26

Domingo, 21 de enero, 7:50 horas

– Vito, ven a ver esto. -Nick le hizo señales a Vito para que volviera a entrar en la casa-. Arriba.

Desde el camino de entrada a la casa de Selma Crane, Vito siguió con la mirada a la ambulancia que se llevaba a Sophie. Irguió la espalda y se dirigió adentro dispuesto a cumplir con su trabajo. Subió la escalera y, una vez arriba, miró a su alrededor despacio, con los ojos muy abiertos.

– Imagino que no fue así como Selma Crane dejó este lugar.

– Mmm, no. Pero lo que tienes que ver está por aquí.

Simon Vartanian se había acomodado bien. Había derribado todos los tabiques de la planta superior. A excepción de la cama de matrimonio extragrande que conservaba en un extremo y un ordenador último modelo, había convertido el resto del espacio en un estudio enorme. Vito se dirigió al fondo de la sala para reunirse con Nick y se desplazó de cara a la pared mientras examinaba la colección de macabras pinturas.

Durante un buen rato, Vito no pudo hacer otra cosa que mirar y maravillarse de que hubiera una mente capaz de… crear todo aquello. Esta vez no se trataba de simples reproducciones. Simon Vartanian había captado algo en los ojos de sus víctimas; una luz, o tal vez la extinción de la luz.

– El instante de la muerte -masculló.

– Estaba experimentando con las fases de la muerte mediante tortura -dijo Nick-. La muerte de Claire, La muerte de Zachary, La muerte de Jared; de Bill, Brittany, Warren y Greg hay series de cuadros.

– Así que la última víctima se llama Jared. Es algo para empezar.

– Tal vez nunca sepamos quién es. Puede que Simon solo conociera su nombre de pila. Guardaba mucha información de todos los modelos, pero de Jared no. -Nick le indicó que se acercara hacia la mesa donde Simon había instalado su ordenador. En mitad del escritorio impoluto había una única carpeta. Nick colocó la mano sobre ella cuando Vito se dispuso a abrirla-. Recuerda que Sophie está bien, ¿eh?

Vito asintió, y apretó los dientes con renovada cólera cuando vio lo que había dentro.

– Son fotos de Sophie vestida de vikinga. -Se la veía de pie frente al pasmado grupo de niños, blandiendo el hacha de combate sobre su cabeza con expresión resuelta. Vito cerró la carpeta-. Me alegro de que no viera la visita de Juana de Arco. El elemento sorpresa le ha salvado la vida.

– Mira esto. -Había dibujado un diagrama que conectaba a Kyle Lombard con Clint Shafer y a Clint con Sophie mediante una línea vertical. El nombre de Alan Brewster aparecía unido a los otros tres.

– Así que Alan estaba implicado -dijo Vito.

– Me lo he olido.

Vito entornó los ojos.

– ¿Has encontrado a Brewster?

– Eso creo. He descubierto a qué se debía el chirrido de la grabación. -Se dirigió a la pared contigua a la escalera y abrió una pequeña puerta-. Un montaplatos.

Vito miró dentro con una mueca. Allí había un hombre desnudo a quien le faltaba la mayor parte de la cabeza.

– Da la impresión de que le haya… explotado. -Se inclinó para examinar la mano del hombre-. En su sello aparecen las iniciales «A.B.». Imagino que era Brewster.

– El montaplatos llega hasta el sótano y dispone también de acceso desde la planta baja. Así era como Simon bajaba a las víctimas y los instrumentos pesados. También da la impresión de que una vez muertas las subía hasta aquí para pintarlas.

– Qué bestialidad.

– Pues sí. -Nick introdujo la mano en el montaplatos y tiró de la cuerda para desplazar hacia abajo la plataforma sobre la que descansaba Alan Brewster. Luego volvió a subirla-. El chirrido suena igual que en la grabación. Esta es su máquina del tiempo.

Jen se acercó a ellos desde el rincón que Simon utilizaba como sala de estar, de donde había estado tomando muestras.

– ¿Y la iglesia?

– Está en el sótano -dijo Vito-. Separó la mitad del espacio con un tabique para hacerlo servir de cripta. Incluso hay colgados pósters que simulan las vidrieras de colores.

– Así que no había ninguna iglesia -dijo Jen con un suspiro-. Cuántas horas perdidas.

– Gracias, Jen -dijo Vito, y tragó saliva-. Gracias a los dos.

– Me alegro de que Sophie esté bien. -Se aclaró la garganta-. He encontrado los restos del lubricante de Simon. Lo compararé con el de las manos de Warren, pero estoy segura de que coincidirá.

– ¿Y los cuadros? -preguntó Nick-. Nos servirán como pruebas, pero me pregunto qué querrán hacer los Vartanian con ellos después.

– Los quemaremos -dijo Susannah Vartanian desde la escalera-. Queremos destruirlos.

– Nosotros también hemos atado algún que otro cabo -dijo Daniel, quien adelantó a su hermana en la escalera y luego le tendió la mano para ayudarla a acabar de subir-. Nuestra madre intuía que nuestro padre encubría algunas fechorías de Simon, pero no creía que este estuviera vivo. Cuando Stacy Savard le envió la fotografía a mi padre, mi madre la vio y pensó que se había cometido un grave error en la identificación y que Simon ni siquiera sospechaba que le creyeran muerto. Pero cuando vino a Filadelfia con mi padre empezó a sumar dos y dos. Lo último que le faltó fue que mi padre tratara de sonsacar al anciano ruso de la biblioteca.

– Llegó a la misma conclusión que Sophie -explicó Susannah-. Contrató a una persona para espiar a mi padre. Se dio cuenta de que había encontrado a Simon y no pensaba decírselo. Nos dejó dicho por escrito que pensaba ir a ver a Simon para averiguar qué había ocurrido durante todos aquellos años. En la carta ponía que si no regresaba, quería decir que nosotros teníamos razón y que Simon era tan malvado como siempre habíamos tratado de hacerle ver.

– Lo siento -dijo Vito-. El desenlace es pobre, tardío y no beneficia a nadie.

– Por lo menos ahora Simon está muerto de verdad. Quién sabe a cuántas personas más podría haber asesinado. -Daniel miró los cuadros-. Se ha pasado la vida entera buscando esa mirada. Al final la ha encontrado, y ya no la habría abandonado jamás. Habría seguido matando. O sea que los beneficiados somos todos. -Le estrechó la mano a los tres y esbozó una sonrisa forzada-. Tengo que regresar a casa y empezar a trabajar de nuevo. Si alguna vez viajan a Atlanta, avísenme.

Susannah no sonrió al estrecharles la mano.

– Gracias. Daniel y yo llevábamos prácticamente toda la vida esperando este momento.

Jen vaciló; luego se encogió de hombros.

– Hemos encontrado un cepo para osos, Daniel. Atrapada en él había una fotografía suya.

Daniel asintió con gesto inseguro.

– Ese era el final que me aguardaba. No me sorprende.

Tomó a su hermana del brazo y empezó a bajar la escalera.

– Espere -gritó Vito-. Tengo que preguntarle una cosa. ¿Dónde enterrarán a Simon?

– No lo enterraremos -respondió Daniel-. Hemos pensado que su tumba se haría famosa y no queremos que Dutton se llene de plagas de admiradores de un asesino en serie.

Susannah asintió.

– Vamos a donar sus restos a los servicios médicos de Atlanta. A lo mejor sirve para que alguien aprenda algo útil.

– ¿Sobre cómo es el cerebro de un sociópata, por ejemplo? -preguntó Jen.

Daniel se encogió de hombros.

– Tal vez. Al menos, seguro que algún estudiante de medicina puede utilizarlo para aprender a salvar vidas. No se moleste en acompañarnos, oficial McFain, nos marcharemos en uno de los coches patrulla.

Los Vartanian se fueron. Desde lo alto de la escalera, Vito, Nick y Jen observaron a través de la puerta de entrada cómo los hermanos se detenían ante la camilla en que estaba tendido el cadáver de Simon. Los hombros de Susannah se encorvaron y Daniel la rodeó con su brazo.

– Esta vez está muerto de verdad -dijo Vito en tono quedo-. Y yo me alegro.

– Ah, eso. -Nick se llevó la mano al bolsillo y extrajo tres cintas de vídeo-. Simon tenía las cámaras en marcha todo el tiempo. Daniel y tú habéis hecho las cosas bien, pero… -Depositó las cintas en la mano de Vito-. Puede que quieras guardarlas en un lugar seguro.

Vito empezó a bajar la escalera.

– Gracias. Ahora voy a darme una ducha, luego iré a la comisaría a cumplir con los trámites por haberle disparado a Simon. Y luego iré a comprar seis docenas de rosas.

– ¿Seis docenas? -Jen lo miraba boquiabierta-. ¿Para quién?

– Para Sophie, Anna, Molly y Tess. Y para mi madre, porque aunque en algún momento haya considerado que no es perfecta, la madre de Sophie es un millón de veces peor que ella.

– Eso solo son cinco, Vito -observó Jen.

– La última docena la pondré en una tumba.

Al día siguiente viajaría a Jersey. Aunque hubiera transcurrido una semana, seguía teniendo esa idea en la cabeza. Además, Andrea comprendería que había pasado unos días muy ajetreados.

– Vito -dijo Nick con un suspiro.

– Lo tengo decidido, Nick -respondió Vito-. Homenaje y despedida. Después de eso me sentiré bien.


Domingo, 21 de enero, 13:30 horas

– Harry, despiértate. -Sophie le zarandeó el hombro. Se había quedado dormido sentado en el sofá de la pequeña sala de estar de la unidad de cuidados intensivos coronarios.

Él abrió los ojos de golpe.

– ¿Anna?

– Está durmiendo. Vete un rato a casa, Harry. Pareces destrozado.

Él tiró de ella para que se sentara en el brazo del sofá, a su lado.

– Tú también.

– Solo son unos puntos. -Llevaba más de catorce, y el costado y la lengua le escocían muchísimo, pero se sentía tan contenta de estar viva que no podía considerarse que hubiera dicho ninguna mentira.

Harry acarició con el pulgar un cardenal de la mejilla de Sophie.

– Te ha golpeado.

– No, me lo hice yo al lanzarme a por la espada. Tendrías que haberme visto, Harry -añadió en tono liviano-. Parecía Errol Flynn. En garde. -Fingió una estocada.

Harry se estremeció.

– Prefiero imaginármelo a verlo.

– Pues muy mal. Creo que hay una grabación. A lo mejor podemos verla juntos la próxima vez que tengas insomnio. -Le sonrió, y él soltó una carcajada a su pesar.

– Sophie, eres incorregible.

Ella se puso seria.

– Vete a casa, Harry. Deja de esconderte aquí.

Él suspiró.

– Tú no lo comprendes.

Ante su insistencia, Harry le había contado lo ocurrido entre Freya y él. Sophie le besó la calva.

– Lo que comprendo es que me quieres. Y comprendo que tienes una esposa a quien también quieres, aunque hay una cosa que no te gusta de ella. Yo no necesito que Freya me quiera, Harry. Si lo hiciera, sería fantástico; pero antes de convertirme en la causa de vuestra ruptura, me moriría. -Se estremeció-. Siento haber elegido esa palabra. Vete a casa con tu familia. Duérmete en tu sillón y, si te necesito, sabré dónde encontrarte.

Él frunció los labios.

– No es justo, Sophie. Tú no le has hecho nada.

– No, es cierto, pero míralo de otro modo. Yo ya tengo una madre y un padre: Katherine y tú.

– Eso no es una verdadera familia, Sophie.

Ella rió por lo bajo.

– Harry, mi verdadero padre era el amante de mi abuela, y mi verdadera madre es una ladrona. Prefiero mil veces teneros de padres a Katherine y a ti. Además, he tenido la suerte de elegir yo misma a mi familia. ¿Cuánta gente puede decir eso?

Él la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí con cuidado.

– Me gusta tu detective.

– A mí también.

– A lo mejor pronto formas tu propia familia -dijo, de nuevo en tono pícaro.

– A lo mejor. Y te prometo que serás el primero en saberlo. -Se acercó más a él-. Si yo fuera tú, desempolvaría el esmoquin. Puede que pronto tengas que acompañar a la novia al altar.

Harry tragó saliva.

– Siempre pensé que eso lo haría Alex. Supongo que ahora que él…

– Chis. -Las lágrimas asomaron a los ojos de Sophie por primera vez en todo el día-. Harry, aunque Alex viviera, te lo habría pedido a ti. Él lo tenía claro, y creía que tú también. -Le hizo ponerse en pie y lo empujó hacia la puerta-. Ahora vete. Yo me quedaré un rato más con Anna y luego también me iré a casa.

– ¿Con Vito? -preguntó él en tono cauteloso.

– Apuéstate la colección de películas de Bette Davis.

Ella lo ahuyentó hacia el pasillo y sonrió. Mientras la puerta del ascensor de Harry se cerraba, otra se abría y Vito apareció con una docena de rosas blancas en cada brazo.

– Hola. -Él le dirigió esa sonrisa que hacía que dejara de parecer un simple modelo para convertirse en todo un galán cinematográfico y a Sophie se le desbocó el corazón-. Estás aquí -dijo.

– Me han curado y me han dejado marchar -explicó ella, y alzó la cabeza para recibir un beso que le hizo suspirar-. No creo que permitan a Anna tener esas rosas en la unidad de cuidados intensivos. Lo siento.

– Entonces supongo que serán para ti. -Las depositó en una mesita de la sala de espera y luego entrelazó la mano en su pelo y buscó su mirada-. Dime la verdad. ¿Cómo estás?

– Bien. -Ella cerró los ojos-. Por lo menos, físicamente. He pasado malos momentos pensando en lo que podría haber ocurrido si no hubierais aparecido vosotros.

Él la besó en la frente y la atrajo hacia sí.

– Ya lo sé.

Ella posó la mejilla en su pecho y escuchó el suave latido de su corazón. Era exactamente lo que necesitaba.

– Aún no me has explicado cómo me encontrasteis.

– Mmm… Bueno, junto a Claire Reynolds había enterrada una anciana. Utilizaba los servicios de la misma empresa financiera que la antigua propietaria del terreno. No sabíamos su nombre, así que buscamos a los clientes de la empresa que vivieran cerca de una cantera.

Ella se retiró para mirarlo.

– ¿Una cantera?

– La tierra del interior de las tumbas procedía de una zona cercana a una cantera. Aun así, salieron muchos nombres y se estaba haciendo de día. Katherine sabía que la anciana sin identificar llevaba empastes hechos con una amalgama que la situaba en Alemania antes de los años sesenta, pero ninguno de los nombres era europeo. No queríamos arriesgarnos a telefonear directamente a los clientes porque temíamos que contestara Simon, así que en vez de eso decidimos llamar a las personas de contacto que aparecían en los contratos de toda aquella gente. Al final dimos con una mujer cuyo padre había sido diplomático en Alemania Federal en los años cincuenta. La anciana se llamaba Selma Crane.

– O sea que la casa donde estaba Simon pertenecía a Selma Crane, y ella está muerta.

– Simon encontró el sitio perfecto y por eso la mató. La enterró junto a Claire y continuó pagando sus facturas. Incluso envió postales de Navidad en su nombre durante dos años.

– Él me dijo que había matado a todas esas personas para verlas morir.

– Y luego las pintaba, en un lienzo. Algún día quería ser famoso. -Él le alzó la cabeza y ella observó su expresión sombría-. He visto la grabación. Menuda actriz estás hecha, qué forma de provocarlo.

Ella se estremeció.

– Tenía mucho miedo, pero no quería que se diera cuenta.

– Le dijiste que las personas a quienes había matado seguían gritando, y que yo las oía -dijo con cierto asombro, y Sophie se dio cuenta de que le había hecho el mayor halago posible.

– Y siempre las oirás. -Se puso de puntillas y lo besó en la boca-. Eres mi caballero andante.

Él hizo una mueca.

– No quiero ser ningún caballero. ¿Qué te parece si lo dejamos en policía?

– Y yo, ¿qué soy para ti?

Él la miró a los ojos y a Sophie el corazón le dio un lento y agradable vuelco.

– Pregúntamelo dentro de unos meses y te diré: «Mi esposa». -Arqueó una ceja-. De momento, me conformo con que seas mi Boudica.

Ella le sonrió satisfecha.

– Eres malvado, Vito Ciccotelli. Malvado hasta la médula.

Él deslizó el brazo sobre sus hombros y la guió hacia la habitación de su abuela.

– Lo dices para quedar bien.

Ella lo miró mientras entraban en la unidad de cuidados intensivos coronarios.

– Le has oído a Simon decir eso en la grabación, ¿verdad? Eres una rata de alcantarilla.

Él soltó una risita.

– Lo siento. No he podido evitarlo.


Domingo, 21 de enero, 16:30 horas

Daniel detuvo el coche de alquiler frente a la estación de tren.

– Me gustaría que no te marcharas, Suze.

Ella lo miró con gran tristeza.

– Tengo que volver al trabajo, Daniel. Y a casa.

Resultaba curiosa su forma de ordenar la información. Primero el trabajo; luego su casa. Ese era también su orden de prioridades.

– Siento que te he reencontrado.

– Nos veremos la semana que viene.

En el funeral de sus padres, en Dutton.

– ¿Y después? ¿Vendrás alguna vez a visitarme?

Ella tragó saliva.

– ¿A casa? No. Cuando hayamos enterrado a mamá y papá, no quiero volver a aquella casa nunca más.

A Daniel se le rompía el corazón con solo mirarla.

– Suze, ¿qué te hizo Simon?

Ella apartó la mirada.

– En otro momento, Daniel. Después de todo lo que ha ocurrido… No puedo.

Se bajó del coche y corrió hacia la estación. Daniel no se marchó. Aguardó, y cuando ella llegó a la puerta de la estación, se detuvo, se dio media vuelta y lo vio mirándola. Se la veía frágil, pero él sabía que en el fondo era tan fuere como él. Tal vez más.

Al fin hizo un gesto de despedida con la mano; solo uno. Y se alejó, dejándolo solo con todos sus recuerdos. Y sus remordimientos.

Allí sentado, en la quietud de su coche, estiró el brazo para alcanzar el maletín de su portátil. De dentro sacó un sobre de papel manila. Extrajo el contenido del sobre y hojeó la pila de fotografías examinándolas una a una. Le había entregado a Ciccotelli una copia y se había guardado los originales. Se obligó a mirar cada imagen, cada mujer. Las fotografías eran reales, tal como creía desde hacía tanto tiempo.

Le prometió en silencio a cada una de aquellas mujeres que haría lo que debería haber hecho diez años atrás. De una u otra forma, sin importarle los años que tardara, encontraría a las víctimas que se correspondían con las imágenes. Si Simon había cometido algún delito contra ellas, lo menos que podía hacer era notificarles a las familias que por fin se había hecho justicia.

Y si había más responsables… «Los encontraré. Y se lo haré pagar.»

Tal vez así hallara por fin la paz.

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