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Miércoles, 17 de enero, 11:10 horas

– ¡Adiós!

La clase de niños de ocho años se despidió con la mano al dirigirse a la puerta.

– Ha sido maravilloso -le dijo agradecida la profesora a Sophie y Ted Tercero-. Los niños suelen estar irritables y aburrirse en los museos, pero ustedes han hecho que la visita fuera divertida gracias a los disfraces y la representación. El hacha, ¡y el pelo! Todo parece real.

Sophie arregló el hacha que se había colocado sobre el hombro después de blandirla durante la visita de la reina vikinga. A los niños casi se les salían los ojos de las órbitas.

– El pelo es real -explicó sonriente-. El resto es… teatro. Nuestro objetivo es hacer revivir la historia.

– Pueden estar seguros de que se lo contaré a todos los profesores.

– Y usted puede estar segura de que agradecemos su colaboración -respondió Sophie en tono afectuoso.

Ted la miró con gesto de advertencia.

– Tendría que ver a Juana de Arco. A mi parecer es incluso mejor.

– Lo dice para hacerme la pelota, porque la armadura pesa muchísimo. Por favor, vuelvan otro día.

– ¿Qué te pasa hoy? Has sido amable con las visitas -observó Ted cuando la profesora se hubo marchado.

Sophie hizo una mueca.

– Me esperaba ese comentario. Lo que ocurre es que ayer por fin vi las cosas claras, Ted. Estás llevando a cabo una estupenda labor en el museo y últimamente yo no he sido demasiado amable contigo.

Él la miró con las cejas arqueadas.

– Yo creía que formaba parte del espectáculo -dijo con ironía-. ¿De verdad querías partirme en dos con el hacha?

Sophie ahogó una risita.

– Solo a veces. -Se puso seria-. Lo siento, Ted.

– Nos alegramos mucho cuando aceptaste el puesto, Sophie -dijo Ted, también en serio-. Sientes una gran admiración por el trabajo de mi abuelo. Ya sé que no me crees, pero yo también me siento orgulloso de él.

– Sí, Ted; sí que te creo. Esa es una de las cosas que comprendí ayer.

Él miró a través del cristal y vio cómo el último niño se subía a un autobús amarillo.

– No sabía que hablabas noruego. No es ninguno de los idiomas que aparecen en tu currículum.

Sophie se dio cuenta de que esa sería la única respuesta de Ted a su comentario y le siguió la corriente.

– No sé noruego. Pero ellos tampoco. -Se echó a reír-. Solo sé palabrotas porque mi abuela las decía. Me parece que es todo cuanto aprendió de mi abuelo.

Ted abrió los ojos como platos.

– ¿Les has dicho palabrotas a los niños?

– No, por Dios. -El simple hecho de que se le hubiera pasado por la cabeza la ofendía-. Hablo un poco de danés y otro poco de holandés. El resto era inventado, como el cocinero sueco de los Teleñecos. -Esbozó una sonrisa-. Bork-bork-bork.

Ted la miró aliviado y conmovido a la vez.

– Estás hecha toda una actriz, Sophie Johannsen. -Se dispuso a marcharse-. No te olvides de que al mediodía te toca hacer de Juana.

– La armadura pesa demasiado -le gritó a la espalda, pero con mucho menos rencor que antes. Se dirigió al baño para retirarse el maquillaje antes de que le produjera urticaria. No quería que Vito la viera así por la noche.

Sintió un escalofrío a pesar de las gotas de sudor que le corrían por la espalda debido al grueso traje. Vito había sido fiel a su palabra la noche anterior, y más de una vez. Existía una gran diferencia entre hacer el amor y follar como animales y se imaginaba que aún sería mejor si de verdad llegaba a estar enamorada. Pensó en preguntárselo a su tío Harry, pero luego se echó a reír al imaginarse su cara de horror.

– Perdone, señorita.

Todavía sonriente, Sophie acudió junto al anciano que, apoyándose en su bastón, había estado examinando las fotografías de Ted Primero en el vestíbulo.

– ¿Qué desea, señor?

– He oído parte de la visita guiada. Me ha parecido fascinante. ¿También ofrece visitas privadas?

Algo en la mirada del hombre inquietó a Sophie. «Será viejo verde. Quiere ligar conmigo.» Entornó los ojos y aferró con fuerza el mango del hacha.

– ¿Cómo de privadas?

El hombre pareció desconcertado y luego escandalizado.

– No, no, por Dios. Vivo en un hogar de ancianos donde suele haber pocas diversiones, así que me he adjudicado la responsabilidad de organizar actividades socioculturales. Me preguntaba si podría contratar una visita.

Sophie rió aliviada y avergonzada a la vez.

– Claro, estaré encantada de ayudarlo. Sé lo mucho que se aburre mi abuela sin nada que hacer en todo el día.

– Su abuela está invitada a unirse a nosotros.

La sonrisa de Sophie se desvaneció.

– Gracias, no puede ser. No se encuentra en condiciones de visitar ningún museo. Hable con la chica del mostrador para reservar día y hora.

Él frunció el entrecejo.

– ¿La de negro? Parece un poco peligrosa.

– Los miércoles Patty Ann va de gótica. Es su particular homenaje a Miércoles Adams. En realidad es una chica muy agradable. Estará encantada de ayudarle a concretar el día de la representación. Ahora, si me disculpa, tengo que desmaquillarme la cara o me quedará tan hinchada como la de Pugsly.


La observó marcharse, fijándose en cada uno de sus ágiles pasos. Hacía meses que la conocía, pero no la había visto de verdad hasta ese día. Ni siquiera sospechaba el magnetismo que poseía hasta ver lo que acababa de ver: a una rubia de más de un metro ochenta blandiendo un hacha enastada sobre su cabeza con los ojos verdes centelleándole como los de una mítica valkiria. Había mantenido en vilo al grupo de niños y a sus profesores durante más de una hora.

«Y a mí.» Ya podía olvidarse de buscar modelos por internet, acababa de encontrar a su reina. Por una parte Van Zandt se quedaría extasiado, y por la otra la doctora Sophie Johannsen dejaría de representar una amenaza. Era fantástico poder matar dos pájaros de un tiro.


Miércoles, 17 de enero, 11:30 horas

Barbara Mulrine, bibliotecaria y antigua jefa de Claire, deslizó un sobre por encima del mostrador.

– Este es el original de la carta de dimisión que recibimos de Claire Reynolds.

Marcy Wiggs asintió. Tenía la misma edad que Claire y parecía que la noticia de su muerte le había afectado más que a su práctica jefa cincuentona.

– Hemos tenido que pedirla a la central porque llevaba más de un año dada de baja de nuestro sistema. -A Marcy le tembló el labio-. Pobre chica, con lo agradable que era. No tenía ni treinta años.

Con el rabillo del ojo Vito observó a Barbara alzar los ojos en señal de exasperación y de inmediato se sintió más interesado por ella que por la joven. Abrió el sobre y miró dentro. La carta estaba impresa en papel corriente y Vito imaginó que no encontrarían nada de importancia en cuanto a las huellas dactilares, pero aun así preguntó.

– ¿Podrían elaborar una lista de las personas que han tenido esta carta en las manos?

– Podemos intentarlo -dijo Barbara, y Marcy suspiró.

– Todos sentimos mucho lo que ha ocurrido. Tendríamos que habernos imaginado algo, tendríamos que haberles puesto sobre aviso pero…

Vito guardó el sobre en la carpeta.

– Pero ¿qué?

– Nada -respondió Barbara en tono cortante-. Tú no podías imaginarte nada, Marcy. Además, Claire no era agradable. Lo dices ahora porque está muerta. -Miró a Vito con enojo-. La gente siempre recuerda a los muertos mejores de lo que eran, sobre todo si han sido víctimas de un asesinato. Y si encima eran discapacitados… Solo falta llamar al Papa y pedirle que los beatifique.

Marcy frunció los labios pero no dijo nada.

Vito paseó la mirada de una mujer a la otra.

– Entonces, ¿Claire no era buena persona?

Marcy desvió la mirada con irritación y Barbara, frustrada, exhaló un suspiro.

– No mucho. Cuando recibimos su carta de dimisión, hicimos una fiesta para celebrarlo.

– Barbara -dijo Marcy entre dientes.

– Es la pura verdad. Cualquiera a quien se lo pregunte le dirá que es cierto. -Barbara se volvió a mirar a Vito-. Tanto lo de la fiesta como lo de su carácter.

– ¿Qué hizo para que no la considere buena persona?

– Nada, tenía más que ver con su actitud -respondió Barbara en tono cansino-. Todos queríamos llevarnos bien con ella pero era brusca y grosera. Llevo trabajando aquí más de veinte años. He tenido empleados de todo tipo, con sus cosas buenas y sus cosas malas. Claire no era desagradable porque le hubieran amputado una pierna; lo era porque quería.

– ¿Tomaba drogas o alcohol?

Barbara se escandalizó.

– Que yo sepa no. Para ella su cuerpo era sagrado. No, eran más bien sus aires de superioridad. Llegaba tarde y se marchaba temprano. Siempre terminaba su trabajo, pero hacía estrictamente lo que yo le pedía, nada más. Para ella esto no era más que un empleo.

– Se dedicaba a escribir -terció Marcy-. Estaba ocupada con su novela.

– Siempre estaba tecleando en su portátil -convino Barbara-. La novela iba de una deportista paralímpica, creo que era bastante autobiográfica.

Marcy suspiró.

– Aunque la protagonista sí era simpática. Barbara tiene razón, detective. Claire no era agradable. Lo que pasa es que a mí me habría gustado que lo fuera.

Vito frunció el entrecejo.

– ¿Ha dicho que tenía un portátil?

Las dos mujeres se miraron.

– Sí -le confirmó Barbara-. Era nuevo.

Marcy se mordió el labio.

– Se lo compró más o menos un mes antes de… morir.

– Sus padres no han encontrado ningún portátil. Me han dicho que no tenía ordenador.

Al oír eso, Barbara hizo una mueca.

– Había muchas cosas que Claire no les contaba a sus padres, detective Ciccotelli.

– ¿Como qué? -preguntó Vito, aunque creía saber la respuesta.

Marcy volvió a fruncir los labios.

– No es por criticarla pero…

– Claire era lesbiana -soltó Barbara sin rodeos.

– ¿A sus padres no les habría parecido bien?

Barbara negó con la cabeza.

– No. Son muy conservadores.

– Ya. ¿Llegó a mencionar a alguna novia o compañera?

– No, pero salió una foto en el periódico -dijo Barbara-. Se la hicieron en una marcha del Orgullo Gay. Claire estaba besando a otra mujer. Se puso frenética, pensaba que sus padres la verían y que le montarían un escándalo y dejarían de pagarle el alquiler. Llamó al periódico para quejarse. -Hizo una mueca-. Y ahora querrá saber qué periódico era, pero no me acuerdo. Lo siento.

– No se apure. ¿Sabe si era algún periódico local o uno más importante como el Philadelphia Inquirer?

– Más bien me parece que era uno local -dijo Marcy sin convencimiento.

Barbara suspiró.

– A mí me parece que era uno importante. Lo siento, detective.

– No se preocupe. Me han ayudado mucho. Si recuerdan algo más, por favor llámenme.


Miércoles, 17 de enero, 12:30 horas

Vito detuvo la camioneta frente al juzgado y recogió a Nick.

– ¿Y bien?

Nick se aflojó la corbata.

– Ya está. He sido el último testigo de la acusación. López ha querido que les hablara del asesinato en último lugar para que el jurado no recuerde solo a una chica que se drogaba sino a alguien que murió a causa de eso.

– Parece una buena estrategia. Ya sé que has tenido tus más y tus menos con López, pero como fiscal es buenísima. A veces para vencer a las fuerzas del mal hace falta pactar con el diablo. No resulta agradable, pero lo que cuenta es el resultado. Espero que los padres de la chica lo comprendan.

Nick se pasó las manos por el rostro con gesto abatido.

– En realidad los padres opinan lo mismo que tú. Iba a disculparme por cómo López había declarado el caso homicidio involuntario para poder atrapar al traficante y entonces ellos me han dicho que de la forma en que la fiscal había presentado los hechos los dos hombres pagarían por lo que habían cometido y el camello no se cargaría a más criaturas. Estaban muy agradecidos. -Suspiró-. Y yo he quedado a la altura del betún. Le debo una disculpa a Maggy López.

– Ojalá también se encargue ella de este caso. Aunque primero tenemos que atrapar a ese hijo de puta.

– Por cierto, ¿adónde vamos? -preguntó Nick.

– A decirles a los padres de Bill Melville que su hijo está muerto. Hoy te toca a ti.

– Hombre, Chick, muchísimas gracias.

– Yo se lo dije a los de Bellamy. Es justo que… -Sonó su móvil-. Es Liz -dijo, dirigiéndose a Nick. Escuchó y exhaló un suspiro-. Vamos hacia allí. -Cambió de sentido.

– ¿Adónde vamos?

– Olvídate de los Melville -dijo en tono grave-. Volvemos al terreno de Winchester.

– ¿Ya son diez?

– Ya son diez.


Miércoles, 17 de enero, 13:15 horas

Jen ya se encontraba en el escenario del crimen, coordinándolo todo. Se acercó a Vito y Nick en cuanto se apearon de la camioneta.

– El agente de guardia ha oído la orden de busca de la F150 y ha caído en que esta mañana había parado a un hombre que conducía una. Al comprobar la matrícula, ha visto que el nombre del propietario del vehículo coincidía, pero al llamar al número de teléfono correspondiente a la dirección se ha dado cuenta de que los datos no cuadraban. Ha seguido la carretera hasta que ha visto la marca de los neumáticos en la nieve. -Señaló la bolsa opaca que yacía al fondo del barranco-. Y ahí está eso.

– Sabe que lo andamos buscando -dijo Nick-. Mierda, esperaba que nos diera más tiempo.

– Pues no nos ha dado más tiempo. ¿Habéis comprobado qué hay dentro, Jen? -preguntó Vito mientras terminaba de ponerse las botas.

– Es un hombre. -Se dispuso a bajar por la pendiente-. Aún no he abierto la bolsa, pero no tiene buena pinta.

La visión que los esperaba al fondo del barranco quedaría grabada en la mente de Vito durante mucho, mucho tiempo. El plástico se había tensado sobre el rostro del hombre de tal forma que daba la impresión de que este estuviera luchando por librarse de él. La opacidad de la bolsa ocultaba todos sus rasgos a excepción de la boca, que, abierta hasta un punto grotesco, parecía perpetuar un grito que nadie podía oír.

– Joder -musitó Nick.

Vito exhaló un suspiro trémulo.

– Vaya. -Se agachó junto al cadáver y le echó una ojeada. No estaba envuelto en una bolsa sino en dos-. En una bolsa tiene la cabeza y el torso, y en otra las piernas y los pies. Están unidas con un nudo. -Tiró de él con sus dedos enguantados-. Es un nudo sencillo. ¿Queréis que lo deshaga?

Jen se agachó al otro lado del cadáver y con un cuchillo cortó cuidadosamente el plástico que rodeaba al nudo de forma que las dos bolsas se separaron pero el nudo quedó intacto. Luego cortó la bolsa de arriba abajo y suspiró.

– Tira de un extremo, Chick.

Cuando entre los dos hubieron retirado el plástico Vito se tragó la bilis que se le había subido a la garganta.

– Santo Dios. -Soltó el plástico y apartó la mirada.

– Lo han marcado con un hierro candente -exclamó Nick.

– Y lo han ahorcado -añadió Jen-. Mirad las marcas de la cuerda en la garganta.

Vito miró hacia abajo. Jen aún sujetaba su extremo de la bolsa y dejaba al descubierto la mitad izquierda del cuerpo y el rostro de la víctima, en cuya mejilla habían estampado una «T». Haciendo de tripas corazón, tiró de su extremo de la bolsa y dejo al descubierto la mitad derecha.

– La mano -fue todo cuanto pudo decir. «O lo que queda de ella.»

– Oh… Dios mío… Dios. -Jen inspiró de golpe entre sus dientes apretados.

– Mierda. -Nick se puso en pie de un salto-. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?

Vito frunció los labios y miró la bolsa de arriba abajo, consciente de que lo que venía sería peor.

– Corta la bolsa de abajo, Jen. Córtala toda.

Ella lo hizo y ambos se pusieron de pie mientras cada uno tiraba de un extremo del plástico.

– También le ha cortado el pie -dijo Jen con un hilo de voz.

– La mano derecha y el pie izquierdo. -Vito depositó la bolsa en el suelo con cuidado-. Seguro que quiere decir algo.

Ella asintió.

– Del mismo modo que «E. Munch» también quiere decir algo.

Sonny Holloman, el fotógrafo del equipo de Jen, se deslizó por la pendiente.

– Joder.

– Sí, eso es lo que había -dijo Jen con desaliento-. Fotografíalo desde todos los ángulos, Sonny.

Durante unos minutos solo se oyó el disparador de la cámara.

Jen se volvió a mirar el rostro del muerto.

– Oye, Vito, conozco a ese tipo. Estoy segura.

Vito aguzó la vista y se concentró.

– Yo también. Mierda, lo tengo en la punta de la lengua.

Sonny dejó de fotografiarlo.

– Mierda -repitió-. Servicio de limpieza séptica Sanders. Es el niño del anuncio, el mayor, el que aguardaba a un lado con aspecto abatido.

Jen abrió los ojos horrorizada al reparar en que estaba delante de alguien a quien conocía.

– Tienes razón.

– ¿De qué narices estáis hablando? -soltó Nick, pero Jen lo mandó callar.

– Déjame pensar. «Servicio de limpieza séptica Sanders…»

– «Lo dejamos todo inmaculado» -canturrearon a la vez Vito y Sonny con tristeza.

– Pero ¿de qué estáis hablando? -insistió Nick.

– Tú no eres de aquí -dijo Vito-. Por eso no te suena. Ese chico hizo un anuncio.

Jen sacudió la cabeza.

– No era solo un anuncio. Era…

– Parte de la cultura popular -dijo Vito, terminando la frase-. Nick, ¿no conoces ningún anuncio que de tan malo todo el mundo lo recuerda?

– ¿Y bromea con él? -añadió Sonny.

– Sí. Recuerdo el de Phil el Loco, que se hacía pasar por un vendedor de coches paleto que acababa en quiebra. -Nick frunció el entrecejo-. Y al final acabó en quiebra de verdad. Entonces, ¿este joven era como Phil el Loco?

– No, este joven tuvo la mala pata de ser el hijo de un Phil el Loco -explicó Vito-. Sanders tenía un negocio de limpieza séptica y quería anunciarse, pero no tenía dinero para contratar a modelos.

– Así que reunió a sus seis hijos -concluyó Jen con un suspiro-. Tenían que cantar el eslogan con alegría. Siempre sentí lástima por ellos, sobre todo por el mayor. Era un niño monísimo y seguro que habría podido salir con la chica que quisiera de no ser por el anuncio… Esperad. Este chico no puede ser el hijo mayor de Sanders. El mayor debe de tener nuestra edad. Tiene que ser uno de los pequeños.

– Todos se parecían -dijo Sonny-. Igual que los Osmond. -Bajó la vista con el semblante lleno de compasión-. Los seis Sanders. Está claro que a Sid le gustaban los sonidos aliterados.

– ¿Llegaste a conocer a esos niños en persona? -preguntó Nick, y Jen negó con la cabeza.

– Qué va. Mucha gente de las afueras tenía sistemas sépticos en sus casas. Sid Sanders ganó mucho dinero. Vivía en un barrio de los caros y sus hijos iban a escuelas privadas. El eslogan se hizo famoso y la gente se dedicaba a repetirlo lo más rápido posible. Lo hacían tanto los jóvenes como los viejos, en los restaurantes y en las tiendas.

– Y sobre todo cuando se habían tomado unas copas de más -dijo Sonny, y se encogió de hombros-. Tengo un hermano que en esa época pertenecía a un círculo estudiantil y luego me explicaba las batallitas.

– Me pregunto si nuestro hombre sabe que este chico era uno de los niños Sanders -dijo Nick pensativo-. Lo que quiero decir es que no creo que lo hubiera matado y lo hubiera dejado tirado por ahí de haber sabido que lo reconocerían fácilmente. Los tres lo habéis identificado en menos de diez minutos.

A Jen le brillaron los ojos.

– Así que es posible que E. Munch no sea de aquí.

Vito suspiró.

– Por lo menos esta vez sabemos a quién notificarle la muerte, chicos.

Nick lo miró a los ojos.

– ¿Y la marca? ¿Y lo del pie y la mano cortados?

Vito asintió. Sophie sabría lo que significaba.

– Para eso también sé con quién tengo que hablar.


Miércoles, 17 de enero, 14:30 horas

Sid Sanders permanecía sentado, aferrado a la mano de su esposa.

– ¿Están seguros? -preguntó el hombre con voz quebrada.

– Necesitamos que ustedes lo identifiquen, pero estamos prácticamente seguros -musitó Vito.

– Sabemos que es un momento difícil -empezó Nick en tono quedo-, pero tenemos que examinar su ordenador.

– Pues aquí no está.

Su esposa levantó la vista.

– Seguramente lo empeñó hace tiempo.

Su voz sonó lúgubre, pero a Vito le pareció que también denotaba culpabilidad.

– ¿Por qué? -Miró abiertamente alrededor del suntuoso salón-. ¿Necesitaba dinero?

Sid apretó la mandíbula.

– Dejamos de pagarle los gastos. Era adicto al alcohol, a las drogas y al juego. Lo ayudamos en todo lo que pudimos y lo sacamos de más aprietos de los que se merecía. Al final no tuvimos más remedio que echarlo de casa, fue el peor día de nuestra vida. Hasta hoy.

– Entonces, ¿dónde vivía? -preguntó Nick.

– Tenía una novia -musitó la señora Sanders-. Ella también lo dejó, pero hace un mes me telefoneó para decirme que le permitiría quedarse en su casa hasta que hubiera superado su alcoholismo. No quería que nos preocupáramos.

Vito anotó el nombre de la chica en su cuaderno.

– Así que la novia de su hijo les caía bien.

Los ojos de la señora Sanders se llenaron de lágrimas.

– Nos sigue cayendo bien. Jill habría sido una nuera fantástica, y aunque cuando rompieron lo sentimos mucho, sabemos que para ella fue lo mejor. Gregory la estaba hundiendo.

– Se lo dimos todo, pero él siempre quería más. -Sid cerró los ojos-. Al final se ha quedado sin nada.


Miércoles, 17 de enero, 15:25 horas

Nick se quedó plantado en mitad de la sala de estar de Jill Ellis, contemplando el destrozo.

– Parece que haya pasado un huracán.

Vito se guardó el teléfono en el bolsillo.

– Jen enviará a un equipo de la científica. -Miró al casero, que les había abierto la puerta con la llave maestra-. ¿Ha visto a la señorita Ellis recientemente?

– La última vez fue la semana pasada. Siempre tenía la casa como los chorros del oro. Esto no pinta nada bien, detective.

– ¿Podría mostrarnos su contrato de alquiler? -le pidió Nick-. A lo mejor allí consta algún teléfono al que llamarla.

– Claro. En diez minutos estaré de vuelta. -Se detuvo en la puerta con la mirada llena de irritación-. Habrá sido el inútil de su novio, el niño rico.

Vito lo miró a los ojos.

– ¿Se refiere a Gregory Sanders?

El casero se echó a reír en tono burlón.

– Sí. Un rico echado a perder. Jill era muy trabajadora y una vez ya lo puso de patitas en la calle. Pero él volvió y le suplicó que le diera otra oportunidad. Yo le aconsejé que lo mandara a hacer puñetas, pero a ella le daba lástima.

– Ha dicho que «era» trabajadora. ¿Cree que le han hecho daño?

El hombre vaciló.

– ¿Usted no?

Vito escrutó el rostro del hombre.

– ¿Qué es lo que sabe, señor?

– Ayer vi a unos tipos salir del piso, sobre las tres. Yo había salido a echar arena higiénica de los gatos en la acera. No quería que alguien se resbalara por culpa del hielo y me demandara.

– Háblenos de esos tipos -le instó Nick con suavidad, y el casero suspiró.

– Eran dos. Entraron en un coche tuneado por todas partes: luces de neón, sistema hidráulico, amortiguadores… Me dispuse a subir para comprobar que Jill estuviera bien pero en ese momento recibí una llamada de la señora Coburn, la vecina del sexto B. Es mayor, se había caído y se había hecho daño en la cadera. Cuando regresé a casa después de llevarla a urgencias, ya era tarde. -Apartó la mirada-. Me olvidé de Jill.

– Parece que cuida mucho a los inquilinos -comentó Vito con amabilidad.

Los ojos del casero denotaban un gran sentimiento de culpa.

– No todo lo que debería. Les traeré el contrato.

Cuando el casero se hubo marchado, Nick se sentó frente al ordenador de Jill Ellis.

– El día cada vez pinta mejor. -Accionó el ratón-. Está más limpio que una patena.

– No esperaba otra cosa. Parece que ayer por la tarde recibió una llamada, la luz del contestador automático está parpadeando. -Vito puso el aparato en marcha y frunció el entrecejo-. Ven aquí, Nick.

Nick ya se disponía a entrar en el dormitorio de la joven pero se dio media vuelta.

– ¿Qué hay?

– No lo sé. -Vito rebobinó la cinta, subió al máximo el volumen del contestador y volvió a ponerlo en marcha-. Es la voz de un hombre, pero no se oye bien.

– Parecía una especie de gruñido. -Nick volvió a rebobinar la cinta, pero esta vez pegó la oreja al altavoz antes de accionar el aparato-. Dice algo así como «cosas verdaderamente terribles».

– ¿Como qué?

Nick levantó la vista.

– Es lo que dice. -Volvió a pegar la oreja al altavoz-. El gruñido… «Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

Nick se irguió de golpe con expresión sombría en el mismo momento en que la voz empezaba a distinguirse mejor. Los dos se quedaron mirando el contestador, y entonces lo oyeron.

La voz era despectiva pero refinada. Y sin duda el acento era del sur.

«Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.»

Hubo un silencio seguido de algunas palabras mal articuladas. Costaba entenderlas, pero el tono era claro. El otro hombre estaba frenético, aterrorizado.

«No, por favor, no. Lo siento. Haré cualquier cosa. Pero… Dios, mío. No.»

Se oyó otro gemido y una carcajada seguida de un ruido como de arrastre, y entonces la voz sureña se apagó.

Nick volvió a pegar la oreja al altavoz.

«Vamos a dar una vuelta en lo que yo llamo la máquina del tiempo, señor Sanders. Ahora verá qué les ocurre a los ladrones.»

Nick levantó la cabeza. Estaba igual de estupefacto que Vito.

– Hemos conocido a E. Munch.


Miércoles, 17 de enero, 15:00 horas

Daniel Vartanian se había detenido para comprarse un sándwich de ternera con queso. Probablemente sería lo mejor que hiciera en todo el día, porque con la búsqueda no tenía éxito. Se había fijado en que la gente del lugar tomaba los sándwiches con Cheez Whiz, la salsa de queso. Estaba riquísimo y bien calentito, lo cual era de agradecer porque estaba muerto de hambre y de frío.

No creía haber pasado nunca tanto frío. No sabía cómo se las había arreglado Susannah para adaptarse al clima del norte, pero la cuestión era que lo había hecho. Hacía años que no hablaban, pero él había seguido su trayectoria profesional. A su hermana le esperaba un brillante futuro en la oficina del fiscal de Nueva York. Sonrió con tristeza. Los dos juntos personificaban las fuerzas del orden, no costaba mucho imaginarse por qué.

«Sé lo que hizo tu hijo.» Daniel había consagrado su vida a tratar de compensar lo que el hijo de Arthur Vartanian había hecho y lo que el propio Arthur había dejado de hacer. Igual que Susannah. Su madre se encontraba entre la espada y la pared y había acabado por tomar la decisión equivocada.

Sonó su móvil. Era Chase Wharton, su jefe. Seguro que quería saber qué tal iban las cosas. Sería sincero; no del todo pero bastante.

– Hola, Chase.

– Hola. ¿Los has encontrado?

– Qué va. En Filadelfia hay muchísimos hoteles.

– ¿Filadelfia? Creía que estabas en el Gran Cañón.

– Examinando el ordenador de mi padre descubrí que habían estado buscando oncólogos en Filadelfia y me imaginé que habrían decidido emprender el viaje desde aquí.

– Tu hermana vive a pocas horas -observó Chase en tono quedo.

– Ya lo sé. -Y también sabía lo que Chase insinuaba-. Sí, estaban a solo dos horas tanto de su casa como de la mía y no se dejaron caer por ninguna de las dos. Como tú mismo dijiste, mi familia es un asco.

– ¿No hay indicios de ningún asunto feo?

«Sé lo que hizo tu hijo.»

– No, Chase. No he encontrado indicios de ningún asunto feo. Si llego a descubrir algo así, ten por seguro que me personaré en la comisaría de Filadelfia en menos que canta un gallo.

– Muy bien. Ten cuidado, Daniel.

– Lo tendré.

Daniel colgó el teléfono, descontento consigo mismo y con la situación en general. Posiblemente descontento con su vida entera. Envolvió el sándwich y lo tiró a la papelera; había perdido el apetito. Nunca le había mentido a Chase, nunca le había mentido a ninguno de sus jefes. «Sé lo que hizo tu hijo.» Solo les había ocultado parte de la verdad.

Si encontraba a sus padres… vivos… Bueno, en ese caso no tendría que hacerlo por primera vez. Puso el coche en marcha y se dirigió al siguiente hotel.


Nueva York,

miércoles, 17 de enero, 15:30 horas

Derek Harrington se detuvo al pie de la escalera que conducía a su piso en un edificio sin ascensor. Tenía el ánimo por los suelos. Había disfrutado de una vida plena, con un trabajo que le apasionaba, una esposa a quien adoraba y una hija que lo miraba con orgullo. En cambio ahora ni él mismo era capaz de mirarse a la cara. Ese mismo día había caído un poco más bajo. Había pasado por delante de la comisaría cinco veces sin atreverse a entrar. Su contrato laboral contemplaba una indemnización en caso de que un día dejara la compañía por voluntad propia, y con esa indemnización podría pagar los estudios de su hija. Su silencio serviría para asegurarle un futuro.

Sin embargo para el hijo de Lloyd Webber no había futuro. Sabía que el chico estaba muerto, y también sabía que debería contarle a la policía sus sospechas sobre Frasier Lewis. Pero el poderoso dinero lo tenía atado de pies y manos. «El poderoso dinero.» Se dispuso a subir la escalera mientras pensaba en oRo. Jager y él habían asignado un nombre muy apropiado a la empresa. Ya había introducido la llave en la cerradura cuando dio un respingo al notar una fuerte presión a la altura de los riñones. «¿Una pistola?» ¿Sería Jager o Frasier Lewis? Derek no estaba seguro de querer saberlo.

– No hables. Limítate a obedecerme.

Ahora Derek ya sabía quién empuñaba la pistola. Y también sabía que iba a morir.


Filadelfia,

miércoles, 17 de enero, 16:45 horas

Vito se apeó de la camioneta y subió corriendo la escalera de la biblioteca. Más valía que el viaje mereciera la pena, pensó. Tendría que aplazar una hora la reunión de las cinco y se le haría tarde para encontrarse con Sophie en la residencia de su abuela.

Sin embargo, a juzgar por la llamada que había recibido de Barbara Mulrine, la bibliotecaria, el asunto era importante. Había acompañado a Nick a la comisaría a dejar allí el contestador automático de Jill Ellis. Nick le pediría al departamento técnico que limpiara la cinta para antes de las seis.

Barbara lo estaba esperando junto a Marcy detrás del mostrador.

– Hemos intentado que fuera a la comisaría, pero no ha habido manera -dijo Barbara omitiendo todo saludo.

– ¿Dónde está? -preguntó Vito.

Marcy señaló a un hombre de edad que barría el suelo.

– Tiene miedo de la policía.

– ¿Por qué?

– Es ruso -explicó Barbara-. Su situación aquí es legal, estoy segura, pero ha vivido momentos muy duros. Se llama Yuri y lleva menos de dos años en Estados Unidos.

– ¿Habla inglés?

– Un poco. Con suerte se entenderán.


Vito tardó menos de cinco minutos en darse cuenta de que el poco inglés que sabía Yuri no bastaba ni de lejos para entenderse. El anciano había hablado con «un hombre» de «la señorita Claire». Más allá de eso fueron incapaces de comunicarse. Aquello iba a llevarle más tiempo del que creía.

– Lo siento -se disculpó Barbara en tono suave-. Tendría que haberle dicho que se trajera a un intérprete.

– No se preocupe. Ahora me encargo de buscar uno. -Vito suspiró. Con lo que costaba encontrar intérpretes de español, conseguir uno de ruso le llevaría horas. Esa noche no podría quedar con nadie, ni arqueólogas ni leyendas de la ópera. Tendría que llevar al hombre a la comisaría mientras esperaba al intérprete. Por lo menos, adelantaría trabajo.

– Señor, necesito que me acompañe. -Le tendió la mano y el hombre lo miró con cara de espanto.

– No. -Yuri aferró el mango de la escoba y entonces Vito reparó en sus deformados nudillos. A aquel hombre le habían roto las manos, al parecer años atrás.

– Detective -musitó Barbara-, por favor, no haga eso. No le obligue a acompañarlo.

Vito alzó las dos manos para indicar que se daba por vencido.

– De acuerdo. Quédese aquí.

Yuri miró a Barbara y esta asintió.

– No te llevará a ninguna parte, Yuri. Aquí estás a salvo.

Algo receloso, Yuri se dio media vuelta y siguió barriendo.

– No conseguirá que le cuente nada si se lo lleva a la comisaría por la fuerza -dijo Barbara-. Márchese, ya me quedo yo aquí hasta que consiga un intérprete.

Vito sonrió con tristeza.

– Puede que tarde horas y usted lleva aquí todo el día.

– No importa. Claire Reynolds no me caía bien, pero no quiero que su asesino quede impune. Además, hace tiempo le prometí a Yuri que aquí estaría a salvo.

La opinión que Vito tenía de la bibliotecaria mejoró un poco más.

– Haré todo lo que esté en mi mano para que pueda cumplir su promesa. -Se sacó el móvil del bolsillo-. Si me disculpa, tengo que anular una cita.

Ella lo miró apenada.

– Qué lástima.

Vito se acordó del premio doble.

– No lo sabe usted bien.

Se acercó a la ventana y marcó el número del móvil de Sophie, quien respondió enseguida.

– Sophie, soy Vito.

– ¿Qué ocurre?

Vito no creía que el nerviosismo se le notara tanto en la voz.

– Nada. Bueno, sí; sí que ocurre algo. Escucha, es posible que haya descubierto una cosa importante relacionada con el caso y tengo que dedicarme a ello. Igual más tarde puedo quedar contigo, pero lo veo difícil.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

«Darme mi premio», pensó, pero hizo un esfuerzo por concentrarse.

– Pues sí. Necesitaremos que nos hables de los castigos que se imponían por robo en la Edad Media.

– No hay problema. ¿Quieres que vaya a la comisaría?

Vito se volvió y miró al anciano.

– A lo mejor, más tarde. Yo de momento estoy en otro sitio, tengo que esperar… -Lo asaltó una idea-. Sophie, ¿sabes ruso?

– Sí.

– Pero ¿lo hablas bien o solo te sabes las palabrotas?

– Lo hablo bien -respondió ella con cautela-. ¿Por qué?

– ¿Puedes venir a la biblioteca Huntington? -Le dio la dirección-. Te lo explicaré cuando llegues. Adiós. -Colgó. Luego llamó a Liz y la puso al corriente.

– Así que has vuelto a conseguir ayuda gratis -dijo Liz con una risita-. Piensa que de ahora en adelante todo el mundo esperará que hagas lo mismo y no te asignarán un presupuesto nunca más.

– Pero Sophie cuenta como una sola asesora -se quejó en tono irónico-. Diles a los chicos que llegaré en cuanto pueda, pero seguro que será después de las seis. ¿Puedes pedirle a Katherine que imprima una foto de la mejilla de Sanders? Cuando Sophie termine con esto, la llevaré a la comisaría para enseñársela. Ya vio un cadáver y no me gustaría tener que llevarla al depósito.

– Muy bien. Oye, tengo noticias de la Interpol. Me parece que tenemos una identificación.

Vito se enderezó.

– Qué bien. ¿Quién es?

– Estoy esperando un fax con una fotografía. Supongo que lo habré recibido cuando tú llegues. Tendré a todo el mundo a punto para la reunión de las seis.

– Gracias, Liz.

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