11. El arco del cielo

Las cuatro aerocicletas comenzaron a tomar altura formando un rombo bajo la luz del crepúsculo. Dejaron atrás la zona donde asomaba el material base del anillo.

Nessus les había enseñado a manejar los circuitos de acoplamiento. De momento, habían programado las aerocicletas de modo que todos siguiesen los movimientos de Luis. Luis conducía las cuatro aerocicletas. Instalado en un sillón anatómico parecido a un diván vibratorio, manejaba su aerocicleta mediante unos pedales y una palanca.

Cuatro cabezas transparentes en miniatura pendían como alucinaciones sobre su tablero de mandos. Entre ellas había una encantadora sirena de negros cabellos, un feroz medio-tigre con ojos excesivamente despiertos y un par de ridículas pitones con un solo ojo. El sistema de intercomunicaciones funcionaba a la perfección, con resultados comparables al delirium tremens.

Cuando las aerocicletas hubieron cruzado las negras pendientes de lava, Luis observó las expresiones de los demás.

Teela fue la primera en reaccionar. Escudriñó las proximidades inmediatas y luego descubrió el infinito donde siempre había visto límites. Con ojos grandes y redondos como platos, el rostro de Teela lucía como un rayo de sol en medio de una tormenta.

— ¡Oh, Luis! — se admiró Teela.

— ¡Qué montaña más grande! — dijo Interlocutor.

Nessus no dijo nada. Sus dos cabezas se agitaban y daban vueltas llenas de ansiedad.

Oscureció con gran rapidez. Una negra sombra cayó de pronto sobre la gigantesca montaña. Ésta desapareció en cuestión de segundos. El sol ya no era más que una brizna dorada en medio de la oscuridad.

Un enorme arco de perfilados contornos se configuró en el cielo oscuro. Mientras el cielo y la tierra se oscurecían, la verdadera gloria del Mundo Anillo se proyectó contra la noche.

El Mundo Anillo se alzaba formando un arco de franjas azul celeste con espirales de nubes blancas y otras franjas más estrechas, casi negras. El arco era muy ancho en la base y se iba estrechando hacia arriba. Cerca del cenit ya no era más que una línea discontinuo de brillante blanco-azulado. El arco quedaba cortado en el mismo cenit por el anillo antes invisible de las pantallas cuadradas.

Las aerocicletas iban elevándose rápidamente y en silencio. La envoltura sónica constituía un aislante realmente eficaz. Luis no oía silbar el viento en el exterior. Por ello, se sorprendió tanto más cuando su burbuja privada de espacio fue violada por una aguda música orquestas.

Parecía como si hubiera explotado un órgano de vapor.

Era un sonido terriblemente agudo. Luis se llevó las manos a los oídos. Fue tal su sorpresa que tardó un rato en comprender lo que pasaba. Entonces accionó el mando del intercom, y la imagen de Nessus desapareció como un fantasma al amanecer. El chillido disminuyó. Aún podía percibirlo a través de los aparatos de Interlocutor y Teela.

— ¿Por qué ha hecho eso? — exclamó Teela sorprendida.

— Está aterrado. Le costará acostumbrarse.

— ¿Acostumbrarse a qué?

— Le relevaré al mando de la expedición — tronó Interlocutor-de-Animales —. El herbívoro es incapaz de tomar decisiones. Declaro que ésta es una misión militar y me pongo al mando de la misma.

Por un momento Luis pensó en recurrir a la única alternativa posible: ponerse personalmente al frente del grupo. Pero no le hacía ninguna gracia enfrentarse a un kzin. Además, lo más probable era que el kzin tuviese mayores dotes de mando.

Las aerocicletas volaban ya a ochocientos metros de altitud. La mayor parte del cielo y la tierra estaban a oscuras; pero sobre la tierra negra se veían sombras aún más oscuras que prestaban relieve, aunque no color, al mapa; y el cielo estaba tachonado de estrellas en torno al majestuoso arco capaz de aniquilar el ego más poderoso.

Sin saber cómo, Luis se encontró pensando en la Divina Comedia de Dante. El universo de Dante era un complicado artefacto, en el cual las almas de los hombres y los ángeles aparecían como partes perfectamente mecanizadas de una enorme estructura. El Mundo Anillo era un artefacto en todos los sentidos, un objeto manufacturado. Imposible olvidarlo, ni siquiera por un segundo: allí estaba el arco, desmesurado, azul y cuadriculado, alzándose sobre sus cabezas desde los límites del infinito.

No le extrañaba que Nessus no pudiera soportarlo. Era demasiado asustadizo… y también demasiado realista. Tal vez fuera sensible a su belleza; tal vez no. En todo caso, había captado en todo su alcance el hecho de que estaban varados en una estructura artificial cuya superficie superaba el conjunto de todos los mundos del antiguo imperio titerote.

— Creo que alcanzo a divisar los muros exteriores — dijo Interlocutor.

Luis apartó los ojos del arco del cielo. Miró hacia babor y estribor, y el corazón le dio un vuelco.

Hacia la izquierda (se movían siguiendo el rastro dejado por la caída del «Embustero», conque la izquierda era babor) se distinguía a duras penas una fina línea sobre el fondo negro azulado, que debía de ser el borde superior del muro circundante.

La base no se divisaba. Sólo era visible el borde superior; y cuando se lo quedó mirando fijamente, desapareció. La línea se encontraba aproximadamente donde debería haber estado el horizonte; conque tanto podía ser la base como el borde superior de algo.

El otro muro circundante se veía prácticamente idéntico hacia la derecha y estribor. La misma altura, la misma imagen, la misma a tendencia de la línea a desaparecer cuando la miraba fijamente.

Todo parecía indicar que el «Embustero» había caído muy cerca de la línea media del anillo. Los muros exteriores parecían hallarse a igual distancia… esto es, a unos ochocientos kilómetros de donde ellos se encontraban.

Luis carraspeo:

— ¿Tú qué opinas, Interlocutor?

— El muro de babor me parece ligeramente más alto.

— Muy bien.

Luis giró hacia la izquierda. Las demás aerocicletas le siguieron, aún acopladas a la suya.

Luis activó el intercom para ver qué hacía Nessus. El titerote estaba agarrado al asiento con las tres piernas y tenía las dos cabezas escondidas entre su cuerpo y el sillín. Volaba a ciegas.

Teela dijo:

— ¿Estás seguro, Interlocutor?

— Naturalmente — respondió el kzin —. El muro de babor es visiblemente más alto.

Luis sonrió para sus adentros. Nunca había recibido instrucción militar, pero sabía algo de la guerra. Una revolución en Wunderland le había cogido en tierra y había luchado tres meses en las guerrillas hasta conseguir embarcarse en una nave.

Una de las cualidades de un buen oficial, recordó, era la capacidad de tomar decisiones rápidas. Si además eran acertadas, tanto mejor…

Volaban en dirección a babor sobre la tierra en sombras. El Anillo tenía un brillo muy superior al de la Luna, pero la luz de la Luna iluminaba débilmente un paisaje visto desde el aire. La fosa meteorítica, la hendedura que el «Embustero» había abierto en la superficie del Mundo Anillo se había convertido en un hilo de plata a sus espaldas. Por fin desapareció en la oscuridad.

Las aerocicletas aceleraron a buen ritmo y en silencio. Un poco por debajo de la velocidad del sonido, un rumor como de cascada penetraba en la envoltura sónica. Adquiría la máxima intensidad al alcanzar la velocidad del sonido y luego se interrumpía bruscamente. La envoltura sónica se adaptaba a una nueva forma y volvía a hacerse el silencio.

Poco después las aerocicletas avanzaban a velocidad de crucero. Luis se relajó en su asiento. Según sus cálculos, tendría que pasar al menos un mes en ese asiento y decidió que más valía irse acostumbrando a él.

Luego (tal vez porque era el único que conducía y no podía permitirse el lujo de quedarse dormido) comenzó a probar los mandos de su aerocicleta.

El sistema de evacuación era simple, cómodo y fácil de usar. Aunque algo ridículo.

Intentó atravesar la envoltura sónica con la mano. Esta envoltura era un campo de fuerzas, una red de vectores de fuerza que desviaba las corrientes de aire en el espacio ocupado por la aerocicleta. No era comparable a una pared de vidrio. Al tocarla con la mano, Luis tuvo la impresión de un fuerte viento, un viento que soplara directamente hacia él desde todas direcciones. Se encontraba rodeado de una burbuja protectora de viento en movimiento.

La envoltura sónica parecía muy segura.

Hizo una prueba; sacó un pañuelo de papel de una ranura y lo dejó caer. El pañuelo cayó suavemente bajo la aerocicleta y allí se quedó suspendido en el aire, vibrando como un torbellino. Luis se sentía dispuesto a creer que si se caía de su asiento, cosa nada fácil, la envoltura sónica frenaría su caída y podría volver a montar en la aerocicleta.

Era muy posible. Los titerotes…

El tubo de agua le ofreció agua destilada. La ranura de la cocinilla le tendió un bloque plano y compacto de color rojizo. Pidió seis bloques y probó un mordisco de cada uno, para después dejarlos caer en el cubo de realimentación. Cada uno tenía un sabor distinto y todos le gustaron.

Al menos la comida no resultaría monótona. No de momento.

Pero si no lograban encontrar plantas y agua para realimentar el sistema, un día u otro la ranura dejaría de servirle bloques de comida.

Pidió un séptimo bloque y se lo comió.

Resultaba inquietante pensar cuán lejos estaban de toda ayuda. La Tierra se encontraba a doscientos años luz de allí; la flota de titerotes, inicialmente a dos años luz de distancia, iba alejándose casi a la velocidad de la luz; incluso los restos del «Embustero», semievaporado, se habían hecho invisibles desde que emprendieron el vuelo. Y ya habían perdido también de vista la hondonada meteorítica. ¿Y si perdían también lo que quedaba de la nave?

¡Nej! Sería prácticamente imposible, decidió Luis. Se encontraba a antigiro la montaña más grande jamás vista por hombre alguno. No podía haber muchos supervolcanes como ése en el Mundo Anillo. Para localizar el «Embustero», bastaría poner rumbo a la montaña y luego seguir la dirección de giro en busca de una hondonada lineal de varios miles de kilómetros de largo.

…Pero el arco del Mundo Anillo relucía sobre sus cabezas, tres millones de veces la superficie de la Tierra. En el Mundo Anillo había espacio suficiente para perderse bien perdido.

Nessus se movió un poco. Primero asomó una cabeza, luego otra, por debajo de su torso. El titerote accionó varios interruptores con la lengua y luego habló.

— Luis, ¿podríamos hablar a solas?

Las imágenes transparentes de Interlocutor y Teela parecían adormiladas. Luis los desconectó del circuito de intercom.

— Adelante.

— ¿Qué ha pasado?

— ¿No has oído nada?

— Tengo los oídos en las manos. Los tenía agarrotados.

— ¿Te sientes mejor ahora?

— Casi me entran ganas de entrar otra vez en estado catatónico. Me siento muy desamparado, Luis.

— Yo también. En fin, hemos recorrido tres mil kilómetros en estas tres últimas horas. Claro que hubiéramos ido más de prisa con cabinas teletransportadoras, o con vuestros discos.

— Nuestros ingenieros no pudieron proveernos de discos teletransportadores. — Las cabezas del titerote se miraron una a otra en el ojo. Sólo permanecieron un instante en esa posición; pero no era la primera vez que Luis observaba ese gesto.

Decidió clasificarlo provisionalmente como la risa de los titerotes. Tal vez un titerote loco podía llegar a adquirir cierto sentido del humor.

Continuó explicándole lo ocurrido:

— Volamos rumbo a babor. Interlocutor decidió que el muro de este lado estaba más próximo. Yo diría que tal vez hubiéramos obtenido una apreciación más exacta de haberlo echado a cara o cruz. Pero Interlocutor es el jefe. Tomó el mando cuando entraste en estado catatónico.

— Qué lástima: no puedo alcanzar su aerocicleta con mi tasp. Tengo que…

— Un momento. ¿Por qué no dejas que siga al mando del grupo?

— Pero, pero, pero…

— Piénsalo bien — insistió Luis —. Siempre puedes llamarle al orden con el tasp. Si no le dejas el mando, se apoderará de él cada vez que quieras descansar un poco. Necesitamos un jefe que goce de general aceptación.

— Supongo que no nos perjudicará — cantó el titerote —. En cualquier caso, nuestras posibilidades de éxito no aumentarán porque yo esté al mando.

— Así me gusta. Llama a Interlocutor y dile que él es el Ser último.

Luis conectó el intercom de Interlocutor para escuchar el diálogo. Si esperaba un espectáculo, quedó defraudado. El kzin y el titerote intercambiaron unas cuantas frases siseantes y despectivas en la Lengua del Héroe. Luego el kzin se desconectó del circuito.

— Debo pediros excusas — dijo Nessus —. Mi estupidez nos ha llevado a todos al desastre.

— No le des más vueltas — le consoló Luis —. Sólo es la fase depresiva de tu ciclo.

— Soy un ser racional, puedo aceptar la realidad. Me equivoqué por completo en cuanto a Teela Brown.

— No lo niego, pero no fue culpa tuya.

— Sí lo fue, Luis Wu. Debía haber comprendido por qué me resultaba tan difícil encontrar otros candidatos.

— ¿Por qué?

— Pues porque los demás eran demasiado afortunados.

Luis emitió un silbido sordo. El titerote había desarrollado una teoría completamente nueva.

— Más concretamente — dijo Nessus — su buena suerte impidió que se vieran implicados en un proyecto tan peligroso como el nuestro. Aunque las Loterías de Procreación realmente han generado una suerte psíquica, hereditaria, esa suerte no estaba a mi alcance. Cuando intenté ponerme en contacto con las familias ganadoras, sólo logré encontrar a Teela Brown.

— Escucha…

— No conseguí ponerme en contacto con los demás porque tuvieron demasiada buena suerte. Logré encontrar a Teela Brown y arrastrarla a esta desventurada expedición porque ella no había heredado el gen. Luis, te ruego que me perdones.

— Oh, será mejor que duermas un poco.

— También debo pedirle excusas a Teela.

— No. Yo soy responsable en su caso. Hubiera podido impedir que viniera.

¿En serio?

— No sé. La verdad es que no lo sé. Vamos, duérmete.

— No puedo.

— Entonces conduce tú y yo dormiré.

Y así lo hicieron. Pero antes de caer rendido, Luis pudo comprobar con sorpresa que la aerocicleta volaba como una seda. El titerote era un excelente piloto.


Luis se despertó con el alba.

No estaba acostumbrado a dormir bajo los efectos de la gravedad. Era la primera vez en su vida que pasaba una noche sentado. Cuando bostezó e intentó desperezarse, todos sus músculos parecieron crujir y aturullarse con el esfuerzo. Con un gruñido, se frotó los ojos legañosos y miró a su alrededor.

Las sombras eran raras; la luz era rara. Luis levantó la vista y descubrió una blanca brizna de sol de mediodía. «Seré imbécil», se dijo mientras esperaba que dejaran de l orarle los ojos. Tenía los reflejos más rápidos que el cerebro.

A su izquierda todo estaba sumido en la oscuridad, más intensa cuanto más lejana. El inexistente horizonte era una negrura nacida de la noche y el caos, bajo un cielo azul marino en el que aún brillaban pálidamente los contornos del arco del Mundo Anillo.

A su derecha, hacía el remolino, era pleno día.

El amanecer era Distinto en el Mundo Anillo.

Estaban llegando al final del desierto. Su borde ondulado, nítido y bien delineado, se perdía en una curva a la derecha y la izquierda. Detrás de las aerocicletas se extendía el desierto, de un blanco-amarillento, brillante y despoblado. La gran montaña aún cubría un buen trozo de cielo. Hacia delante se veían ríos y lagos en perspectiva decreciente, separados por manchas verdes y pardas.

Las aerocicletas habían conservado la misma ordenación, muy separadas y en los vértices de un rombo. A esa distancia, semejaban escarabajos plateados, todos iguales. Luis iba delante. Recordó que Interlocutor estaba situado en la dirección de giro; Nessus al lado de antigiro y Teela cerraba la formación.

Una estela de polvo se extendía desde la montaña, siguiendo la dirección de giro, como las huellas de un jeep sobre el desierto, sólo que mucho más grande. Tenía que ser más grande, pese a parecer sólo un hilo desde esa distancia…

— ¿Estás despierto, Luis?

— Buenos días, Nessus. ¿Has estado conduciendo todo el rato?

— Hace un par de horas le pasé el mando a Interlocutor. Habrás visto que ya hemos cubierto más de diez mil kilómetros.

— Sí. — Pero no era más que una cifra, una minúscula fracción de la distancia que tendrían que recorrer. Después de toda una vida de desplazarse mediante el sistema de cabinas teletransportadoras, Luis había perdido el sentido de las distancias —. Mira hacia atrás — dijo —. ¿Ves esa estela de polvo? ¿Sabes qué puede ser?

— Naturalmente. Debe de ser roca vaporizada, producto de nuestra caída meteórica, y que ahora se ha recondensado en la atmósfera. Todo ese volumen no ha tenido aún tiempo de sedimentarse.

— Oh. Ya estaba pensando en tormentas de arena… ¡Nej y renej! ¡Cómo nos deslizamos! — La estela de polvo tenía al menos unos tres mil kilómetros de largo, suponiendo que estuviera a la misma distancia que la nave.

El cielo y la tierra eran dos discos planos, infinitamente anchos, comprimidos uno sobre otro; y los hombres eran microbios que se arrastraban entre estos dos discos…

— Ha aumentado la presión atmosférica. Luis apartó la mirada del punto límite:

— ¿Cómo dices?

— Mira tu indicador de presión. Cuando caímos estábamos a unos tres mil metros por encima de nuestro nivel actual.

— ¿Tiene mucha importancia la presión atmosférica en estos momentos?

— En un ambiente desconocido es preciso observar todos los detalles. Por ejemplo, la montaña que escogimos como punto de referencia es una gran mole a nuestras espaldas. Debía de ser más alta de lo que creíamos. ¿Y qué me dices de ese brillante punto plateado frente a nosotros?

— ¿Dónde?

— Casi junto a la hipotética línea del horizonte, Luis. Exactamente frente a nosotros.

Era como buscar un detalle concreto en un mapa visto de perfil. Sin embargo, Luis logró localizarlo: un reluciente brillo de espejo, apenas un poco más grande que un simple punto.

— Luz solar reflejada. ¿Qué puede ser? ¿Una ciudad de cristal?

— No es probable.

Luis rió:

Tu tacto es excesivo. Aunque es del tamaño de una ciudad de cristal. O media hectárea de espejos. Tal vez sea un gran telescopio, del tipo reflector.

— En ese caso, lo más probable es que haya sido abandonado.

— ¿Por qué?

— Sabemos que esta civilización ha vuelto a caer en un estado salvaje. ¿Cómo explicar si no que hayan dejado de generar extensas regiones en un desierto?

— Tal vez estemos simplificando demasiado las cosas. El Mundo Anillo es más grande de lo que nos parecía. Creo que puede albergar la vida salvaje y la civilización, además de todas las etapas intermedias.

— La civilización tiende a propasarse, Luis.

— Ya.

De un modo u otro, ya descubrirían qué era ese punto brillante. Se hallaba justo en su camino.


La aerocicleta no llevaba espita de café.

Luis advirtió dos luces verdes encendidas en su tablero de mandos. Le desconcertaron un poco, hasta que recordó que había desconectado a Interlocutor y a Teela la noche anterior. Volvió a conectarlos al circuito de intercomunicación.

— Buenos días — dijo Interlocutor —. ¿Has visto el amanecer, Luis? Todo un estímulo para la sensibilidad artística.

— Lo he visto. Buenos días, Teela.

Teela no respondió.

Luis la observó más atentamente. Teela se hallaba en pleno trance, como una persona que hubiera alcanzado el nirvana.

— Nessus, ¿no habrás empleado tu tasp con mi mujer?

— No, Luis. ¿Por qué habría de hacerlo?

— ¿Cuánto rato lleva en ese estado?

— ¿Qué estado? — preguntó Interlocutor —. No se ha mostrado muy comunicativa últimamente si a eso te refieres.

— Me refiero a su expresión, ¡nej!

En el tablero de mandos podía ver la imagen de Teela con la mirada perdida en el infinito, por encima de la figura de Luis. Se la veía serenamente feliz.

— Parece relajada — observó el kzin —, y no parece sufrir. Los matices más sutiles de la expresión humana…

— No tiene importancia. ¿Puedes l evarnos a tierra? Sufre trance de la Meseta.

— No comprendo.

— De momento llévanos a tierra.

Se lanzaron en picado desde mil quinientos metros de altura. Luis se mareó un poco con la caída libre hasta que Interlocutor volvió a darles impulso. Observó la imagen de Teela en busca de alguna reacción, pero en vano. Seguía serena e impasible. Tenía las comisuras de la boca ligeramente levantadas.

Luis se encolerizó durante el descenso. Sabía alguna cosa sobre la hipnosis: los datos y curiosidades desperdigados que suele ir acumulando un hombre a lo largo de doscientos años de observar el tride. Si pudiera recordar…

A sus pies tenían un paisaje salvaje, exuberante, el tipo de paisaje que los terrícolas buscan en los mundos colonizados.

En medio de este paisaje se distinguía un arroyo.

— Intenta llevarnos hasta un valle — le dijo Luis a Interlocutor —. ¡Quiero apartarla de la visión del horizonte!

— De acuerdo. Tú y Nessus podríais desconectaros del circuito de acoplamiento y seguirme con el manual. Yo me ocuparé de hacer aterrizar a Teela.

El rombo de aerocicletas se rompió para luego reorganizar la formación. Interlocutor puso rumbo a babor-giro, en dirección al arroyo que Luis había localizado antes. Los demás le siguieron.

Todavía estaban descendiendo cuando cruzaron el arroyo. Interlocutor torció hacia giro para seguir el curso de agua. Iban casi rozando las copas de los árboles. Buscaron una ribera libre de árboles.

— Las plantas se parecen mucho a las de la Tierra — observó Luis. Los extraterrestres murmuraron su asentimiento.

El arroyo formaba una curva.

Los nativos estaban en el medio de un ensanchamiento del río. Parecían muy atareados con una red de pescar. Levantaron la vista, al aparecer la formación de aerocicletas y se limitaron a soltar la red y a quedárselos mirando boquiabiertos.

Luis, Interlocutor y Nessus tuvieron la misma reacción. Se remontaron a toda velocidad. Los nativos se convirtieron en puntitos. El exuberante y denso bosque se difuminó en un conjunto de manchas.

— Acoplaos a mi vehículo — ordenó Interlocutor con inconfundible voz de mando —. Ya aterrizaremos en otra parte.

Tenía que haber aprendido a dar órdenes de esa forma… rigurosamente estudiada para emplearla en las relaciones con los humanos. Las obligaciones de un embajador eran realmente muy diversas, reflexionó Luis.

Teela no parecía haber notado nada.

— ¿Y bien? — dijo Luis.

— Eran hombres — declaró Nessus.

— ¿Tú también los has visto? Por un momento creí sufrir alucinaciones. ¿Cómo pueden haber l egado unos hombres hasta aquí?

No intentaron darle una respuesta.

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