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Miércoles, 17 de enero, 00:05 horas

Sophie se quedó con la boca abierta.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. -Se puso en pie y la dejó desnuda en el escalón, mirándolo. Tomó sus calzoncillos y se los puso; luego se marchó a la cocina. Cuando regresó llevaba puestos los pantalones y en la mano las prendas de Sophie. Se las arrojó, pero ella no hizo el mínimo gesto para recogerlas.

Tenía todo el cuerpo entumecido, pero ya no se debía al placer.

– ¿Por qué estás tan enfadado?

Él se la quedó mirando con los brazos en jarras.

– Estás de broma, ¿no?

– Has dicho que me deseabas y me has tenido. -Una oleada de furia se abrió paso a través del entumecimiento y la hizo ponerse en pie de un salto-. ¿Cuál es el problema? ¿No te ha gustado lo suficiente? -Añadió eso último con desdén porque el dolor estaba desplazando a la ira.

– Me ha gustado muchísimo. Pero lo que hemos hecho… -Señaló la escalera-. No es lo que yo quería. -Sus labios se tensaron y su voz también-. Lo único que hemos hecho ha sido… follar.

La ordinariez la ofendió.

– ¿Tan utilizado te sientes? Has obtenido lo que habías venido a buscar, Vito. Si no te ha gustado, al menos es gratis.

Él vaciló.

– Sophie, yo no he venido a buscar nada. -Se encogió de hombros, incómodo-. He venido a hacerte el amor.

Aquellas palabras resultaban insultantes.

– Tú no me amas, Vito -soltó Sophie con amargura.

Él tragó saliva y pareció elegir bien sus palabras.

– No, no te amo. Todavía no. Pero algún día… Algún día puede que te ame. Sophie, ¿has hecho el amor alguna vez?

Ella alzó la barbilla; notaba muy cerca la amenaza de las lágrimas.

– No te atrevas a burlarte de mí.

Él exhaló un suspiro. Luego se inclinó y recogió la ropa interior de Sophie.

– Ponte esto.

Ella tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

– No. Quiero que te vayas.

– No pienso irme hasta que hablemos. -Volvía a tratarla con amabilidad-. Sophie. -Sacudió la cabeza y le tendió la ropa interior-. Ponte esto, si no te lo pondré yo.

A ella no le cabía duda de que lo haría, así que le arrancó la ropa de la mano. Cuando se hubo subido las braguitas extendió los brazos hacia delante; no llevaba puesto nada más.

– ¿Satisfecho?

Él entornó los ojos.

– Ni mucho menos.

Se dispuso a pasarle el jersey por la cabeza como si fuera una niña de cinco años, pero ella lo apartó a codazos.

– Puedo hacerlo yo -dijo entre dientes. Introdujo los brazos en las mangas y luego se puso los pantalones-. Ya estoy vestida. Ahora haz el favor de marcharte de mi casa.

Él la empujó hacia la sala de estar.

– Deja de pelearte conmigo.

La sentó en el sofá.

– Pues deja de comportarte como un imbécil -le espetó ella. Entonces se vino abajo; sus ojos se desbordaron y aparecieron las lágrimas-. ¿Qué quieres de mí?

– No lo que es evidente que sabes dar. Por lo menos, aún no.

Ella, furiosa, se enjugó las mejillas.

– No he estado con muchos hombres. ¿Sorprendido?

Él siguió allí plantado, de nuevo con los brazos en jarras. Aún estaba enfadado, pero su enfado ya no iba dirigido a ella. «Estupendo.» Sin embargo, ella sí que seguía enfadada con él.

– No -musitó él-. No estoy sorprendido.

– Hasta ahora ningún «cliente» se había mostrado descontento. Solo tú.

Ante eso, él hizo una mueca.

– Lo siento. Tú me gustas y hacía mucho tiempo que no estaba con nadie, y… Sophie, lo que hemos hecho ha sido increíble. Pero… no es más que sexo.

Ella dio un suspiró ex profeso.

– ¿Y qué esperabas? ¿Velas? ¿Música? ¿Abrazarme después y susurrar promesas que no piensas cumplir? No, gracias.

Los ojos de Vito centellearon.

– Yo no hago promesas que no pienso cumplir.

– Qué caballeroso. -De pronto Sophie se sintió muy cansada y recostó la cabeza en el sofá-. Has dicho que querías que fuera rápido y ha sido rápido. Si te he decepcionado, lo siento.

Él se sentó a su lado y ella se estremeció al notar que le acariciaba la mejilla con el pulgar.

– Lo que he dicho era que no podría ir despacio. -Deslizó los dedos entre el pelo que le cubría la nuca y le volvió la cabeza para que lo mirara. La suavidad de su tono hacía que a Sophie volviera a palpitarle con fuerza el corazón, pero se negó a abrir los ojos-. No es lo mismo eso que acabar rápido porque eso es todo. -Le besó los párpados y luego las comisuras de los labios-. Hay muchas cosas que quiero hacer contigo, para ti. -La besó en la boca con dulzura, con paciencia-. Hay muchas cosas que quiero hacerte. -Ella tembló y notó que los labios de él esbozaban una sonrisa-. ¿No quieres saber cuáles son? -la provocó, y ella sintió que todas sus terminaciones nerviosas se tensaban.

– Creo que sí -susurró, y él se echó a reír con ganas.

– Sophie, dos personas cualesquiera pueden practicar sexo. Tú me gustas, me gustas mucho. Por eso quiero algo más.

Ella tragó saliva.

– A lo mejor no puedo darte nada más.

– A mí me parece que sí -susurró-. Sophie, mírame. -Ella se esforzó por mirarlo, temerosa de lo que iba a encontrar. Podía soportar el sarcasmo y el desprecio; sabía bien cómo hacerles frente. La lástima le costaría más. Sin embargo, lo que vio en los ojos de Vito fue puro deseo, aplacado por la ternura y cierta dosis de humor autocrítico-. Deja que te enseñe la diferencia entre follar como animales y hacer el amor.

En el fondo Sophie sabía que tenía que haber algo más, que ella nunca había compartido con nadie lo que compartían las verdaderas parejas. En el fondo sabía que lo único que ella hacía era… Se estremeció. Lo único que ella hacía era follar como un animal. Por algún motivo siempre le había resultado más fácil así. Pero en el fondo siempre había querido conocer la diferencia.

Él le mordisqueó el labio inferior.

– Vamos, Sophie, te gustará más.

Sophie miró hacia la escalera.

– ¿Más que eso?

Él sonrió al saberse casi victorioso.

– Te lo aseguro.

Se puso en pie y le tendió la mano.

Ella se la quedó mirando.

– ¿Y si no quedo del todo satisfecha?

– Yo no hago promesas que no pienso cumplir. -La ayudó a ponerse en pie-. Si no quedas del todo satisfecha, supongo que tendré que esforzarme hasta que lo estés. -Le rodeó la barbilla con la maño y le rozó los labios con los suyos-. Ven conmigo a la cama, Sophie. Tengo que enseñarte muchas cosas.

Ella exhaló un suspiro trémulo.

– De acuerdo.


Miércoles, 17 de enero, 5:00 horas

Vito se levantó con sigilo de la cama donde Sophie dormía ovillada como un gatito; un gatito bello que se dejaba educar. Movió los hombros. Un gatito de uñas afiladas. Se las había clavado en la espalda la última vez, esa en que la había hecho volar tan alto… Aún se estremecía al recordarlo. Nada le gustaría más que volver a notar cómo le clavaba las uñas, pero tenía que regresar a casa y cambiarse para afrontar el día.

Otro día identificando cadáveres, y llevando malas noticias a las familias. Otro día tratando de detener al asesino antes de que hubiera más cadáveres y más familias afligidas. Vito se vistió y estampó un beso en la sien de Sophie. Por lo menos había un cliente satisfecho.

Miró alrededor en busca de algo donde poder dejarle una nota. No quería marcharse sin decirle adiós; tenía la impresión de que era algo que le había sucedido ya demasiadas veces a lo largo de los años, que muchos hombres habían tomado lo que deseaban y se habían marchado dejándola con la convicción de que eso era todo.

En la mesilla no había papel, a menos que quisiera utilizar el envoltorio de los caramelos; pero no pensaba hacerlo. Una fotografía enmarcada captó su atención. La llevó hasta la ventana y la acercó a la luz procedente de las farolas. Era una joven de pelo largo y moreno y grandes ojos; parecía tomada durante los años cincuenta. Estaba sentada de medio lado y miraba por encima del respaldo de una silla hacia lo que parecía el espejo de un camerino. Vito pensó en el padre de Sophie, un actor francés con quien ella no había compartido mucho tiempo hasta poco antes de su muerte. Se preguntó si aquella era su madre, pero dudaba que hubiera colocado el retrato junto a su cama.

– Es mi abuela.

Levantó la cabeza y vio a Sophie sentada en la cama con las rodillas dobladas contra su pecho.

– ¿También era actriz?

– Más o menos. -Arqueó una ceja-. Premio doble si adivinas quién es.

– El premio de antes me ha gustado. ¿Me darás una pista?

– No. Pero te prepararé el desayuno. -Sonrió-. Supongo que es lo mínimo que puedo hacer.

Él le devolvió la sonrisa. Tomó otra fotografía y encendió una lámpara. Era la misma mujer, con un hombre a quien sí conocía.

– ¿Tu abuela conoció a Luis Albarossa?

Sophie sacó la cabeza por el agujero de una sudadera con expresión de asombro.

– ¿Qué pasa contigo? Primero reconoces a un actor francés y ahora resulta que también conoces a los tenores italianos.

– A mi abuelo le encantaba la ópera. -Vaciló-. Y a mí también me gusta.

Sophie, que se había inclinado para ponerse unos pantalones de chándal, se detuvo con el rostro oculto tras la cortina que formaba su pelo. Lo retiró con la mano y estiró el cuello.

– ¿Qué problema hay en que te guste la ópera?

– Ninguno. Solo que suele considerarse no muy…

– ¿Varonil? Eso es culpa del maldito machismo que impera en la sociedad patriarcal. -Se subió los pantalones y se apartó el pelo de la cara-. Da igual que te guste la ópera o los Guns 'N' Roses; no por eso eres menos hombre. Además, soy la última persona a quien necesitas demostrarle tu virilidad.

– Díselo a mis hermanos y a mi padre.

Ella lo miró con expresión divertida.

– ¿El qué? ¿Que eres muy bueno en la cama?

Él, atónito, se echó a reír.

– No, que la ópera también es cosa de hombres.

– Ahhh. Siempre es mejor aclarar las cosas. ¿Así que tu abuelo era aficionado a la ópera?

– Siempre que había alguna representación en la ciudad compraba entradas. La pena es que nadie excepto yo lo acompañaba. A los diez años vi a Albarossa cantar Don Giovanni. Inolvidable. -Entrecerró los ojos-. Dame una pista. ¿Cuál es el apellido de tu abuela?

– Johannsen -dijo con una sonrisa de satisfacción-. ¡Lotte, Birgit! Es hora de salir.

Las perras salieron de una habitación dando pequeños ladridos. Sophie se dirigió a la escalera y Vito la siguió.

– Solo una pista, Sophie.

Ella volvió a sonreírse y salió por la puerta trasera con los ridículos animales de colores.

– Ya te he dado muchas. Un premio doble merece que trabajes un poco.

Vito se echó a reír y se dirigió a la sala de estar para seguir investigando. Un premio doble no era nada despreciable. Además, tenía que reconocer que sí que era un poco chismoso. Sophie Johannsen era una mujer interesantísima en sí misma, pero su árbol genealógico parecía a su vez bastante peculiar.

Por fin encontró lo que andaba buscando y lo llevó a la cocina. Ella entró en casa y empezó a sacar cazos y sartenes del armario.

– ¿Sabes cocinar? -preguntó Vito, de nuevo sorprendido.

– Pues claro. Una mujer no puede vivir solo de cecina y pastelitos. Cocino muy bien.

Se quedó mirando el programa de mano enmarcado que él sostenía y soltó un suspiro teatral.

– Venga, dime, ¿quién es?

Vito se apoyó en la nevera. Ambos se miraron con expresión turbada ante la certeza de que Vito se había ganado el premio doble.

– Tu abuela es Anna Shubert. Santo Dios, Sophie, mi abuelo y yo la oímos cantar Orfeo en el Academy Theatre. Su «Che faro»… -Se puso serio al recordar las lágrimas de su abuelo, y las propias-. Después del aria no había nadie en toda la sala que no tuviera lágrimas en los ojos. Estuvo genial.

Los labios de Sophie se curvaron con tristeza.

– Sí, solía ser genial. Lo último que cantó fue Orfeo aquí, en Filadelfia. Le diré que la conoces. Eso le alegrará el día.

Lo hizo a un lado, sacó unos cuantos huevos y un envase de nata de la nevera y lo depositó todo en la encimera. Entonces sus hombros se hundieron con desaliento.

– Qué duro resulta verla morir, Vito.

– Lo siento. Mi padre está enfermo del corazón. Damos gracias por cada día que pasa con nosotros.

– Entonces ya sabes de qué va. -Soltó un resoplido dirigido hacia su frente-. Si quieres, en la sala de estar hay más álbumes. Disfrutarás mirándolos si te gusta la ópera.

Con gran entusiasmo, Vito fue a buscarlos y los colocó en la mesa.

– Estos álbumes deben de ser valiosísimos.

– Para mi abuela lo son. Y para mí también. -Depositó una taza de café junto a él en la mesa-. Esta es la Ópera de París. El hombre que hay junto a mi abuela es Maurice. Él fue quien me proporcionó la información sobre el coleccionista fallecido -añadió antes de volverse hacia los fogones.

Vito frunció el entrecejo.

– Pensaba que Maurice era amigo de tu padre.

Ella hizo una mueca.

– También era amigo de Alex. Es una historia un poco complicada; sórdida, más bien.

Llamaba a su padre por su nombre de pila. Qué interesante.

– Sophie, deja de picarme la curiosidad.

Ella soltó una risita.

– Maurice y Alex fueron juntos a la universidad. Los dos eran ricos y apuestos. Para entonces Anna rondaba los cuarenta años; estaba en la cumbre de su carrera y se encontraba de gira por Europa. Llevaba mucho tiempo viuda y supongo que se sentía sola. Alex había hecho algunos papeles secundarios en unas cuantas películas. Maurice trabajaba en la Ópera de París y allí conoció a Anna. El teatro organizó una fiesta y Maurice invitó a mi padre. Los presentó y… -Encogió un hombro-. Según dicen el flechazo fue instantáneo.

Vito hizo una mueca.

– ¿Tu abuela y tu padre? Esto…

Ella mezcló los huevos con una batidora eléctrica.

– De hecho, ella no era mi abuela ni él mi padre; todavía. Yo no había nacido.

– Aun así…

– Ya te he dicho que era sórdido. Bueno, tuvieron una gran aventura. -Miró la sartén con mala cara y vertió los huevos-. Hasta que ella descubrió que estaba casado y lo dejó.

Vito empezaba a comprender cómo había ido la cosa.

– Ya entiendo.

Sophie lo miró con gesto irónico.

– Pues Alex no lo entendió. Anna había nacido en Hamburgo, pero se crió en Pittsburgh. Dicen que Alex se quedó deshecho cuando Anna lo dejó.

– ¿Quién te ha contado todo eso?

– Maurice. Es muy cotilla. Por eso sé que podrá obtener buena información sobre Alberto Berretti.

– ¿Y cómo… apareciste tú?

– Ah, eso aún es más sórdido. Anna tiene dos hijas: Freya, la buena, y Lena.

– ¿La mala?

Sophie se limitó a encogerse de hombros.

– Basta con decir que Lena y Anna no se llevaban bien. Freya era la mayor y ya estaba casada con mi tío Harry. Lena tenía diecisiete años, era testaruda y rebelde. Quería ser cantante y se puso frenética cuando Anna se negó a introducirla en su círculo. Se pelearon. Luego Anna rompió con mi padre.

Sirvió los huevos en dos platos y los colocó en la mesa.

– Como te he dicho, Alex se quedó deshecho y pasaba la mayor parte del tiempo borracho. Ya sé que no es excusa pero… Una noche estaba en un bar y una joven lo sedujo. Lena.

– ¿Lena sedujo a Alex para devolverle la pelota a su madre? Sí que era mala, sí.

– Pues lo que sigue aún es peor. Lena y Anna tuvieron una seria conversación. Lena se marchó de casa y Anna regresó a Pittsburgh para curarse las heridas. Yo creo que Anna amaba a Alex y en realidad esperaba casarse con él. -Jugueteó con la comida de su plato-. Nueve meses después, Lena regresó a casa con un bebé. -Dio vueltas al tenedor-. Voilà. Así es como aparecí yo.

– El resultado de una traición concebida a causa de otra traición -dijo Vito en tono quedo-. Luego tú conociste a Brewster y, sin saberlo, hiciste lo mismo que tu madre y Anna.

– Soy bastante previsible. Pero cocino bien. Se te está enfriando el desayuno.

Había vuelto a cerrar la puerta de su pasado. Pero cada vez la dejaba abierta más tiempo. Aún no sabía qué había pasado con su madre, ni cómo Katherine Bauer se había convertido en «la madre que nunca tuvo», ni qué problema había tenido al ver el cadáver, pero Vito era paciente. Empujó su plato vacío.

– ¿Qué harás con la moto?

– Avisaré a la grúa. ¿Me dirás quién es tu mecánico?

– Claro, pero tendrás que denunciarlo, y lo de la rata muerta también. La esposa de Brewster no puede seguir atemorizándote de esa forma.

Ella soltó un bufido burlón.

– Puedes jugarte tu premio doble a que la denunciaré. Esa mujer ya me hizo la vida imposible una vez; se acabó.

– Buena chica. ¿Cómo vas a ir hoy al trabajo?

– Usaré el coche de mi abuela hasta que hayan reparado la moto. -Arrugó la nariz-. El coche no está mal, el único problema es que huele como Lotte y Birgit.

Al oír sus nombres, las perras se acercaron corriendo y empezaron a menear sus coloreados traseros suplicando comida. Vito rió en voz baja.

– Lotte Lehman y Birgit Nilsson. Dos mitos de la ópera.

– Los ídolos de mi abuela. Bautizar a estas criaturas con su nombre fue la mejor forma que se le ocurrió de rendirles homenaje. Estas perritas son como hijas para mi abuela. Las tiene mimadísimas.

– ¿Fue ella quien las coloreó?

Sophie dejó los platos en el fregadero.

– No, eso fue cosa mía. Me llevé a mi abuela a casa para que se recuperara del derrame antes de que sufriera la neumonía y tuviera que ingresar en la residencia. Se sentaba en la ventana y miraba cómo las perritas jugaban en el porche, pero tenía mala vista. Entonces nevó y al quedar cubiertas de blanco ya no podía verlas… -Dejó la frase sin terminar-. En aquel momento me pareció una buena idea. No es más que colorante alimentario. De hecho, ya se han desteñido bastante.

Vito se echó a reír.

– Sophie, eres increíble. -Se acercó al fregadero, le retiró el pelo y le acarició la nuca con los labios-. Hasta esta noche.

Ella se estremeció.

– Esta noche me toca quedarme con mi abuela. Es el día en que Freya va al bingo.

– Pues iré contigo. No todos los días se tiene la oportunidad de conocer a un mito.


Miércoles, 17 de enero, 6:00 horas

Algo había cambiado. «Algo va mal.» Condujo por la carretera en dirección al terreno con la bolsa de plástico que contenía el cadáver de Gregory Sanders oculta bajo la lona de la zona de carga de su camioneta. No solía cruzarse con ningún vehículo en aquella vía. Sin embargo, ese día ya se había cruzado con dos coches. Fue el puro instinto lo que le hizo pasar por delante del camino de acceso al campo sin reducir la velocidad, y lo que vio lo dejó sin respiración. La nieve debería aparecer intacta en el punto en que la carretera y el camino se encontraban; sin embargo, observó un entramado de surcos de neumáticos que indicaba que varios vehículos habían accedido al terreno repetidas veces.

La bilis se le subió a la garganta y empezaba a ahogarlo. «Han encontrado el cementerio.»

Alguien había descubierto el cementerio. «¿Cómo es posible? ¿Quién será? ¿La policía?»

Se esforzó por tomar aire. Lo más probable era que se tratara de la policía.

«Me encontrarán. Me atraparán.» Volvió a respirar con esfuerzo. «Relájate. ¿Cómo podrán atraparte? No hay forma de que identifiquen a ninguno de esos cadáveres.»

Y aunque lo hicieran, no había forma de relacionarlos con él. El corazón le latía con fuerza; se enjugó la boca con su trémula mano. Tenía que marcharse de allí. Llevaba el cadáver de Gregory Sanders en una bolsa dentro de la camioneta. Si por cualquier motivo lo paraban… siempre podía idear una explicación convincente para justificar lo del cadáver.

«Respira. Respira y piensa. Tienes que ser ingenioso.»

Había tenido mucho cuidado. Siempre llevaba guantes, siempre se aseguraba de que su cuerpo no entrara en contacto con el de las víctimas. Ni siquiera un pelo. Si acababan identificando a alguna de las víctimas, de ningún modo podrían relacionarla con él. Estaba a salvo.

Así que respiró. Y pensó. Lo primero que tenía que hacer era librarse de Gregory. Después, averiguar qué sabía la policía y cómo habían obtenido la información. Si les faltaba poco para dar con él, huiría.

Sabía cómo desaparecer del mapa. Lo había hecho otras veces.

Recorrió ocho kilómetros más. Nadie lo seguía. Se desvió de la carretera y se ocultó detrás de unos árboles. Y esperó conteniendo la respiración. No vio pasar ningún coche de policía. No vio pasar ningún vehículo, de ninguna clase.

Se bajó de la camioneta. Por primera vez agradecía notar el frescor matutino propio de Filadelfia en contacto con su acalorada piel. El terreno que bordeaba la carretera descendía en una pendiente muy pronunciada y formaba un profundo barranco. Aquel era un lugar tan apropiado como cualquier otro para arrojar a Sanders.

Bajó la puerta trasera de la camioneta, retiró la lona y aferró la bolsa de plástico con las manos enguantadas. Arrastró la bolsa hasta la nieve y le dio patadas hasta que empezó a deslizarse por la pendiente. La bolsa chocó contra un árbol y luego siguió descendiendo hasta el fondo del barranco. En la nieve había quedado el rastro de su descenso, pero con suerte por la noche volvería a nevar y la policía no encontraría a Gregory Sanders antes de la primavera.

Para entonces él estaría muy lejos. Se subió a la camioneta y dio media vuelta para marcharse por donde había venido mientras se preguntaba si había hecho lo correcto.

Y de repente tuvo la certeza de que sí. Había dos coches patrulla apostados a la entrada del camino de acceso al terreno, donde antes no había nadie, uno en un sentido y el otro en el contrario. «El cambio de turno», pensó. Se había librado del cambio de turno por los pelos. Un agente se apeó de uno de los coches patrulla al verlo aproximarse.

Su primer impulso fue pisar a fondo el acelerador y llevarse al policía por delante, pero eso habría sido una locura. Le habría encantado, pero verdaderamente era una locura. Aminoró la marcha hasta detenerse y forzó una mueca de perplejidad y cortesía mientras bajaba la ventanilla.

– ¿Adónde se dirige, señor? -le preguntó el agente sin sonreír.

– Voy a trabajar. Mi casa está un poco más atrás, siguiendo por esta carretera. -Entrecerró los ojos fingiendo que quería ver más allá del coche patrulla-. ¿Qué ocurre ahí? He visto coches que entran y salen.

– El acceso a la zona está restringido, señor. Si puede, tome otro camino.

– No hay otro camino -dijo-. Pero no miraré.

El agente sacó su cuaderno del bolsillo.

– ¿Puede decirme cómo se llama, señor?

Eran detalles que demostraban que merecía la pena planearlo todo con tiempo. Se arrellanó en el asiento, lleno de confianza.

– Jason Kinney. -Sabía que el vehículo estaba registrado con ese nombre porque él mismo había rellenado el impreso para comunicar el cambio al Departamento de Vehículos Motorizados hacía un año. El permiso de conducir de Jason Kinney era uno de los que llevaba en la cartera. Valía la pena ser meticuloso.

Con gran afectación, el agente rodeó el vehículo y anotó la matrícula. Miró bajo la lona antes de regresar y saludarlo llevándose la mano al sombrero.

– Ahora que ya sabemos que es vecino de la zona, no volveremos a pararlo.

Él asintió. Como si pensara volver a pasar por allí. «Ni mucho menos.»

– Se lo agradezco, agente. Que tenga un buen día.


Miércoles, 17 de enero, 8:05 horas

Jen McFain frunció el entrecejo.

– Parece que tenemos un problema, Vito.

Vito se deslizó en su asiento del extremo de la mesa; aún se sentía un poco fatigado debido a la precipitación con que había empezado el día. Después de salir de casa de Sophie, había corrido a casa, se había dado una ducha y se había deshecho en disculpas con Tess por pasar toda la noche fuera sin avisarle. Luego se había dirigido a la comisaría y al llegar a la puerta lo había asaltado una horda de periodistas con sus cámaras.

– Hemos tenido todo tipo de problemas de buena mañana, Jen. ¿A cuál de ellos te refieres?

– No hay rosquillas. ¿Qué clase de reunión es esta?

– Jen tiene razón, Vito. ¿Qué clase de reunión piensas empezar sin rosquillas?

– Tú nunca traes comida -le dijo Vito a Liz, y ella hizo una mueca.

– Yo no, pero tú la trajiste el primer día. La primera norma para ser un buen jefe de equipo es no sentar un precedente que no piensas mantener.

Vito miró alrededor de la mesa.

– ¿Alguna petición más?

Liz lo miró con expresión divertida. Katherine estaba impaciente. Bev y Tim parecían cansados. Jen se limitó a ponerle mala cara.

– Eres un roñoso -masculló, y Vito alzó los ojos en señal de exasperación.

– Hemos confirmado que tenemos otra víctima. Bill Melville es la víctima tres-uno. Lo he añadido a la tabla. También tenemos un nombre: E. Munch. Nick lo introdujo anoche en el ordenador, después de volver de casa de Melville, pero no encontró nada.

– No es probable que el asesino utilice su nombre verdadero -observó Jen-. Pero te apuesto unos cuantos… donuts -enfatizó, mirándolo con intención- a que ese nombre significa algo.

– Puede que tengas razón. ¿Algún comentario, al margen de la alusión a la comida?

A Jen se le escapaba la risa.

– Muy gracioso, Chick. Le daré unas cuantas vueltas.

– Gracias. -Se volvió hacia Katherine-. ¿Qué nuevas traes tú?

– Anoche realizamos la autopsia a la pareja de ancianos de la segunda fila pero no encontramos nada que sirva para identificarlos. De todos modos, Tino hizo los retratos. Mi ayudante me ha dicho que no salió del depósito hasta pasada la medianoche.

Vito se sintió muy agradecido a su hermano, que no había dudado ni un instante en meterse hasta el cuello en el asunto para ayudarlos. Cuando todo hubiera terminado, buscaría la manera de compensárselo.

– Sí. Compararemos sus dibujos con los archivos de personas desaparecidas. -Vito extrajo de su carpeta copias de los retratos que había encontrado sobre su escritorio esa misma mañana y se las tendió a Liz-. Esto es lo que ha dibujado Tino. Ha realizado unos cuantos retratos de la mujer, con peinados distintos. Es difícil hacerse una idea de su aspecto sin saber cómo tenía el pelo.

– Ahora voy yo -dijo Jen-. Anoche obtuvimos dos datos más. En primer lugar, sabemos de qué vehículo es la huella de neumático que encontramos en el escenario del crimen el primer día. Nuestro hombre tiene una Ford F150, igual que la tuya, Vito.

– Fantástico -masculló Vito-. Me hace mucha ilusión tener algo en común con un psicópata asesino. Se lo comunicaremos a todas las unidades. Es difícil que resulte bien, pero por tener los ojos abiertos no perdemos nada. ¿Habéis encontrado alguna huella dactilar junto con la del neumático?

– Nada que podamos utilizar. Lo siento. Lo segundo que sabemos es que la granada que extrajimos del vientre de la última víctima de la primera fila es una MK2 fabricada antes de 1945. Es casi imposible seguirle la pista, pero al menos tenemos una pieza más del rompecabezas. Ese tipo utiliza material auténtico.

– Hablando de material auténtico…

Vito les informó de las pesquisas que el día anterior había hecho Sophie.

– Tenemos un posible informador sobre lo de los instrumentos medievales. Pensaba avisar a la Interpol antes de hablar con el médico de Claire Reynolds y con el personal de la biblioteca donde trabajaba. Además, tengo que localizar a los padres de Bill Melville. Aún no saben que está muerto.

– Déjame a mí la Interpol -se ofreció Liz-. Tú encárgate de hablar con el médico y con los padres.

– Gracias. -Vito miró a Bev y Tim-. Estáis muy callados, chicos.

– Estamos cansados -dijo Tim-. Nos hemos pasado casi toda la noche comprobando datos con los propietarios de tupuedessermodelo.com. Hasta que han intervenido los abogados.

– Mierda -masculló Vito.

– Sí. -Tim se pasó las palmas de las manos por la barba incipiente-. Los propietarios querían colaborar, pero los abogados les han dicho que tienen una cláusula de privacidad con los usuarios. Así que la cosa irá lenta. A las tres de la madrugada nos hemos marchado a casa a dormir.

– Los propietarios tienen que ponerse en contacto con todos los usuarios que recibieron algún e-mail, antes de que nosotros podamos hablar con ellos -explicó Bev con un suspiro-. Se supone que tendremos una conferencia dentro de una hora.

Vito tampoco se había acostado hasta las tres; claro que sus motivos eran muy distintos y estaba casi seguro de sus compañeros no lo compadecerían en absoluto.

– Katherine, ¿qué harás ahora?

– Le practicaré la autopsia a los últimos cuatro cadáveres. ¿Queréis que empiece por alguno en particular? ¿La anciana, la joven, el de la bala o el de la granada?

– Empieza con Claire Reynolds. Iré a verte en cuanto haya hablado con su médico. Luego encárgate de la anciana, su cadáver es el que no encaja con el resto. -Vito se puso en pie-. Por esta mañana hemos terminado. Nos encontraremos de nuevo a las cinco de la tarde. Cuidaos.


Miércoles, 17 de enero, 9:05 horas

Había muerto. La anciana señora Winchester había muerto. Se recostó en el asiento y miró con atención la pantalla del ordenador. Había muerto y le había dejado la propiedad a su sobrino, que tenía casi la misma edad que ella. A saber quién habría encontrado los cadáveres. Sin embargo, al enterarse de que estaba muerta las cosas cobraban sentido. Si su sobrino había pensado en vender el terreno, era lógico que alguien lo inspeccionara. O tal vez ya lo hubiera vendido y el nuevo propietario quisiera construir en él.

Era posible que hubieran encontrado los cadáveres de esa forma. Daba por sentado que la policía los había descubierto todos. Tan solo uno podía ser identificado por las huellas dactilares, y las había eliminado. En cuanto a los demás… La policía tardaría semanas enteras en descubrir algo, si es que lo hacía; eran tan torpes que ni siquiera serían capaces de agarrarse su propio trasero a oscuras.

Ya se sentía mejor. Sin embargo, aún quedaban cabos sueltos. Uno de los cadáveres enterrados era el del joven Webber, y de algún modo Derek había obtenido una fotografía suya. Ese mismo día se encargaría de Derek. Tenía que…

Sonó su móvil y automáticamente miró la pantalla. Era su… anticuario; no se le ocurría un nombre mejor.

– Sí -dijo-. ¿Qué tiene para mí esta vez?

– ¿Qué demonios ha hecho? -fue la airada respuesta.

Él también empezaba a echar chispas.

– ¿De qué me habla?

– De una silla inquisitorial. Y de la policía.

Abrió la boca para responder, pero de ella no brotó ni una palabra. Recobró la calma enseguida.

– Sinceramente, no tengo ni idea de lo que me habla.

– La policía ha encontrado una silla. -Subrayó adrede cada una de las palabras-. La tienen en su poder.

– Pues mía no es. La mía sigue con el resto de mi colección, la he visto esta misma mañana.

Al otro lado de la línea hubo una pausa.

– ¿Está seguro?

– Claro que estoy seguro. ¿De qué va todo esto?

– Un policía vino ayer a hacerme unas cuantas preguntas. Andaba buscando objetos robados y ventas hechas en el mercado negro. Me dijo que tenía una silla con clavos, muchos clavos. Era de homicidios.

El corazón empezó a acelerársele por segunda vez ese mismo día, pero conservó la serenidad. Sabía que la policía había encontrado las tumbas; sin embargo, no esperaba que establecieran la conexión entre el cadáver de Brittany y la silla inquisitorial. Imprimió a su voz suficiente desconcierto para resultar creíble.

– Le digo que no sé de qué me está hablando.

– ¿No sabe nada de un cementerio múltiple en un terreno del norte de la ciudad? El mismo policía que vino a verme es el que lleva el caso.

«Mierda.» Rió con incredulidad.

– No sé nada de ningún cementerio. Todo cuanto sé es que mis piezas las tengo yo. Si la policía ha encontrado una silla, es posible que sea una copia hecha por alguno de esos idiotas a quienes les gusta recrear batallitas. Pero tengo que confesarle que me pica la curiosidad. ¿Qué sabía la policía?

– Tienen un informador. Una arqueóloga.

Eso tenía sentido. Después de todo, así era como él había localizado al vendedor de antigüedades.

– ¿Cómo se llama la arqueóloga?

– Sophie Johannsen.

Por un instante su corazón dejó de latir. A continuación lo invadió la furia y el pulso se le disparó.

– Ya.

– Da clases los martes a última hora de la tarde en la Universidad Whitman, en Filadelfia. También trabaja en el Albright. Tengo su dirección en casa.

Él también la tenía. Sabía que vivía sola con dos caniches de colores que no suponían la mínima amenaza. Sin embargo, resopló para hacerse el ofendido.

– Por el amor de Dios, no tengo ninguna intención de ir a buscarla. Lo preguntaba por simple curiosidad.

Hubo una pausa y cuando el hombre volvió a hablar su tono era tranquilo, aunque sus amenazantes palabras fueron altas y claras.

– Si yo fuera usted, aparte de curiosidad tendría otras cosas. En cuanto a nosotros, no pensamos aparecer como implicados en nada que haya hecho. En caso necesario, no dudaremos en proteger nuestros intereses. No vuelva a llamarnos, no queremos más tratos con usted.

Se oyó un clic y luego silencio. Le habían colgado el teléfono. Dejó el móvil sobre el escritorio, desconcertado. Tenía que taponar las filtraciones, y rápido. Mierda. Su intención era mantenerlas disponibles para orientar su investigación hasta que el juego hubiera terminado.

Tendría que buscarse otra fuente de información.


Miércoles, 17 de enero, 9:30 horas

– En este momento el doctor Pfeiffer está con un paciente, detective. -La recepcionista, Stacy Savard, lo miraba con el entrecejo fruncido desde el otro lado del cristal que separaba el despacho de la sala de espera-. Tendrá que esperar o volver más tarde.

– Mire señora, soy detective de homicidios. Solo me dejo caer cuando ha muerto alguien a quien aún no le tocaba. ¿Podría hacer el favor de pedirle al doctor que me reciba lo antes posible?

La mujer lo miraba con los ojos muy abiertos.

– ¿De homicidios? ¿Quién ha muerto? Puede contármelo, detective. El doctor me lo cuenta todo.

Vito le sonrió con toda la paciencia de que fue capaz.

– Esperaré allí.

Pocos minutos después, un hombre de edad se acercó a la puerta.

– ¿Detective Ciccotelli? La señorita Savard me ha dicho que quería verme.

– Sí. ¿Podemos hablar en privado? -Siguió al doctor hasta su consulta.

Pfeiffer cerró la puerta.

– Esto es muy desagradable. -Se sentó detrás de su escritorio-. ¿Cuál de mis pacientes es el sujeto de su investigación?

– Claire Reynolds.

Pfeiffer se estremeció.

– Siento oír eso. La señorita Reynolds era una joven encantadora.

– Entonces, ¿hacía mucho tiempo que la conocía?

– Ah, sí. Llevaba visitando a Claire… al menos cinco años.

– ¿Puede decirme qué tipo de persona era? ¿Extrovertida? ¿Tímida?

– Muy extrovertida. Claire participaba en los juegos paralímpicos y organizaba muchas actividades en su barrio.

– ¿Qué tipo de aparatos ortopédicos utilizaba Claire, doctor Pfeiffer?

– No lo recuerdo de memoria. Espere un momento. -Sacó una carpeta del cajón de un archivador y la hojeó.

– Un historial extenso -comentó Vito.

– Claire formaba parte de un estudio experimental que dirijo, sobre un nuevo modelo del microprocesador que llevaba en la prótesis de la rodilla.

– ¿Un microprocesador? ¿Como un chip informático?

– Sí. Las piernas ortopédicas más antiguas no son muy estables cuando el paciente sube y baja escaleras o camina rápido. El microprocesador comprueba constantemente la estabilidad y efectúa los ajustes necesarios. -Ladeó la cabeza-. Como el ABS de los coches.

– Ahora lo entiendo. ¿Cómo se activa?

– Funciona con una batería que los pacientes cargan por la noche. La mayoría puede utilizarlo más de treinta horas antes de que la batería se agote.

– Entonces, ¿Claire llevaba un nuevo microprocesador en la rodilla?

– Sí. Debería haber venido a visitarse con regularidad. -Bajó la cabeza, avergonzado-. No me había dado cuenta hasta ahora de cuánto tiempo ha pasado.

– ¿Cuándo vino a visitarse por última vez?

– El doce de octubre, hace más de un año. -Frunció el entrecejo-. Tendría que haberla echado en falta antes. ¿Por qué no me di cuenta? -Revolvió unos cuantos papeles más y se recostó en el asiento, aliviado-. Aquí está el por qué. Se trasladó a Texas. Su nuevo médico, el doctor Joseph Gaspar de San Antonio, me envió una carta. En su cuadro de seguimiento consta que a la semana siguiente le enviamos una copia de su historial.

Era la segunda vez que alguien recibía una carta relativa a la desaparición de Claire Reynolds. Primero, la dimisión de la biblioteca; ahora, esto.

– ¿Me dará la carta?

– Claro.

– Doctor, ¿puede hablarme de los lubricantes de silicona?

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Cómo se utilizan? ¿Dónde se consiguen? ¿Los hay de varios tipos?

Pfeiffer tomó una botella como de champú de encima de su escritorio y se la entregó a Vito.

– Esto es lubricante de silicona. Ande, pruébelo.

Vito se echó unas gotas en el pulgar. Era inodoro, incoloro y dejaba un residuo satinado en la piel. Las muestras que Katherine había extraído de Warren y Brittany eran blancas porque estaban mezcladas con escayola.

– ¿Para qué se usa?

– Las personas a quienes les han amputado una pierna por encima de la rodilla, como la señorita Reynolds, suelen usar uno de los dos sistemas de suspensión que existen para sujetar la prótesis. El primero consiste en utilizar una funda, como esta. -Pfeiffer buscó en el cajón y extrajo lo que parecía un preservativo gigante con un perno metálico en un extremo-. El paciente se coloca la funda sobre el muñón; queda muy ajustada. Luego el perno metálico se engancha a la prótesis. Algunos pacientes se aplican lubricante de silicona debajo de la media, sobre todo si tienen la piel sensible o deteriorada.

– ¿Claire Reynolds utilizaba ese sistema?

– A veces, pero los pacientes jóvenes como Claire suelen utilizar el sistema de succión. Funciona como su nombre indica: el miembro artificial se sujeta por succión y se retira mediante una válvula de aire. En ese caso la piel entra en contacto directo con el plástico de la prótesis. Quienes utilizan el sistema de succión casi siempre usan lubricante.

– ¿Quién se lo proporciona a sus pacientes? -preguntó Vito al tiempo que le devolvía la botella.

– Yo mismo, o lo piden directamente al distribuidor. La mayoría vende por internet.

– ¿Y la fórmula? ¿Hay muchas?

– Las básicas son un par. Pero hay muchas empresas de productos naturales que ofrecen mezclas específicas, con hierbas medicinales y cosas así. -Tomó una revista de su escritorio y hojeó las últimas páginas-. Como estas.

Vito asió la revista y echó un vistazo a los anuncios.

– ¿Puedo quedármela?

– Claro. También le pediré a la señorita Savard que le prepare una muestra del lubricante.

– Gracias, doctor. Sé que hace más de un año que no ve a la señorita Reynolds, pero me pregunto si recuerda cuál solía ser su estado de ánimo. ¿Era una persona alegre o triste? ¿Solía estar malhumorada, o preocupada? ¿Tenía novio?

Pfeiffer pareció incomodarse.

– No, no tenía novio.

– Ah, ya. ¿Tenía novia?

La incomodidad de Pfeiffer aumentó.

– No la conocía tanto, detective. Pero sé que solía participar en marchas reivindicativas. Lo mencionaba muchas veces cuando venía a las revisiones. Sinceramente, creo que lo hacía para provocarme.

– Bien, pero ¿qué me dice de su estado de ánimo?

Pfeiffer extendió los dedos bajo su barbilla.

– Siempre andaba nerviosa por el dinero. Le preocupaba no poder pagar el nuevo microprocesador.

– No lo entiendo. Pensaba que formaba parte de su estudio y que ya llevaba el nuevo microprocesador.

– Sí, pero al terminar el estudio tenía que comprarlo. El fabricante los ofrece a precio de coste, pero aun así era más de lo que Claire podía pagar. Eso le preocupaba mucho. -Su expresión se tornó muy triste-. Pensaba que con el nuevo microprocesador se defendería mejor en los juegos paralímpicos.

Vito se puso en pie.

– Gracias, doctor. Me ha ayudado muchísimo.

– Cuando descubra quién lo hizo, ¿me lo dirá?

– Sí, se lo diré.

– Muy bien. -El doctor se puso en pie y abrió la puerta del consultorio-. ¿Stacy? -La recepcionista se acercó rápidamente-. Stacy, el detective ha venido para hablar de Claire Reynolds.

Los ojos de Stacy se abrieron como platos al asociar el nombre con la persona.

– ¿De Claire? Pero… -Se apoyó en la puerta y dejó caer los hombros-. Oh, no.

– ¿Conocía bien a la señorita Reynolds, señorita Savard?

– Bien, bien, no. -Miró a Vito, sorprendida y disgustada-. Charlaba con ella cuando venía a la consulta. La felicitaba siempre que ganaba una carrera o alguna prueba. Siempre estaba animada. -Los ojos de Stacy se llenaron de lágrimas-. Claire era muy agradable. ¿Quién habrá querido hacerle daño?

– Eso es lo que tengo que descubrir. ¿Doctor? -Vito miró la carpeta que el hombre llevaba en la mano.

El doctor sacudió la cabeza.

– Ah, sí. Stacy, hazle al detective Ciccotelli una copia de la carta que recibimos del doctor Gaspar.

– De hecho, necesito el original.

Pfeiffer pestañeó.

– Claro, no había caído. Stacy, guarda la copia en nuestro archivo y ayuda al detective con todo lo que esté en nuestra mano.

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