CUARENTA Y SIETE

La comitiva entró lentamente en el despacho del Presidente. Leonardo levantó los ojos y se encontró ante la mirada de Avelino Angulo.

– Dejadnos solos – dijo el Presidente.

Hubo una vacilación, muy breve, entre los acompañantes. Era extraño que ninguno de los dos bajara la mirada, que ninguno pareciera estar avergonzado de nada. La guardia del Presidio salió fuera, y desde el despacho se escucharon los ruidos que producían al instalarse en la antesala.

– Lo siento, Angulo -dijo Leonardo, cuando estuvieron solos-. Pero necesito su muerte.

Angulo no dijo nada. Estaba muy blanco, muy delgado, y todo ello quedaba acentuado porque se había negado a afeitarse.

– Me gustaría saber que no me desprecia -siguió Leonardo. Suspiró, como si las cosas que viera a su alrededor le fastidiasen-. Pero sería pedirle un imposible.

Y luego, odiando aquel silencio que les rodeaba, añadió:

– Por favor, diga algo. Algo.

– Usted me ha llamado. He venido a escucharle.

– Esto va a ser muy breve, entonces, porque yo no tengo mucho que decirle… Creo que le he llamado para darle una oportunidad de…

No sabía de qué.

– ¿De que yo le diga lo que pienso? -preguntó Angulo.

– Sí, quizá sea eso.

– Si yo le insultara -dijo Angulo, con voz pausada -, ¿consideraría que la deuda está saldada?

– No. Me gustaría saber que no existe ninguna deuda.

Suspiró. Luego añadió:

– Me desazona esa fe que usted tiene en las cosas, esa fe con la que ha obrado al matar al Presidente anterior. Por supuesto que existe una deuda. Usted se ha llevado la peor parte de todo.

Angulo dijo:

– Yo ya no tengo fe en casi nada. -Resultaba increíble que hubiera adelgazado de aquella manera, que su mismo cuerpo pareciera querer acercarse sólo a la muerte. Era como si el final le surgiera desde dentro-. Pero sé que Salvano volverá algún día.

Leonardo sonrió con tristeza.

– No debía haber dicho eso.

– Sí, sé que volverá. Tiene que ser así. Yo no he podido conseguirlo, ahora, pero tampoco usted lo podrá impedir. Salvano llegará algún día, porque este pueblo le necesita. Yo siento dentro de mí como si fuera inútil tratar de impedir su regreso al Poder.

– Eso que me ha dicho ¿es como una maldición? -preguntó Leonardo. Trató de sonreír, dolorosamente.

– Es como una esperanza. No para mí, desde luego. Los hombres de este país no han perdido la fe en Salvano. Y en usted, sí. Usted es una continuación del hombre anterior. Yo creí que matando al Presidente se acabaría el mal, pero me he equivocado. El mal no se escondía en un solo cuerpo. Es como una enfermedad que…

Leonardo cerró los ojos, como si la cabeza le doliera de forma irresistible.

– Yo puedo ser Salvano -dijo, deseando oír algo que no le resultara doloroso-. ¿Qué diferencia existe entre él y yo?

– Salvano es un hombre bueno.

– Me gustaría -dijo Leonardo- que no se vengara de esa manera.

Suspiró. Ignoraba las razones que le habían llevado a provocar aquella entrevista. Ahora, todo resultaba deslucido y doloroso.

– Quisiera ayudarle -dijo. Sabía que, en aquel momento, era absolutamente sincero-. Pero no puedo. Su muerte es…

– Pero yo no deseo que me ayude -interrumpió Angulo, nerviosamente-. No se lo estoy pidiendo. Sería un error que yo siguiera viviendo; no sabría qué hacer con mis días… Y, sin embargo, tengo miedo de la muerte. No me importa reconocerlo. Pero si yo continuara viviendo, mi imaginación me enloquecería. Acabaría pensando que el Presidente anterior era bueno y noble… Tengo poca fuerza de voluntad y una idea desfigurada de las cosas. La muerte me quitará todo el tiempo que tengo para pensar. Porque llegaría a imaginar que yo le había encumbrado a usted, y llegaría hasta a pensar que era responsable de todas sus acciones y…

Leonardo palideció un poco, y trató de hacer un gesto festivo.

– "Acciones…" -repitió-. ¿Por qué no puedo yo ser como Salvano?

– Ha empezado mal -dijo Angulo, sin rencor.

– Sí -convino Leonardo-. He empezado muy mal. Pero todo puede cambiar. Todo puede cambiar. Sé que usted me desprecia, que…

– Yo no le desprecio -dijo Angulo, con voz pausada-. Soy demasiado egoísta: sólo pienso en mi propia muerte. Pero eso le ocurre a cualquiera que va a ser ejecutado.

Mucho más tarde, por la noche, cuando comenzaba a acostarse, Leonardo revivió mentalmente aquella conversación. Estaba descalzo, sobre una alfombra vieja menos mullida que la de su despacho. Se quedó completamente inmóvil, con la mirada perdida en un rincón de la habitación, con los brazos detenidos, en el aire, con la camisa a medio quitar. Quedó así durante casi un minuto, totalmente quieto.

Pero luego, de pronto, tuvo un estremecimiento de frío y se metió rápidamente en la cama. Oyó que un reloj de la casa -un reloj que todavía no conocía-, daba las doce de la noche. Entonces, casi sin transición, se durmió.

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