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Filadelfia,

martes, 16 de enero, 11:30 horas

– No es exactamente lo que busco -masculló Vito al examinar con los dedos la cota de malla que Andy había dispuesto sobre el mostrador. Era demasiado grande. Andy's Attic era una tienda de vestuario de todo tipo. Vito imaginó que el asesino se burlaría de tan burdas imitaciones.

– Ya le he enseñado todas las cotas de malla que tengo -dijo Andy con frialdad-. ¿Qué es lo que busca?

– Algo con los agujeros un poco más pequeños. De medio centímetro de diámetro aproximadamente.

– Tendría que habérmelo dicho nada más entrar -protestó Andy-. En la tienda no tengo piezas de esa calidad, pero puedo encargársela. -Hojeó un catálogo-. Lo que busca es de una calidad muy superior, pero también es más caro. -Encontró una fotografía de un hombre que llevaba una capucha y un jubón de malla-. Este conjunto de hauberk y casquete cuesta mil ochocientos.

Vito pestañeó.

– ¿Dólares?

Andy pareció ofenderse.

– Sí, claro. Está aprobado por la SCA, ya sabe la Sociedad para el Anacronismo Creativo. No entiende nada de estas cosas, ¿verdad? ¿Es un regalo?

Vitó tosió.

– Sí. Entonces si el conjunto cuesta mil ochocientos dólares, ¿cuánto cuesta solo el jubón?

– El hauberk cuesta mil doscientos cincuenta.

– ¿Vende de vez en cuando cosas así en la tienda?

– Normalmente no. Suelo venderlas por internet.

– ¿Ha vendido alguna pieza últimamente? ¿Antes de Navidad?

– Sí. Antes de Navidad vendí nueve hauberks. Claro que en verano vendí veinticinco, un mes antes de la feria medieval. A los auténticos justadores les gusta acostumbrarse a la malla antes del torneo -Andy cerró el catálogo y se lo tendió a Vito-, detective.

Vito se estremeció. La había pifiado.

– Lo siento.

Andy esbozó una sonrisa atribulada.

– No diré nada. Me lo he imaginado en cuanto le he visto entrar. Mi tío trabajó durante treinta años en el Departamento de Policía de Filadelfia. ¿Qué más anda buscando, detective…?

– Ciccotelli. Una espada, de una longitud así, con una empuñadura así de grande -le indicó gesticulando-. Y un mangual.

Andy abrió mucho los ojos.

– Joder. Veré que encuentro.


Martes, 16 de enero, 11:45 horas

Van Zandt guardó los CD en el cajón de su escritorio y lo cerró con llave.

– Has hecho un buen trabajo, Frasier.

Frasier se puso en pie.

– Ya tienes lo que necesitas para Pinnacle; yo me voy, aún me espera mucho trabajo.

Van Zandt negó con la cabeza.

– Quiero hablar contigo de unas cuantas cosas más. Por favor, siéntate.

Él obedeció con mala cara.

– ¿De qué?

– Tienes que aprender a ser más paciente, Frasier. Todavía eres joven. Tienes mucho tiempo por delante.

¿Por qué los mayores siempre comparaban la juventud con la necesidad de tener paciencia? El hecho de que tuviera mucho tiempo no significaba que quisiera esperar mucho tiempo.

– ¿De qué? -repitió, esta vez apretando los dientes. Tenía que encontrarse con Gregory Sanders a las tres.

Van Zandt suspiró.

– De la reina. ¿Has diseñado su rostro?

Él pensó en la hija del anciano.

– Sí.

– Y ¿cómo es?

Una imagen del rostro de la chica apareció en su mente.

– Guapa. Menuda. Morena. Se parece a Bri… Brianna. -«Mierda.» Había estado a punto de llamarla Brittany. «Céntrate.»

– No, no creo que un personaje así resulte lo bastante espectacular. La reina tiene que ser imponente. Más alta. Brianna no mide mucho más de un metro cincuenta.

Brittany Bellamy medía un metro cincuenta y siete. La había elegido precisamente por su estatura. La silla era más bien pequeña y quería que pareciera grande en comparación con la mujer que la ocupara.

– ¿Quieres que la reina sea diferente?

– Sí. -Van Zandt lo miraba con las cejas arqueadas, como si esperara su disconformidad.

Lo pensó bien. Van Zandt tenía buen ojo para saber qué funcionaba; qué vendía. Tal vez tuviera razón. No obstante, la cosa resultaría complicada. La tercera fila quedaría completa con Gregory Sanders y la cuarta con quienes le proporcionaban el material, y aún tenía que matar a los descendientes del anciano. Si utilizaba más modelos para aquel juego, tendría que cavar otra fila de fosas. Bueno, el terreno era extenso.

– Lo pensaré.

– Lo harás -lo corrigió Van Zandt en tono amable, y Frasier, a pesar de sus ansias por desafiarlo, no se opuso. De momento lo necesitaba-. También quiero hablar de la escena del mangual.

Frasier entornó los ojos.

– ¿Qué pasa? Ya está terminada.

– No, no lo está. La escena que has montado es demasiado tranquila. El interés decae, es decepcionante. ¿Por qué no dejas como escena básica la de la cabeza partida en dos y creas algo más emocionante para la escena oculta? Al caballero podría explotarle la cabeza, o podrían arrancársela de cuajo. Es…

– No. Eso no es lo que sucede en realidad. Ni le explota la cabeza ni lo decapitan. -Se había sentido decepcionado al comprobar la verdad.

Van Zandt lo miraba con los ojos entornados.

– ¿Cómo lo sabes?

«Ten cuidado.»

– Lo he investigado. He hablado con médicos. Es lo que dicen.

Van Zandt se encogió de hombros.

– ¿Y qué? ¿Qué más da lo que pase de verdad? Todo esto no es más que fantasía. Haz que la escena básica resulte más emocionante.

Él contó hasta diez para sus adentros. «Recuerda, esto no es más que un medio para alcanzar un fin. No durará siempre. Pronto podrás seguir tu propio camino y no volver a acordarte jamás de Van Zandt ni de oRo.»

– Muy bien. La haré más emocionante. -Se puso en pie pero Van Zandt lo detuvo.

– Espera. Hay una cosa más. Le estoy dando vueltas a la escena de la mazmorra y echo en falta algo.

– ¿El qué?

– Una doncella de hierro.

«Por el amor de Dios.» Eso era una vulgaridad propia de un simple aficionado. La opinión que tenía de Van Zandt decaía por momentos.

– No.

– Por el amor de Dios, Frasier, ¿por qué no? -preguntó Van Zandt exasperado.

– Porque no corresponde a esa época. De hecho estos instrumentos no aparecen hasta el siglo xvi. No pienso poner una doncella de hierro en mi mazmorra.

– Todos nuestros clientes esperarán encontrar una dama de hierro en su mazmorra.

– ¿Sabes cuánto tiempo tardaré en…? -Exhaló un suspiro. Había estado a punto de decir «construir». No existían doncellas de hierro en el mercado. Si quería una, tendría que construirla él mismo y de ningún modo pensaba hacerlo-. Jager, cambiaré a la reina y haré que la escena del mangual resulte más emocionante, pero no incluiré un elemento anacrónico en mi mazmorra.

Con la mirada ensombrecida, Van Zandt se inclinó hacia un lado y tomó una hoja con membrete de la bandeja del correo.

– Me parece que el nombre del presidente que aparece en este membrete es el mío. No veo tu nombre por ninguna parte, Frasier. -Lanzó la hoja a la bandeja-. Así que hazlo.

Él apretó los dientes y con gesto airado recogió del suelo el maletín que contenía su portátil.

– Muy bien.


Martes, 16 de enero, 11:55 horas

– ¡Disculpe!

Derek se detuvo en la escalera que unía la calle con el edificio donde se encontraban las oficinas de oRo. En la mano llevaba una bolsa con comida preparada. De un taxi se bajó un hombre con una pequeña maleta. A pesar de ir bien vestido, daba la impresión de no haber dormido nada en varios días.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Derek Harrington?

– Sí. ¿Por qué?

El hombre se dispuso a subir la escalera; su expresión denotaba cansancio y desesperación.

– Solo quiero hablar con usted. Por favor. Se trata de mi hijo y su videojuego.

– Si le molesta que su hijo juegue a Tras las líneas enemigas, sepa que eso no depende de mí.

– No, no lo entiende. No es que mi hijo juegue con su videojuego, es que creo que aparece en él. -Se sacó del bolsillo una fotografía de tamaño cartera-. Me llamo Lloyd Webber y soy de Richmond, Virginia. Mi hijo Zachary se marchó de casa hace poco más de un año. Dejó una nota donde decía que iba a Nueva York. Nunca más hemos tenido noticias suyas.

– Lo siento, señor Webber, pero no entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

– En su videojuego aparece una escena en la que un soldado alemán recibe un disparo en la cabeza. Ese chico tiene idéntico aspecto que mi Zachary. Imaginé que habría posado para los dibujantes de su empresa y busqué la dirección. Por favor, si disponen de una base de datos con los modelos que han trabajado para ustedes, comprueben si él aparece. Tal vez aún esté aquí, en Nueva York.

– No trabajamos con modelos, señor Webber. Lo siento.

Derek se dispuso a alejarse. Sin embargo, Webber lo adelantó y le bloqueó el paso.

– Al menos mire su fotografía. Por favor. He tratado de ponerme en contacto con usted por teléfono, pero no respondía a mis llamadas, así que en cuanto me he levantado esta mañana he comprado un billete de avión. Por favor.

El hombre le tendió la fotografía y Derek la tomó con un suspiro de compasión.

Al instante se quedó sin respiración. Era el mismo chico. «El rostro es idéntico.»

– Es… Es un chico muy atractivo, señor Webber.

Levantó la cabeza y vio que a Webber se le anegaban los ojos de lágrimas.

– ¿Está seguro de que no ha pasado por su estudio? -preguntó con un hilo de voz.

Derek se sintió mareado. Desde el instante en que sus ojos se posaron por primera vez en una obra de Frasier Lewis, supo que aquello contenía un grado de realismo que traspasaba los límites de lo decente. Sin embargo, la idea que en esos momentos pasaba por su cabeza…

– ¿Puedo quedarme la foto de su hijo, señor Webber? Se la mostraré al personal. No trabajamos con modelos pero tal vez alguien lo haya visto en alguna parte; en algún restaurante o en el autobús. Hay muchísimos sitios donde nos inspiramos para crear los personajes.

– Quédesela, por favor. Es una copia. Si quiere, puedo conseguirle más. Enséñesela a todo aquel que crea que puede ser de ayuda.

Con la mano trémula le tendió una tarjeta de visita y Derek la tomó, también tembloroso.

– Ahí tiene mi número de móvil. Por favor, llámeme a cualquier hora del día o de la noche. Me quedaré unos cuantos días en la ciudad, hasta que me dé una respuesta u otra.

Derek miró la fotografía y la tarjeta de visita. Frasier Lewis aún estaba allí dentro, hablando con Jager. Podría preguntárselo a quemarropa, pero no estaba seguro de querer oír la respuesta. «Compórtate como un hombre, Derek. Mójate por una vez en tu vida.»

Levantó la cabeza y asintió.

– Lo llamaré para decirle una cosa u otra. Se lo prometo.

Los ojos de Webber se llenaron de gratitud y esperanza.

– Gracias.


Martes, 16 de enero, 12:05 horas

La furia que hervía en su interior estalló en cuanto vio a Derek Harrington aguardándolo a la salida del edificio. Cerró el puño para asir con fuerza el maletín de su portátil. Con mucho gusto habría preferido apretar el puño para algo más satisfactorio, como romperle la cara a Harrington. Pero para todo había un momento y un lugar apropiado. «No debo hacerlo aquí ni ahora.» Sin palabra ni gesto de saludo alguno, dejó atrás a Harrington y salió por la puerta.

– Lewis, espera. -Harrington lo siguió afuera-. Tengo que hablar contigo.

– Tengo prisa -soltó entre dientes y empezó a bajar los escalones que conducían a la calle-. Ya hablaremos luego.

– No, hablaremos ahora. -Harrington lo aferró por el hombro y él se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por la escalera. Quedó atrapado al apoyarse en el pasamanos metálico, pero en un arrebato de furia apartó a Harrington de un empujón.

– Quítame las manos de encima -dijo con un rugido apenas contenido.

Derek dio un paso atrás y Frasier quedó dos escalones más arriba. Se encontraban frente a frente. En los ojos de Harrington se observaba algo nuevo, retador.

– Y si no, ¿qué? -le preguntó Derek con calma-. ¿Qué harás conmigo, Frasier?

«No debo hacerlo aquí ni ahora.» Ya encontraría el momento.

– Tengo prisa. Me voy.

Se volvió para marcharse, pero Derek lo siguió, lo adelantó y se detuvo a esperarlo al pie de la escalera.

– ¿Qué harás conmigo? -repitió con más énfasis-. ¿Me pegarás? -Subió un escalón y miró hacia arriba de reojo-. ¿Me matarás? -masculló.

– Estás loco. -Él se dispuso a bajar la escalera pero Harrington volvió a aferrarlo por el brazo. Sin embargo, esta vez no lo pilló desprevenido y conservó el equilibrio apoyándose sobre la pierna sana.

– ¿Me matarás, Frasier? -le preguntó Harrington en voz igualmente baja-. ¿Igual que mataste a Zachary Webber? -Sacó una fotografía del bolsillo de su abrigo-. El parecido con tu soldado alemán es asombroso, ¿no crees?

Él miró la fotografía y mantuvo el semblante impasible a pesar de que el corazón empezó a acelerársele. Frente a él había una imagen del rostro de Zachary Webber en la que aparecía igual que el día en que lo recogió en la I-95 en las afueras de Filadelfia, donde hacía autostop. Zachary se dirigía a Nueva York con la intención de convertirse en actor. Su padre le había advertido que era demasiado joven, que primero debía acabar los estudios secundarios. Pero Zachary no le había hecho ningún caso. «Le demostraré quién soy -había asegurado-. Cuando sea famoso, se tragará todo lo que me ha dicho.»

Aquel día esas palabras resonaron en su cabeza. Eran iguales a las que él mismo había pronunciado a la edad de Zachary. Su encuentro era cosa del destino, como lo del tatuaje de Warren Keyes.

– Yo no lo veo -respondió con despreocupación. Cuando llegó a la calle se volvió a mirar a Derek a los ojos una vez más, mientras este seguía plantado en la escalera-. Deberías pensarlo mejor antes de hacer semejantes acusaciones, Harrington. Podrían volverse contra ti.


Martes, 16 de enero, 13:15 horas

Ted Albright frunció el entrecejo.

– Hoy has estado muy floja, «Juana».

Sophie miró a Ted Albright mientras se quitaba las reforzadas botas de los pies.

– Ya te he dicho que le pidieras a Theo que se encargara de la visita del caballero. El dolor de espalda me está matando. -También le dolía la cabeza. Y el amor propio-. Voy a comprarme algo para comer.

Cuando se disponía a marcharse, Ted la asió por el brazo con sorprendente suavidad.

– Espera.

Ella se volvió despacio, preparándose para otra discusión.

– ¿Qué? -le espetó, pero se interrumpió al ver la mirada de Ted. Marta tenía razón, Ted Albright era un hombre muy atractivo, pero en esos momentos sus anchos hombros aparecían alicaídos y su semblante, demacrado-. ¿Qué? -repitió en tono mucho más amable que la primera vez.

– Sophie, ya sé lo que piensas de mí. -Una de las comisuras de sus labios se curvó al ver que ella no respondía-. Y, lo creas o no, te admiro por no negarlo en estos momentos. No llegaste a conocer a mi abuelo, murió antes de que tú nacieras.

– Lo he leído todo sobre su vida como arqueólogo.

– Pero en ningún libro explica cómo era realmente. No era un… simple historiador. -Pronunció las últimas palabras en tono quedo. Luego sonrió-. Mi abuelo era… divertido. Murió cuando yo era niño, pero aún recuerdo cómo le gustaban los dibujos animados. Bugs Bunny era su personaje favorito. Me llevaba a caballito y era un gran fan de los Tres Chiflados. Le encantaba reírse. También amaba el teatro, igual que yo. -Suspiró-. Estoy tratando de que este lugar resulte atractivo para los niños, que puedan venir y… disfrutar de una verdadera experiencia. Sophie, estoy tratando de convertir esto en un lugar que a mi abuelo le habría encantado visitar.

Sophie se quedó parada un momento, sin saber qué decir.

– Ted, creo que ahora entiendo mejor lo que intentas hacer pero… venga ya. Yo sí soy una simple historiadora. Me resulta humillante tener que disfrazarme.

Él negó con la cabeza.

– Tú no eres así, Sophie. Tendrías que ver las caras de los niños al oírte hablar. Les encanta escucharte. -Dio un suspiro-. Tengo programadas varias visitas diarias durante semanas. Necesitamos los ingresos como agua de mayo -añadió en voz baja-. He invertido todo lo que tengo en este museo. Si el negocio no funciona, tendré que vender la colección, y no quiero hacerlo. Es todo cuanto me queda de él. Es su herencia.

Sophie cerró los ojos.

– Déjame pensarlo -musitó-. Me voy a comer.

– No olvides que a las tres te toca hacer de vikinga -gritó Ted tras ella.

– No -masculló, sintiéndose dividida entre la culpa y lo que seguía considerando un enfado más que justificado.

– Eh, Soph. Ven.

Quien le hablaba era Patty Ann, que se encontraba tras el mostrador de la entrada mascando chicle ruidosamente.

Con un suspiro, Sophie cruzó el vestíbulo. Ese día Patty Ann iba de actriz de Brooklyn, pero más bien parecía Stallone haciendo de Rocky. Sophie se apoyó en el mostrador y soltó:

– No me lo digas. Estás ensayando para actuar en Ellos y ellas.

– He recibido una oferta para un papel, y tú has recibido un paquete. -Patty Ann lo empujó hasta el borde del mostrador-. Dos paquetes en un mismo día. Te estás haciendo muy popular.

A Sophie se le pusieron los nervios de punta.

– ¿Sabes quién lo ha dejado?

Patty Ann sonrió con retintín.

– Pues claro. Una tía.

Sophie contuvo las repentinas ganas de estrangularla.

– Y esa tía, ¿tiene nombre?

– Pues claro. -Patty Ann hizo un globo de chicle-. Tiene un nombre muy largo: Ciccotelli-Reagan.

Aliviada y sorprendida al mismo tiempo, Sophie pestañeó.

– ¿No bromeas?

– Te lo juro. -La sonrisa de Patty Ann se tornó pícara-. Le he preguntado si tenía alguna relación con un policía que está como un tren y me ha contado que es su hermano. Luego me ha preguntado si yo era Sophie.

Sophie se horrorizó.

– Por favor, dime que le has dicho que no.

– Claro que le he dicho que no -soltó Patty Ann con un resoplido de indignación-. Yo quiero representar papeles interesantes. No te ofendas, Sophie, pero tú no eres ningún personaje interesante.

– Ah… Gracias, Patty Ann. Acabas de alegrarme el día.

La chica ladeó la cabeza, pensativa.

– Qué curioso. Es lo mismo que me ha dicho ella. Esa tía.

Aun sin conocerla, a Sophie le cayó bien la hermana de Vito.

– Gracias, Patty Ann.

Cuando llegó a su pequeño y oscuro despacho, cerró la puerta y se echó a reír. Patty Ann no era mala chica. Lástima que no le quedara bien la armadura, habría hecho muy bien de Juana de Arco. Aún sonriente, se sentó delante de su escritorio y abrió el paquete. Al verlo, abrió mucho los ojos. «¿Qué narices…?» Era un bolígrafo. No, no era eso.

Su sonrisa se desvaneció en cuanto reparó en qué era exactamente lo que estaba mirando. Sacó el cilindro plateado de la caja y pulsó con el pulgar el diminuto botón lateral. Un extremo se abrió y en él empezó a parpadear una luz azul mientras sonaba una discreta sirena.

Era una reproducción de juguete del dispositivo para borrar la memoria que aparecía en Hombres de negro. Sophie notó sus ojos llenarse de lágrimas al darse cuenta de lo que aquello significaba. Vito Ciccotelli le había ofrecido empezar de nuevo.

En la caja había una nota. La letra era de una mujer pero las palabras no. «Brewster es un imbécil. Olvídalo y rehaz tu vida. V.» Sophie no pudo evitar sonreír al leer la posdata. «No te olvides de quitarte las gafas de sol de color lila antes de utilizarlo; si no, no funcionará.» Una flecha señalaba el otro lado del papel, así que le dio la vuelta. «Todavía te debo una pizza. Dos puertas más abajo del edificio de la Universidad Whitman en el que trabajas las hacen buenísimas. Si te apetece que nos veamos, estaré allí cuando termines las clases esta noche.»

Sophie depositó la nota y el dispositivo de nuevo en la caja y se quedó un rato sentada, muy pensativa. Aceptaría la pizza. Sin embargo, ella le debía a Vito Ciccotelli mucho más que eso. Miró el reloj. Entre la visita de la reina vikinga y el seminario que impartía a última hora de la tarde no le quedaba mucho tiempo, pero haría lo que pudiera.

Vito no había conseguido ninguna información de Alan Brewster. Sophie ya lo sabía de antemano; le había dado su nombre más por tener la conciencia tranquila que por considerar de verdadera utilidad lo que Alan pudiera aportar a la investigación de Vito. No obstante, Étienne Moraux le había proporcionado una buena pista. Las piezas desaparecidas se encontraban en algún rincón del mundo. Era probable que siguieran en Europa. Pero ¿y si no era así? ¿Y si estuvieran en Filadelfia?

Étienne no conocía al hombre que había muerto, ni a ninguna de las figuras más destacadas del mecenazgo en Europa. La riqueza y la influencia le interesaban tan poco como a ella. Sin embargo, Sophie conocía a personas a quienes sí les importaban esas cosas.

Pensó en su padre biológico. Alex tenía muchos contactos en distintos ambientes sociales y políticos. No obstante, a ella siempre le había incomodado utilizar su posición y su influencia. En parte, su reticencia procedía de la evidente aversión que sentía su madrastra por la hija americana de su marido. Pero su vacilación se había enquistado sobre todo debido a la compleja relación entre Anna y Alex, y el resto de su árbol genealógico. Por eso solo recurría a su familia cuando era estrictamente necesario.

Claro que en ese caso lo era. Se trataba de hacer justicia. Volvería a servirse de la influencia de su padre. Quería pensar que a él le habría parecido bien. Tal vez los amigos de Alex conocieran al hombre que había muerto, aquel cuya colección había desaparecido. Tal vez conocieran a la familia y sus contactos. Si algo había aprendido en la vida a fuerza de tropezar era a no subestimar los rumores, fueran buenos o malos.

Abrió su agenda telefónica por la página en la que Alex Arnaud había anotado los números de sus amigos para que Sophie no estuviera sola en Europa cuando él faltara. En esa fase de su enfermedad los trazos de su letra ya eran finos e inseguros, pero aun así Sophie distinguía los nombres y las cifras. Conocía a aquellas personas desde que era niña, y todas le habían ofrecido su ayuda innumerables veces. Había llegado el momento de aceptarla.


Martes, 16 de enero, 13:30 horas

El corazón todavía le palpitaba con fuerza mientras conducía en dirección sur hacia Filadelfia por el mismo tramo de la I-95 donde había recogido a Zachary Webber el año anterior. Estaba nervioso y eso le hacía sentirse enfadado. El día no había ido tal como había planeado.

En primer lugar estaban las peticiones irracionales de Van Zandt. Doncellas de hierro, reinas de rasgos distintos y cabezas que estallaban al golpearlas. Creía que Van Zandt comprendía la importancia del realismo, y al final había resultado que el hombre era como todo el mundo.

Luego estaba Harrington. ¿De dónde demonios habría sacado aquella fotografía? En realidad eso daba igual. Nadie podría demostrar que había conocido a Zachary Webber, y mucho menos que le había apuntado con una Luger de 1943 en la cabeza y había apretado el gatillo. Harrington había tenido suerte con la deducción pero daba palos de ciego.

No obstante, era probable que en ese preciso momento el cabrón quejicoso estuviera en el despacho de VZ, tratando de convencerlo… ¿De qué? «¿De que me despida? ¿De que me denuncie a la policía?» Van Zandt nunca haría ninguna de las dos cosas. Tenía una invitación para Pinnacle y no podía asistir de vacío. «Me necesita.» Por desgracia, él también necesitaba a Van Zandt. De momento.

Por otra parte tenía que ocuparse de Harrington, y enseguida. Por de pronto habría ido a quejarse a Van Zandt y luego iría con el cuento a otro sitio, a alguien que tal vez lo escuchara. Van Zandt afirmaba que Harrington había dejado de resultar útil y que lo suyo duraba demasiado.

Se rió entre dientes. El hombre no tenía ni idea de lo proféticas que resultaban sus palabras. Se ocuparía de Harrington, pero por el momento tenía que acudir a una cita.


Martes, 16 de enero, 13:30 horas

Pasó una hora y media antes de que Derek pudiera entrar al despacho de Jager, tiempo que utilizó para planear cómo exponerle a su socio sus sospechas sobre Frasier Lewis sin parecer un lunático. Para cuando hubo terminado Jager tenía el entrecejo arrugado por completo. Sin embargo, en sus ojos Derek observó aburrimiento e indiferencia.

– Tu acusación, Derek, es muy seria.

– Claro que es seria, Jager. No es posible que te quedes sentado tan tranquilo y me digas que no ves ningún parecido entre el chico desaparecido y el personaje de Lewis.

– No niego que se parecen. Pero de eso a acusar a un empleado de asesinato a sangre fría va mucho trecho.

– Él ni siquiera reconoce el parecido. Es un cabrón insensible.

– ¿Y qué esperabas que dijera? Lo has acusado de asesinato. Tal vez creías que iba a decirte: «Tienes razón, secuestré a Zachary Webber, le apunté con una pistola en la cabeza, le volé los sesos y lo convertí en un personaje de videojuego.» -Ladeó la cabeza con expresión desconcertada-. ¿Te parece normal?

No se lo parecía, por lo menos explicado así. Pero Derek presentía que algo no iba bien.

– Entonces, ¿cómo lo justificas? -Golpeteó con el dedo sobre la fotografía-. El chico desaparece y, de repente, sale en Tras las líneas enemigas. Qué casualidad.

– Lo vio en alguna parte. Joder, Derek, ¿cómo te inspirabas tú?

«Te inspirabas.» En pasado. Derek notó que una creciente sensación de desespero le atenazaba el pecho.

– No sabes nada de Lewis. ¿Cuál era su experiencia antes de que lo contrataras en oRo?

– Sé lo que necesito saber. -Jager deslizó una hoja de papel sobre el escritorio.

En la fotografía Derek observó a Jager con expresión satisfecha bajo un titular que rezaba: oRo da el golpe. La prometedora empresa obtiene un puesto en Pinnacle.

– Así que lo has conseguido -dijo Derek sin entusiasmo.

– Sí, lo he conseguido.

Enfatizó el verbo en primera persona.

– Quieres que me vaya.

Jager arqueó las cejas con una flema exasperante.

– Yo no he dicho eso.

De pronto la desesperación cesó y Derek supo lo que tenía que hacer. Se puso en pie lentamente.

– Lo he dicho yo. -Se detuvo en la puerta y se volvió a mirar al hombre a quien un día había considerado su mejor amigo-. ¿He llegado a conocerte de verdad alguna vez?

Jager seguía tan tranquilo.

– El personal de seguridad te acompañará a tu despacho a recoger las cosas.

– Tendría que desearte buena suerte, pero no sería sincero. Espero que obtengas lo que te mereces.

La mirada de Jager se tornó fría.

– Ahora ya no formas parte de esta empresa. Consideraré cualquier movimiento para desacreditar a mis empleados una calumnia y no pararé hasta llevarte a los tribunales.

– Dicho de otro modo: «Deja en paz a Frasier Lewis» -dijo Derek con amargura.

La sonrisa de Jager resultó una visión espantosa.

– Después de todo, sí que me conoces.


Nueva Jersey,

martes, 16 de enero, 14:30 horas

Vito cruzaba en coche el pequeño y tranquilo barrio de Jersey, siguiendo las indicaciones de Tim Riker. Había dejado a Andy en su tienda, buscando entre los registros de ventas aquellas que correspondían a espadas y manguales, y acudía a reunirse con Tim y Beverly, que lo esperaban frente a una casa.

– ¿Esta es la casa de Brittany Bellamy? -preguntó al salir del coche, y Beverly asintió.

– Sus padres viven aquí. La única dirección que Brittany comunicó en todos sus empleos corresponde a un apartado de correos de Filadelfia. Si no está aquí, supongo que sus padres podrán indicarnos dónde vive.

– ¿Habéis hablado ya con sus padres?

– No -respondió Tim-. Te estábamos esperando. Uno de los fotógrafos que cita en su currículum nos ha explicado que contrató a Brittany para un anuncio de una joyería local la primavera pasada.

– El anuncio era de anillos. -La mirada de Beverly se ensombreció-. La imagen solo mostraba sus manos.

– Nick y yo creemos que el asesino eligió a Warren por el tatuaje. Tal vez lo atrajera el hecho de que Brittany mostrara las manos en el anuncio, puesto que luego le hizo posar con ellas juntas. ¿Denunciaron su desaparición?

– No -dijo Tim con mala cara-. Puede que no sea nuestra víctima.

– Vamos a averiguarlo. -Vito se dirigió el primero hacia la puerta y llamó. Al cabo de un minuto abrió una chica. Debía de tener unos catorce años y era de una estatura parecida a la de la víctima. Tenía el pelo del mismo tono castaño oscuro. En la mano llevaba una caja de pañuelos de papel.

– ¿Sí? -preguntó con la nariz tapada y la voz amortiguada por el cristal de la contrapuerta.

Vito le mostró la placa.

– Soy el detective Ciccotelli. ¿Están tus padres?

– No -dijo sorbiéndose la nariz-. Los dos están trabajando. -Entornó los cargados ojos-. ¿Por qué?

– Estamos buscando a Brittany Bellamy.

La chica alzó la barbilla y volvió a sorberse la nariz.

– Es mi hermana. ¿Qué ha hecho?

– Nada. Solo queremos hablar con ella. ¿Puedes decirnos dónde vive?

– Aquí no. Ya no.

Beverly dio un paso adelante.

– Entonces, ¿podrías decirnos dónde vive?

– No lo sé. Miren, será mejor que hablen con mis padres. Estarán en casa a partir de las seis.

– ¿Puedes darnos los números de teléfono de los trabajos de tus padres? -insistió Beverly.

Su mirada somnolienta se llenó de miedo.

– ¿Qué le ha ocurrido a Brittany?

– No estamos seguros -respondió Vito-. Es necesario que hablemos con tus padres.

– Esperen aquí. -Cerró la puerta y Vito oyó el ruido del cerrojo. Al cabo de dos minutos la puerta volvió a abrirse y la chica apareció con un teléfono inalámbrico. Se lo tendió a Vito-. Mi madre está al aparato.

– ¿Es la señora Bellamy?

– Sí. -La voz de la mujer expresaba desesperación y enfado-. ¿Qué es eso de que son policías? ¿Qué ha hecho Brittany?

– Soy el detective Ciccotelli, del Departamento de Policía de Filadelfia. ¿Cuándo vio a Brittany por última vez?

– Dios mío. Está muerta. -La mujer se estaba poniendo histérica-. Dios mío.

– Señora Bellamy, por favor. ¿Cuándo…? -Pero los sollozos de la mujer eran demasiado fuertes para que lo oyera. Los ojos de la jovencita se llenaron de lágrimas. Le arrancó el teléfono de la mano a Vito.

– Mamá, ven a casa. Llamaré a papá. -Colgó y aferró el teléfono contra su pecho con las dos manos, del mismo modo que Warren Keyes aferraba la espada-. Fue después de Acción de Gracias. Mi padre y ella se pelearon porque había dejado los estudios de odontología para ser actriz. -Pestañeó y las lágrimas le rodaron por las mejillas-. Se marchó de casa, dijo que se las apañaría sola. Esa fue la última vez que la vi. Está muerta, ¿verdad?

Vito exhaló un suspiro.

– ¿Tenéis ordenador?

La chica frunció el entrecejo.

– Sí. Es nuevo.

– ¿Cómo de nuevo, cariño? -preguntó Vito.

– Tiene un mes, más o menos. -La chica titubeó-. Justo después de que Brittany se marchara, el anterior se estropeó. Mi padre se puso frenético. No tenía ninguna copia de seguridad.

– Necesitamos un permiso de tus padres para registrar la habitación de Brittany.

Ella apartó la mirada, le temblaban los labios.

– Llamaré a mi padre.

Vito se volvió hacia Beverly y Tim.

– Yo me quedo aquí. Volved a la comisaría y empezad a buscar a la tercera víctima de la fila en tupuedessermodelo.com.

– Es el tipo del mangual -dijo Tim con gravedad-. No podemos contar con que su nombre aparezca en los informes de desaparecidos. Aunque hubieran denunciado la desaparición de Brittany, es posible que al ser de Jersey no apareciera en los informes de Filadelfia.

– La base de datos permite realizar búsquedas por características físicas. Si no lo conseguís, avisad a Brent Yelton, del departamento de informática. Decidle que lo llamáis de mi parte y pedidle si puede conseguir un listado de las personas con quienes contactaron los mismos días en que consultaron los currículums de Warren y Brittany. Me apuesto cualquier cosa a que ese tipo no tuvo suerte a la primera. Tal vez encontremos a alguien que habló con él y que todavía vive y tiene el ordenador intacto.

Bev y Tim asintieron.

– Eso haremos.

La chica estaba de nuevo en la puerta.

– Mi padre está en camino.

En la pared de la casa había una hornacina.

– ¿Conocéis a algún sacerdote?

La chica asintió con gesto débil.

– Lo llamaré también.


Martes, 16 de enero, 15:20 horas

Munch llegaba tarde. Gregory Sanders miró el reloj por décima vez en el mismo número de minutos. Tenía la impresión de destacar sobremanera sentado en el bar donde Munch le había prometido encontrarse con él. Solo sabía que tenía que buscar a un hombre que caminaba con la ayuda de un bastón.

La camarera se detuvo junto a su mesa.

– No puede quedarse aquí si no pide nada.

– Estoy esperando a una persona. De todos modos, tráigame un gin-tonic.

La chica ladeó la cabeza y lo examinó de cerca.

– Le he visto en alguna parte, estoy segura. -Chascó los dedos-. Servicio de limpieza séptica Sanders. -Sonrió-. Me encantaba ese anuncio.

Él mantuvo una firme sonrisa de cortesía mientras la chica se alejaba. Había realizado anuncios muy sofisticados para campañas nacionales, pero toda persona que hubiera crecido en Filadelfia recordaba aquel estúpido spot en que su padre había obligado a sus seis hijos a aparecer. Nadie que hubiera visto aquel spot lo tomaría en serio jamás, y él necesitaba que lo tomaran en serio. Necesitaba que Ed Munch lo contratara para aquel trabajo.

Greg palpó la navaja que se había guardado en la manga. Lo que en realidad necesitaba era pillar al viejo desprevenido para robarle hasta dejarlo limpio. Sin embargo, no podía permanecer mucho más tiempo allí sentado. Aquellos tipos querían su dinero, sin dilación.

Notó la vibración de su móvil en el bolsillo y dio un rápido vistazo alrededor, preguntándose si lo habrían descubierto. No; llevaba un móvil desechable y solo Jill tenía su número.

– ¿Diga?

Se incorporó en el asiento. Jill estaba llorando.

– ¿Qué pasa?

– Eres un cabrón. Han estado aquí, en mi casa. Lo han revuelto todo para buscarte. Y luego la han tomado conmigo.

Estaba histérica, gritaba tan fuerte que a Greg le dolían los oídos.

– ¿Qué te han hecho? -preguntó. El miedo le atenazaba el vientre-. Mierda, Jill, ¿qué te han hecho esos hijos de puta?

– Me han pegado, y me han roto dos dientes. -Se calló de repente-. Y dicen que mañana será peor, así que tengo que buscar algún sitio donde esconderme. Te advierto que no respondo de mí. Será mejor que te encuentren ya, porque como te encuentre yo primero te mataré con mis propias manos.

– Jill, lo siento.

Ella soltó una áspera carcajada.

– Ya lo creo que lo sientes. Como decía siempre mi padre. Y el tuyo.

Colgó el teléfono y Greg exhaló un largo y fuerte suspiro. Si aquellos hombres lo encontraban, le darían una paliza. Y si por algún milagro sobrevivía, tendría la cara tan desfigurada que le sería imposible trabajar durante semanas enteras. Tenía que conseguir dinero ese mismo día.

Munch se retrasaba casi media hora. Era obvio que el anciano no pensaba acudir a la cita. Greg se puso en pie y salió del restaurante sin saber muy bien adónde dirigirse. Lo único que sabía era que tenía que conseguir el dinero. Mientras se planteaba robar alguna pequeña tienda de las que abrían las veinticuatro horas, llegó a la parada del autobús y decidió tomar el siguiente. No tenía ni idea de adónde iría. Lejos de Filadelfia, lo más probable.

– ¿Señor Sanders?

Greg se dio media vuelta con el corazón desbocado. Por suerte solo se trataba de un anciano con bastón.

– ¿Munch?

– Lo siento, señor Sanders. Se me ha hecho tarde. ¿Sigue interesado en mi documental?

Greg observó al hombre. En sus tiempos había sido un tipo corpulento; en cambio ahora se lo veía frágil y encorvado.

– ¿Me pagará al contado?

– Por supuesto. ¿Tiene coche?

Greg lo había vendido hacía tiempo.

– No.

– Entonces iremos en mi camioneta. La tengo aparcada enfrente del siguiente edificio.

En cuanto tuviera el dinero en mano, le robaría la camioneta al hombre y se daría el piro.

– Vamos.


Martes, 16 de enero, 16:05 horas

El teléfono del despacho de Sophie estaba sonando cuando la chica entró en él después de la visita de la reina vikinga. Corrió a descolgar el auricular. En Europa eran más de las diez, y a esas horas los hombres a quienes había telefoneado estarían terminando de cenar.

– ¿Diga?

– Doctora Johannsen. -Era una voz altiva y refinada que había oído anteriormente.

Sophie exhaló un suspiro. No la llamaban desde Europa. Era Amanda Brewster.

– Sí.

– ¿Sabe quién soy?

Sophie miró la caja con la rata y notó que una ira renovada la embestía como una ola. Había planeado ofrecer al pobre animal un entierro decente cuando saliera del trabajo.

– Una cerda morbosa.

– Veo que le falla la memoria. Ya le dije una vez que se mantuviera alejada de mi marido.

– Y a usted le falla el oído. Ya le dije que no quiero a su marido para nada. Ni siquiera tengo ganas de volver a verlo. No tiene que preocuparse por mí, Amanda. De hecho, si yo fuera usted, me preocuparía más por la rubia que su marido tiene como ayudante du jour.

– Si usted fuera yo, estaría con Alan -dijo con engreimiento, y Sophie alzó los ojos con exasperación.

– Necesita la ayuda de algún especialista.

– Lo que necesito es que todas las putillas dejen en paz a mi marido -soltó Amanda con los dientes apretados-. Ya le dije la última vez que la descubrí que…

– Usted no me descubrió -repuso Sophie, irritada-. Fui yo quien se lo confesé a usted. -Lo cual había sido el segundo gran error de Sophie; el primero fue creer que Alan Brewster la amaba de veras. Cometió la estupidez de pensar que la esposa de un donjuán debía saber qué pie calzaba su marido, pero Amanda Brewster no la había escuchado, y tampoco ahora lo hacía.

– … arruinaría su carrera -prosiguió Amanda como si Sophie no hubiera pronunciado palabra.

A la mujer no le había hecho falta arruinarle la carrera. Ya se encargaron de ello Alan y sus secuaces con sus comentarios llenos de alusiones sexuales. Y estaban volviendo a la carga.

La idea le reventaba. Tomó el juguete que Vito le había enviado. Ojalá funcionara a través del teléfono, ojalá pudiera hacer desaparecer aquel episodio de la faz de la Tierra para siempre. No obstante, era imposible que eso sucediera y ya iba siendo hora de empezar a aceptarlo. Se había apartado de Alan diez años atrás, avergonzada por lo que había hecho y asustada por las amenazas de Amanda para destruir su carrera. Aún estaba avergonzada pero no pensaba volver a huir.

– Busque ayuda, Amanda. A mí ya no me asusta.

– Pues debería. Mírese -gritó Amanda-. Trabaja en un museo de pacotilla para un idiota. Si ahora le parece que su carrera está por los suelos -dijo riéndose sin un ápice de histerismo-, cuando haya terminado con usted se encontrará excavando alcantarillas.

Sophie soltó una risa ahogada. «Excavando alcantarillas» eran las mismas palabras que Amanda había utilizado diez años atrás. Con veintidós años, Sophie le había creído. Con treinta y dos sabía distinguir los disparates pronunciados por una mujer mentalmente desequilibrada. Probablemente Amanda Brewster merecía que la compadeciera. Tal vez dentro de diez años lo hiciera.

– Ya que no piensa creerse nada de lo que le diga sobre Alan, créase esto: si vuelve a enviarme otro paquete como el de esta mañana, llamaré a la policía.

Colgó el teléfono y se quedó mirando el pequeño despacho sin ventanas. Amanda tenía razón en algo; verdaderamente trabajaba en un museo de pacotilla.

Pero no tenía por qué ser así. Amanda se equivocaba en otra cosa; Ted no era ningún idiota. Esa mañana Sophie había reparado en las caras de los visitantes. Se lo estaban pasando bien y al mismo tiempo aprendían. Ted tenía razón. Mantenía con vida el legado de su abuelo de la mejor manera que sabía hacerlo. «Y me ha contratado para que lo ayude.» La verdad era que hasta el momento no le había resultado de gran ayuda.

El motivo era que se había pasado los últimos seis meses compadeciéndose a sí misma. Se consideraba una importante arqueóloga que se había visto obligada a abandonar la excavación de su vida.

– ¿Cuándo me convertí en semejante esnob? -se preguntó en voz alta. El hecho de no estar trabajando en Francia no quería decir que allí no pudiera hacer algo importante.

Miró las cajas que saturaban su despacho, apiladas hasta el techo. La mayoría contenían piezas de la colección de Ted Primero a las que Ted y Darla no habían encontrado sitio en el museo. Ella les buscaría un espacio.

Se miró la mano y reparó en que aún asía el dispositivo para borrar la memoria. Lo depositó en la caja con cuidado. Había retomado su vida personal al aceptar la invitación de Vito para cenar, y pensaba empezar a retomar su vida profesional en ese preciso instante.

Encontró a Ted en su despacho.

– Ted, necesito un poco de tiempo.

Él entornó los ojos.

– Tiempo, ¿para qué? Sophie, ¿piensas marcharte?

Ella abrió mucho los ojos.

– No, no me marcho. Quiero tiempo para preparar una exposición. Tengo unas cuantas ideas. -Sonrió-. Son ideas divertidas. ¿Dónde puedo montarla?

Ted le devolvió la sonrisa.

– Tengo el lugar adecuado. Bueno, falta acabar de adecuarlo pero confío en que en pocos días lo tendrás listo.


Martes, 16 de enero, 16:10 horas

Munch se había pasado la primera media hora de trayecto hablándole a Greg Sanders del documental que estaba realizando. Se trataba de una nueva visión de la vida cotidiana en la Europa medieval.

«Dios Santo -pensó Greg-, menudo plomo.» Aquello resultaría peor para su carrera que el anuncio del servicio de limpieza séptica Sanders.

– ¿Dónde están los otros actores?

– Empezaré a filmarlos la semana que viene.

O sea que estarían a solas. Munch no le había pagado a nadie más, así que tendría un montón de dinero en casa.

– ¿Cuánto falta para llegar a su estudio? -quiso saber Greg-. Debemos de llevar ya ochenta kilómetros.

– No falta mucho -respondió Munch. Sonrió y un escalofrío recorrió la espalda de Greg-. No me gusta molestar a los vecinos, por eso vivo donde nadie pueda oírme.

– ¿Por qué tendría que molestarlos? -preguntó Greg sin estar seguro de querer oír la respuesta.

– De vez en cuando hospedo a grupos de recreación medieval.

– ¿Se refiere a gente que organiza torneos y esas comedias?

Munch volvió a sonreír.

– Exacto, esas comedias. -Abandonó la autopista-. Esa es mi casa.

– Qué bonita -musitó Greg-. De estilo clásico Victoriano.

– Me alegro de que le guste. -Enfiló el camino de entrada-. Entre.

Greg siguió a Munch con impaciencia, el anciano andaba muy lento con el dichoso bastón. Una vez dentro, miró alrededor preguntándose dónde debía de guardar el hombre el dinero.

– Es por aquí -le indicó Munch, y lo condujo hasta una habitación llena de trajes. Algunos estaban colgados en perchas mientras que otros se encontraban colocados en maniquís sin rostro. Parecían unos grandes almacenes medievales-. Póngase esto. -Munch señaló un hábito de fraile.

– Primero págueme.

Munch pareció enfadarse.

– Le pagaré cuando esté conforme con su trabajo. Vístase. -Se volvió para marcharse y Greg supo que si no lo hacía entonces, no lo haría nunca.

«Hazlo.» Rápidamente sacó la navaja, se situó detrás de Munch, le rodeó el cuello con el brazo y le presionó la garganta con el filo.

– Me pagarás ahora mismo, viejo. Ve despacio a donde guardas el dinero y no te haré daño.

Munch se quedó quieto. De repente, con un movimiento rápido aferró el pulgar de Greg y se lo retorció. Greg gritó de dolor y la navaja cayó al suelo. Enseguida tuvo el brazo en la espalda y un segundo más tarde estaba en el suelo, bajo la rodilla de Munch.

– Eres un cabronzuelo -dijo Munch, y su voz no sonó como la de un anciano.

Greg apenas podía oír nada más que el martilleo de su cabeza. Notaba un dolor atroz, en el brazo, en la mano. Era insoportable. ¡Crac! Greg gritó al partírsele la muñeca. Luego soltó un gemido cuando a su codo le ocurrió lo mismo.

– Esto es por intentar robarme -soltó Munch. Agarró a Greg por el pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo-. Esto es por llamarme viejo.

Greg sintió que las náuseas lo invadían cuando Munch se puso en pie y se guardó la navaja en el bolsillo. «Busca ayuda.» Rebuscó en su bolsillo y abrió a tientas el móvil con la mano izquierda. Solo tuvo tiempo de pulsar una tecla antes de que Munch le estampara una patada en los riñones.

– Las manos fuera de los bolsillos. -Munch introdujo un pie bajo el estómago de Greg y lo colocó boca arriba. Greg no pudo más que observar horrorizado cómo Munch se despojaba del peluquín gris. No era ningún viejo. No tenía el pelo cano, sino que era totalmente calvo. Munch tiró de su perilla y la depositó junto al peluquín. Por último se quitó las cejas. A Greg se le hizo un nudo en el estómago a medida que el simple miedo dejaba paso al terror, glacial e intensísimo. Munch no tenía cejas. No tenía nada de pelo.

«Me matará.» Greg tosió y notó el sabor de la sangre.

– ¿Qué piensa hacer?

Munch le sonrió.

– Cosas terribles, Greg. Cosas verdaderamente terribles.

«Grita.» Pero cuando lo intentó, lo único que brotó de su garganta fue un patético gruñido.

Munch abrió los brazos.

– Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos. -Se inclinó hasta que todo cuando Greg pudo ver fueron sus ojos, de mirada fría y violenta-. Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.

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