22. Caminante

Halrloprillalar le tenía verdadero terror a Interlocutor. Por su parte, a Nessus le inspiraba ciertos recelos la idea de dejarla libre de la influencia del tasp; el titerote aseguraba que le daba una buena sacudida con el tasp cada vez que veía a Interlocutor, de modo que a la larga acabaría aficionándose a su presencia. Mientras tanto, ambos eludían la compañía del kzin.

En consecuencia, Prill y Nessus esperaron en otro lado, mientras Luis e Interlocutor, tendidos boca abajo sobre la plataforma de vigilancia, oteaban la penumbra de la mazmorra.

— Adelante — dijo Luis.

El kzin disparó los dos rayos.

Se oyó retumbar un trueno que fue rebotando en las paredes de la mazmorra. Un punto brillante del color de los relámpagos apareció en lo alto de la pared, justo debajo del techo.

Avanzó lentamente, dejando un débil rastro de resplandor rojizo.

— Corta por partes — sugirió Luis —. Si nos desprendemos de semejante masa de un solo golpe, saldremos disparados.

Interlocutor aceptó la sugerencia y varió el ángulo de corte.

Pese a esta precaución, el edificio dio una sacudida cuando se desprendieron del primer bloque. Luis se agarró al suelo. A través del boquete recién abierto vio la luz del día, y la ciudad, y la gente.

No obtuvo una buena perspectiva hasta que se hubieron desprendido de media docena de bloques parecidos.

Entonces pudo ver un altar de madera y un modelo de metal plateado en forma de rectángulo plano, sobre el que se alzaba un arco parabólico. Lo distinguió un breve instante, luego un bloque de celdas fue a estrellarse a su lado y los fragmentos salieron despedidos en todas direcciones. Un instante más tarde sólo quedó un mantoncito de serrín y unos trozos de latón retorcido. Pero la gente ya había huido mucho antes.

— ¡Gente! — le dijo a Nessus en son de queja —. ¡En el centro de una ciudad vacía, a varios kilómetros de los campos de cultivo! Deben tardar al menos un día en l egar hasta aquí. ¿Para qué vendrán?

— A adorar a la diosa Halrloprillalar. Eran los proveedores de alimentos de Prill.

— Ah. Ofrendas.

— Naturalmente. ¿Por qué te alteras tanto, Luis?

— Podríamos haberlos herido.

— Tal vez le hayamos dado a alguno.

— Me pareció ver a Teela ahí abajo. Sólo un breve instante.

— Tonterías, Luis. ¿Quieres probar nuestro propulsor?

La aerocicleta del titerote estaba incrustada en un montículo gelatinoso de plástico translúcido. Nessus se situó junto al panel de mandos que habían dejado al descubierto. Por la claraboya se divisaba una imponente panorámica de la ciudad: los muelles, las torres de paredes lisas del Centro Cívico, la exuberante selva que seguramente había sido un parque. Todo ello varios centenares de metros más abajo.

Luis se quedó en posición de firmes. Gran ejemplo para su tripulación, el heroico comandante permanece firme en el puente. Los reactores averiados pueden explotar al menor impulso; pero es preciso intentarlo. ¡Es preciso detener a los acorazados kzinti antes de que consigan l egar a la Tierra!

— Jamás lo conseguiremos — dijo Luis Wu.

— ¿Por qué no, Luis? El campo de fuerzas no debería ser más potente…

— ¡Un castillo volante, por Finagle! Sólo ahora he empezado a comprender lo alucinante del proyecto! ¡Debemos estar locos! Regresar alegremente a casa montados en la mitad superior de un rascacielos… — El edificio empezó a moverse y Luis dio un traspié. Nessus había puesto en marcha el motor.

La ciudad fue deslizándose bajo la ventana, cada vez a mayor velocidad. La aceleración disminuyó. En ningún momento había sido superior a treinta centímetros por segundo al cuadrado. La velocidad máxima parecía ser de unos ciento cincuenta kilómetros por hora y el castillo se mantenía estable como una roca.

— Hemos centrado correctamente la aerocicleta — comentó Nessus —. El suelo no se ha inclinado, como habréis observado, y la estructura no manifiesta ninguna tendencia a girar sobre sí misma.

— Sigue pareciéndome una locura.

— Nada que funcione es una locura. Y ahora, ¿dónde vamos?

Luis guardó silencio.

— ¿Dónde vamos, Luis? Interlocutor y yo no tenemos ningún plan. ¿Qué rumbo tomo, Luis?

— A estribor.

— Muy bien. ¿Directamente a estribor?

— Exactamente. Tenemos que atravesar el Ojo de la tormenta. Luego torceremos unos cuarenta y cinco grados aproximadamente hacia antigiro.

— ¿Deseas dirigirte a la ciudad de la torre llamada Cielo?

— Sí. ¿Sabrías localizarla?

— No debe plantear mayores dificultades, Luis. Tres horas de vuelo nos bastaron para llegar hasta aquí; deberíamos poder regresar en unas treinta horas. ¿Y a partir de allí?

— Depende.


La imagen parecía tan real. Todo era cuestión de práctica e imaginación, pero… tan real. Luis Wu soñaba en color y también despierto.

Parecía tan real. Pero, ¿lo era?

Le asustaba pensar con qué rapidez había perdido toda confianza en la torre volante. Sin embargo, la torre volaba. La fe de Luis Wu era superflua para su buen funcionamiento.

— El herbívoro parece haber aceptado tu guía sin rechistar — comentó Interlocutor.

La aerocicleta zumbaba suavemente para sus adentros a un par de metros de ellos. El paisaje se iba deslizando bajo la claraboya. A lo lejos y bastante desplazado hacia un lado, se divisaba el ojo de la tormenta, con su gran mirada gris y amenazadora.

— El herbívoro ha perdido el juicio — dijo Luis —. Espero que tú conserves un poco más de sensatez.

— Nada de eso. Tú tienes un objetivo y estaré muy satisfecho de secundarte. Pero si hay posibilidad de enfrentamientos, me gustaría estar mejor informado.

— Humm…

— En cualquier caso preferiría estar mejor informado, para poder decidir si hay riesgo de enfrentamientos.

— Muy bien dicho.

Interlocutor esperaba una respuesta.

— El primer paso es conseguir el alambre que une las pantallas cuadradas — le explicó Luis —. Es el cable contra el que chocamos cuando las defensas antimeteoritos derribaron nuestra nave, ¿recuerdas? Luego comenzó a caer sobre la ciudad de la torre flotante, metros y metros de él, en ininterrumpida sucesión. Debe haber miles de kilómetros de ese cable, más que suficiente para mi pequeño proyecto.

— ¿Qué proyecto es ése, Luis?

— En primer lugar, apoderarnos del alambre de las pantallas. Es probable que los nativos nos lo cedan sin resistencia, si Prill se lo pide amablemente y Nessus emplea su tasp.

— ¿Y luego?

— Luego sabremos hasta dónde alcanza mi locura.


La torre iba avanzando hacia estribor como un trasatlántico de los aires. Las naves interestelares no alcanzaban nunca esas dimensiones. Y por lo que respecta a las aeronaves, en el espacio conocido no había ninguna comparable a esa torre. ¡Seis cubiertas de paseo! ¡Vaya lujo!

Sin embargo, faltaban otros lujos. La reserva de alimentos del rascacielos volante consistía principalmente en carne congelada, frutas frescas y la cocinilla de la aerocicleta de Nessus. El alimento para titerotes era poco nutritivo para los humanos, según decía Nessus. Conque Luis desayunaba y cenaba carne asada con la linterna de rayos laser y alguno de esos frutos rojos y llenos de protuberancias.

Y no había agua.

Ni café.

Lograron convencer a Prill para que les consiguiera un par de botellas de una bebida alcohólica. Celebraron un bautizo algo tardío en la sala de mandos, con Interlocutor cortésmente apartado en un rincón y Prill nerviosamente apostada muy cerca de la puerta. Nadie aceptó el nombre que sugirió Luis, «Improbable», conque acabaron bautizándolo de cuatro maneras distintas, cada uno en su lengua.

La bebida era… bueno, amarga. A Interlocutor se le atraganto, y Nessus no quiso ni probarla. Sin embargo, Prill se tomó una botella, selló las demás y las guardó celosamente.

El bautizo de la torre volante se convirtió en una clase de idiomas. Luis aprendió los primeros rudimentos de la lengua de los Ingenieros del Anillo. Pronto comprobó que Interlocutor aprendía con mucha mayor facilidad que él. No era de extrañar. Tanto Interlocutor como Nessus habían sido adiestrados para dominar las lenguas humanas, así como las estructuras lógicas y las limitaciones de pronunciación y audición de los humanos. Les bastaba aplicar las técnicas ya adquiridas.

Se separaron para comer. Nessus comió un bloque de la cocinilla de su aerocicleta, mientras Luis y Prill consumían carne asada e Interlocutor la tomaba cruda en un lugar algo apartado de donde se encontraban ellos.

Luego prosiguieron con la clase de lengua. Luis en seguida se cansó. Los otros progresaban con tanta rapidez que le hacían sentirse como un cretino.

— Pero Luis, tenemos que aprender su lengua. Avanzamos con bastante lentitud y será preciso conseguir comida. Posiblemente tengamos que establecer contacto con los nativos.

— Ya lo sé. Pero nunca me gustaron las lenguas.

De pronto oscureció. Aun a esa distancia del Ojo de la tormenta, el cielo estaba completamente encapotado y la noche parecía el interior de la boca de un dragón. Luis puso fin a la clase de lengua. Se sentía fatigado e irritable y muy poco seguro de sí mismo. Los demás le dejaron descansar tranquilo.

Sólo faltaban diez horas para l egar al Ojo de la tormenta.


Había caído en un letargo inquieto y poco profundo cuando oyó regresar a Prill. Sintió la sugerente caricia de sus manos y quiso cogerla en sus brazos.

Ella esquivó su abrazo. Hablaba en su propia lengua, pero simplificando mucho la gramática para que Luis pudiera comprenderla.

— ¿Eres el jefe?

Con ojos legañosos, Luis se quedó pensando un momento.

— Sí — dijo, tras constatar que la presente situación sería demasiado difícil de explicar.

— Dile al de las dos cabezas que me entregue su aparato.

— ¿Qué? — Luis se debatía en un mar de palabras extrañas —. ¿Su qué?

— Su aparato para hacerme feliz. Lo quiero para mí. Tienes que quitárselo.

Luis rió; por fin le parecía comprender lo que intentaba decirle la muchacha.

— Si quieres tenerme a mí, tendrás que quitarle el aparato — insistió Prill, enojada.

El titerote tenía algo que ella deseaba. No tenía forma de coaccionarlo, pues no era un hombre. Luis Wu era el único hombre disponible. Estaba decidida a emplear sus poderes ocultos para doblegarlo a su voluntad. Siempre le había salido bien hasta entonces; ¿no era acaso una diosa?

Tal vez se hubiera dejado engañar por el pelo de Luis. Debía de haberle tomado por un miembro de la peluda casta inferior, tal vez medio Ingeniero pues tenía el rostro lampiño, pero nada más. En ese caso, debía de haber nacido después del Derrumbamiento de las Ciudades. Sin droga de la juventud. Debía de estar en plena efervescencia juvenil.

— Tienes toda la razón — dijo Luis en su propia lengua. Prill apretó los puños furiosa, pues su tono sarcástico se traslucía claramente —. En tus manos, un hombre de treinta años se derritiría como la cera. Pero yo soy bastante más viejo. — Y volvió a reír.

— La máquina. ¿Dónde la tiene?

Se inclinó sobre él en la oscuridad, toda sugerentes y adorables sombras. El cráneo despedía un ligero resplandor; el negro cabello le caía en cascada sobre el hombro. Luis sintió un nudo en la garganta.

Por fin encontró la manera de explicarlo:

— Pegada al hueso, bajo la piel. En una cabeza.

Prill hizo un sonido parecido a un gruñido. Debía de haber comprendido que el aparatito estaba quirúrgicamente implantado. Dio media vuelta y se marchó.

Por un instante, Luis pensó en seguirla. La deseaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Pero la muchacha se apropiaría de su voluntad si él se lo permitía.

El silbido del viento comenzó a hacerse más intenso. El sueño de Luis era muy poco profundo… y estaba impregnado de fantasías eróticas.

Abrió los ojos.

Prill estaba arrodillada frente a él y le había montado como un súcubo. Sus dedos se deslizaban ágiles sobre la piel de su torso y su vientre. Empezó a mover rítmicamente las caderas y Luis se acopló al movimiento. Esa muchacha le hacía vibrar como si fuese un instrumento musical.

— Cuando terminemos, estarás a mi merced — anunció ella. Su voz traslucía placer, pero no era el placer de una mujer que está gozando con un hombre. Era la emoción de saberse poderosa.

Sus caricias tenían un regusto denso como jarabe. Había descubierto un secreto antiquísimo: que cada mujer nace con un tasp y que su poder puede ser ilimitado si su poseedora es capaz de utilizarlo correctamente. Estaba dispuesta a emplearlo y luego negarlo, emplearlo y negarlo, hasta que Luis le suplicase que le permitiera ser su esclavo…

De pronto experimentó una transformación. Su rostro no tenía capacidad de expresión; pero Luis oyó el gemido que anunciaba su placer y advirtió un cambio en sus movimientos. Hizo un gesto y sus cuerpos se unieron y el espasmo que los recorrió pareció absolutamente subjetivo.

Prill permaneció a su lado toda la noche. Se despertaron un par de veces e hicieron el amor, luego volvieron a dormirse. si Prill quedó defraudada alguna de estas ocasiones, no lo demostró, o al menos Luis no lo notó. Lo único que sabía con certeza es que ya no le estaba haciendo vibrar como si fuese un instrumento. Ahora tocaban a dúo.


La mañana amaneció gris y tormentosa. El viento ululaba en torno al viejo edificio. La lluvia golpeaba la ventana de la sala de mandos e irrumpía a través de las ventanas rotas de los pisos superiores. El «Improbable» se aproximaba al Ojo de la tormenta.

Luis se vistió y salió de la sala de mandos.

Encontró a Nessus en el pasillo.

— ¡Ven aquí! — gritó.

— Dime, Luis — dijo el titerote algo atemorizado.

— ¿Qué le hiciste a Prill anoche?

— Deberías estarme agradecido, Luis. Se había propuesto controlarte, condicionarse para que fueras su esclavo. Lo oí todo.

— ¡Le aplicaste el tasp!

— Le lancé una descarga de tres segundos a mediana intensidad mientras estabais dedicados a vuestra actividad reproductora. Ahora la que está condicionada es ella.

— ¡Monstruo! ¡Monstruo egoísta!

— No te acerques, Luis.

— ¡Prill es una mujer humana, con derecho al libre albedrío!

— ¿Y qué me dices de tu libre albedrío?

— ¡No corría ningún peligro! ¡No puede controlarme!

— ¿Algún otro problema? Luis, no es la primera vez que veo a una pareja humana entregada a la actividad reproductora. Consideramos que debíamos conocer vuestra especie con la mayor exactitud. No te acerques, Luis.

— ¡No tenías derecho a hacer eso!

La verdad es que Luis no tenía la menor intención de hacerle daño al titerote. Apretó los puños con rabia, pero sin la menor intención de hacer uso de ellos. Comenzó a avanzar furioso.

De pronto se encontró en la gloria.

En medio de la más pura satisfacción que jamás había experimentado, Luis comprendió que Nessus le estaba aplicando el tasp. Sin pararse a pensar en las posibles consecuencias, Luis dio un puntapié apuntando hacia arriba y hacia delante.

Concentró en él todas las fuerzas que pudo robar a su goce. No eran muchas, pero hizo uso de ellas y le dio un puntapié al titerote en la laringe, justo debajo de la mandíbula izquierda.

Las consecuencias fueron terribles. Nessus hizo «¡Glup!», dio un traspié y desconectó el tasp.

Luis Wu se vio agobiado bajo el peso de todos los dolores que son legado de la humanidad. Sin decir palabra, le dio la espalda al titerote y se alejó. Tenía ganas de llorar; pero aún eran mayores sus deseos de impedir que el titerote pudiera verle la cara.


Estuvo dando vueltas sin rumbo fijo, atento sólo a su propia miseria interna. Por mera casualidad, llegó a la escalera.

Desde el primer momento, había sabido perfectamente el efecto que ello tenía en Prill. Cuando estaba ahí suspendido en el aire a treinta metros del fondo de la fosa, no le había molestado en absoluto que Nessus le aplicara el tasp a Prill. Había visto adictos a la electricidad; sabía cuáles eran los efectos.

¡Condicionada! ¡Como un animalito experimental! ¡Y ella lo sabía! La noche pasada había realizado una última valerosa tentativa para sustraerse al imperio del tasp.

Ahora Luis había experimentado aquello contra lo cual se debatía la muchacha.

— Fue un error — dijo Luis Wu —. Me retracto. — Pese a la negra desesperación que le embargaba, no pudo evitar ver el lado cómico de la situación. Hay cosas de las que no es posible retractarse.

Fue pura casualidad que bajara las escaleras en vez de subir. O tal vez su subconsciente había recordado un espasmo apenas percibido a nivel consciente.

Cuando l egó a la plataforma, el viento rugió a su alrededor, salpicándole de lluvia por todos lados. Ello le ayudó a concentrarse en otra cosa que no fuesen sus propias cuitas. Poco a poco fue desprendiéndose del dolor que le causara la pérdida del tasp.

En cierta ocasión, Luis Wu había jurado vivir eternamente.

Ahora, muchos años más tarde, comprendía qué esa decisión llevaba implícitas ciertas obligaciones.

— Tengo que curarla — dijo —. ¿Cómo? La abstinencia no provoca síntomas físicos… pero esto será un triste consuelo si decide arrojarse por una ventana. ¿Y cómo me las arreglaré para curarme yo mismo?

En algún recóndito rincón seguía anhelando el tasp, y ese deseo no cesaría nunca.

La adicción no era mas que un recuerdo subliminal. Bastaría dejarla abandonada en algún lugar con su reserva de droga de la juventud, y el recuerdo se iría desvaneciendo lentamente…

— Pero, la necesitamos, ¡nej!

Sus conocimientos sobre la sala de máquinas del «Improbable» eran muy valiosos. Imposible prescindir de ella.

No tendría más remedio que convencer a Nessus para que dejara de aplicarle el tasp. Y vigilarla durante el primer período. Al principio se sentiría terriblemente deprimida…

De pronto, el cerebro de Luis captó lo que sus ojos ya estaban observando desde hacía rato.

El coche estaba suspendido a unos seis metros de la plataforma de vigilancia. Era una saeta color castaño-rojizo de perfecto diseño con estrechas hendiduras a modo de ventanas y flotaba inerte en medio del viento embravecido, atrapado en un campo electromagnético que nadie se había acordado de desconectar.

Luis volvió a mirar, atentamente, para no tener dudas de que realmente había un rostro detrás del parabrisas. Luego subió corriendo en busca de Prill.

Ignoraba las palabras adecuadas. Conque se limitó a cogerla por el brazo, arrastrándola escaleras abajo para mostrarle lo que había visto. Ella asintió y volvió a subir para manipular los controles de la trampa policíaca.

La saeta castaño-rojiza se situó junto a la plataforma. El primer ocupante salió a gatas, aferrándose con ambas manos, pues hacía un viento infernal.

Era Teela Brown, lo cual no sorprendió a Luis.

Y el segundo ocupante era tan absolutamente típico de su especie que no pudo contener una carcajada. Teela le miró extrañada y un poco ofendida.


Estaban cruzando el Ojo de la tormenta. El viento subía zumbando por la escalera que conducía a la plataforma de observación. Silbaba por los pasillos del primer piso y ululaba a través de las ventanas rotas de los pisos superiores. Todo estaba inundado de lluvia.

Teela y su acompañante y la tripulación del «Improbable» se habían sentado en el suelo del dormitorio de Luis, que también era la sala de mandos. El musculoso acompañante de Teela hablaba muy serio con Prill en un rincón; la muchacha no obstante seguía vigilando con un ojo a Interlocutor-de-Animales, del que aún desconfiaba, mientras oteaba con el otro por la claraboya. Los demás se habían sentado en torno a Teela para escuchar su relato.

El campo magnético de la policía había destruido la mayor parte de la maquinaria de su aerocicleta. El localizador, el intercom, la envoltura sónica y la cocinilla, todo había fallado al mismo tiempo.

Teela había logrado salir con vida gracias a una característica estabilizadora incorporada a la envoltura sónica. En cuanto advirtió el fuerte viento, apretó el retroactivador, antes de que el huracán que soplaba a una velocidad de 2 Mach pudiera arrancarle la cabeza. Tardó escasos segundos en situarse por debajo del límite máximo de velocidad permitido en la ciudad. El campo magnético estaba a punto de destrozarle el motor; pero no actuó. Cuando el viento consiguió penetrar el efecto estabilizador de la envoltura sónica, su velocidad ya era tolerable.

Pero Teela se hallaba en un estado de nervios lamentable. Había rozado la muerte muy de cerca en el Ojo de la tormenta. El segundo ataque se había producido antes de que tuviera tiempo de recuperarse del anterior. Hizo planear la aerocicleta, mientras intentaba hallar un lugar adecuado para aterrizar en medio de la oscuridad.

Descubrió un paseo cubierto flanqueado de tiendas. Estaba iluminado: las puertas ovaladas despedían un brillante resplandor anaranjado. El vehículo aterrizó de un modo algo brusco, pero a ella ya poco le importaba. Por fin estaba en tierra.

Aún no había terminado de desmontar cuando la aerocicleta comenzó a elevarse otra vez. El movimiento la hizo rodar por el suelo. Se puso de cuatro patas y meneó la cabeza intentando despejarse. Cuando levantó la mirada, la aerocicleta ya casi se había perdido de vista.

Teela se echó a llorar.

— Seguramente aparcaste en un lugar prohibido — dijo Luis.

— Lo de menos era el porqué. Me sentía… — No sabía cómo explicarlo, pero lo intentó —. Quería decirle a alguien que me había perdido. Pero no había nadie. Conque me senté en uno de los bancos de piedra y me eché a l orar. Estuve horas l orando. No me atrevía a moverme de allí, pues sabía que vendríais a buscarme. Entonces… apareció él. — Teela señaló a su acompañante —. Le sorprendió encontrarme allí. Me preguntó no sé qué… No comprendía su lengua. Al menos intentó consolarme. Me alegró tenerle a mi lado.

Luis asintió. Teela confiaba en todo el mundo. Era inevitable que buscase protección o apoyo en el primer desconocido que se presentase. Y ese proceder en nada podía perjudicarla.

Su acompañante era un ser, que se salía de lo corriente.

Era un héroe. Saltaba a la vista. No era preciso verle luchando contra un dragón. Bastaba observar los músculos, la estatura, la negra espada de metal. Las vigorosas facciones, inquietantemente parecidas a las de la escultura de alambre del castillo llamado Cielo. Su actitud cortés mientras hablaba con Prill, aparentemente indiferente al hecho de que ella perteneciera al sexo opuesto. ¿Tal vez porque era la mujer de otro hombre?

Iba perfectamente afeitado. No, no parecía probable. Más bien debía ser medio Ingeniero. Tenía el cabello largo, de un rubio ceniciento y no demasiado limpio, y su nacimiento dejaba al descubierto una noble frente. Llevaba una especie de taparrabos atado a la cintura, la piel de algún animal.

— Me dio de comer — dijo Teela —. Cuidó de mí. Anoche cuatro hombres intentaron atacarnos, ¡y los rechazó sin más arma que su espada! Y ha aprendido muchas palabras de intermundo durante esos dos días.

— ¿En serio?

— Está acostumbrado a hablar otras lenguas.

— Es el peor desaire que podía hacerme.

— ¿Cómo dices?

— No tiene importancia. Sigue.

— Es viejo, Luis. Tomó una enorme dosis de algo parecido al extracto regenerador, hace ya mucho tiempo. Dice que se lo dio un brujo malo. Es tan viejo que sus padres recuerdan el Derrumbamiento de las Ciudades. ¿Y sabes qué ha decidido hacer? — Su sonrisa era casi insultante —. Ha iniciado una especie de búsqueda. Hace mucho tiempo hizo la promesa de caminar hasta la base del Arco. Y eso es lo que está haciendo. Lleva varios siglos caminando.

— ¿La base del Arco?

Teela asintió. Les sonreía con mucha gracia y sin duda le divertía la situación, sin embargo en sus ojos se adivinaba algo más.

Luis había visto amor en la mirada de Teela, pero nunca ternura.

— ¡Y te sientes orgullosa de él por lo que está haciendo! Pobre idiota, ¿no sabes que no hay ningún Arco?

— Ya lo sé, Luis.

— ¿Por qué no se lo dices, pues?

— Te odiaré eternamente si te atreves a decírselo. Ha dedicado casi toda su vida a esta búsqueda. Y, entre tanto, ha hecho mucho bien. Conoce algunos oficios simples y los va difundiendo por el Mundo Anillo mientras avanza en la dirección de giro.

— No creo que sea capaz de transmitir demasiada información. No parece muy inteligente.

— No, no lo es. — Por la manera como lo dijo, se notaba que para ella ése era un detalle sin importancia —. Pero si yo le acompaño podré enseñar muchísimas cosas a mucha gente.

— Ya me lo esperaba — dijo Luis. Pero, aun así le molestó. ¿Habría advertido ella que estaba dolido? En cualquier caso, esquivó su mirada.

— Llevábamos un par de días en el paseo cubierto cuando de pronto caí en la cuenta de que seguiríais a mi aerocicleta, no a mí. El ya me había hablado de Hal… Hal… de la diosa y de la torre flotante que atrapaba los vehículos. Conque allí nos dirigimos. Nos situamos junto al altar, con la esperanza de localizar vuestras aerocicletas. Luego el edificio comenzó a desmoronarse. Entonces, Caminante…

— ¿Caminante?

— Se hace l amar así. Cuando alguien le pregunta por qué, ello le da pie a explicar que se dirige a la base del Arco y contarles las aventuras que ha tenido por el camino… ¿comprendes?

— Sí.

— Comenzó a probar los motores de todos los coches viejos. Dijo que los conductores solían parar el motor cuando el campo magnético de la policía los atrapaba, a fin de evitar que se quemasen.

Los tres se miraron. ¡Tal vez la mitad de esos coches suspendidos estaban aún en perfectas condiciones!

— Encontramos un coche que funcionaba — siguió explicando Teela —. Os estuvimos buscando, pero no logramos encontraros a causa de la oscuridad. Por suerte la policía volvió a atraparnos por exceso de velocidad.

— Sí, fue una suerte. Anoche me pareció oír una explosión, pero no estoy seguro — dijo Luis.

Caminante había dejado de hablar. Cómodamente apoyado contra la pared del dormitorio del jefe, contemplaba a Interlocutor-de-Animales con una leve sonrisa en los labios. Interlocutor le devolvió la mirada. Luis tuvo la impresión de que ambos estaban calibrando el posible desenlace de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Prill en cambio seguía mirando por la ventana y en su rostro se reflejaba el pavor. Cuando el ulular del viento se trocó en chillido, todo su cuerpo se estremeció.

Tal vez ya había visto formaciones parecidas al Ojo de la tormenta. Pequeñas rupturas producidas por algún asteroide, rápidamente reparadas, siempre en algún otro lugar, y siempre prontamente fotografiadas para los noticiarios o su equivalente en el Mundo Anillo. El Ojo de la tormenta constituía siempre un suceso temible. El aire se escapaba a chorros hacia el espacio interestelar. A su alrededor se formaba un huracán horizontal, con un punto de succión en el fondo, de efectos tan definitivos como el desagüe de una bañera, si uno era atrapado por el torbellino.

Durante unos segundos se intensificaron los aullidos del viento. Teela frunció el entrecejo preocupada.

— Espero que el edificio sea lo bastante resistente — dijo.

Luis la miró sorprendido. «¡Cómo ha cambiado!» El Ojo de la tormenta había amenazado directamente su vida la última vez que lo atravesó…

— Tienes que ayudarme — dijo Teela —. Quiero a Caminante, ¿sabes?

— Ya veo.

— El también me quiere, pero posee un extraño concepto del honor. Intenté explicarle quién eras tú, Luis, cuando quería convencerle para que me condujera al edificio volante. Se incomodó mucho y ya no quiso acostarse más conmigo. Cree que soy tuya, Luis.

— ¿Esclavitud?

— Esclavitud para las mujeres, creo. Le dirás que no soy tuya, ¿lo prometes?

Luis sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

— Podríamos ahorrarnos muchas explicaciones si me limitara a venderte a él. Si así lo deseas.

— Tienes razón. Y es lo que deseo. Quiero acompañarle en su peregrinaje por el Mundo Anillo. Le amo, Luis.

— No lo dudo. Estáis hechos el uno para el otro — dijo Luis Wu —. El destino ha querido que os encontraseis. Se cuentan por billones las parejas que han sentido exactamente lo mismo…

Ella se le quedó mirando con expresión de gran desconfianza.

— ¿No será… un sarcasmo, eh, Luis?

— Hace un mes no hubieras sido capaz de distinguir un sarcasmo de un carámbano. No, lo curioso es que no es ningún sarcasmo. Los billones de otras parejas no tienen importancia, pues no formaban parte de un experimento de procreación planificada ideado por algún nej de titerote.

De pronto se convirtió en el centro de atención. Hasta Caminante se le quedó mirando para averiguar qué había despertado el interés de los demás.

Pero Luis sólo tenía ojos para Teela Brown.

— Nos estrellamos contra el Mundo Anillo — le explicó pausadamente —, porque éste es tu medio ideal. Tenías que descubrir cosas que no podías aprender en la Tierra, ni en ningún otro lugar del espacio conocido, según parece. Tal vez existan otras razones: un extracto regenerador más perfeccionado, por ejemplo, y más espacio vital; pero el motivo principal de que estés aquí es para aprender.

— ¿Aprender qué?

— A sentir dolor, diría yo. Miedo. Nostalgia. Eres otra mujer desde que llegamos aquí. Antes eras una especie de… abstracción. ¿Te habías golpeado alguna vez el dedo gordo del pie?

— Qué palabra más rara. No, creo que no.

— ¿Te habías quemado alguna vez los pies?

Ella le lanzó una mirada centelleante. Había comprendido.

— El «Embustero» se estrelló para que tú pudieras llegar aquí. Recorrimos miles de kilómetros para traerte junto a Caminante. Tu aerocicleta te l evó justo donde él estaba y se dejó atrapar por el campo magnético de la policía en el sitio preciso, porque Caminante es el hombre que te estaba destinado.

Teela sonrió al oír esto, pero Luis no le devolvió la sonrisa.

— Tu suerte exigía que tuvieras tiempo de hacer amistad con él — siguió diciendo —. Conque Interlocutor-de-Animales y yo estuvimos colgando cabeza abajo…

— ¡Luis!

— …durante unas veinte horas, suspendidos sobre treinta metros de espacio vacío. Y aún no ha l egado lo peor.

El kzin gruñó:

— Todo depende de cómo se mire.

Luis no le prestó la menor atención.

— Teela, te enamoraste de mí para tener un motivo para unirte a la expedición al Mundo Anillo. Has dejado de amarme porque ya no es necesario. Ya estás aquí. Y yo me enamoré de ti por el mismo motivo, porque la suerte de Teela Brown me convirtió en una marioneta… Pero la verdadera marioneta eres tú. Pasarás el resto de tu vida pendiente de los hilos de tu propia suerte. Sólo Finagle sabe si realmente posees un libre albedrío. En cualquier caso, te costará ejercerlo.

Teela se había puesto muy pálida y tenía los hombros muy erguidos y rígidos. Sólo un evidente esfuerzo de voluntad le impedía romper a llorar. Antes carecía de esa capacidad de controlarse.

En cuanto a Caminante, se había puesto de rodillas y les miraba fijamente a los dos, mientras acariciaba el filo de su negra espada de hierro con el pulgar. Difícilmente podía ignorar que Teela estaba sufriendo. Debía de estar convencido de que la joven era propiedad de Luis Wu.

Y Luis se volvió hacia el titerote. No le sorprendió encontrar a Nessus hecho una bola, con la cabeza escondida bajo el vientre, completamente al abrigo del universo.

Luis agarró al titerote por el tobillo de la pierna trasera. No le costó mucho obligarle a tenderse de espaldas. Nessus pesaba prácticamente lo mismo que Luis Wu.

Y su proceder no fue del agrado del titerote. El tobillo temblaba en la mano de Luis.

— Todo ha sido culpa tuya — dijo Luis Wu —, culpa de tu monstruoso egoísmo. Este egoísmo me preocupa casi tanto como los monstruosos errores que has cometido. Cómo se puede ser tan poderoso, y tan osado, y al mismo tiempo tan estúpido, es algo que escapa a mi capacidad de comprensión. ¿Te has dado cuenta al fin de que todo lo que nos ha ocurrido hasta el momento ha sido un efecto secundario de la suerte de Teela?

Nessus se encogió aún más en su ovillo. Caminante lo observaba todo fascinado.

— Cuando lo hayas comprendido podrás volver junto a tus congéneres titerotes y decirles que entrometerse en los hábitos de procreación de los humanos puede ser peligroso. Que un número suficiente de Teelas Browns podrían dar al traste con todas las leyes de la probabilidad. Incluso la física básica no es más que probabilidad a nivel atómico. Podrás explicarles que el universo es un juguete demasiado complicado y que los seres sensatos y precavidos se abstienen de jugar con él. Podrás decirles todo eso y mucho más cuando yo haya regresado a casa — dijo Luis Wu —. Mientras tanto, empieza a salir de ahí, rápido. Necesito el alambre que une las pantal as cuadradas y tú vas a conseguírmelo. Ya casi estamos fuera del Ojo de la tormenta. Sal de ahí, Nessus…

El titerote se desenrolló y se puso de pie.

— Me has ofendido, Luis — comenzó a decir.

— ¿Y aún te atreves a decirlo?

El titerote no replicó. Luego se dirigió a la ventana y se puso a contemplar la tormenta.

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