La lesbiana loca del desván

Mientras escribo esto, mi tía, la única hermana de mi madre, está con una camisa de fuerza encerrada con llave en una celda de seguridad del hospital Lenox Hill. Se encuentra allí no sólo porque tiene demencia senil, probablemente Alzheimer, sino porque es una mujer sola, una lesbiana desplazada muy casera, a la que abandonó su amante desde hacía treinta años cuando empezó a comportarse de modo extraño, y nadie quiere ocuparse de ella a tiempo completo. No tiene hijos (si se exceptúa el hijo de su amante al que ayudó a criar). Ella y mi madre no se hablan desde hace años y años. Los orígenes de la enemistad son tan oscuros como los orígenes de todas las enemistades familiares. Pero el resultado es el mismo: mi madre no la quiere, mis hermanas no la quieren, yo no la quiero, el hijastro al que ella crió no la quiere, y su amante hace tiempo que se ha largado en busca de pastos nuevos.

Ser vieja y estar sola le puede pasar a cualquiera, y para las mujeres las probabilidades estadísticas son abrumador as. Pero en el caso de mi tía Kitty también intervienen otros factores. Mi tía es artista, lesbiana de cierta edad, muy casera y maternal, cualidades que no le proporcionan a una pensiones ni ahorros, cualidades que nuestra sociedad no valora. Mi tía también tiene Alzheimer complicado con alcoholismo, y estar enfermo en Norteamérica todavía es sólo cosa de ricos. Todas esas cosas desempeñan un papel en su destino. Y su destino, por razones que ahora explicaré, está en mis manos. Entre tanto, Kitty espera en Lenox Hill. adonde la ha llevado un desconocido (que aparentemente también se apoderó de su cartera y utilizó sus tarjetas de crédito cuando ella se desmayó en el Metropolitan Museurn of Art hace unas semanas).

Mientras pienso en lo que hacer -no deseando responsabilidades, pero sabiendo que, por eliminación, es asunto mío lo quiera o no-, quedo presa de unas viejas fotografías familiares. Tengo tres fotos de mi madre y mi tía a las edades de menos de un año y menos de dos, siete y ocho años, y diecisiete y dieciocho.

La primera, con el membrete «Postales USA, Estudios USA, Londres y provincias» estampado en el dorso, muestra a las dos niñas -una de nueve meses, la otra de año y medio- sentadas en un sofá Victoriano y mirando a la cámara. La pequeña de la izquierda es mi madre: ojos pardos redondos (con una mirada sorprendentemente intensa), un poco de pelo castaño, los dedos de los pies engurruminados y los de las manos gordezuelos; y la de la derecha es mi tía Kitty: grandes ojos redondos tan inexpresivos e inocentes como los de hoy, una boquita de piñón y unas manitas agarrando una muñeca. La foto no fue profética. Mi madre tuvo tres hijas, mi tía no tuvo hijos biológicos. Pero la relación es clara. Dos niñas pequeñas tan parecidas como gemelas, que crecen de modo inseparable, están destinadas a convertirse en imágenes especulares una de la otra, y en enemigas especulares.

En la siguiente fotografía, puede que tengan siete y ocho años y llevan vestidos marineros, zapatos cerrados y cortes de pelo informales. Están cogidas de la mano. Eda mira al frente; Kitty inclina su cabeza hacia Eda. Es nuevamente un retrato de estudio, en un sofá de estilo francés, sacado en Inglaterra. La que sería mi madre es la más decidida de las dos niñas; mi tía, la más «femenina», si femenino se define (como pasó durante la mayor parte de su vida) como dócil y complaciente. Fue ése el temperamento que la llevó a donde está hoy.

La tercera y última foto, sacada en Nueva York antes de un viaje a París (me dijeron una vez), muestra a dos jovencitas de los años veinte -de diecisiete y dieciocho años-, con el pelo a lo garçon, medias de seda, zapatos de seda de tiras, y vestidos de falda corta. Los mismos cuatro ojos redondos, los dedos de mi madre rechonchos, y delgados los de mi tía, la expresión de audacia de mi madre y la de falta de confianza en sí misma de mi tía. Eda toca el hombro de Kitty con la yema de un dedo; Kitty descansa el codo en el regazo de Eda y se apoya en ella con cordialidad e intimidad, la hermana mayor muy parecida a la menor, la menor muy parecida a la mayor.

¿Qué pasó entre esta secuencia de fotografías y hoy? Es el misterio que me ha puesto en las manos la crisis de Kitty. Puede que sea insoluble, pero de todos modos lo voy a tratar de resolver. ¿Por qué? Es propio de mi carácter no dejar nunca que una madeja enredada me pase entre los dedos sin tratar de desenredarla. Puede que eso desenrede alguna parte de mi enredada identidad.

La autobiografía, me estoy dando cuenta, es mucho más difícil que la literatura. En la literatura, el escritor puede imponer, si no un significado moral, orden a los acontecimientos. Por supuesto que no todos los personajes obedecen a la voluntad del escritor como marionetas, pero sin duda se los puede someter a unas danzas que son agradablemente simétricas y parecen tener comienzo, parte central y final, una sensación de finalidad, argumento, motivo.

No es la vida así. Y en especial la vida de los parientes. A veces la gente se va a la tumba sin que conozcamos sus misterios, e indudablemente sin ninguna sensación de finalidad, argumento, motivo. Soy escritora de narrativa, quiero darle forma y simetría a este relato, pero estoy frenada por los hechos, por toda su crudeza y desorden.

Los hechos se despliegan al revés, como a menudo acostumbran. Mañana me reuniré con mi tía en el juzgado para tratar de conseguir un poder legal que me convierta en su tutora. Luego trataré de encontrarle un sitio. Esta noche me prometo ir a verla al Lenox Hill, pero no lo hago. En lugar de eso me quedo ante mi mesa de trabajo, contemplando las viejas fotos de la familia y preguntándome qué significan.


La memoria es esencial en la humanidad. Sin memoria no tenemos identidad. En realidad por eso me dedico a escribir mi autobiografía. Y no puede ser un accidente que, justo en la mitad de ella, la pérdida de memoria de mi tía aparezca como algo central de mi vida.

Nos encontramos en el juzgado, un sombrío edificio con columnas de Centre Street. El reparto de personajes es: mi tía Kitty, que parece aturdida, con un pelo teñido de castaño que se le ha puesto gris en las raíces, y la misma expresión de perplejidad que en su infancia; su antigua compañera Maxine (una figura imponente, pelirroja, pintura de labios naranja, un vestido color coral y grandes joyas); una joven abogada mandona, que defiende los derechos civiles de Kitty por cuenta de la ciudad de Nueva York; un abogado cuarentón de cara roja, con pajarita roja, designado por la ciudad para que sea el tutor ad litem de Kitty; un joven amigo de Kitty que se llama Frank y que todavía no tiene treinta años y lleva casi tantos pendientes en la oreja izquierda; mi padre; mi marido, que hace de abogado de la familia; una enfermera haitiana, de una agencia privada que se ocupa de Kitty; y un juez chino-americano, que tiene una opinión bastante desfavorable de cualquier peticionario que intente que sus parientes mayores estén en algún sitio que no sea su casa. (Como una vez estuve casada con un chino-americano, comprendo que no hemos tenido suerte en que nos asignasen este juez concreto. Los chinos no se deshacen de los viejos. En vez de eso, les honran.)

Hemos llevado el caso a los tribunales dada la imposibilidad de tomar una decisión con respecto al cuidado de Kitty sin que intervenga la ley. Los tribunales, en nuestra sociedad, muchas veces son el último recurso de la obstinación.

Hace como cosa de un año, Kitty empezó a dar crecientes muestras de su incapacidad para vivir sola. Se desmayó y la hospitalizaron Dios sabe dónde, mientras todos tratábamos de seguirle la pista con ayuda de la policía de varios distritos. Cuando por fin la encontramos en un pequeño hospital de la calle 16 Este, insistió en que estaba bien y sólo quería que la dieran de alta. Aunque todavía estaba lo bastante bien como para ser amable con todo el mundo, los asistentes sociales y psiquiatras nos advirtieron de que tenía «serios déficit de memoria» (como los llamaron ellos) y no se la debía dejar sola. Recomendaron una residencia, pero nadie consiguió que Kitty ingresase. Yo visité la residencia, y le llevé fotos a mi tía de su posible habitación, pero ella siguió negándose terminantemente siquiera a verla. Una noche, simplemente dejó el hospital, volvió a su casa, y nos informó que pretendía quedarse en ella para siempre.

Sentí alivio. Todavía no estaba dispuesta a encarar una residencia, por lo que me engañé con respecto a su capacidad para vivir sola. Y Kitty vivió durante un tiempo sin problemas en su casa. Frank la iba a ver todos los días y Maxine se la llevaba a los Hamptons cuando su mala conciencia la abrumaba. Sin embargo, la memoria de Kitty estaba tan deteriorada que no podía recordar los alrededores de su casa, ni las llamadas telefónicas, los nombres de los parientes o cuándo tenía que tomar sus medicinas. Cada vez se hizo más y más claro que aquella situación no iba a durar mucho.

– ¿No tienes una habitación de sobra para mí? -preguntó lastimeramente. Y me pregunté con culpabilidad por qué no la tenía. Tenía habitación para mi hija, mi marido, para los invitados, pero la indefensión de Kitty me habría ocupado toda mi vida, y era sencillamente algo que no podía hacer.

En el Alzheimer la memoria desaparece, y las personas sin memoria tienden a olvidar que no tienen memoria. Una tarde Kitty llevó a un borracho sin techo a su casa y le entregó un juego de llaves. Frank lo encontró allí, instalado muy cómodamente. Cuando Frank advirtió a Kitty del peligro, ella se puso furiosa y le ordenó que «desapareciese» de su vida.

La cosa duró un tiempo. De la casa desaparecían cosas. Los amigos se resistían a ir por miedo a que les atacaran desconocidos. Kitty no cedía. Sabía que estaba sola, pero no mucho más.

La gente de la calle, los borrachos y los drogadictos de Chelsea eran de los suyos.

– Sólo son personas solas -decía, lo que era, por supuesto, verdad.

Pero cuando empezó a tener riñas en varios bares de la zona, en muchos locales no la querían dejar entrar. Cada vez de forma más creciente, la fueron considerando una loca. (¿Qué es estar loca, en cualquier caso, sino ser impredecible, estar sin memoria?) Para cuando la llevaron a Lenox Hill, todo el mundo sabía que había que encontrar otra solución. ¿Qué se hace con los viejos sin memoria en esta brutal ciudad? Ya es bastante dura para vivir en ella con memoria.

Celebramos una reunión en mi apartamento. Maxine se mostró de acuerdo en presentar una petición para que declararan que Kitty no se podía valer por sí sola. Pero el fin de semana antes de la vista, perdió los nervios. Con una petición sin nadie que la respaldase y Kitty en una celda de seguridad de Lenox Hill, Frank y yo acordamos ocuparnos de ella. No teníamos otra elección.

Total, que el tribunal inició la vista. Yo estaba sentada con Kitty, cogiéndola de la mano mientras un psiquiatra, convocado como «testigo especialista», hablaba de su memoria, el diagnóstico del Alzheimer, la demencia senil y otros fenómenos relacionados.

– ¿Está hablando de mí? -preguntó Kitty-. ¿Por qué? ¿Dónde estamos?

Había venido directamente de Lenox Hill para asistir a esta vista. Y todavía estaba un poco drogada debido a los tranquilizantes que le habían dado, a falta de mejores ideas para atenderla. Aturdida por encontrarse en el juzgado, repetía sin cesar:

– ¿Están hablando de mí?

Debe de haber sido una pesadilla. Despertarse en el juzgado con la cordura de una misma en discusión y sin reconocer a nadie; de cosas así están hechas las novelas de Kafka. Pero ¿quién puede tomar una decisión por otra persona, incluso cuando ha perdido la memoria? Sin memoria, ¿quiénes somos? Kitty no estaba segura. Tampoco yo.

Lo cierto es que deberíamos haber sido capaces de atenderla sin tales trucos legales, pero como su pariente más próxima, mi madre, no intervenía, y como su anterior compañera de toda la vida no quería asumir la responsabilidad de meterla en un asilo, no había más elección que llevar la cuestión a los tribunales. La ley, por dura que sea tantas veces, a menudo es el único modo en que la gente se ve obligada a encarar lo que en caso contrarío se negaría a encarar. La ley por lo menos tiene la ventaja de reunir a todas las partes implicadas en la misma sala. Al conferir a la dudosa autoridad del Estado una cuestión familiar, a veces la familia se ve obligada a reclamar la propia autoridad, aunque sólo sea como rebeldía.

Y esto es lo que pasaba aquí. El juez, considerando por encima de todo la dignidad de los de más edad, pareció cerrar los oídos al testimonio del psiquiatra y ver únicamente el cuadro de un grupo de parientes sin aliento tratando de encarcelar a aquella vieja dama tan dulce.

Después de la declaración del psiquiatra vino la de Maxine. Dominada por la ansiedad y la culpabilidad, no dejaba de insistir en que ella no quería nada de Kitty. Esta insistencia volvió al juez desconfiado. Los abogados designados por la ciudad también fueron de poca ayuda. Primero el atildado abogado de pajarita dejó claro que consideraba a Kitty como si fuera su madre y no podía enfrentarse a su deterioro mental. Y la joven abogada designada para defender los derechos civiles de Kitty soltó una perorata inútil y no pareció dar la impresión de que se enterara del peligro en que se encontraba su cliente. Durante todo estos pesados procedimientos legales, yo estaba sentada con Kitty, contenta de que no se pudiera enterar de verdad de todo lo que se estaba diciendo sobre su identidad, con la jerga de los abogados y psiquiatras. Su único delito era haber perdido la memoria (y en consecuencia suponerse que había perdido la cabeza).

Los procedimientos legales llevan mucho tiempo, y los jueces tienden a ser puntuales con sus horas. La vista se aplazó hasta las cinco en punto y se me encargó que llevara a Kitty de vuelta a Lenox Hill. Maxine había desaparecido después de su declaración, pero los dos abogados se movían nerviosos, haciendo ruidos de abogados. La cuestión era que nadie estaba preparado por ocuparse de Kitty las veinticuatro horas del día. Maxine tenía negocios inmobiliarios. Frank trabajaba como constructor de parques y tenía un amante muriéndose de sida. Yo tenía una hija y un libro que entregar en una fecha fija; mi marido tenía otros casos de que ocuparse que, a diferencia de éste, pagarían sus gastos; mi padre tenía que volver a casa con mi madre y hacer como si no hubiera estado donde de hecho había estado porque mi madre, aunque había pasado mucho tiempo, todavía acusaba a su hermana de tratar de seducirle. ¡La sorpresa que se habría llevado de haber venido al juzgado! Mi tía no recordaba quién era mi padre. Ni siquiera era capaz de ponerle nombre a la cara que llevaba conociendo desde hacía sesenta y tres años.

De regreso del juzgado, acompañaba a Kitty en la furgoneta del hospital, en la que también iba su cuidadora.

– ¿No nos podemos parar a tomar una copa? -preguntó Kitty-. Por lo menos, podríamos cenar en algún sitio, ¿no? ¿Puedo ir contigo a tu casa?

Dentro de dos horas me esperaban en una cena de homenaje a un amigo, pero de repente sentí ganas de llevarme a Kitty conmigo o no asistir a la cena. Imposible. Kitty estaba agotada, confusa, y llevaba una ropa sin orden ni concierto que le había llevado Maxine (una blusa de seda con manchas, unos zapatos que no hacían juego, medias mal puestas, un abrigo de pieles apolillado). De modo que pasaría la noche en el hospital. Mañana la llevaría a su casa, buscaría a alguien que se ocupara de ella, y luego ya veríamos lo que pasaba.

De vuelta a la celda de seguridad (que Kitty no se daba cuenta de que era una celda), le quité los zapatos y le froté las doloridas plantas de los pies.

– Dios te bendiga -dijo. Y luego-: ¿Cómo se llama este hotel?

– El hotel de los corazones rotos -dije yo.

– Un nombre curioso -dijo Kitty.

– ¿Dónde está el teléfono? -le pregunté a la enfermera. Me miró como si yo estuviera loca,

– Esta es la zona de seguridad -dijo, impaciente.

– Pues a mí me parece la habitación de un hotel -dijo Kitty.

Por entonces yo ya me estaba retrasando, pero no me podía marchar.

– Vamos a tomar una copa -seguía diciendo Kitty una y otra vez y otra. Cada vez que lo decía, yo me reía. Me reí tanto que estaba a punto de llorar. Son las peticiones repetidas de los que no tienen memoria lo que los hace tan difíciles. Consideramos sus repeticiones como insultos, lo que es una estupidez nuestra. Si al menos pudiéramos librarnos del ego y vivir momento a momento como los muy viejos y los muy jóvenes. Imagínese que se existe en un estado donde uno repite y repite las cosas porque cada segundo no se relaciona con los demás.

– Vamos a tomar una copa -dijo Kitty, una vez más. Era su ritual de por las tardes, y se aferraba a él como a una balsa salvavidas cuando había desaparecido todo lo demás. Inútil decirle que la bebida había contribuido a destrozarle la memoria. No le importaría; ni siquiera recordaba lo que era tener memoria.

Cenamos en el nido del cuco. Los pacientes entraron en la cafetería a por sus bandejas.

– Hola, Kitty. ¿Cómo te va? -suelta un hombre de ojos enormes, cojo, con zapatillas de papel.

– Te presento a mi sobrina, la famosa escritora -les dice ella a todos y a nadie en concreto. Me hormiguean las mejillas de vergüenza. Hasta con la mente dañada, Kitty pedía reconocimiento de mi fama. Qué broma invocar algo tan voluble como la fama en medio de toda esta mutabilidad humana.

Nada nos salva de envejecer, pienso. Ni la fama, ni el talento, ni el encanto personal, ni la riqueza, ni el ingenio. Lo absurdo de la insistencia sobre mi fama en cierto modo me daba vergüenza. En esta casa de locos, me sentía unida a Kitty. Sus meteduras de pata eran también las mías.

Dios santo, qué tarde era. Mi amigo, mi hija, mi marido, todos me esperaban. Como de costumbre, estaba dividida entre exigencias encontradas, y notaba que no podría responder a ninguna de ellas adecuadamente.

En el ascensor, una mujer se puso a hablar conmigo, como a veces hacen las mujeres.

– Mi mejor amiga -dijo- tuvo otro ataque. Trató de suicidarse otra vez. La han vuelto a traer aquí.

– Mi tía -dije yo- tiene Alzheimer -la mujer asintió con la cabeza con simpatía. Aquí nadie era famoso. Sólo dos mujeres que se ocupan de otras dos mujeres, como tantas veces les pasa a las mujeres.

– Buena suerte -dijo ella.

– Lo mismo te digo -dije yo.

La luna estaba llena y la noche era gélida. Me envolví en la bufanda y el abrigo y bajé por Lexington Avenue hacia mi apartamento.

Era una mujer libre, pero ¿por cuánto tiempo? Algún día tampoco yo sería capaz de salir andando de un hospital. Y entonces, ¿qué sería de mí?

No quería pensar en eso.

Se suponía que el tribunal decidiría sobre el caso de Kitty al día siguiente, pero había otro caso más urgente. Eso me permitió llamar a Kitty al hospital y llevármela a casa. Muchas personas lo desaconsejan, pero encontré que tenía que mantener mi promesa y llevarla a casa, tanto si Kitty lo recordaba como si no.

Siempre es más fácil encontrarles residencia a las personas desde un hospital que desde casa. De modo que me pesaba mi promesa, pero muchas veces mantener las promesas supone problemas. Por la tarde, estaba de vuelta al hospital para liberar a Kitty, con su documentación, sus medicinas, sus andrajosas posesiones. La llevé a su casa de Chelsea con una rechoncha cuidadora haitiana que se llamaba Chloe.

La casa estaba hecha un lío, la cocina asquerosa, con espacios vacíos en las paredes donde habían estado los cuadros. Parecía que habían saqueado parcialmente el apartamento. Muebles desechados de mis padres, una estantería, el viejo caballete manchado de pintura de mi abuelo, estaban dispersos por la habitación. Los gigantescos y luminosos paisajes de Kitty que una vez habían dominado la casa, habían sido descolgados y muchos habían desaparecido. Kitty no se fijó en nada de eso. Estaba auténticamente contenta de encontrarse en un sitio que todavía identificaba como «mi casa».

Chloe se tumbó inmediatamente en un sofá al tiempo que encendía la tele, dejando en claro que ella no haría más que cumplir estrictamente con sus obligaciones. Sólo como broma, le pedí que fuera a por unas recetas de Kitty y me ayudara a limpiar la cocina. Se negó decididamente.

– No está previsto que hagamos esas cosas-dijo. Era como una canguro, nada más, aunque a una tarifa que haría enrojecer a una canguro.

Kitty andaba por allí dudando, con miedo a quitarse el abrigo. Hice que se sentara, que se pusiera un calzado cómodo -unas zapatillas chinas de tela- y que tomara una taza de té.

En ese momento Maxine irrumpió con Frank y el novio de éste, Adrián, y dos guapos atletas de los Hampton.

– Hola, querida -le dijo Maxine a Kitty-. Tenemos una furgoneta abajo. Vamos a coger algunos cuadros para poder hacer allí una exposición tuya -con eso, los dos atletas de los Hampton se pusieron a agarrar lienzos, portafolios, un león de tamaño natural que llevaba en el apartamento de Kitty desde que vivía allí. (Kitty es Leo, de modo que este león que rugía era su talismán.)

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Kitty-. Ese león es mío.

– No, cariño, este león es mío -dijo Maxine-. Lo compré yo.

No lo compraste tú -dijo Kitty.

– Claro que lo compré.

De repente recordé todo el Sturm und Drang de hace una docena de años cuando Kitty y Maxine «rompieron» y Maxine echó a Kitty de las dos casas que ella había ayudado a amueblar y renovar (una en Chelsea, la otra en Southampton), comprándole este modesto piso y pasándole algo de dinero.

– ¡ No te lleves mi león! -dijo Kitty-. ¡Es lo único que me queda!

– Sólo lo estoy poniendo a salvo de ti, cariño -dijo Maxine, mientras los atletas cargaban con el último símbolo de la identidad de Kitty.

Horrorizada ante el descaro de todo aquello, yo estaba en silencio, sorprendida.

– Ya sé que eres su heredera, pero me gustaría que dejases de hacer como si ya estuviera muerta -quise decir. O-: Por el amor de Dios, ¿es que no puedes esperar?

Y Maxine, que notaba mi desagrado, agarró un libro enorme con los dibujos a tinta de mi abuelo y lo puso en mis manos temblorosas.

– Ocúpate de esto -dijo-. Mantenlo a salvo -el cuaderno de dibujo estaba lleno de representaciones alucinatorias de la infancia de Papá en Odessa. Más recuerdos de gente para mi autobiografía. Lo agarré.

Y entonces los atletas cargaron con el león.

Maxine iba y venía, trayendo cosas de comer, anunciando a Kitty que no se podía quedar porque era su cumpleaños y la iban a «llevar a cenar».

Frank, Adrián y yo nos quedamos con Kitty, que ahora también quería que «la llevaran a cenar».

– Os invitaré yo a cenar -dije-. ¿Qué sugerís?

Nos mostramos de acuerdo en ir a un restaurante chino cercano, y Frank y yo nos pusimos a vestir a Kitty.

– Tienes el pelo hecho una pena -dijo Frank-. Déjame que mañana por la noche te lo tiña, ¿de acuerdo?

Le cepilló con cuidado el pelo, poniéndole los aros de oro que le había hecho, ayudándola a maquillarse. Entretanto, yo busqué entre la ropa de Kitty algo que no estuviera roto o con manchas o hecho unos andrajos. Encontré un jersey y una falda pasables, pero no le puse medias ni bragas porque todas estaban sucias. La dejé con sus cómodas pantuflas chinas. Lo primero es arreglar la casa, pensé, luego lavar la ropa, luego la propia vida. Pero no lo suficientemente pronto. La vida, por desgracia, al final vuelve a una especie de infancia. No tenemos libros sobre estas últimas etapas, y tampoco rituales reconfortadores. Al comienzo de la jornada, una bebé tiene una madre que la quiere que busca en los volúmenes del doctor Spock las claves para cuidarla. Pero en la séptima edad de la mujer, ya no hay una madre que la quiera (hace tiempo que ha muerto), ni un cuidador especial, ni libros. Hacemos esta jornada solas, con unas pantuflas chinas.

Kitty estaba deprimida. Frank, Adrián y yo nos pusimos los abrigos.

– ¿Qué pasa con la cena de ella? -dijo Kitty refiriéndose a Chloe, que seguía tumbada delante de la tele.

– No se preocupe por mí, ya he cenado -dijo Chloe, con el parpadeante televisor reflejado en su brillante y redonda cara.

– ¿No tiene hambre? -insistió Kitty, tratando de cuidar a la que la cuidaba a ella; un rasgo propio de mi familia.

– No, cariño-dijo Chloe-, vaya usted a cenar.

Los redondos ojos de Kitty miraban fijamente.

– Pero es que también debería comer algo -dijo-. Es lo justo.

– No te preocupes, querida -dijo Frank-, ya ha cenado.

– ¿Le traemos un rollo de primavera? -pregunté yo a Chloe, para calmar a Kitty.

– Muy bien -dijo Chloe.

– ¿Qué dijiste? -dijo Kitty-. No necesito un rollo de primavera. ¿Por qué piensa todo el mundo que un rollo de primavera tiene importancia?

Recorrimos la fría calle 23. Dos hombres jóvenes, uno con sida y el otro con miedo a ver los resultados de sus análisis de sangre, y una mujer vieja que no dejaba de decir:

– ¿Adonde vamos?

Y yo dominada por el miedo a los cincuenta años.

En el restaurante chino me senté enfrente del novio de Frank, que me contó los acontecimientos recientes de su vida.

– ¿A qué te dedicas?

– Estoy de baja -dijo-, por el sida.

– ¿Y antes qué hacías?

– Fui a la Julliard y estudiaba flauta, luego trabajé de músico y fui ayudante personal de Leonard Bernstein…, un trabajo difícil -dijo.

– ¿Cuándo te lo diagnosticaron? -pregunté.

– Oh… hace cinco años.

– ¿Te cambió la vida?

La hermosa y joven cara de mandíbula cuadrada de Adrián se puso pensativa.

– Supongo que sí -dijo-. Empecé a pensar en cómo quería vivir de verdad. Dejé de trabajar con Bernstein porque era demasiado estresante. Era un hombre muy exigente. Y luego empecé a tocar música para mí mismo y a pensar y meditar. Me cambió la vida. Decidí que el amor era más importante que el sexo puro y duro. Decidí que quería amar a alguien de verdad antes de morir.

– ¿Y luego qué pasó? -pregunté.

– Luego conocí a Frank -dijo, sonriendo a su enamorado.

– ¿Quién me pidió esto? -preguntó Kítty, cuando llegó la comida.

– Lo pediste tú, cariño -dijo Frank.

– Yo no lo pedí -dijo Kitty; sus discusiones le aseguraban de su existencia.

– Sí que lo pediste, cariño -dijo amablemente Frank.

– Bien, supongo que en cualquier caso lo debería tomar -dijo Kitty, rebuscando en su comida.

Yo pensaba en lo extraña que era esta escena y en lo extrañas que son todas las reuniones de la vida si una se fija en ellas. Qué extraña fue esta Última Cena. Dos hombres jóvenes que quizá ya no vivan mucho, mi tía con no mucho por lo que vivir, y yo en medio como siempre, observando y tratando de imaginar cómo hacer un relato de esto. ¿Ayudaría ese relato a alguien? Eso esperaba. Aunque ese alguien fuera sólo yo.

– ¿Quién pidió esto? -volvió a preguntar Kitty.

– Lo pediste tú, cariño -dijo Frank.

Más tarde, cuando Kitty estaba ya acostada y Frank le leía, tomé un taxi hacia la parte alta de la ciudad, agarrando el cuaderno de dibujos de Papá.

– Llegas tarde -dijo mi hija-. ¿Fue tan horrible?

– De hecho fue menos horrible que quedarme en casa y pensar en Kitty sin hacer nada. Todavía es una persona. Pero tiene la memoria destrozada por zonas, como las rodilleras de tus vaqueros.

– Vaya… Qué deprimente -dijo Molly-. Me alegra no haber ido.

– Eso es lo que se siente a los catorce años… pero no a los cincuenta -dije yo.

– No tienes cincuenta -dijo Molly-. Tienes treinta y cinco. Sí, eso es. Yo nací cuando tenías veintiún años.

La abracé muy fuerte, esperando que ella nunca hiciera por mí lo que hacía yo por Kitty.

Mi mejor amiga y yo tenemos un plan. Tomaremos puñados de pastillas para dormir, luego pasearemos por la nieve cerca de su rancho de Carbondale, Colorado. Mientras el alce y el caribú andan majestuosos por la pura nieve blanca, mientras Venus se alza por encima del monte Sopris, haremos ángeles de nieve y expiraremos tranquilamente de hipotermia, evitándoles a nuestros hijos los líos de tener que cuidarnos. Los planetas y las estrellas parpadearán en el aire cristalino de Colorado mientras nos congelamos pacíficamente y sin dolor hasta morir.

Pero ¿lo haremos de verdad? ¿Quién sabe? Para entonces puede que olvidemos los problemas que causamos. La memoria es la más pasajera de todas las posesiones. Y cuando se va, deja tan pocos trazos como las estrellas que han desaparecido.


A medianoche, mi marido me encuentra en mi estudio, mirando el cuaderno de dibujos de Papá.

Aquí está su madre, mi bisabuela, yacente después de su muerte por el tifus. Su féretro se convierte en ondas del océano; atrapadas en sus ondulaciones están las caras de sus hijos, sus nietos, sus bisnietos. La matriarca vuelve al mar, una especie de Venus al revés. Luego vienen una serie de dibujos a tinta de los caballos al galope que siempre obsesionaron la pluma de mi abuelo. Unos galopan hacia el mar, a otros los atacan perros salvajes, a otros los espolean cosacos (llevan grandes gorros de pieles) que blanden garrotes con los que amenazan a desgraciados acobardados debajo de los cascos de los caballos.

Esta era la dura Rusia que atravesó mi abuelo a pie a los catorce años. Cruzó caminando Europa cuando Europa era mucho mayor de lo que es ahora. Y desafió su dureza para proporcionarnos una vida agradable a todos en Norteamérica. Su madre acababa de morir de tifus cuando se puso en camino. Incansable como Hogarth o Goya en su deseo de encarar la inhumanidad humana, mi abuelo siempre dibujaba su pasado mientras vivía el presente. Fue la herencia que me dejó. El no parar de dibujar. Trato de no preguntar por qué. Puede que no haya una respuesta.

– Fue un artista maravilloso -dice Ken, mirando por encima de mi hombro. Noto la presencia de Papá en la habitación mientras paso las páginas. También es el motivo por el que me ocupo de Kitty. En cierto modo Papá protege mi vida, de modo que yo también protejo la vida de los que más le importaron a él.

– Kittinka -habría dicho-. Pobre Kittinka. Ocúpate de ella ahora que está demasiado mal para ocuparse de sí misma.

– Vamos a la cama -digo. Y Ken me abraza.

– Has tenido un día duro -dice.

– Ver cómo se llevaban aquel león, por alguna razón fue lo más duro de todo. Preferiría no haberlo visto.

Cierro el libro de recuerdos. Me reconforta saber que se puede volver a abrir.

Cuando despertamos a la mañana siguiente, la ciudad va a sufrir una tormenta que amenaza con volver a convertir Manhattan nuevamente en una isla. Cortinas de lluvia y vientos tempestuosos, el metro inundado, y olas de marea en las calles.

Ken y yo nos las arreglamos para llegar al juzgado, pero somos los únicos que lo hacen. Kitty y Frank se empaparon y dieron la vuelta. Maxine se disculpa por no acudir. Y los otros dos abogados llegan tan tarde que no hay tiempo para que se reanude la vista. Mi declaración se vuelve a posponer. Se fija otra fecha.

Al salir del juzgado bajo una lluvia furiosa, Ken y yo vemos a multitudes de personas encogidas con paraguas dados la vuelta que esperan en las paradas de autobús. El metro no funciona; la ciudad se ha parado. Las oficinas han cerrado pronto. Nueva York da una sensación de desastre, como si hubiera llegado el maremoto definitivo y todos los empapados rascacielos fueran a ser derribados por la inundación.

– ¡Un taxi! -grita Ken. ¿Es un espejismo o un taxi de verdad lo que está detenido delante de los escalones del juzgado? Justo cuando llegamos al taxi, otra pareja asalta la puerta del otro lado. De pronto Ken practica la esgrima con su paraguas tratando de librarse de los intrusos.

– ¡No voy a dejar que suba ninguno de ustedes! -grita el taxista, saliendo del taxi. Empuja a Ken hacia la cuneta inundada.

– Tomo nota del número de su licencia -grita Ken, forcejeando y tratando de entrar en el taxi de este demente.

– ¿Estás loco? -digo yo-. Iremos andando.

Pero Ken me arrastra dentro del taxi y avanzamos una manzana de casas o dos, con el taxista soltando palabrotas.

– Llévenos a la comisaría -grita Ken.

El taxista hace regates por las calles y suelta tacos como un maníaco. En el primer semáforo en rojo, abro la puerta y tiro de Ken.

– No sé lo que me pasó -dice Ken.

– La tormenta… y Kitty.

– ¿Qué tal si vamos a un restaurante del barrio chino? -pregunta Ken, y nos dirigimos en busca del Hong Fat. El viento aulla, la lluvia arrecia. Toda la naturaleza está desconyuntada, compadeciéndose de Kitty.

Nos quedamos en Nueva York durante el fin de semana, después de muchos años de no hacerlo, y contemplamos que la tormenta reduce Manhattan a un palo que flota en un mar que lo sumerge. Cuando arrecia la tormenta, Kitty también se pone peor.

Cuando se le pasa el efecto de los tranquilizantes se vuelve belicosa. Echa a Chloe de su casa, se enfada con Frank cuando va a teñirle el pelo y se niega a dejar que el parche de nitroglicerina de su pecho cumpla con su función. Olvida por qué lo tiene puesto y se lo arranca hecha una furia.

– ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? -se lleva la mano al pecho.

La tormenta brama y lo mismo hace nuestra Lear.

Mi hermana menor y yo la vamos a ver por turnos. Por fin convencemos a la agencia para que mande a otra cuidadora. ¿Qué demonios podemos hacer mientras los tribunales resuelven el caso? Kitty no se adapta a su casa ni siquiera con alguien que la atienda. Tendremos que encontrarle una residencia y convencerla de que ingrese. Al juez no le gustará, pero al menos Kitty vivirá.

No necesitaba que me dijeran que todas las residencias eran espantosas. Ya las había visto. Pero había una, decían unos amigos, que era excepcional. Era un modelo de instalaciones: limpia, cuidada, llena de arte. Pero la lista de espera era larga: conseguir una plaza podría llevar mucho, me dijeron. El proceso para ingresar era como tratar de que tu hijo fuera a un colegio privado de moda. Sólo la insistencia y las relaciones podrían conseguir que la ingresaran. Insistencia y relaciones eran lo que más le gustaba a mi suegro. Estaba en Florida, encargado del servicio de ayudas filantrópicas judío, con teléfono y fax. Era el jefe de la banda de Palm Beach.

– Consígueme la lista de directivos, querida -dijo. Y dos días después me recogía un coche con conductor para que viera al director de pelo blanco del Hogar Hebreo para Ancianos.

– Maestro -dije yo, cuando abrió la puerta del coche. Pues Jacob Reingold, el director, parece el director de una orquesta sinfónica europea. Un mechón de pelo blanco, una cara morena por haber trepado montañas, una sonrisa cálida, un estilo de conversación adobado con mamaloshen. Hablamos de música, de arte, de Europa, del Japón, de montañas, de mares; de todo menos de Kitty. Era como un trato para un matrimonio. El objeto era una cama para Kitty, la dote.

El Hogar Hebreo para Ancianos está abarrotado de obras maestras modernas (donadas por parientes nerviosos que quieren deshacerse de sus abuelos), lleno de inventos -lavabos y bañeras que levitan- pensados especialmente para los ancianos enfermos. Hay hermosas vistas del Hudson, peluquerías, gimnasios, estudios de arte. ¡Es el paso siguiente después del balneario! Sólo que aquí no hay esperanza de que la forma física proporcione un futuro de bienestar. Es el final de línea. Es el sitio al que viene uno si es bastante rico y famoso para merecer los últimos logros en senilidad.

– ¡Fuera de aquí, negra asquerosa! -grita una mujer que arrastra los pies detrás de su andador en la unidad de Demencia Senil. La asistente en cuestión tiene una mirada lejana, como si se concentrara en el almuerzo, o recordara la noche anterior con su amante. Está preparada para ignorar esos delirios.

– No sabe dónde está -dijo el maestro-. La mayoría no lo saben.

Aquí sólo admiten a los importantes o a los casi importantes, o eso me pareció en esa visita. Se trata de un campo de internamiento para los ex magnates, ex empresarios y ex promotores cuyos parientes no los quieren.

Están los tíos locos de los amos de los medios de comunicación, las hermanas de las estrellas de cine, las madres de diplomáticos famosos. Rudolf Bing está en Demencia Senil y Nat Holman en la sección de Normales, la sección para personas cuya única enfermedad es la vejez. ¿Es mejor que los ángeles de nieve de Carbondale? ¿Quién sabe? Cuando una llega a allí, no puede quedarse mucho.

– Promete que no dispararás contra mí, querida -dice el maestro-, antes de que me hayas metido aquí.

Y sin embargo los residentes parecen contentos; bueno, depende del valor que se dé a la palabra. En la sección de Alzheimer, una anciana con una boina azul, un hombre con una camisa a cuadros y el pelo desarreglado que mira fijamente, una vieja taciturna con una barbilla saliente, se sientan a la mesa de una habitación que sintetiza una cocina acogedora de comedia de situación. Pero ninguno de ellos se relaciona con los otros. La de la boina azul rebusca entre ropa vieja. («¿Ves? Utilizan su energía de ese modo -dice el maestro-. Es una terapia.») El de la camisa a cuadros picotea la comida de su bandeja. La de la barbilla saliente murmura -a nadie en concreto-:

– ¡Ya verás como tendrás problemas! ¡Llamaré al gobernador! ¡Me conoce! ¡Yo dirijo una empresa importante!. ¡Gano millones! ¡No soy una imbécil!

A veces la vejez arranca el barniz de la educación, dejando únicamente el residuo hostil y agresivo de la naturaleza humana; a veces deja las gracias sociales intactas hasta que alguien se sirve antes o te quita el sombrero. («¡Ese gorro es mío!», dice otro residente, arrancando la boina azul. «¡No lo es!») Me parece estar viendo a niños de dos años en un cuarto de juegos, sólo que los niños de dos años son mucho más guapos. Los mofletes y los dedos rosas hacen más blanda nuestra visión de la conducta agresiva. Cuando una cara está llena de quistes peludos, hasta el más ilustrado de nosotros la encuentra menos adorable. Los ángeles de nieve parecen una mejor solución. Todos estos ancianos forrados de dinero están malgastando recursos que podrían dar de comer y educar a ciudades enteras. ¿Se trata de una buena decisión de la raza humana? Es fácil hacer esta pregunta, pero mucho más difícil responderla. Lo único que sé es que no voy a abandonar a Kitty en un témpano de hielo o empujarla a la nieve. A lo mejor este sitio existe para tranquilizar la conciencia de los parientes ricos y poderosos, pero con todo sigue siendo una maravilla. Los Warhol y Picasso y Erté son testigos de nuestra culpabilidad.

Y el director es nuestro sustituto, nuestro doble.

– ¿Sabes por qué nunca he tenido una aventura amorosa? -pregunta, retóricamente-. Estaría inscribiéndome en un hotel y alguien me vería y diría: «Hola, Jake, ¿cómo está tu madre?»

El menor de una familia numerosa, el maestro, es un cuidador nato, el que se ocupaba de su familia. Nadie tiene un trabajo así por casualidad. Es un virtuoso dirigiendo esa vasta sinfonía de culpabilidad, rechazo y provisión de fondos que hace que exista un lugar como éste.

– Muchos de ellos son incontinentes -dice-, sin embargo no huele a meados. ¿Cómo conseguimos eso? Fregamos todo el tiempo, por eso.

Y, en efecto, el sitio huele a limpio, tiene el olor del dinero. Como la voz de Daisy Buchanan, el Hogar Hebreo para Ancianos es un testamento de todo lo que puede conseguir el dinero. Estoy encantada de que exista un lugar así, y también me siento inquieta. Ni siquiera en el chocheo de la vejez hay igualdad. Especialmente no la hay entonces.

Vuelvo a casa con una carta de la residencia, prometiendo que admitirán a Kitty. Misión casi resuelta. Pero todavía queda por convencer el juez chino.


¿Qué recuerdo de tía Kitty antes de que su vida llegara a esta situación actual? Nunca permitieron que la viese mucho debido a la misteriosa enemistad entre ella y mi madre. Pero, a pesar de eso, recuerdo ciertas cosas.

Recuerdo ir a su soleado apartamento que daba a la West End Avenue, y mirar sus cosas: sus pequeños armazones para modelar en yeso, sus máscaras africanas y amuletos tallados, su biblioteca de libros fascinantes.

Fue Kitty quien me introdujo a la lectura de Colette, dándome Chéri y El final de Chéri cuando yo tenía quince años y era demasiado joven para entender la pasión de una mujer de cuarenta y nueve años por un hombre muy guapo de veinte y pico. Como muchas de las personas que no tienen hijos propios, Kitty no entendía de verdad a los niños. Pero eso también implicaba libertad. Me trataba como a una adulta, sin juzgarme y sin la mojigatería protectora de una madre. Años después, cuando yo había cumplido los cuarenta años y sufría debido al amor de un hombre muy joven, releí el ejemplar de Chéri y el de El final de Chéri que me había dado Kitty. Por fin, me sentí agradecida por el regalo. Tuvo que esperar mucho tiempo en mi estantería para que llegase el momento de mi vida en que lo entendiese, pero Kitty en cierto modo también lo debía de saber.

En la isla Fire, en East Hampton, en las casas que Kitty compartía con su amiga Maxine, siempre había algo extraño. No era sólo la desnudez, ni el hecho de que dos mujeres durmieran en la misma cama. Había muchos desnudos también en la casa donde crecí, pero lo que era más liberador de la casa de Kitty era la omnisexualidad ambiente. Encontrabas parejas de todo tipo. Mi madre murmuraba oscuramente sobre las «malas influencias», pero descubrí mi primer sabor a libertad en aquella casa. Era un mundo que no estaba gobernado por la reglas de la vida burguesa, un mundo donde los hombres coqueteaban con los hombres, las mujeres coqueteaban con las mujeres; un mundo donde la vida en cierto modo era más rica y estaba más cargada de posibilidades. Era un campamento de verano para adultos excéntricos; y aquello me sabía a libertad: libertad de las convenciones, libertad de los lazos familiares. Esa extrañeza me proporcionó una parte de mí misma, confirmada por mi anarquismo, sexual y de otro tipo.

Nunca me permití querer abiertamente a Kitty porque mi madre dejaba en claro que lo consideraba desleal. Con todo, el modo de vida de Kitty fue parte de mi educación. El modo en que vivía me reveló que había universos alternativos, otras voces, otros ámbitos.

En cierto sentido, yo creo que mi madre odiaba a Kitty por las libertades que se permitía. Mi madre también había iniciado una vida de bohemia y luego fue capturada por la vida burguesa. ¿Hasta qué grado era homofobia su vieja enemistad con su hermana? ¿Y hasta qué grado era cariño que se había agriado? Mi madre había adorado a Kitty durante un tiempo, y su virulento odio era demasiado intenso para no ser una pasión que salió mal.

Vivimos en un mundo dividido en gay y hetero. Hemos balcanizado nuestra cultura sexual. Pero ¿por qué? ¿Es todo una cuestión de política? ¿Y está la política en conflicto con nuestra humanidad? Ciertamente, las personas gay no pueden exigir sus derechos a menos que se organicen en grupo. Ciertamente, necesitan los mismos derechos con respecto a la herencia, el matrimonio, la salud y la custodia de los hijos que todos los demás. Pero esta división en mundos gay y hetero va en contra de lo que sabemos de la naturaleza humana. Puede haber amor homosexual, pero ¿significa eso que hay personas homosexuales? ¿Tiene necesariamente sexo el amor? Los más grandes amores transforman el sexo. Los más grandes amantes son por turnos «machos» y «hembras». ¿Y qué significa «macho» y «hembra»? ¿No son más bien cualidades que personas?

Sólo cuando yo era pequeña y tenía lavado el cerebro y me conocía mal a mí misma, imaginaba que el pene era el único instrumento del amor. Los hombres a los que más he querido en mi vida siempre han tenido una cualidad maternal, y las mujeres a las que más he querido siempre han sido luchadoras.

En una sociedad sana, las mujeres y los hombres cambiarían de sexo y amante de modo tan sencillo como se cambian de ropa. En cierto modo fue Kitty la que me enseñó todo esto, y el rechazo de ella por parte de mi madre me enseñó que existía un puritanismo que nunca quise hacer mío.

El camino que seguía Kitty era distinto al que seguía mi madre. Y sin embargo, en muchos aspectos, Kitty estaba tan marcada por su elección sexual como mi madre lo estaba por la suya. Puede que haya querido a mujeres, pero también quería como una mujer. Renunció al poder por la vida de un ama de casa y una artista, y cuando fue vieja y estuvo enferma, no tenía a nadie que la cuidase.

A nadie salvo a mí, imperfecta como imperfectos iban a ser mis cuidados. He tenido que llegar a la mitad de mi vida para descubrir que podía encontrar sitio para cuidar de alguien y para escribir.

Es más importante ser un ser humano que ser escritor. ¿O debería decir que la escritura sólo interesa si de algún modo hace madurar la propia humanidad?

Al mes aproximadamente de que admitieran a Kitty en el Hogar Hebreo para Ancianos, fui a verla. El caso seguía sin resolverse en el tribunal. Kitty parecía tan bien como no la había visto hacía años. Tenía colorete en la cara, el pelo bien cortado y peinado.

– Te presento a mi gran amiga Pearl -dice-. Es mi compañera de habitación.

Me presenta a una dama delgada de pelo blanco con ojos azules, que se ayuda con un andador.

– Kitty es mi mejor amiga -dice Pearl-. La quiero.

Kitty y yo fuimos a sentarnos en un sofá que daba al río. El Hudson resplandecía con la luz invernal.

– Vine un día de visita y me gustó la comida, de modo que me quedé -dice Kitty-. Pero me preocupa mi apartamento.

– No te preocupes, Kitty, yo me ocupo de él.

– Tengo que ir uno de estos días, pero por alguna razón eso me inquieta.

– Tienes un aspecto estupendo.

– Aquí duermo muy bien. Y la gente es encantadora. ¿Qué hora es, cariño? No me quiero quedar sin cenar.

Miro mi reloj. Son casi las cuatro y media. La cena aquí la sirven casi a la hora del té, como en el jardín de infancia.

Acompaño a Kitty al comedor y me siento con ella.

Estamos en la Sección de Demencia Senil, y los residentes están en distintos estados de pérdida de memoria.

Nos sentamos a una mesa para cuatro con una mujer que se llama Blanche, que no deja de pasarse la lengua por los labios, y una mujer que se llama Brenda, cuya barbilla se le une a la nariz.

– Os presento a una pariente mía -dice Kitty, probablemente sin recordar mi nombre-. ¿No es encantador que haya venido?

– Tú eres una de las personas más importantes de aquí -dice Blanche.

No, no lo soy -dice Kitty.

– Sí que lo eres -dice Blanche.

– Esta noche hay una representación -dice Brenda.

– ¿Puedes quedarte para la representación?

– No lo creo -digo yo.

– Es una pena -dice Kitty.

Empiezan a servirles la cena a los residentes. Me ofrecen zumo, que llega enseguida. Paseo la vista por los ancianos autistas que parecen sumidos en sí mismos. Una mujer lleva puesto un enorme sombrero negro con una pluma de avestruz. Otra va de mesa en mesa mirando con gran fijeza pero sin centrarse en nadie en concreto, examinando la comida de los otros residentes. Ahora se tambalea y estira la mano hacia mi zumo.

– ¿Por qué estás haciendo eso? -dice Kitty-. ¡No toques el zumo de mi sobrina!

Y la mujer se da la vuelta como un robot y se aleja cojeando.

En la pared hay un cartel con las fechas de los cumpleaños de los residentes que tienen lugar en enero. Debajo hay otro cartel en el que han escrito «INVIERNO» con bolas de algodón. Debajo hay una mujer de nieve hecha de algodón. Se trata de un jardín de infancia para los muy viejos. Pero parecen contentos. Y mí tía parece segura y contenta. Nunca la he visto tan en paz, a la espera de su bandeja de comida.

– Me gusta la comida de aquí -dice-. ¿Quieres un poco?

– No, gracias -digo yo-. Tengo que irme a cenar.

¿Tengo miedo a cenar aquí porque, lo mismo que Perséfone en el Hades, me tendría que quedar?

Hacia las cinco y media salgo como una flecha, prometiendo, claro, volver pronto.

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