TREINTA Y CUATRO

Tuvo miedo, de repente, porque vio una sombra que antes no estaba en aquel lugar. Todos se habían marchado, ya no había razón para que nadie quedara en la sala de espera. Era un perfil, ahora lo veía, un perfil de alguien que estaba sentado a contraluz, muy derecho, en el extremo de una silla, como si acabara de iniciar una espera y no tuviera la más pequeña prisa.

– ¿Quién está ahí? -preguntó.

Y luego se quedó dudando de si su voz había sido firme o no. Porque ya sabía que era miedoso, ya lo había podido comprobar otras veces. Claro que no era muy probable que nadie viniera a robar a un Hospital. Tal vez fuera algún enfermo rezagado, que se hubiera quedado dormido sin darse cuenta de que los médicos y los enfermos se habían marchado hacía ya tiempo, y sin darse cuenta, también, de que la noche había caído y la ciudad presentaba ahora, bajo la tenue lluvia, su otra cara, la fisonomía perversa de una oscuridad sin gentes y sin niños. Tal vez, incluso, no fuera una persona. A lo mejor, aquello que parecía un perfil humano era cualquier cosa, cualquier silla, cualquier ropa. Pero no, puesto que se movía. Y desaparecían aquellas breves prominencias que había identificado como una nariz y un mentón, puesto que la cara se había vuelto y le estaba mirando. Pero nada se movía ahora, nada, después de aquel pequeño movimiento.

Avanzó y sus dedos buscaron el interruptor. Tardó bastante en encontrarlo recorriendo la fría pared, y además tuvo que acercarse a la persona, tuvo que dar un paso al frente mientras contenía la respiración. Pero ya no tenía por qué temer: estaba allí. Era la muchacha de la última vez, y se le había quedado mirando de una manera muy extraña, muy poco corriente, como si nada de lo que sucediera le interesara lo más mínimo.

– Soy yo, Sabatina -dijo ella.

El enfermero pensó en algo que decir, en algo que evitara aquel absurdo contemplarse, que ya estaba resultando demasiado largo. Pero antes se cercioró de que nadie llegaba por el corredor, ni una enfermera, ni un médico, y no supo muy bien por qué se había querido cerciorar sobre aquello, puesto que él estaba en su trabajo y no tenía ninguna culpa de que la chica hubiera venido por la noche.

– Pero es muy tarde -dijo entonces-. Ya no queda nadie, todos se han marchado.

Y luego, ahora recordaba, se hallaba el asunto de la verja. Porque aquella muchacha tenía que salir en seguida, y la verja se cerraba a las diez en punto de la noche.

– Me dijiste que volviese -dijo ella-. Tengo los siete pesos.

Así que se tuteaban, y seguramente lo hacían porque era de noche, precisamente, y porque estaban solos y era completamente anómala aquella situación.

– Ya no es posible -dijo el enfermero-. Los médicos se han ido. Debiste haber venido antes. ¿Te sigue molestando la cadera?

– He venido antes, pero había mucha gente. Algunos se han marchado sin que les llegara su turno, pero yo he preferido esperarte.

– Pero yo no puedo… Es completamente imposible. ¿Tanto te duele la cadera?

– No puedo dormir. Además, ya estoy sola.

– ¿Sola? No sé de qué me estás hablando.

– Sola, sí. Aquel hombre, el hombre con el que vivía, ya no está a mi lado. Ahora estoy sola; no me gusta nada.

– ¿Te ha dejado?

– No, no: se lo han llevado. La policía.

– La policía… Escucha, ya no quiero líos. No puedo estar aquí hablando contigo expuesto a cualquier cosa, expuesto a que pase alguien y me vea. ¿Por qué le han llevado?

– Luego me enteré. Al principio, sabía que le perseguían, pero no sabía nada, no tenía la menor idea. Dicen que puso una bomba.

– Jesús, una bomba. Santo Cielo, una bomba. ¿Qué quería hacer con esa bomba?

– Matar a alguien. No sé a quién, nadie me lo ha dicho.

– Dios Santo, qué ideas. Matar a alguien con una bomba. No me extraña lo de la cadera, no me puede extrañar. ¿Por qué le quería matar? ¿Sabes eso?

– No, no sé nada. Y estoy sola. Llevo dos días sola. Es horrible, sin tener a nadie al lado. Me aburro de una manera tan grande, tan grande.

– Pero tendrás amigos, amigo. Alguien habrá, alguna persona de la familia. Alguien habrá.

– No hay nadie, no hay nadie. Yo no soy de esta ciudad. Solamente conocía a ese hombre, porque llegué aquí y le conocí y todo el tiempo estaba conmigo. Y no salía para nada, no salía nunca. No me gustaba salir. Por eso he venido.

– Pero yo… No entiendo nada, no sé por qué has venido. Es inútil, a estas horas, porque los médicos no están, y los rayos X no funcionan. Todo está apagado, sólo quedan los turnos de guardia.

– Yo me volveré loca, así. Ya he conseguido siete pesos.

– Pero, Jesús, Jesús… Todo esto es muy raro, yo me juego el puesto. ¿Cómo los has conseguido?

– Me quedé sola y no tenía nada, nada de dinero. Salí a la calle y busqué un bar, un bar al que solía ir él…

Y había un ciego, y le pedí el dinero. Pero no me lo quiso dar, y yo me fui. Pero salió detrás de mí, con mucha prisa, llamándome y parándose luego a escuchar, para saber por dónde iba yo…

– Jesús, qué cosas, qué cosas… Un ciego. ¿Y te lo dio, te dio luego el dinero?

– Me decía que no me podía ver, que era imposible que me diera tanto dinero sin saber tan siquiera si yo le gustaba o no. Pero luego me llevó con él y me dio el dinero.

– Pero todo eso es una locura, una locura. No se puede andar buscando ciegos y pidiéndoles dinero… Es una vergüenza, además. Y ciego, un hombre ciego.

– He venido porque me dolía la cadera, y porque me acordaba de que la última vez…

– ¿Qué? ¿Qué?

– Solamente que, la última vez, al tocarme la cadera, me parecía como si…

– Ah, no. Yo, no. Por supuesto que…

– Solamente me lo pareció, pero me quedé dudando, sin saberlo… Pensé que era mejor reunir los siete pesos, de todas formas.

– Ni pensarlo, ni pensarlo tan siquiera… ¿Yo? Solo que tenía que hacerlo, que tenía que tocarte la cadera para saber si había fractura…

– Pero yo no puedo volver así a casa, ahora, para quedarme luego sola. Y también sé que mañana estaré sola.

– Tú tienes que comprender que yo… ¿Y ya sabes si soy casado o si vivo con alguna mujer?

– No, no lo sé.

– Pues no, pues no vivo con nadie. Pero no se te había ocurrido pensarlo. Y además, ya no vas a poder salir del Hospital, porque la verja está cerrada. Y cualquiera puede llamarme ahora, o pasar por este corredor y vernos… ¿Y entonces? ¿Y entonces? No, no hables. No digas nada. Es mejor que yo piense alguna cosa…

Recordó la puerta de atrás, la puerta vieja. Claro que había una portería, y un vigilante tenía la obligación de… Pero no era muy probable. Y se quitó nerviosamente la bata, pensando que se lo estaba jugando todo. Y además no sabía por qué iba a hacer aquello, no estaba seguro ni si la chica le gustaba. Creía que era muy delgada, que no le gustaba mucho. Pero fueron juntos, con mil sigilos, hasta la puerta de atrás.

– No vayas a hablar -dijo él-. Ahora, cuando salgamos del edificio y vayamos por ese camino, yo me volveré para saber si alguien está asomado en las ventanas. No pises fuerte, porque el camino está lleno de grava y ese ruido se oye desde cualquier parte…

No había nadie, en las ventanas, pero el enfermero estuvo a punto de volverse atrás, porque llovía, y se había dejado olvidado el paraguas. Pero decidió seguir, porque una tontería como aquella podía estropearlo todo. Y no estuvo completamente tranquilo hasta que salieron del todo del Hospital, e incluso hasta que se alejaron prudentemente, porque cualquiera de los grandes coches que pasaban a cada momento podía ser de algún médico. Y los faros les enfocaban antes de que cada coche les rebasara.

Luego se adentraron por la ciudad, por las calles menos oscuras que él recorría siempre. No dejaba de vigilar a cada uno de los hombres con los que se cruzaban. Ella dijo:

– Está muy cerca de aquí.

– ¿Qué es lo que está cerca? -preguntó él-. ¿Es que vamos a…?

– Mi casa, la casa donde yo vivía con él. No me echarán si pago la renta todos los meses.

– Pero él volverá alguna vez, volverá.

– No, ya no volverá. Todos me decían en aquel bar que él ya no volvería, que yo me quedaría sola del todo…

– Pero yo no puedo ir a esa casa -dijo él, pero siguió caminando-. Y además, está lo del ciego… Me parece horrible tener que haber ido con un ciego.

Siguieron andando, y cuando la lluvia arreció, empezaron a correr. Hasta que la cadera de Sabatina se resintió, y hubieron de aguantar el chaparrón a paso lento, sintiendo cómo los cabellos se les quedaban pegados a la cabeza y el agua les resbalaba por el cuello, cuerpo adentro.

– Cualquiera sabe -dijo él, cuando entraron en el portal. Era un portal espantosamente feo-. Imagínate que ahora vuelva la policía, los del B. A. S., que ahora quieran detenerte también a ti, que te acusen de complicidad o de algo parecido… Cualquiera sabe lo que pasaría entonces conmigo.

– Ya no volverán. Se lo llevaron, y era eso lo que querían. Cuidado, no pises fuerte; ya todos estarán dormidos…

– ¿Todos? ¿Todos? ¿Hay más gente?

– La casa está llena de gente. Pero el piso, no. El piso está vacío.

– Vacío… Yo no sé si puedo… Además, mañana tengo que levantarme a las seis, a las seis.

– Yo te despertaré. Puedo despertarme cuando quiera.

– No me gusta esta casa. ¿Quiénes viven en los otros pisos?

– Pero no te pares en la escalera, no te quedes quieto. Vive gente, como en todas partes.

Él se dio cuenta de que las manos le temblaban, de que seguía lleno de miedo, pero de que ahora era miedo de otra clase. Un miedo distinto, mejor miedo que el de antes. El ruido que hizo la llave en la cerradura fue muy grande, estruendoso casi, o a él se lo pareció. Y también el de los goznes, al girar la puerta. De dentro llegaba un poco de tufo, un ambiento caliente de vivienda cerrada.

"Habrá que abrir alguna ventana", pensó, de pronto.

– Anda, pasa -dijo Sabatina-. No nos vamos a quedar en la puerta toda la noche.

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