14. Interludio con girasoles

Pronto sobrevolarían unas montañas.

Luis llevaba toda la noche y buena parte de la mañana pilotando. No sabía exactamente cuántas horas. Ese inmóvil sol de mediodía constituía una trampa psicológica; podía alargar o comprimir el tiempo, y Luis no sabría decir si había ocurrido lo uno o lo otro.

Su estado de ánimo era ahora el característico de sus viajes sabáticos. Casi había olvidado las demás aerocicletas. Volar solo sobre una superficie de terreno sin fin, infinitamente variable, no difería gran cosa de adentrarse a solas en una nave individual más allá de las estrellas conocidas. Luis Wu estaba solo frente al universo, y el universo era como un juguete para Luis Wu. Entonces, el problema más acuciante del mundo entero se reducía simplemente a saber si Luis Wu continuaba satisfecho consigo mismo.

Casi se sobresaltó cuando sobre su panel de mandos apareció un rostro anaranjado.

— Debes de estar cansado — dijo el kzin —. ¿Quieres que pilote yo?

— Preferiría aterrizar. Tengo el cuerpo agarrotado.

— Pues hazlo. Tú diriges la flotilla.

— No deseo imponerle mi compañía a nadie. — Y de pronto advirtió que decía exactamente lo que sentía. No le había costado mucho recuperar el estado de ánimo de sus viajes sabáticos.

— ¿Crees que Teela intentará esquivarte? Es posible que tengas razón, no me ha l amado ni a mí, aunque comparto la misma afrenta.

— Te lo estás tomando demasiado a pecho. No, espera, no desconectes.

— Prefiero estar solo, Luis. La ofensa del herbívoro es intolerable.

— ¡Pero todo ocurrió hace muchísimo tiempo! No, no desconectes; ten piedad de un pobre viejo solitario. ¿Te has fijado en el paisaje?

— Sí.

— ¿Has observado las regiones desérticas?

— Sí. En algunos puntos la erosión ha desgastado el lecho de rocas hasta dejar al descubierto la base indestructible del anillo. Algo debe de haber modificado gravemente las corrientes eólicas hace muchísimo tiempo. Una erosión de esa magnitud no puede producirse de la noche a la mañana, ni siquiera en el Mundo Anillo.

— Lo mismo opino yo.

— Luis, ¿cómo pudo producirse la decadencia de una civilización de tales dimensiones y tan poderosa?

— No tengo la menor idea. Seamos sinceros: imposible adivinarlo, ni siquiera con toda nuestra intuición y conocimientos. Incluso los titerotes poseen un nivel tecnológico inferior al del Mundo Anillo. ¿Cómo deducir lo que pudo haberles hecho volver al nivel de la primera edad de piedra?

— Tendremos que estudiar más detenidamente a los nativos — dijo Interlocutor-de-Animales —. Sería inútil confiar en su ayuda para trasladar al «Embustero» a cualquier parte. Debemos encontrar seres capaces de hacerlo.

Justo lo que Luis deseaba oír.

— Se me ha ocurrido una forma eficaz de entrar en contacto con los nativos siempre que queramos.

— ¿Sí?

— Preferiría aterrizar para discutirlo con más calma.

— Puedes aterrizar cuando quieras.


Una alta y maciza cadena de montañas se interponía en la ruta de la flotilla de aerocicletas. Sus cumbres y los pasos que se abrían entre ellas tenían un resplandor nacarado que a Luis no le costó identificar. Los fuertes vientos que soplaban sobre la cordillera habían ido desgastando la roca hasta dejar al descubierto la mayor parte de la infraestructura de material base del anillo.

Luis hizo descender la flotilla en dirección a unas colinas. Decidió aterrizar junto a un arroyuelo plateado que brotaba de la montaña y luego se perdía en un bosque, también aparentemente interminable, extendido cual verde pelaje sobre la precordillera.

Teela se puso en contacto con él.

— ¿Qué haces? — le preguntó.

— Estoy aterrizando. Me siento fatigado de tanto volar. Pero no cortes. Quisiera pedirte disculpas.

Ella desconectó.

— Ha respondido mejor de lo que esperaba — musitó Luis sin demasiada convicción. La próxima vez estaría más dispuesta a escuchar, sabiendo que pensaba disculparse.

— La idea se me ocurrió cuando hablábamos de «jugar a ser dios» — explicó Luis. Por desgracia, sólo podía tratar el asunto con Interlocutor, Teela había desmontado de su aerocicleta y había desaparecido en el bosque después de lanzarle una airada mirada.

Interlocutor asintió con su lanuda cabeza anaranjada. Sus orejas temblaban como pequeños abanicos chinos entre unos dedos inquietos.

— Podemos considerarnos razonablemente a salvo en este mundo — le dijo Luis — a condición de que permanezcamos en el aire. No me cabe la menor duda de que conseguiremos llegar a nuestro destino. Probablemente podríamos volar hasta el muro exterior sin tener que aterrizar, si ello fuera necesario; o podríamos aterrizar sólo en aquellos lugares donde asoma la infraestructura del anillo. Ningún animal de presa podría alimentarse de esa materia. Pero poca cosa averiguaremos si no aterrizamos. Y para salir de este gigantesco juguete necesitaremos de la ayuda de los nativos. Todo parece indicar que, a pesar de todo, alguien tendrá que remolcar el «Embustero» hasta seiscientos cincuenta mil kilómetros del lugar de nuestro aterrizaje.

— Ve al grano, Luis. Necesito un poco de ejercicio.

— Cuando lleguemos al muro exterior nos convendrá estar mejor informados sobre los anillícolas.

— Desde luego.

— ¿Por qué no jugar a ser dioses?

Interlocutor titubeó:

— ¿Qué quieres decir?

— Podemos representar perfectamente a los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo. No poseemos los poderes que ellos tenían, pero contamos con lo suficiente para presentarnos como divinidades ante los nativos. Tú podrías ser el dios…

— Gracias.

— …Teela y yo los acólitos. Nessus quedaría muy bien en el papel de demonio cautivo.


Interlocutor enseñó las garras:

— Pero Nessus no está aquí, y tampoco se nos unirá.

— Ahí está el problema. En…

— Esto no es negociable, Luis.

— Pues es una lástima. Necesitamos su ayuda para este proyecto.

— En ese caso, será mejor que lo olvides.

Luis seguía dudando en cuanto a esas garras. ¿Estarían sometidas a control voluntario o no? En cualquier caso, seguían amenazándole. Si hubieran estado hablando a través del sistema de intercomunicación, Interlocutor ya habría colgado.

Y ésa era la razón de que Luis hubiera insistido en discutirlo todo en tierra.

— Míralo bajo el aspecto intelectual. Serías un dios estupendo. Resultas terriblemente intimidante desde un punto de vista humano, aunque tendrás que concederme un margen de confianza y creer lo que te digo, pues no podría demostrártelo.

— ¿Y para qué queremos a Nessus?

— A causa del tasp, para poder dispensar premios y castigos. En tu papel de dios, puedes hacer trizas a los incrédulos, sacarles las tripas y luego devorarlas. Ese será el castigo. Para las recompensas utilizaremos el tasp del titerote.

— ¿No podríamos arreglárnoslas sin el tasp?

— ¡Es una forma tan estupenda de recompensar a los fieles! Un estallido de puro placer, justo en el centro del cerebro. Sin efectos secundarios. Sin resaca. ¡Teóricamente el tasp es mejor que un orgasmo!

— Lo encuentro poco ético. Aunque los nativos no sean más que simples humanos, no quisiera convertirles en adictos al tasp. Sería más humanitario matarlos — dijo Interlocutor — Además, el tasp del titerote actúa sobre los kzinti, no sobre los humanos.

— Creo que te equivocas.

— Luis, sabemos que el tasp fue diseñado para ser empleado sobre la estructura cerebral de un kzin. Yo lo experimenté. Y tienes razón: fue una experiencia religiosa, diabólica.

— Pero no tenemos por qué suponer que el tasp no actuará sobre los humanos. Yo opino que también debe de ser efectivo. Conozco a Nessus. O bien su tasp es eficaz para nosotros dos, o dispone de dos tasps. Yo no estaría aquí si él no tuviera alguna manera de controlar a los humanos.

— Todo esto es terriblemente hipotético.

— ¿Quieres que le llamemos y lo averigüemos?

— No.

— ¿Qué perdemos con preguntárselo?

— No serviría de nada.

— Lo había olvidado. Falta de curiosidad — dijo Luis. La curiosidad de los primates estaba bastante atrofiada en la mayoría de las especies racionales.

— ¿Intentabas despertar mi curiosidad? Ya veo. Querías comprometerme en una línea de actuación, Luis. Por mí, el titerote puede arreglárselas para llegar al muro exterior. De momento, tendrá que viajar solo.

Y sin dar tiempo a que Luis pudiera replicarle, el kzin dio media vuelta y desapareció en una mata acodada. Ello puso fin a la discusión de un modo tan tajante como si hubiera desconectado el sistema de intercomunicación.


El mundo se había derrumbado sobre Teela Brown. Sus sollozos eran terribles, desconsolados, toda una orgía de autocompasión.

Había encontrado un medio de dar rienda suelta a su dolor.

El tema dominante era el color verde oscuro. La vegetación se alzaba exuberante sobre su cabeza, demasiado densa para permitir el paso directo de los rayos solares. Pero a nivel del suelo clareaba lo suficiente para permitir caminar sin dificultad. Era un umbrío paraíso para amantes de la naturaleza.

Lisas y verticales paredes de roca, constantemente húmedas por efecto de una cascada, rodeaban una profunda charca de agua clara. Teela se había metido en la charca. El ruido de la cascada casi ahogaba sus sollozos; sin embargo, las paredes amplificaban el sonido en una sucesión de ecos. Era como si la naturaleza l orara con ella.

No había advertido la l egada de Luis Wu.

Abandonada en un mundo extraño, ni siquiera Teela Brown hubiera ido muy lejos sin su botiquín. Éste era una pequeña caja sujeta al cinturón y a la cual iba acoplado un circuito detector. Luis había ido siguiendo las señales del aparato hasta las ropas de Teela, apiladas sobre una mesa natural de granito junto a la charca.

Una oscura luz verdosa, el rumor del agua y los ecos de los sollozos. Teela estaba prácticamente debajo de la cascada. Debía de estar sentada sobre algo, pues sus brazos y sus hombros sobresalían a la superficie. Tenía la cabeza inclinada y su oscuro cabello negro le cubría la cara.

De nada serviría esperar que viniera a su encuentro. Luis se despojó de sus ropas y las dejó junto a las de ella. El frío le hizo estremecerse, pero se zambulló.

En el acto comprendió su error.

En sus viajes sabáticos, Luis raras veces topaba con mundos de constitución semejante a la de la Tierra. Y los pocos que encontraba solían ser tan civilizados como la propia Tierra. Luis no era tonto. Si se le hubiera ocurrido pensar que la temperatura del agua podía ser distinta…

Pero no lo había pensado.

El agua procedía del deshielo de las montañas cubiertas de nieve. Luis quiso gritar al sentir el intenso frío, pero ya tenía la cabeza bajo el agua. Al menos tuvo la prudencia de no inhalar.

Su cabeza emergió del agua. Chapoteó y comenzó a jadear a consecuencia del frío y la falta de aire.

Luego empezó a tomarle gusto a la cosa.

Sabía moverse en el agua; aunque siempre lo había hecho en aguas más calientes que ésa. Se mantuvo a flote, moviendo rítmicamente los pies, y empezó a sentir las corrientes generadas por la cascada deslizándose sobre su piel.

Teela ya le había visto. Le esperaba sentada bajo la cascada. Luis nadó a su encuentro.

Hubiera tenido que gritar a viva voz para conseguir que ella le oyera. Cualquier disculpa o palabra cariñosa estaba fuera de lugar. Sin embargo, podía tocarla.

Ella no esquivó sus caricias. Se limitó a inclinar la cabeza y dejar que el cabello le ocultara otra vez el rostro. Su rechazo tenía una intensidad casi telepática.

Luis lo respetó.

Se puso a nadar a su alrededor, ejercitando los músculos agarrotados tras dieciocho horas de permanecer sentado en la aerocicleta. El agua estaba estupenda. Pero l egó un momento en que el embotamiento producido por el frío se convirtió en dolor y Luis llegó a la conclusión de que corría el riesgo de contraer una pulmonía.

Tocó ligeramente a Teela en el brazo y le señaló la orilla. Ella asintió y le siguió.

Se tendieron junto a la charca, temblorosos, muy apretados uno contra otro y rodeados con los sobretodos termocontrolados, a modo de mantas. Poco a poco, sus cuerpos ateridos fueron absorbiendo el calor.

— Siento haberme reído — dijo Luis. Ella hizo un movimiento de cabeza, en señal de que aceptaba sus disculpas, pero no le perdonó explícitamente —. La verdad es que resultaba gracioso. ¡Los titerotes, los mayores cobardes del universo, habían tenido la osadía de procrear humanos y kzinti como si fuesen dos razas de ganado vacuno! Debían haber comprendido que corrían un gran riesgo. — Advirtió que estaba hablando más de la cuenta, pero deseaba explicarse, justificarse —. ¡Y mira lo que consiguieron! Sé algo sobre las guerras entre hombres y kzinti; tengo entendido que los kzinti eran bastante salvajes. Los antepasados de Interlocutor hubieran arrasado Zignamuclikclik hasta la última piedra. Interlocutor se contuvo… Pero procrear humanos basándose en la buena suerte…

— Crees que cometieron un error al hacer de mí lo que soy.

— ¡Nej! ¿Crees que pretendo insultarte? Mi intención sólo era sugerir que la idea resulta muy graciosa. Y lo más divertido es que lo intentaran justamente los titerotes. Por eso me reí.

— ¿Esperas que me ría contigo?

— Sería pedir demasiado.

— Está bien. Perdonado.

No le odiaba por haberse reído. Deseaba sentirse a gusto, no desquitarse. El calor de los sobretodos, y en particular el calor de los dos cuerpos unidos, producía una sensación agradable.

Luis comenzó a acariciarle la espalda. Ello la serenó.

— Me gustaría que nuestro grupo volviera a reunirse — comenzó a explicarle. Advirtió que su cuerpo se ponía tenso. Veo que no te atrae la idea.

— No.

— ¿Por lo de Nessus?

— Le odio. ¡Le odio! Hizo criar a mis antepasados como ¡como animales! Pareció calmarse un poco —. De todos modos, Interlocutor le hará pedazos si intenta regresar. Conque no hay problema.

— Y si persuadiera a Interlocutor para que Nessus se nos uniese otra vez?

— ¿Cómo piensas conseguirlo?

— Es sólo una suposición.

— Pero, ¿para qué?

— Nessus sigue siendo el propietario del «Tiro Largo». Y esa nave es el único medio posible de conseguir trasladar la raza humana a las Nubes de Magallanes sin que la operación requiera varios siglos. Perderemos el «Tiro Largo» si abandonamos el Mundo Anillo sin Nessus.

— ¡Cómo puedes ser tan materialista, Luis!

— Mira. Tú misma dijiste que si los titerotes no hubieran hecho lo que hicieron con los kzinti, a estas horas todos seríamos sus esclavos. Y es verdad. Pero si los titerotes no hubieran modificado las Leyes de Procreación, ¡tú ni siquiera habrías nacido!

Su cuerpo se puso muy rígido junto al de Luis. Su rostro reflejaba sus pensamientos.

Luis seguía insistiendo:

— Los titerotes hicieron todo eso hace ya mucho tiempo. ¿No puedes perdonar y olvidar?

— ¡No puedo! — se apartó de él, se deslizó fuera de los tibios sobretodos y se zambulló en el agua helada. Luis titubeó un instante, luego la siguió. Un frío y húmedo impacto. Luego emergió. Teela se había sentado otra vez bajo la cascada.

Y le sonreía invitadora. ¿Cómo se las arreglaba para pasar tan fácilmente de un estado de ánimo a otro?

Luis nadó hacia ella.

— ¡Vaya manera de hacerme callar! — dijo riendo.

Ella no podía haberle oído. Ni él mismo escuchaba sus palabras con el estruendo del agua que caía a su alrededor. Pero Teela también rió, sin un sonido, y le tendió los brazos.

— ¡No valía la pena discutir por eso! — gritó él.

El agua estaba fría. Teela era el único calor. Se arrodillaron y se abrazaron.

El amor resultó una deliciosa combinación de frío y calor. Era un consuelo poder hacer el amor. No resolvía nada; pero al menos permitía rehuir los problemas del momento. Regresaron a las aerocicletas, aún temblorosos bajo sus calientes sobretodos. Luis no había vuelto a decir nada. Acababa de descubrir algo sobre Teela Brown.

No sabía mostrarse esquiva. Era incapaz de decir no y mantenerse firme. No sabía hacer reproches con una calculada intensidad, jocosos, incisivos o mortalmente envenenados, como hacían otras mujeres. Teela Brown nunca había sido herida socialmente, al menos no con la frecuencia suficiente para llegar a aprender esas artimañas.

Luis podría seguir intimidándola hasta el día del juicio y ella continuaría sin saber cómo pararle los pies. Y Luis, consciente de todo esto, no dijo ni una palabra, por esta y también por otra razón.

No quería hacerla sufrir. Así fueron avanzando en silencio con las manos entrelazadas y acariciándose sugestivamente con los dedos.

— Está bien — dijo ella de pronto —. Si convences a Interlocutor, por mí puede regresar Nessus.

— Gracias — dijo Luis, con gesto de sorpresa.

— Es sólo por el «Tiro Largo» — aclaró ella —. Además, no creo que lo consigas.

Era hora de comer y de practicar algunos ejercicios formales: flexiones de piernas y brazos, y otros informales como trepar a los árboles.

Interlocutor había regresado junto a las aerocicletas. No tenía la boca manchada de sangre. Cuando llegó a su vehículo apretó un botón, pero no para pedir una pastilla antialérgica, sino un húmedo trozo rectangular de hígado caliente. «Aquí viene el gran cazador», pensó Luis.

El cielo estaba encapotado cuando aterrizaron. Y seguía encapotado cuando despegaron. Luis reanudó la discusión vía intercom.

— Olvidemos lo que ocurrió últimamente.

— El tiempo no salda las cuestiones de honor, Luis, aunque es lógico que no lo entiendas. Además, las consecuencias de ese acto siguen muy vivas. ¿Por qué escogió Nessus a un kzin para su expedición?

— Ya nos lo dijo él mismo.

— Por qué seleccionó a Teela Brown? El Ser último debió de ordenarle comprobar si esos humanos habían heredado una buena suerte psíquica. También debía averiguar si los kzinti se habían tornado tan dóciles como ellos esperaban. Me escogió a mí, pues pensó que como embajador ante una especie notoria por su arrogancia, sería más probable que manifestase la docilidad esperada.

— Ya lo había pensado.

Luis había ido aún más allá en el razonamiento. ¿Habría recibido Nessus instrucciones de hablar del señuelo para atraer vástagos de las estrellas, con objeto de calibrar las reacciones de Interlocutor?

— No tiene importancia. Te aseguro que no soy dócil.

— Deja de usar esa palabra. ¡Te impide pensar correctamente!

— Luis, ¿por qué intercedes en favor del titerote? ¿Por qué deseas su compañía?

«Bien preguntado», pensó Luis. Sin duda, el titerote merecía sufrir un poco. Y si lo que Luis sospechaba era cierto, Nessus no corría el menor peligro.

¿Es que sólo Luis Wu sentía afecto por los seres de otras especies?

¿O era un problema aún más general? Un titerote era un ser distinto. La diferencia era un factor importante. Un hombre de la edad de Luis Wu podía acabar hastiado de la vida, si no encontraba un poco de variedad. La compañía de seres de otras especies constituía una necesidad vital para Luis Wu.

Las aerocicletas se remontaron, siguiendo la ladera de las montañas.

— Es una cuestión de puntos de vista — respondió Luis Wu —. Nos encontramos en un medio extraño, más extraño que cualquier mundo humano o kzinti. Necesitaremos todas las visiones que seamos capaces de reunir, sólo para hacernos una idea de lo que ocurre.

Teela aplaudió silenciosamente. ¡Buen argumento! Luis le devolvió el guiño. Una conversación muy humana; Interlocutor jamás conseguiría adivinar su sentido.

— No necesito que un titerote me explique cómo es el mundo — iba diciendo mientras tanto el kzin —. Me basta con mis propios ojos, mi nariz y mis oídos.

— Eso sería discutible. Pero, en todo caso, necesitas el «Tiro Largo». Todos tenemos necesidad de las técnicas materializadas en esa nave.

— Para obtener provecho. Un motivo muy poco digno.

— ¡No seas injusto, nej! ¡El «Tiro Largo» será útil a toda la raza humana, y también a la kzinti!

— Tonterías. Aunque no seas tú solo el beneficiado, subsiste el hecho de que estás dispuesto a canjear tu honor por una ventaja material.

— Mi honor no está en entredicho — le azuzó Luis.

— Yo diría que sí — terció Interlocutor. Y cortó.

— Es un buen truco, esa palanquita — comentó Teela con malicia —. Estaba segura de que desconectaría.

— Yo también. Pero, ¡por Finagle! Es difícil de convencer.


Más allá de las montañas se abría una interminable extensión de lanudas nubes blancas, que se tornaban grisáceas en las proximidades del horizonte-infinito. Las aerocicletas parecían flotar sobre blancas nubes, más abajo se divisaba un cielo de un azul reluciente sobre el que se lograba distinguir la tenue silueta del Arco, justo en el límite de lo visible.

Las montañas desaparecieron a sus espaldas. Luis sintió una punzada de nostalgia al recordar la charca del bosque con la cascada. Jamás volverían a verla.

Las aerocicletas iban dejando una estela, una ondulación sobre la capa de nubes formada bajo el impacto de las ondas sonoras rechazadas por los vehículos. Frente a ellos, sólo un detalle rompía la infinidad del horizonte. Luis decidió que debía ser una montaña o bien una tormenta, muy distante y muy grande. Desde ahí parecía tener el tamaño de una cabeza de alfiler vista desde un metro de distancia.

Interlocutor rompió el silencio:

— Un resquicio en la capa de nubes, Luis. Frente a nosotros.

— Ya lo he visto.

— ¿Ves cómo brilla la luz a través del resquicio? El terreno refleja una enorme cantidad de luz.

Tenía razón, los rebordes del resquicio abierto entre las nubes emitían un intenso resplandor.

— ¿Y si estuviéramos volando sobre una zona de material base del anillo? Sería la mayor erosión encontrada en el revestimiento hasta el momento.

— Quisiera verlo mejor.

— De acuerdo — dijo Luis.

Siguió con la mirada la manchita de la aerocicleta de Interlocutor que se alejaba a toda velocidad rumbo a giro. Con su aerocicleta a 2 Mach, Interlocutor apenas conseguiría una visión fugaz del suelo…

Se le planteaba un dilema. ¿Qué debía observar? ¿La manchita plateada de la aerocicleta de Interlocutor, o el pequeño rostro gatuno de color anaranjado sobre la pantalla? Una imagen era real, la otra más detallada. Ambas ofrecían información, aunque de distinto tipo.

En principio, ninguna solución resultaba del todo satisfactoria. En la práctica, como es lógico, Luis acabó por mirar alternativamente una y otra.

Vio a Interlocutor acercándose al resquicio…

El intercom repitió el aullido del kzin. La manchita plateada se tornó súbitamente aún más brillante; y el rostro de Interlocutor se trocó en un cegador destello de luz blanca. Tenía los ojos firmemente, cerrados, y la boca abierta en un alarido.

La imagen palideció. Interlocutor había cruzado el resquicio abierto en las nubes. Se tapaba el rostro con un brazo. La piel que lo cubría estaba chamuscada y humeante.

Bajo la plateada manchita divergente de la aerocicleta de interlocutor se divisaba una zona iluminada sobre la capa de nubes…, como si un foco estuviera siguiendo al kzin desde abajo.

— ¡Interlocutor! — gritó Teela —. ¿Puedes ver?

Interlocutor la oyó y se descubrió la cara. La piel anaranjada estaba intacta en una amplia banda que incluía los ojos. El resto de la piel estaba negra y chamuscada. Interlocutor abrió los ojos, volvió a cerrarlos con fuerza, los abrió otra vez.

— Estoy ciego — dijo.

— Sí, pero ¿puedes ver?

Preocupado como estaba por Interlocutor, Luis casi no prestó atención a lo curioso de la pregunta. Sin embargo, subliminalmente captó algo en el tono de voz de la muchacha: ansiedad y, subyacente a ésta, la insinuación de que Interlocutor no había respondido a su pregunta y debía darle otra oportunidad.

Pero no había tiempo que perder.

— ¡Interlocutor! Acopla tu vehículo al mío. Tenemos que buscar un lugar resguardado — gritó Luis.

Interlocutor movió unas cuantas palancas en su tablero.

— Ya está. Luis, ¿qué clase de cobertura?

Su voz sonaba más ronca y distorsionada por el dolor.

— Regresaremos a las montañas.

— No. Perderíamos demasiado tiempo. Luis, ya sé lo que me atacó. Si no me equivoco, estaremos a salvo mientras tengamos el resguardo de las nubes.

— ¿Eh?

— Tendrás que investigar.

— Necesitas cuidados médicos.

— Así es, pero primero debes buscarnos un lugar donde aterrizar. Debes descender donde las nubes sean más densas…


Bajo las nubes, no estaba oscuro. Se filtraba un poco de luz y buena parte de ella era reflejada otra vez sobre Luis, Wu. El brillo resultaba cegador.

En esa región la superficie terrestre era una llanura ondulada. El material base del anillo estaba cubierto de tierra y vegetación.

Luis siguió bajando, con el entrecejo fruncido para protegerse de los destellos.

Sólo se veía una única especie de planta, regularmente distribuida sobre el terreno, desde allí hasta el horizonte-infinito. Cada planta contaba con una sola flor, y todas las flores iban girando y siguiendo a Luis Wu en su descenso. Un enorme público, atento y silencioso.

Aterrizó y desmontó junto a una de las plantas.

Debía de tener unos treinta centímetros de altura y tenía el tallo verde y nudoso. Su única flor era del tamaño de un rostro humano. El dorso de la corola estaba veteado, como si estuviera l eno de venas o tendones; y la superficie interior era un espejo cóncavo perfectamente liso. En el centro se alzaba un corto pedúnculo que acababa en una bulbosidad verde oscuro.

Todas las flores que alcanzaba a divisar se volvieron hacia él. El resplandor bañaba todo su cuerpo. Luis comprendió que intentaban matarle y levantó los ojos intranquilo; pero la capa de nubes seguía allí.

— Tenías razón — dijo a través del sistema de intercomunicación —. Son girasoles esclavistas. De no haberse formado esta capa de nubes, hubiéramos caído fulminados nada más cruzar las montañas.

— ¿Hay algún lugar dónde podamos ponernos al abrigo de los girasoles? ¿Una cueva, por ejemplo?

— Creo que no. El terreno es demasiado llano. Los girasoles no son capaces de dirigir la luz con precisión, pero aún así emiten un terrible resplandor.

Entonces intervino Teela:

— Por piedad, ¿qué os pasa ahora? ¡Luis, tenemos que aterrizar! ¡Interlocutor está grave!

— Tiene razón, Luis, me duele bastante.

— Entonces sugiero que corramos el riesgo. Descended los dos. Tendremos que confiar que las nubes no se dispersen.

— ¡Ahí vamos!

La imagen de Teela transmitida por el intercom entró en acción.

Luis dedicó un par de minutos a investigar entre las plantas. Exactamente como había imaginado, no logró encontrar ningún superviviente de otra especie en el dominio de los girasoles. Ninguna planta más pequeña crecía entre los tallos. No se veía volar ninguna criatura, y nada se arrastraba bajo el suelo de color ceniciento. Las plantas mismas no presentaban tizones, ni hongos parásitos, ni manchas indicadoras de alguna enfermedad. Si un girasol se hubiera visto afectado por alguna dolencia los demás lo destruirían en el acto.

La flor-espejo constituía un arma terrible. Su principal finalidad era concentrar la luz del sol en el nódulo fotosintético verde del centro. Pero también podía dirigir sus rayos sobre un animal o insecto devorador de plantas y aniquilarlo. Los girasoles quemaban a todos los enemigos. Todo ser viviente es un enemigo para una planta de fotosíntesis; y todo ser viviente servía luego de fertilizante para los girasoles.

«Pero ¿cómo habrían l egado hasta aquí?», se preguntó Luis.

En efecto, esos girasoles no podían coexistir con otras formas menos elaboradas de vida vegetal. Eran demasiado poderosos. En consecuencia, no podían ser originarios del planeta natal de los anillícolas.

Los ingenieros debían de haber recorrido las estrellas circundantes en busca de plantas útiles o decorativas. Tal vez habían llegado hasta Ojos Plateados, en el espacio humano. Y debían de haber l egado a la conclusión de que los girasoles eran decorativos.

«Pero debieron rodearlos mediante una valla. A cualquier imbécil se le ocurriría. Les tendrían que haber destinado una zona aislada tras un alto y grueso muro de material base sin recubrir, por ejemplo. Ello hubiera impedido su expansión.

»Pero algo fal ó. De algún modo, una semilla logró salvar la barrera. Imposible decir hasta dónde se habrán extendido a estas horas», se dijo Luis para sus adentros. Luego se encogió de hombros. Ese debía ser el «punto luminoso» que él y Nessus habían divisado a lo lejos. Hasta donde alcanzaba la mirada, ningún ser viviente se atrevía a desafiar a los girasoles.

Con el tiempo, si se les concedía ese tiempo, los girasoles llegarían a dominar el Mundo Anillo.

Pero aún faltaba mucho tiempo para esa eventualidad. El Mundo Anillo era grande. En él había espacio suficiente para todo.

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