5. La roseta

Las matemáticas del hiperespacio tienen sus singularidades. Cualquier masa lo suficientemente grande del universo einsteiniano está rodeada de una de estas singularidades. Fuera de ellas, las naves espaciales pueden desplazarse a velocidades superiores a las de la luz. En su interior, desaparecerían en el intento.

En esos momentos el «Tiro Largo» se hallaba a unas ocho horas-luz de Sol y fuera del radio de acción de la singularidad local de Sol.

Y Luis Wu gravitaba libremente en el vacío. Sentía tensión en las gónadas y un ligero malestar en el diafragma, y su estómago parecía a punto de eructar. Eran sensaciones pasajeras.

Al mismo tiempo experimentaba una paradójica ansia de volar…

Había viajado varias veces en sistema de caída libre, en la gran burbuja transparente del Hotel Ambulante, que giraba en torno a la Luna de la Tierra. Pero en esa cabina, el más leve movimiento de brazos supondría la rotura de algún elemento vital.

Había decidido efectuar la aceleración de despegue bajo la influencia de dos gravedades. Había pasado unos cinco días trabajando, comiendo y durmiendo en la cápsula del piloto, pese a que ésta estaba excelentemente equipada, se sentía sucio y despeinado; las cincuenta horas de sueño no habían sido suficientes para disipar su cansancio.

Luis veía un negro panorama ante sí. Empezaba a comprender que, desde su punto de vista, la expedición se caracterizaría por la incomodidad.

El cielo del alto espacio no se diferenciaba gran cosa del cielo de la noche lunar. Al sur de la galaxia relucía una estrella particularmente brillante; era Sol.

Luis accionó los mandos de los rotores. El «Tiro Largo» giró y las estrellas quedaron a sus pies.

Veintisiete, trescientos doce, mil. Eran las coordenadas que le diera Nessus justo antes de que Luis cerrara su cápsula de supervivencia. Indicaban la situación de la migración de titerotes. Y de pronto Luis advirtió que ello no correspondía a la dirección de las Nubes de Magallanes. El titerote le había mentido.

No obstante, reflexionó Luis, estaba a unos doscientos años luz de distancia. Y seguía la dirección del eje de la galaxia. Cabía la posibilidad de que los titerotes hubieran decidido salir de la galaxia por el camino más corto y luego desplazarse hasta la Nube Menor por encima del plano de la galaxia. Así podrían evitar todos los obstáculos interestelares: soles, nubes de polvo, concentraciones de hidrógeno, etcétera.

No tenía mayor importancia. Luis paseó las manos por el panel de mandos, como un pianista a punto de comenzar un concierto.

Estaban descendiendo.

El «Tiro Largo» desapareció.

Luis mantenía los ojos deliberadamente apartados del suelo transparente, Ya había dejado de preguntarse por qué no habían recubierto todas esas ventanas. Hombres muy sensatos habían enloquecido ante el espectáculo de la Zona Tenebrosa; sin embargo, había personas capaces de soportarlo. El piloto del «Tiro Largo» debió ser una de ellas.

Luis observó el indicador de masa: una esfera transparente situada sobre el panel de mandos, con una serie de líneas azules que irradiaban de su centro. Tenía un tamaño desmesurado, pese a las limitaciones de espacio de la cabina. Reclinó la cabeza y se quedó mirando las líneas.

Luis volaba sin apartar la mano izquierda del botón de emergencia.

La ranura de abastecimiento que tenía a la derecha le sirvió un café que sabía a rancio y, a continuación, una comida instantánea que se le deshizo en las manos, descomponiéndose en distintas capas de carne, queso, pan y una extraña hoja. La cocina automática no debía haber sido reprogramada en varios siglos Las líneas radiales del indicador de masa se hicieron gruesas y comenzaron a moverse hacia arriba como la manecilla de un reloj, para luego encogerse hasta desaparecer. Una borrosa línea azul que ocupaba el fondo de la esfera comenzó a alargarse… Luis apretó el botón de emergencia.

Un gigante rojo desconocido brillaba bajo sus pies.

— Demasiado rápido — gruñó Luis —. ¡Excesivamente rápido! ¡Nej!

En cualquier nave normal bastaba con controlar el indicador de masa cada seis horas poco más o menos. ¡En el «Tiro Largo» casi no se atrevía ni a parpadear!

Luis bajó la vista para contemplar el brillante disco rojo algo difuminado y el fondo de estrellas que tenía detrás.

— ¡Nej! ¡Ya hemos salido del espacio conocido!

Hizo girar la nave para observar las estrellas. A sus pies se extendía un cielo desconocido.

— ¡Son mías, todas mías! — exclamó Luis, frotándose las manos. Luis Wu se montaba sus propios espectáculos durante sus períodos sabáticos.

La estrella roja pasó a formar parte otra vez de su campo visual y Luis esperó a que se desplazara noventa grados más. Se había acercado demasiado a la estrella y ahora tendría que rodearla por completo.

Ya llevaba hora y media pilotando.

Después de tres horas consiguió salir otra vez de la zona de influencia de la singularidad.

Las estrellas desconocidas no le preocupaban. Las luces de las ciudades ocultaban la luz de las estrellas en la mayor parte de la Tierra; y Luis Wu se había criado en ese planeta. Tenía veintiséis años cuando vio su primera estrella. Se aseguró de que la nave hubiera alcanzado el espacio abierto, tapó el panel de mandos y, por fin, pudo desperezarse.

— Uf. Tengo los ojos ardiendo.

Se zafó de la red protectora y se dejó flotar, mientras hacía flexiones con el brazo izquierdo. Llevaba tres horas sin mover esa mano de la palanca del hiperreactor. Tenía el brazo entumecido desde el codo hasta la punta de los dedos.

Del techo colgaban anillas para ejercicios isométricos. Luis se colgó de ellas. Se le desagarrotaron los músculos, pero seguía sintiéndose fatigado.

¿Y si despertara a Teela? No le vendría mal poder charlar un poco con ella. Una idea estupenda. La próxima vez que vaya de vacaciones me llevaré a una mujer en estasis. Así podré tener lo mejor de ambos mundos. Pero por su aspecto diríase que acababa de ser desenterrado de una tumba, y así se sentía también. No estaba en condiciones de recibir a nadie. En fin.

No debía haber permitido que ella se embarcara en el «Tiro Largo».

¡No era bueno para él! Le había gustado tener a Teela a su lado, esos dos días. Había sido como una repetición de la aventura de Luis Wu y Paula Cherenkov, en una nueva versión con final feliz. Tal vez incluso mejor.

Sin embargo, Teela era una chica superficial. Y no era sólo una cuestión de edad. Luis tenía amigos de todas las edades y algunos de los más jóvenes eran realmente profundos. Desde luego, esos eran los que más sufrían. Como si el dolor formara parte del proceso de aprendizaje. Un hecho que probablemente correspondía a la realidad.

No, a Teela le faltaba la capacidad de sentir el dolor de los demás…

Pero sabía captar perfectamente el placer del otro, y era capaz de responder al placer, y de crear placer. Era una amante maravillosa: de una belleza casi dolorosa, apenas iniciada en el arte, sensual como un gato, y sorprendentemente desinhibida.

Nada de lo cual podía serle de ninguna utilidad en su capacidad de exploradora.

Teela había tenido una vida feliz y monótona. Se había enamorado dos veces y en ambas ocasiones había sido la primera en cansarse del asunto. Jamás se había encontrado en una situación de grave tensión, nunca había sufrido de verdad. Llegado el momento de enfrentarse con su primera auténtica situación de emergencia, lo más probable era que Teela fuese presa del pánico.

«Pero yo sólo la quería como amante — se dijo Luis para sus adentros —. ¡Maldito Nessus! ¡Si Teela hubiera vivido alguna vez una situación de stress, Nessus la habría rechazado por su mala suerte!»

Había sido un error traerla. Era una responsabilidad. Tendría que dedicar demasiado tiempo a protegerla cuando debiera estar ocupándose de sí mismo.

¿Qué situaciones difíciles podían esperarles? Los titerotes eran sagaces hombres de negocios. Nunca pagaban más de lo preciso. El «Tiro Largo» representaba unos honorarios absolutamente fuera de lo corriente. Luis tenía la estremecedora sospecha de que se lo ganarían a pulso.

«Bueno, basta por hoy», se dijo. Metióse otra vez en la cápsula y estuvo durmiendo una hora bajo los auriculares somníferos. Se despertó, enderezó el rumbo de la nave y volvió a caer en la Zona Tenebrosa.

Volvió a salir a cinco horas y media de Sol.

Las coordenadas que le había dado el titerote definían una pequeña porción rectangular del cielo vista desde Sol, acompañada de una distancia radial en ese sentido. A esa distancia, las coordenadas definían un cubo de medio año luz de arista. Si sus instrumentos no le engañaban, Luis Wu y el «Tiro Largo» también se encontraban ahora dentro de ese volumen.

Habían dejado ya muy atrás la pequeña burbuja de estrellas, de unos setenta años luz de diámetro, que constituía el espacio conocido.

De nada le serviría intentar localizar la flotilla. Luis no sabía qué debía buscar. Fue a despertar a Nessus.

Nessus se colgó a una anilla gimnástica con los dientes y miró por encima del hombro de Luis.

— Tengo que localizar ciertas estrellas como puntos de referencia. Centra esa gigante verde y blanca y proyéctamela en la pantalla ampliadora…

Casi no podían moverse en la cabina del piloto. Luis intentaba proteger el panel de instrumentos de los desmañados gestos de los tres cascos del titerote.

— Espectroanálisis… sí. Ahora la doble estrella azul y amarilla situada en las dos…

— Ya me he situado. Gira a 348,72.

— ¿Qué buscamos exactamente, Nessus? ¿Una masa de l amas de fusión? No, la flotilla usa reactores corrientes.

— Necesitamos el amplificador. La reconocerás en cuanto la veas.

La pantalla amplificadora estaba l ena de pequeñas estrellas anónimas. Luis fue aumentando el grado de amplificación hasta que…

— Cinco puntos distribuidos en un pentágono regular. ¿Es eso?

— Ese es nuestro punto de destino.

— Estupendo. Déjame comprobar la distancia… ¡Nej! Hay un error, Nessus. Están demasiado lejos.

No recibió respuesta.

— En cualquier caso, no pueden ser naves, aunque el calculador de distancias no funcione. La flota de los titerotes debe avanzar un poco por debajo de la velocidad de la luz. Tendríamos que distinguir el movimiento.

Cinco estrellas apagadas en un pentágono regular. Estaban a un quinto de año luz de distancia y resultaban completamente invisibles a simple vista. Para poderlas distinguir con ese grado de ampliación, debían tener las dimensiones de un verdadero planeta. En la pantalla, una se veía un poco menos azul, ligeramente más pálida que las otras.

Una roseta de Kemplerer. Qué cosa más rara.

Se cogen tres o más masas iguales. Se sitúan en los vértices de un polígono equilátero y se les dan velocidades angulares iguales respecto a su centro de masa.

En esas condiciones la figura se halla en equilibrio estable. Las masas pueden describir órbitas circulares o elípticas. Una masa adicional puede ocupar el centro de masa de la figura, aunque éste también puede estar vacío. Es un detalle irrelevante. La figura es estable, como un par de puntos troyanos.

El problema está en que no es difícil que una masa pase a formar un punto troyano. (Recuérdese el caso de los asteroides troyanos en la órbita de Júpiter.) Sin embargo, es muy improbable que cinco masas lleguen a constituir una roseta de Kemplerer por azar.

— Es increíble — murmuró Luis —. Singular. Nadie ha visto jamás una roseta de Kemplerer… — La dejó perderse de vista.

¿De dónde obtendrían su luz esos objetos entre las estrellas?

— Oh, no, ni lo sueñes — dijo Luis Wu —. Jamás conseguirás convencerme. ¿Crees que soy un imbécil?

— Qué es lo que no quieres creer.

— ¡Nej! ¡No te hagas el inocente!

— Como quieras. Hacia allí nos dirigimos, Luis. Si nos sitúas dentro de su radio de acción, enviarán una nave a nuestro encuentro.

La nave tenía un fuselaje #3, un cilindro redondeado en los extremos y con el vientre aplastado, pintado de un color rosa chillón y sin ventanas. No había aberturas para los motores.

Debían de ser motores sin reacción, parecidos a los humanos, tal vez algo más avanzados.

Luis siguió las instrucciones de Nessus y dejó que la otra nave se encargara de efectuar las maniobras necesarias. Con sus motores de fusión, el «Tiro Largo» hubiera necesitado meses para adecuar su velocidad a la de la «flotilla» de los titerotes. La nave titerote lo consiguió en menos de una hora. Se materializó junto al «Tiro Largo» y, de inmediato, su tubo de acceso, cual serpiente de vidrio, intentó establecer contacto con la compuerta del «Tiro Largo».

Tendrían problemas para desembarcar. No había espacio suficiente para que toda la tripulación pudiera salir del estasis al mismo tiempo. Y, un detalle más importante, Interlocutor tendría una última oportunidad de apoderarse de la nave.

— ¿Crees que tu tasp le mantendrá a raya, Nessus?

— No. En mi opinión, hará una última tentativa de robar la nave. Lo mejor será que…

Desconectaron el panel de mandos de los motores de fusión del «Tiro Largo». Con un poco de tiempo y la intuición mecánica innata en todos los constructores de herramientas, el kzin podría arreglar cualquier cosa. Pero no tendría tiempo…

Luis observó al titerote que comenzaba a avanzar por el tubo. Nessus llevaba el traje de presión de Interlocutor. Había cerrado los ojos con fuerza: una lástima, pues la vista era magnífica.

— Caída libre — dijo Teela cuando Luis le abrió la cápsula de supervivencia —. No me siento bien. Será mejor que me ayudes, Luis. ¿Qué ha ocurrido? ¿Ya hemos llegado?

Luis le contó algunos detalles mientras la conducía hasta la compuerta. Ella le escuchaba, pero Luis advirtió que toda su atención estaba concentrada en la boca de su estómago. Se la veía sumamente incómoda.

— En la otra nave habrá gravedad — le dijo.

Sus ojos descubrieron la diminuta roseta en cuanto Luis se la señaló. Ya era posible apreciarla a simple vista: un pentágono de cinco estrellas blancas. Ella se volvió y le interrogó con una mirada de asombro. El movimiento le hizo rodar los canales semicirculares y Luis pudo ver cómo se le demudaba la cara antes de cruzar la compuerta. Luis la siguió con la mirada mientras desaparecía contra el fondo de estrellas desconocidas.

Luis abrió la tapa de la cápsula y dijo:

— Nada de gestos bruscos, estoy armado.

El rostro anaranjado del kzin no cambió de expresión:

— ¿Hemos llegado?

— Sí. He desconectado el motor de fusión. Es imposible que consigas volver a conectarlo a tiempo. Nos están apuntando con dos grandes lasers de rubí.

— ¿Y si huyera con el hiperreactor? No, imposible. Debemos estar en una singularidad.

— Te aguarda una sorpresa. Estamos en cinco singularidades.

— ¿Cinco? ¿En serio? Pero lo de los lasers no era cierto, Luis. ¿No te da vergüenza mentirme así?

En cualquier caso, el kzin salió de la cápsula sin armar demasiado alboroto. Luis le seguía con la espada variable en ristre. Al llegar a la compuerta, el kzin se detuvo sobrecogido ante el espectáculo del pentágono de estrellas que iba aumentando de tamaño a ojos vista.

El «Tiro Largo» se acercaba a hipervelocidad y se había detenido media hora luz más adelante de la «flotilla» de los titerotes: poco menos de la distancia media entre Júpiter y la Tierra. Pero la «flotilla» avanzaba a enorme velocidad, apenas inferior a la de su propia luz, de modo que la luz que llegaba al «Tiro Largo» procedía de mucho más lejos. Cuando el «Tiro Largo» se detuvo, la roseta era demasiado pequeña para poder distinguirla a simple vista. Apenas se veía cuando Teela cruzó la compuerta. En esos momentos había alcanzado un tamaño impresionante e iba creciendo con enorme rapidez.

Los cinco puntos azul pálido distribuidos en un pentágono se iban expandiendo por el cielo, cada vez más grandes, y más separados…

Durante un fugaz instante el «Tiro Largo» apareció rodeado de cinco mundos. Luego desaparecieron, y su luz cada vez menos intensa fue enrojeciendo hasta hacerse invisible. Y la espada variable estaba en manos de Interlocutor-de-Animales.

— ¡Por todos los diablos! — explotó Luis —. ¿No sientes curiosidad por nada?

El kzin reflexionó un momento:

— Siento curiosidad, pero mi orgullo es más fuerte. — Pulsó el botón y, cuando el alambre retráctil estuvo metido en el mango, le devolvió la espada variable a Luis —. Una amenaza es tanto como un desafío. ¿Vamos?

La nave titerote era un robot. Una vez cruzadas la compuerta, todo el sistema de supervivencia era una gran habitación. Había cuatro cápsulas, de formas tan diversas como los seres que debían ocuparlas, formando un círculo en torno a un mueble-bar.

La nave no tenía ventanas.

Luis comprobó con gran alivio que había gravedad. Aunque no exactamente igual a la gravedad de la Tierra; el aire tampoco era exactamente el mismo de la Tierra. La presión resultaba un poquitín demasiado alta. El ambiente estaba lleno de olores, extraños aunque no desagradables. Luis olía a ozono, hidrocarbonos, titerotes —docenas de titerotes— y otros olores que no logró identificar.

No había ángulos. La pared curva formaba una sola superficie con el suelo y el techo; tanto las cápsulas-diván como el mueble-bar parecían modificables. En el mundo de los titerotes no había objetos duros ni cortantes, nada que pudiera hacer salir sangre o causar un hematoma.

Nessus se tendió descoyuntado sobre su cápsula-diván. Se le veía ridículamente cómodo.

— No me ha querido decir nada — se burló Teela.

— Claro que no — dijo el titerote —. De todos modos hubiera tenido que repetirlo cuando llegasen los demás. Sin duda os habréis estado preguntando…

— Mundos volantes — le interrumpió el kzin.

— Y rosetas de Kemplerer — dijo Luis.

Un zumbido casi imperceptible le indicó que la nave comenzaba a moverse. Acomodó su equipaje e Interlocutor hizo otro tanto, luego se tendieron frente a los otros dos en sus respectivas cápsulas. Teela le tendió una bebida roja con sabor a frutas en una ampolla comprimible.

— ¿Falta mucho? — le preguntó al titerote.

— Aterrizaremos dentro de una hora. Entonces recibiréis instrucciones sobre nuestro destino definitivo.

— Creo que tendremos tiempo. Bien, cuéntanos. ¿Por qué mundos volantes? No sabría explicarlo exactamente, pero por algún motivo me parece más bien arriesgado esto de ir lanzando mundos habitables con tal despreocupación.

— ¡Oh, te equivocas, Luis! — El titerote hablaba completamente en serio —. El riesgo es mucho menor que en esta nave, por ejemplo; y esta nave es muy segura comparada con la mayoría de las naves de diseño humano. Tenemos mucha práctica en lo que a trasladar mundos se refiere.

— ¡Práctica! ¿Cómo se os ocurrió la idea?

— Para explicarlo tendré que hablar primero del calor y del control de la natalidad. ¿No os molesta?

Con un ademán, respondieron que no. Luis tuvo la delicadeza de no reír; Teela soltó una carcajada.

— En primer lugar debéis saber que a los titerotes nos resulta sumamente difícil controlar nuestra población. Sólo existen dos formas para evitar la procreación. Una de ellas requiere una grave intervención quirúrgica. La otra es la abstinencia total de todo contacto sexual.

Teela quedó pasmada:

— ¡Qué horror!

— Es un inconveniente. Fijaos bien, la operación no constituye una alternativa a la abstinencia, sino que tiene por objeto asegurar la abstinencia. Actualmente se ha conseguido que la operación sea reversible, algo imposible en el pasado. Muy pocos de mi especie están dispuestos a someterse voluntariamente a esa intervención.

Luis silbó:

— No me extraña. ¿Conque el control de vuestra población depende de la fuerza de voluntad?

— Sí. La abstinencia determina desagradables efectos secundarios, como ocurre en la mayoría de las especies. Desde tiempos muy remotos, ello se ha traducido en un exceso de población. Hace medio millón de años éramos medio trillón en cifras humanas. En cifras kzinti…

— Las matemáticas son mi fuerte — le interrumpió el kzin —. Pero estos problemas no parecen guardar relación alguna con lo inusitado de vuestra flota. — No se quejaba, era sólo un comentario. Interlocutor había cogido del mueble-bar una garrafa con dos asas de diseño kzinti, con más de dos litros de capacidad.

— Pues tienen mucho que ver, Interlocutor. Medio trillón de seres civilizados producían mucho calor como subproducto de su civilización.

— ¿Ya estabais civilizados hace tanto tiempo?

— Evidentemente. Ninguna cultura bárbara hubiera podido mantener una población tan numerosa. Hacía tiempo que se nos había agotado la tierra cultivable y habíamos tenido que terraformar dos mundos de nuestro sistema para dedicarlos a la agricultura. Para ello tuvimos que aproximarlos más al Sol. ¿Comprendes?

— Vuestra primera experiencia en el desplazamiento de mundos. Emplearíais naves robot, claro.

— Evidentemente… A partir de entonces la alimentación dejó de ser problema. Tampoco teníamos problemas de espacio. Ya entonces construíamos altos edificios y nos gusta vivir en compañía.

— Instinto gregario, lo juraría. ¿Por eso esta nave huele como una manada de titerotes?

— Sí, Luis. Nos reconforta oler la presencia de nuestros semejantes. Nuestro único problema, en aquella época, consistía en el calor.

— ¿El calor?

— El calor es uno de los productos de desecho de la civilización.

— No comprendo — dijo Interlocutor-de-Animales.

Luis, quien como terrícola comprendía perfectamente, se abstuvo de todo comentario. (La Tierra estaba mucho más poblada que Kzin.)

— Por ejemplo: por la noche te gusta tener luz, ¿verdad, Interlocutor? Si no dispones de una fuente de luz artificial no tienes más remedio que dormir, aunque prefieras hacer otras cosas.

— Elemental.

— Supón que cuentas con una fuente de luz perfecta que sólo emite radiaciones en el espectro visible para los kzinti. Aun así, toda la luz que no salga por las ventanas será absorbida por paredes y muebles. Se convertirá en calor difuso. Otro ejemplo: la Tierra no produce suficiente agua dulce natural para sus dieciocho mil millones. Es preciso destilar agua salada por fusión. Ello genera calor. Y debes tener en cuenta que nuestro mundo, mucho más poblado, perecería si no funcionasen las plantas destiladoras. Un tercer ejemplo: el transporte que supone cambios de velocidad genera siempre calor. Las naves espaciales cargadas de cereales procedentes de los mundos agrícolas producían calor al regresar a nuestra atmósfera y lo distribuían por toda su superficie. Al despegar despedían aún más calor.

— Sin embargo, existen sistemas de refrigeración…

— La mayor parte de los sistemas de refrigeración no hacen más que extraer calor de una parte y verterlo en otra, y además también producen calor con su consumo de energía.

— Creo que empiezo a comprender. A medida que aumenta el número de titerotes, también aumenta el calor generado.

— ¿Comprendes entonces por qué el calor de nuestra civilización comenzaba a hacer inhabitable nuestro mundo?

«Polución — pensó Luis Wu —. Motores de combustión interna. Bombas de fisión y cohetes de fusión en la atmósfera. Desechos industriales en los lagos y los océanos. Bastantes veces hemos estado a punto de morir ahogados en nuestros propios productos de desecho. De no existir el Comité de Fertilidad, tal vez la Tierra, se estaría sofocando en su propio calor de desecho.»

— Increíble — comentó Interlocutor-de-Animales —. ¿Por qué no emigrasteis?

— ¿Quién arriesgaría su vida en las múltiples muertes del espacio? Sólo un ser como yo. ¿Cómo colonizar nuevos mundos con los dementes de nuestra especie?

— Podíais haber enviado cargamentos de huevos fertilizados congelados y tripular las naves con navegantes locos.

— No me gusta hablar de sexo. Nuestra biología no está adaptada para estos métodos, aunque sin duda podíamos haber desarrollado algo parecido… pero, ¿para qué? Ello no habría reducido nuestra población, ¡y nuestro mundo seguiría sofocándose en su propio calor de desecho!

Sin que viniera al caso, Teela dijo:

— Me gustaría poder mirar al exterior. El titerote la contempló admirado:

— ¿En serio? ¿No sientes vértigo?

— ¿En una nave titerote?

— En fin, el peligro no aumentará porque miremos. Concedido.

Nessus pronunció unas musicales palabras en su propia lengua y la nave se esfumó.

Podían verse entre sí y a sí mismos; podían ver las cuatro cápsulas flotando en el vacío, con el mueble-bar en el centro. Fuera de eso, sólo la negrura del espacio. Cinco mundos relucían empero con blanco resplandor tras los cabellos negros de Teela. Eran todos del mismo tamaño: tal vez dos veces el diámetro angular de la Luna llena vista desde la Tierra. Formaban un pentagrama. Cuatro de los mundos estaban rodeados de cadenas de diminutas y brillantes luces: soles orbitales que producían una luz solar artificial blanco-amarillenta. Los cuatro brillaban por un igual y tenían el mismo aspecto: borrosas esferas azules en las que resultaba imposible distinguir los contornos continentales a tanta distancia. Pero el quinto…

El quinto mundo no tenía luces orbitales. Brillaba con luz propia, a través de manchas en forma de continentes y con los colores de la luz solar. Entre las manchas se extendía una superficie de una negrura comparable a la del espacio circundante; y la negrura, también, estaba jaspeada de estrellas. El negro del espacio parecía invadir las zonas situadas entre los continentes de luz solar.

— Nunca había visto nada tan hermoso — dijo Teela con voz emocionada. Y Luis se sintió inclinado a darle la razón.

— Increíble — dijo Interlocutor-de-Animales —. Casi no puedo creerlo. Emigrasteis con vuestros mundos.

— Los titerotes no confían en las naves espaciales — dijo Luis en tono ausente.

Le producía un escalofrío pensar que podría haberse perdido ese espectáculo; que el titerote podría haber escogido a otro en su lugar. Tal vez hubiera muerto sin ver la roseta de los titerotes…

— ¿Cómo?

— Ya os he explicado que nuestra civilización se estaba sofocando en su propio calor de desecho — dijo Nessus —. La conversión total de la energía nos había permitido deshacernos de todos los demás subproductos de la civilización a excepción de éste. No teníamos más remedio que apartar nuestro mundo de su estrella primaria.

— ¿No era peligroso?

— Muchísimo. Ese año hubo muchos casos de demencia. Sin embargo, habíamos comprado un motor no atómico y sin inercia a los Forasteros. Ya podéis imaginaros el precio. Aún estamos pagando los plazos. Habíamos desplazado dos mundos agrícolas; habíamos hecho experimentos con otros mundos, inservibles, de nuestro sistema, siempre con el motor de los Forasteros. Sea como fuere, lo hicimos. Trasladamos nuestro mundo. Al cabo de algunos milenios, ya éramos un trillón. La escasez de luz solar natural nos había obligado a iluminar nuestras calles incluso de día, lo cual constituía una nueva fuente de calor. Nuestro sol comenzaba a presentar una conducta anómala. En resumen, descubrimos que nuestro sol representaba un riesgo en vez de una ventaja. Trasladamos nuestro mundo a un décimo de año luz de distancia y conservamos la primaria sólo como ancla. Necesitábamos los mundos agrícolas y hubiera sido arriesgado dejar flotar nuestro mundo a la deriva por el espacio. De no ser por ello, no hubiéramos necesitado el sol para nada.

— Y ésa es la razón de que nadie consiguiera descubrir nunca el mundo de los titerotes — dijo Luis Wu.

— En parte.

— Exploramos todos los soles enanos amarillos del espacio conocido y varios situados fuera de él. Un momento, Nessus. Alguien hubiera tenido que descubrir los planetas agrícolas. En una roseta de Kemplerer.

— Luis, no debían de haber explorado esos soles, sino otros.

— ¿Cómo? Es evidente que procedéis de un enana amarilla.

— Nuestra evolución tuvo lugar en una estrella enana amarilla, parecida a Procyon. Como sabrás, dentro de medio mil ón de años Procyon se dilatará y entrará en una fase de gigante rojo.

— ¡Por Finagle! ¿Vuestro sol se convirtió en un gigante rojo?

— Sí. Poco después de concluir el traslado de nuestro mundo, nuestro sol inició un proceso de expansión. Tus antepasados todavía se dedicaban a romper cabezas con fémures de antílope. Cuando comenzasteis a interesaras por nuestro mundo, os lanzasteis a explorar órbitas que no correspondían en soles que tampoco correspondían. Habíamos incorporado mundos adecuados procedentes de sistemas vecinos, hasta disponer de cuatro mundos agrícolas que organizamos en una roseta de Kemplerer. Cuando el sol comenzó a expandirse, fue preciso trasladarlos todos al mismo tiempo y proporcionarles fuentes de ultravioleta para compensar las radiaciones rojas. No es de extrañar que cuando llegó el momento de abandonar la galaxia, hace doscientos años, estuviéramos bien preparados. Ya teníamos práctica en el traslado de mundos.

Hacía un rato que la roseta de los mundos había comenzado a ensancharse. El mundo de los titerotes comenzó a brillar bajo sus pies, cada vez más grande, hasta absorberlos. Las estrellas dispersas por los negros mares habían crecido hasta convertirse en millares de pequeñas islas. Los continentes ardían como materia solar incandescente.

Una vez, hacía de eso muchos años, Luis se había asomado sobre el vacío desde lo alto del monte Lookitthat. El río de la Gran Catarata, de ese mundo, acaba en la catarata más alta del espacio conocido. Luis lo había seguido hasta donde le fue posible penetrar el nebuloso vacío con la mirada. El blanco indescriptible del propio vacío se le había quedado grabado para siempre y Luis, medio hipnotizado, había jurado vivir eternamente. Era la única manera de conseguir verlo todo.

Mientras el mundo de los titerotes iba configurándose a su alrededor, se reafirmó en esa decisión.

— Estoy pasmado — dijo Interlocutor-de-Animales. Su pelada cola sonrosado se agitaba frenéticamente; pero su rostro velludo y su voz de trueno no denotaban la menor emoción —. Os hemos despreciado por vuestra cobardía, Nessus, pero el desdén nos cegaba. En verdad, sois peligrosos. De habernos temido un poco más, hubierais aniquilado nuestra estirpe. Vuestro poder es terrible. No hubiéramos podido haceros frente.

— Un kzin atemorizado ante un hervíboro: imposible.

Nessus lo dijo sin segunda intención; pero Interlocutor reaccionó violentamente.

— Cualquier ser racional temería tamaño poder.

— Lo que dices me preocupa. El miedo y el odio suelen ir unidos. Lo lógico sería que un kzin atacase lo que le inspira temor.

La cosa se estaba poniendo fea. Habían dejado el «Tiro Largo» a mil ones de kilómetros de distancia y el espacio conocido estaba a centenares de años luz de allí; en esas circunstancias, estaban a merced de los titerotes. Si éstos creían tener motivos para temerles…

Había que cambiar de tema en seguida. Luis abrió la boca:

— Hey — dijo entonces Teela —. Hace rato que habláis de rosetas de Kemplerer. ¿Qué es una roseta de Kemplerer?

Y los dos extraterrestres comenzaron a explicárselo afanosamente, mientras Luis se preguntaba cómo había podido tomarla por tonta.

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