, un traslado a otra ciudad, a otro país, en cierto modo supondría un cambio en mi vida.
Ahora ya no.
Sé que mi vida interior es algo que tengo que conseguir yo, tanto si tengo un compañero en la vida como si no. Sé que otra aventura amorosa, loca, apasionada, sólo sería una distracción temporal; aunque «temporal» signifique dos o tres años. Sé que mi alma es lo que tengo que alimentar y desarrollar; que sola o con un compañero, las dificultades para alcanzar tu propia cima no son muy diferentes.
En una relación, todavía se requiere autonomía, aislamiento, intimidad. Sin una relación, todavía se necesita propia estima y amor propio.
Escribo este libro desde un lugar de aceptación propia, rabia purificadora y risa ronca.
Soy lo bastante mayor para saber que la risa, y no la rabia, es la auténtica revelación.
Asumo que no soy distinta a ti.
Quiero escribir un libro sobre mi generación. Y para escribir sobre mi generación y ser brutalmente honrada, sólo puedo empezar conmigo misma.