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Martes, 16 de enero, 8:35 horas

Patty Ann no se encontraba tras el mostrador de la entrada cuando Sophie entró en el museo. En su lugar estaba Theo Cuarto, y Sophie se alegró de verlo.

– Has vuelto. Ya puedes ponerte la armadura.

El chico negó con la cabeza.

– Hoy no. No estaré aquí para la primera visita.

– Theo, tienes que quedarte. La visita del caballero es un plomazo.

– Pero mi padre te paga bien -repuso Theo en tono glacial.

A Sophie le entraron ganas de pegarle, pero Theo era un joven muy alto y duro como una roca.

– Te diré una cosa, mocoso. Tu padre me paga… -Se interrumpió. Su mísero salario no era un tema para tratar con el hijo del propietario del museo. Se dio media vuelta y se dirigió a su despacho.

– Sophie, te ha llegado un paquete.

Theo señaló una pequeña caja sobre el mostrador.

Molesta consigo misma por haberse enfadado con el chico, Sophie tomó la cajita, se la llevó a su despacho y cerró la puerta tras de sí. Rompió el envoltorio a pequeños tirones y retiró la tapa.

Ahogó un grito con la mano y soltó la caja.

De ella salió rodando una rata muerta. Sin embargo, no tenía cabeza. En el fondo de la caja se encontraba la trampa que había servido para ejecutar al animal.

Con la respiración agitada, se dejó caer en la silla; todavía tenía la mano pegada a la boca. Notó el sabor de la bilis en la garganta y tragó saliva. Sabía perfectamente quién le había enviado la rata y por qué. El paquete era igual al recibido diez años atrás.

Era de la esposa de Alan Brewster. A Amanda Brewster no le gustaba que ninguna otra mujer se acostara con su esposo, aunque la mujer en cuestión lo hubiera hecho engañada. Clint Shafer no debía de haber tardado ni un minuto en telefonear a Alan la noche anterior para explicarle que había recibido una llamada de Sophie. Amanda debía de haber oído la conversación.

«Tendría que llamar a la policía.» Pero no lo haría, como tampoco lo había hecho la vez anterior, porque en el fondo sabía que Amanda Brewster tenía derecho a sentir rabia. Metió la rata en la caja y la tapó. Durante un breve instante pensó en tirarla al contenedor de basura, pero no pudo, como tampoco pudo guardarse para sí el nombre de Alan la noche anterior. Más tarde la enterraría.


Martes, 16 de enero, 9:15 horas

Daniel Vartanian había arrancado las páginas de hoteles del listín telefónico que había en el cajón de su habitación del hotel. Llevaba encima fotografías de sus padres. Pensaba visitar en primer lugar los establecimientos de las cadenas en las que solían hospedarse y luego continuar con los demás.

Se estaba haciendo el nudo de la corbata cuando sonó su móvil. Era Susannah.

– Hola.

– El prefijo era de Atlanta -dijo ella sin saludarlo-. El teléfono era un móvil, contratado por mamá.

Eso tendría que haberlo tranquilizado.

– O sea que llamó a la abuela desde un móvil contratado por ella para decirle que pensaba ir a verte. ¿Sabes en qué lugar se encontraba el móvil cuando efectuaron la llamada?

Susannah guardó silencio un buen rato.

– No, pero trataré de averiguarlo. Adiós.

Él vaciló; luego exhaló un suspiro.

– Suze… Lo siento.

Oyó el lento resoplido de Susannah.

– Estoy segura de que es verdad, Daniel. Pero has tardado nada menos que once años. Mantenme informada.

Y colgó.

Sin duda tenía razón. Daniel había cometido muchos errores. Volvió a intentar anudarse la corbata con las manos temblorosas. A lo mejor esta vez lograba hacer algo bien.


Martes, 16 de enero, 9:30 horas

El despacho del doctor Alan Brewster era un museo en miniatura, pensó Vito cuando el ayudante del arqueólogo lo invitó a entrar. En cambio, la ayudante de Brewster… no era ninguna miniatura. Era una chica alta, rubia, con proporciones de muñeca Barbie, y Vito pensó en Sophie al instante. Era obvio que a Brewster le gustaban jóvenes, altas, rubias y guapas.

La modelo de ese año se llamaba Stephanie y destilaba erotismo a cada paso.

– Alan llegará enseguida. Me ha dicho que se ponga cómodo -añadió con una sonrisa de complicidad que invitaba a Vito a ponerse muy, pero muy cómodo-. ¿Le apetece algo? ¿Café? ¿Té? -La alegre confianza que inspiraban sus ojos dejaba clarísimo el «¿Yo?» que no había llegado a pronunciar.

Vito mantuvo las distancias.

– No, gracias. Estoy bien.

– Bueno, si cambia de idea, estoy ahí fuera.

Prácticamente sola. Vito captó la falsa modestia. El escritorio de caoba de Brewster era enorme y estaba limpio como una patena; tan solo la fotografía enmarcada de una mujer y dos chicos adolescentes alteraba su brillante superficie. Eran la señora Brewster y sus hijos.

Una de las paredes estaba cubierta de estanterías llenas de chismes procedentes del mundo entero. Otra pared estaba tapizada de fotografías. Al fijarse más, Vito observó que en casi todas aparecía el mismo hombre. «El doctor Brewster, supongo.» Entre las fotografías más antiguas y las más recientes había una diferencia de veinte años, pero a Brewster siempre se lo veía bien arreglado, bronceado y sofisticado.

Muchas de las fotografías estaban tomadas en excavaciones y llevaban el nombre del lugar y la fecha. Rusia, Gales, Inglaterra. En todas las imágenes Brewster aparecía junto a una chica alta, rubia y guapa. Vito se detuvo frente a la fotografía que rezaba «Francia», porque en ella la chica era Sophie. Con diez años menos y de pie junto a Brewster, lucía su chaqueta de camuflaje y el pañuelo rojo.

Y una sonrisa que se debía a mucho más que la mera satisfacción por el trabajo. Estaba enamorada.

Y Brewster estaba casado. Vito se preguntó si ella lo sabía, pero enseguida descartó la idea. Claro que no lo sabía, y en aquel momento las palabras que ella había pronunciado el día anterior cobraron sentido. Un pequeño ruido tras de sí hizo que levantara la mirada y en el cristal que protegía la fotografía vio el reflejo de Brewster, apostado tras él, observándolo en silencio.

Vito observó la fotografía de Francia unos segundos más, y luego prosiguió de igual forma con las imágenes de Italia y Grecia, como si verdaderamente creyera que estaba solo. Al final Brewster se aclaró la garganta y Vito se volvió y abrió mucho los ojos.

– ¿Doctor Brewster?

Brewster cerró la puerta tras él.

– Soy Alan Brewster. Por favor, siéntese. -Señaló una silla y luego ocupó su asiento tras el enorme escritorio-. ¿En qué puedo ayudarle?

– En primer lugar tengo que pedirle que mantenga en secreto lo que estoy a punto de preguntarle.

Brewster abrió las manos y luego extendió los dedos.

– Claro, detective.

– Gracias. Tenemos un caso en el que sospechamos que hay cosas robadas que han cambiado de manos -empezó Vito, y Brewster arqueó las cejas.

– ¿Y sospecha de alguno de mis alumnos? ¿Hablamos de televisores o equipos de música? ¿De trabajos de investigación?

– No. Lo que hemos identificado son instrumentos. De hecho, son instrumentos medievales. Hemos buscado en Google catedráticos de historia y de arqueología y su nombre aparece como experto en el campo. He venido a pedirle su opinión como profesional.

– Ya veo. Entonces siga. ¿A qué tipo de objetos se refiere?

Vito sopesó sus opciones. No le gustaba Brewster, pero ya no le gustaba antes de que entrara por la puerta. Tan solo porque el hombre engañara a su esposa no quería decir que no fuera una buena fuente de información.

– Hay varias armas. Espadas y manguales, por ejemplo.

– Imitaciones fáciles, por supuesto. Estaré encantado de comprobar la autenticidad de todo lo que encuentre. Las armas y el instrumental de guerra son mi especialidad.

– Gracias. Le tomamos la palabra. -Vito vaciló. En algún momento tenía que hablarle de la silla, por qué no entonces-. También hemos encontrado una silla.

– Una silla -repitió Brewster con cierto desdén-. ¿Qué tipo de silla?

– Una silla con clavos; muchos clavos -explicó Vito, y observó el semblante de Brewster demudarse debido a lo que podría ser auténtica estupefacción antes de que el color volviera a sus bronceadas mejillas.

El hombre recobró el aplomo enseguida.

– ¿Creen haber encontrado una silla inquisitorial? ¿La tienen en su poder?

– Sí -mintió Vito-. Nos preguntamos cómo pudieron adquirirla.

– Los instrumentos de ese tipo son muy raros. Es muy probable que lo que tienen sea una copia. Tengo que comprobar su autenticidad. Si me la trae, estaré encantado de ayudarle.

«Sí. Cuando las ranas críen pelos», pensó Vito.

– Y si es auténtica, ¿de dónde podría haber salido?

– Proceden de Europa, pero quedan muy pocas. Es muy raro que salgan a la venta, o que se subasten.

– Doctor Brewster, vayamos al grano si le parece. Estoy hablando del mercado negro. Si alguien quisiera comprar un instrumento como esta silla, ¿adónde se dirigiría?

A Brewster le centelleaban los ojos.

– No tengo la menor idea. No conozco a nadie que trate con mercancía ilegal, y si lo descubriera lo denunciaría de inmediato a las autoridades.

– Lo siento -se disculpó Vito, y observó que el centelleo de los ojos de Brewster se apagaba. Si fingía, lo hacía muy bien. Vito pensó en Sophie. Aquel hombre era un magnífico actor-. No he querido decir que esté implicado en nada ilegal. Pero si una de esas sillas saliera a la luz, ¿usted se enteraría?

– Casi seguro que sí, detective. Pero no he oído nada de eso.

– ¿Conoce a algún coleccionista particular que pudiera tener interés en ese tipo de objetos si se vendieran en pública subasta?

Brewster abrió el cajón de su escritorio, sacó un cuaderno y anotó en él unos cuantos nombres.

– Estos hombres son de lo más honesto. Estoy seguro de que no podrán ayudarle más que yo.

Vito se guardó el papel en el bolsillo.

– Y yo estoy seguro de que tiene razón. Gracias por su tiempo, doctor Brewster. Si se entera de algo, por favor, llámeme. Aquí tiene mi tarjeta.

Brewster deslizó la tarjeta en el cajón junto con el cuaderno.

– Stephanie le acompañará hasta la puerta. -Vito estaba a punto de salir del despacho cuando Brewster añadió-: Por favor, salude a Sophie de mi parte.

Vito logró dominar su sorpresa y se volvió con fingida expresión de desconcierto.

– ¿Cómo dice?

– Por favor, detective. Todos tenemos nuestras fuentes de información. Yo tengo las mías y usted tiene… a Sophie Johannsen. -Sonrió y el brillo malicioso que asomó a sus ojos hizo que a Vito le entraran ganas de arrancárselos-. Cuenta con alguien muy especial. Sophie ha sido una de las ayudantes más hábiles que he tenido.

Vito alzó un hombro, apenas se sentía capaz de controlar el fuerte deseo de saltar por encima del escritorio de caoba y romperle la cara a Brewster. Pero en lugar de eso, negó con la cabeza.

– Lo siento, doctor Brewster. De verdad, no sé de qué me habla. A lo mejor esa tal Sophie Johnson…

– Johannsen -lo corrigió Brewster con total tranquilidad.

– Lo que sea. A lo mejor ha hablado con mi jefe, pero… -Se encogió de hombros-. Conmigo no. -Forzó una sonrisa de complicidad-. Aunque tengo la impresión de que me he perdido algo muy especial.

Brewster entornó un poco los ojos.

– Se lo aseguro, detective. Se lo aseguro.


Martes, 16 de enero, 10:30 horas

Vito tenía que reconocer que, profesionalmente hablando, el viaje había resultado poco productivo. Brewster no le había proporcionado nada de verdadera utilidad y tampoco creía que los nombres que le había dado lo fueran. De todos modos, seguiría sus indicaciones, a ver qué más obtenía.

Sonó su móvil y vio el número de Riker en la pantalla.

– Vito, soy Tim. Acabamos de salir de casa de los padres de Claire Reynolds. Tenían todas sus cosas empaquetadas en el sótano. Bev ha tomado un poco de pelo del cepillo de Claire para obtener su ADN. Sus padres dicen que hace un año, justo antes de Acción de Gracias, fueron a verla a su piso porque no les devolvía las llamadas, pero hacía mucho tiempo que la chica ya no vivía allí. Entonces se dirigieron a la biblioteca donde trabajaba y descubrieron que hacía quince meses que habían recibido una carta de dimisión. Su madre insiste en que la firma no es de Claire. Llevaremos la carta a la comisaría.

– Ajá. Alguien no quiere que investiguen su desaparición.

– Es lo mismo que hemos pensado nosotros. Pero eso no es lo mejor. En la caja, con sus pertenencias, había dos piernas ortopédicas, una para correr y otra para deportes acuáticos. Y también… -hizo una pausa para dar más énfasis a la noticia- un bote de lubricante de silicona.

Al oírlo, Vito se incorporó en el asiento.

– ¿De verdad? Qué interesante.

– Sí. -La voz de Riker traslucía su sonrisa triunfal-. Está sin empezar. La madre de Claire nos ha explicado que la chica utilizaba el lubricante para la pierna y que solía guardar botes en su piso, en el coche y en la bolsa de deporte. La familia no ha encontrado el coche ni la bolsa de deporte, así que es posible que Claire llevara encima unos cuantos botes cuando la asesinaron.

– Un recuerdo muy práctico para el asesino.

– Sí. Pediremos que en el laboratorio lo comparen con las muestras que Katherine extrajo de las dos víctimas.

– Estupendo. ¿Qué hay del ordenador de Claire?

– Según sus padres, la chica no tenía ordenador. Cuando salgamos del laboratorio haremos unas cuantas llamadas para ver si localizamos a Brittany Bellamy.

– Si es así, ya tendremos tres víctimas identificadas. Nos quedarán seis. El catedrático a quien he visitado esta mañana me ha proporcionado los nombres de unos cuantos coleccionistas particulares. Me encargaré de localizarlos. Tras saber que la Luger es antigua, cada vez estoy más convencido de que nuestro hombre busca que los instrumentos que utiliza sean lo más auténticos posible. De todos modos, por si acaso iré a ver a unas cuantas personas que venden reproducciones en las ferias medievales. A ver qué encontramos. Nos mantendremos en contacto.

Vito cerró el móvil y, aferrándolo con fuerza, se recostó en el asiento y se quedó mirando el pequeño establecimiento frente al que había aparcado. De la lista de vendedores que le había dado Sophie, solo había uno que tuviera una tienda, Andy's Attic. Todos los demás vendían sus artículos por internet. De momento, Vito solo quería interrogar a personas a quienes pudiera ver, para observar su reacción.

Igual que había observado a Brewster. Menudo cabrón traicionero. Pero ¿cómo había sabido que era Sophie quien le había dado su nombre? Se suponía que la chica no había efectuado ninguna llamada, solo le había proporcionado unos cuantos nombres. Con el entrecejo fruncido, telefoneó a Sophie.

Ella respondió en tono cauteloso.

– Sophie al habla.

– Sophie, soy Vito Ciccotelli. Siento molestarte de nuevo, pero…

Ella suspiró.

– Pero acabas de hablar con Brewster. ¿Te ha aclarado algo?

– Me ha dado los nombres de otros tres coleccionistas. Él insiste en que son personas honestas y con ética. Escucha, Sophie, sabe que tú me has dado su nombre. He tratado de salir del paso lo mejor que he podido pero es evidente que alguien se lo ha soplado antes de que yo llegara. ¿Con quién más has hablado de esto?

Ella guardó silencio un momento.

– Con un tipo que estudiaba conmigo el verano en que trabajé para Brewster. Se llama Clint Shafer. No era mi intención llamar a nadie pero no recordaba el nombre de Kyle Lombard y en aquella época Kyle y Clint eran amigos.

– ¿Has llamado a alguien más?

– Solo a un antiguo profesor mío, el que aparece en la lista. Llamé a Étienne anoche, antes de verte, y le dejé un mensaje en el contestador pidiéndole que te ayude cuando te pongas en contacto con él. Más tarde me devolvió la llamada.

Cambió de programa de doctorado al dejar a Brewster, pensó Vito. Por su tono dedujo que se había puesto a la defensiva, como si esperase que se enfadara con ella, así que le habló con amabilidad.

– ¿Te dijo tu profesor algo que pueda resultarnos útil?

– Sí. -Su tono era un poco menos tenso-. Te lo he explicado en un e-mail.

Para no tener que volver a hablar con él. Sabía lo que Brewster le contaría y aun así le había dado su nombre.

– Aún no he mirado el correo. ¿Qué pone?

– No son más que rumores, Vito. Étienne lo oyó en un cóctel.

Él sacó su cuaderno.

– A veces los rumores resultan ser ciertos. Estoy a punto.

– Dice que oyó que Alberto Berretti, una de las personas que solía hacer donaciones, ha muerto. El tipo vivía en Italia y tenía una gran colección de espadas y armaduras. Sin embargo, hace años que se rumorea que también coleccionaba instrumentos de tortura. Hace poco su familia subastó la colección, pero faltaban más de la mitad de las espadas y todos los instrumentos de tortura. Étienne dice que oyó a algunas personas preguntar por ello con discreción, pero que la familia negó haber encontrado nada que no se ofreciera en la subasta.

– ¿Tu profesor cree a la familia?

– Dice que no los conoce y no quiere hacer conjeturas. Pero lo importante es que hay instrumentos en circulación, en alguna parte. Puede que estén relacionados con este caso, o puede que no. Lo siento Vito; eso es todo cuanto sé.

– Nos has ayudado mucho -respondió-. Sophie, ese Brewster…

– Tengo que irme -dijo con tirantez-. Tengo trabajo. Adiós, Vito.

Vito se quedó mirando el teléfono un minuto entero después de que ella colgara. Tenía que hacerle caso. La última vez que había perseguido a una mujer, el resultado había sido fatal. Y podía repetirse.

O podía salir bien y conseguir lo que siempre había deseado de verdad. Alguien que lo estuviera esperando después de una larga jornada. Alguien con quien encontrarse al volver a casa. Tal vez esa persona fuera Sophie Johannsen, o tal vez no. Pero nunca lo sabría si no lo intentaba. Y esta vez se aseguraría de que todo fuera bien. Marcó en su móvil un número con un claro propósito.

– Hola, Tess, soy Vito. Quiero pedirte un favor.


Nueva York,

martes, 16 de enero, 10:45 horas

– Uau. -Van Zandt no apartó los ojos de la pantalla ni un instante mientras su personaje luchaba contra el caballero bueno, con la espada en una mano y el mangual en la otra. El hombre tenía los nudillos blancos de tanto aferrar el mando del juego, y su cara era todo un poema de tan concentrado como estaba-. Dios Santo, Frasier, esto es alucinante. Situará a oRo al nivel de Sony.

Frasier sonrió. Sony era la empresa a la que debían igualar. Sus juegos estaban presentes en millones de hogares; millones.

– Me imaginaba que te gustaría. Esa es la batalla final. A estas alturas el inquisidor ya es todopoderoso y ha raptado a la reina. El caballero morirá tratando de liberarla puesto que es… ya sabes, un caballero.

– El maravilloso mito del caballero andante. -A VZ le tembló un músculo de la mandíbula al forcejear con el mando-. La inteligencia artificial es impresionante. Hay que ver cómo cuesta matar a este caballero. Muérete ya -masculló entre dientes-. Vamos, muérete ya. Muere para mí.

«Ya.» El caballero cayó de rodillas y luego se desplomó boca abajo cuando VZ le asestó el golpe mortal con el mangual.

VZ puso mala cara.

– Esto… Esto es decepcionante. Me lo esperaba un poco más… -Empezó a hacer aspavientos-. ¡Bah!

Frasier, que preveía una reacción así, sacó una hoja de papel doblada del bolsillo y la deslizó sobre el escritorio de Van Zandt.

– Toma. Prueba con esto.

Con la mirada encandilada de un niño, Van Zandt introdujo el código y el juego alternativo que Frasier había creado se puso en marcha.

– Sí -musitó cuando la cabeza del caballero bueno se partió en dos y trocitos de cráneo y sesos saltaron por los aires-. Esto es precisamente lo que esperaba. -Lo miró con el rabillo del ojo-. Qué idea tan inteligente, parece un huevo de Pascua. Si seis meses después de que el juego salga al mercado los jugadores no han adivinado el código, lo filtraremos. En menos de dos horas correrá por toda la red y nos habremos hecho publicidad de un modo barato y muy efectivo.

– Y luego madres, curas y profesores estallarán en protestas por la cantidad de violencia gratuita que impera en nuestra sociedad. -Esbozó una sonrisa-. Lo que solo sirve para que los niños salgan corriendo a comprar más juegos.

Van Zandt también sonrió.

– Exacto. Podrías incluir también unas cuantas escenas de desnudo. Si la violencia no hace que los chicos salgan corriendo a comprar el juego, seguro que los desnudos sí. El contenido sexual da aún mejores resultados.

Frasier recordó las escenas que había construido a partir de Brittany Bellamy. La chica estaba completamente desnuda. No había sexo, pero la violencia era tan brutal que estaba seguro de que VZ se mostraría encantado. No tenía pensado enseñarle las escenas de la mazmorra ese día, pero todo parecía indicar que el momento era el adecuado. Extrajo un CD del maletín de su portátil.

– ¿Quieres echarle un vistazo a la parte de la mazmorra?

Van Zandt extendió la mano; su semblante dejaba patente la avidez con que lo esperaba.

– Dame.

Frasier se inclinó hacia delante con el CD y VZ se lo arrancó de la mano.

– Así es como quedará más o menos la escena -explicó Frasier mientras VZ introducía el CD-. El inquisidor empieza por acusar a los terratenientes de brujería, se hace con sus bienes al detenerlos y luego los mata con armas convencionales: la espada, la daga, etc… Con ese dinero compra instrumentos de tortura más grandes y mejores.

Al empezar la secuencia, la cámara avanzó entre la niebla y se introdujo en el cementerio de una iglesia, copia perfecta de una abadía francesa de las afueras de Niza.

Van Zandt le dirigió una mirada de sorpresa.

– ¿Has situado la mazmorra en una iglesia?

– Debajo. Es una forma medieval de rechazar las convenciones. En esos tiempos las convenciones las representaba la Iglesia.

A Van Zandt se le escapaba la risa.

– No me gustaría estar a tu lado durante una tormenta eléctrica.

La cámara entró en la iglesia y atravesó la cripta. Van Zandt dio un quedo silbido.

– Qué bueno, Frasier. Me gustan sobre todo las efigies de las tumbas. Parecen reales.

– Gracias. -Las máscaras de escayola le habían proporcionado un buen modelo a partir del cual trabajar. El único problema era que tendría que encargar más lubricante para su pierna. Había terminado con las reservas de Claire y había tenido que empezar a utilizar las propias. La cámara descendió por la escalera y entró en la cueva donde Brittany Bellamy aguardaba su sino-. Esa mujer es Brianna. Está acusada de brujería. El inquisidor sabe que es una verdadera bruja y quiere que le cuente sus secretos. Sin embargo, es una prisionera tremendamente terca.

– Calla. Déjamelo ver.

Y eso hizo. El semblante de Van Zandt pasó de la excitación al horror cuando el inquisidor sentó a la mujer en la silla inquisitorial entre gritos.

– Dios mío -susurró al oír los desgarradores alaridos de Brianna-. Dios mío. -Al igual que Warren, Brittany Bellamy había sufrido lo suyo. El sonido de sus gritos era hermosísimo. Él se había limitado a importar el archivo de sonido hasta su película de animación realizada por ordenador.

Cuando el inquisidor prendió fuego a la silla, Brittany chilló de dolor. Van Zandt palideció. Al término de la escena, con un primer plano de los ojos de Brianna en el momento de la muerte, Van Zandt se dejó caer hacia atrás en la silla; tenía la frente perlada de sudor. Se quedó mirando la pantalla que, con un fundido, mostró la imagen del dragón de oRo.

Después de un minuto entero de silencio, Frasier dio un suspiro y se dispuso a defender su arte.

– No pienso cambiar nada, VZ.

El hombre alzó la mano.

– Calla. Estoy pensando.

Pasaron cinco minutos antes de que Van Zandt se diera la vuelta para enfrentarse a él.

– Corta las escenas.

Frasier empezaba a ponerse furioso.

– No pienso cortar las escenas, VZ.

Van Zandt alzó los ojos en señal de exasperación.

– ¿Es que no tienes paciencia? Incluiremos la escena de la silla en el paquete principal, pero la mantendremos oculta. El código para acceder a las escenas más espantosas del caballero lo comunicaremos de forma gratuita. Y después anunciaremos que el código para la ejecución en la silla está disponible… Pero a su debido precio. Descubrir el acceso a la mazmorra les costará a nuestros clientes 29,99 dólares más.

El paquete básico costaba 49,99 dólares. El plan de Van Zandt suponía aumentar los ingresos sin coste adicional, y los beneficios se dispararían a un cuatrocientos por ciento.

– Menudo capitalista estás hecho -musitó, y Van Zandt lo miró con ojos penetrantes.

– Pues claro. Por eso la «R» es la letra más grande de oRo.

Frasier recordó la pequeña inscripción del logo, justo bajo las garras del dragón.

– ¿Rijkdom?

Van Zandt esbozó una sonrisa más incisiva que una navaja.

– Quiere decir riqueza en holandés. Por eso estoy donde estoy. Y tú deberías estar aquí por lo mismo. -Extendió la mano-. Dame el resto.

Frasier negó con la cabeza; de pronto vacilaba.

– Con lo que te he mostrado tienes suficiente para Pinnacle.

– ¿Derek te ha hablado ya de la oportunidad de Pinnacle?

Sus labios se curvaron con una mueca.

– Sí.

Van Zandt arqueó una ceja.

– ¿No te gusta Pinnacle?

– No me gusta Derek. -Separó bien las palabras, imitando el hablar arrastrado de Van Zandt.

– Derek ha cumplido con su trabajo, pero no subirá con nosotros el siguiente peldaño. Tengo puestas muchas esperanzas en ti, Frasier.

No había movido la mano.

– Dame el resto. Dámelo ya.

Frasier torció la mandíbula y estampó otro CD en la mano de Van Zandt.

– Este es el del rey William. Cuando derrotan al caballero bueno, William intenta rescatar a la reina por última vez. Pero llegados a ese punto el inquisidor es un hechicero muy poderoso. Ni siquiera el propio rey puede vencer su magia negra, y es capturado.

La sonrisa de Van Zandt se tornó aún más incisiva.

– Y ¿qué hace el inquisidor con el rey William?

Pensó en Warren Keyes, en cómo gritaba. Aún se estremecía al recordarlo.

– Primero lo sienta en el potro y luego lo destripa.

Van Zandt se rió por lo bajo.

– Recuérdame que no te haga enfadar nunca, Frasier Lewis.

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