23. Jugando a ser dioses

Los nativos que adoraban el Cielo, se encontraron de pronto con dos torres suspendidas en el aire.

Como en la anterior ocasión, la pieza del altar estaba inundada de floridos rostros dorados.

— Hemos vuelto a l egar en día festivo — dijo Luis. E intentó localizar al director del coro con la cabeza afeitada, pero no lo consiguió.

Nessus no dejaba de mirar con ojos codiciosos la torre llamada Cielo situada a su lado. La sala de mandos del «Improbable» había quedado a la misma altura de la sala de cartografía del castillo.

— La otra vez no tuve oportunidad de explorar este lugar. Ahora está fuera de mi alcance — se lamentó el titerote.

— Podríamos abrir un boquete con el desintegrador y bajarte atado a una cuerda o por una escalera — sugirió interlocutor.

— Otra oportunidad perdida.

— No sería más arriesgado que muchas otras cosas que has hecho aquí.

— Siempre que me he arriesgado ha sido con el propósito de aprender algo. Ahora ya poseo toda la información sobre el Mundo Anillo que puede necesitar mi especie. Sólo arriesgaré mi vida para poder regresar a casa con esos conocimientos. Luis, ahí está el alambre que deseas.

Luis asintió sin inmutarse.

La zona de la ciudad situada en la dirección de giro estaba cubierta por una nube de humo negro. Por la manera en que aprisionaba los edificios se adivinaba que tenía que ser denso y también pesado. Entre la masa asomaba un obelisco con ventanas, situado cerca del centro. El resto permanecía oculto bajo su peso.

Tenía que ser el alambre que unía las pantallas cuadradas. ¡Pero había tal cantidad!

— ¿Y cómo transportaremos todo eso?

— No tengo ni idea. Bajemos a echarle un vistazo — fue todo lo que pudo decir Luis.

Posaron su cuartel de policía desmantelado hacia giro de la plaza del altar.


Nessus no paró los motores elevadores. Apenas tocaban el suelo. Lo que había sido la plataforma de observación para vigilar las celdas de la cárcel se convirtió en rampa de aterrizaje del «Improbable». La masa del edificio la habría aplastado si hubieran parado los motores.

— Tendremos que buscar la forma de manipular ese material — dijo Luis —. Un guante tejido con el mismo tipo de fibra podría servir. O también podríamos enrollarlo en torno a un carrete de material base del Anillo.

— No poseemos ni lo uno ni lo otro. Tendremos que hablar con los nativos — dijo Interlocutor —. Tal vez conozcan alguna antigua leyenda o posean viejas herramientas, viejas reliquias sagradas. Además, tienen tres días de práctica en el manejo de este cable.

— Entonces, tendré que acompañaros. — El temor del titerote se manifestó en un repentino temblor —. Interlocutor, aún no dominas suficientemente bien la lengua. Tendremos que dejar a Halrloprillalar a cargo del edificio para que lo eleve si es necesario. A menos que… Luis, ¿podríamos convencer al amante nativo de Teela para que negociara en nombre nuestro?

A Luis le molestó oír hablar de Caminante en esos términos.

— Incluso Teela reconoce que no es un genio — dijo —. No confío en que sea capaz, de llevar a buen término las negociaciones.

— Ni yo. Luis, ¿crees que necesitamos ese alambre?

— No lo sé. Si no estoy alucinado, lo necesitaremos. De lo contrario…

— No tiene importancia, Luis. Iré con vosotros.

— No tienes por qué confiar en mi criterio…

— Os acompañaré. — El titerote se había puesto a temblar otra vez. Lo más curioso de la voz de Nessus era que pudiese resultar a la vez tan clara, tan precisa, y sin embargo tan absolutamente desprovista de emoción —. Sé que necesitamos ese alambre. ¿Por qué coincidencia ha venido a caer justo en nuestro camino? Todas las coincidencias nos llevan a Teela Brown. Si no necesitásemos ese alambre, no estaría aquí.

Luis respiró más tranquilo. No porque el razonamiento le convenciera, pues no le veía el sentido. Pero, aun así, venía a corroborar las vagas conclusiones a que había l egado el propio Luis. Conque se aferró a ese ligero consuelo y no se molestó en decirle al titerote que todo lo que estaba diciendo no eran más que tonterías.

Bajaron la rampa en fila india y emergieron bajo la sombra del «Improbable». Luis l evaba una linterna de rayos laser. Interlocutor-de-Animales blandía el desintegrador. Al andar, todos sus músculos se movían como si fuesen fluidos; se dibujaban claramente bajo el centímetro de nueva piel anaranjada que hacía poco había empezado a crecerle. Nessus iba aparentemente desarmado. Prefería usar el tasp y ocupar el último lugar.

Caminante avanzaba junto a ellos, con la negra espada de hierro desenvainada. Sus grandes y pesados pies encallecidos estaban descalzos y también llevaba el resto del cuerpo al descubierto a excepción del taparrabos de piel amarilla. Sus músculos se dibujaban bajo la piel como los del kzin.

Teela les seguía desarmada.

Los dos seguramente se habrían quedado esperando a bordo del «Improbable» de no ser por el trato que había tenido lugar esa mañana. Todo era culpa de Nessus. Luis le había utilizado como intérprete para ofrecer a Teela Brown en venta al aguerrido Caminante.

Caminante había asentido muy serio y había ofrecido una cápsula de droga de la juventud, equivalente a unos cincuenta años de vida.

— Acepto — había dicho Luis. Era una buena oferta, aunque Luis no tenía la menor intención de ingerir ese producto. Sin duda nunca debían haberse estudiado sus efectos sobre una persona que llevaba ciento setenta años tomando extracto regenerador, como era su caso.

Como le explicaría luego Nessus en intermundo:

— No quería insultarle, Luis, o dar a entender que Teela tenía escaso valor para ti. Le he hecho aumentar la oferta. Ahora él tiene a Teela y tú tienes la cápsula y podrás hacerla analizar cuando regresemos a la Tierra, si conseguimos regresar. Además, Caminante será nuestro guardaespaldas y nos protegerá de cualquier posible enemigo hasta que logremos apoderarnos del cable.

— ¿Va a protegernos a todos con ese cuchillo de cocina?

— Sólo pretendía halagarle, Luis.

Teela había insistido en acompañarle, como es lógico. Era su hombre y podía correr peligro. Luis se preguntó si el titerote también habría calculado ese detalle. Teela era el amuleto particular de Nessus.

El cielo estaba despejado cerca del Ojo de la tormenta. Comenzaron a avanzar bajo la luz gris-blancuzca del mediodía en dirección a la negra nube.

— No lo toquéis — les advirtió Luis, pues acababa de recordar el comentario del sacerdote en su última visita a la ciudad. Una muchacha se había cercenado los dedos al intentar coger el alambre.

De cerca, seguía pareciendo una nube de humo negro. A través de él se distinguía la ciudad en ruinas, las casitas en forma de colmena y unas cuantas torres de vidrio que serían grandes almacenes si estuvieran en un mundo del espacio humano. La nube lo cubría todo, como si dentro hubiera un incendio.

A pocos centímetros de distancia se distinguía el alambre; pero pronto comenzaban a l orar los ojos y el alambre se esfumaba. Era tan delgado que prácticamente resultaba invisible. Se parecía mucho, demasiado, al monofilamento de Sinclair: y el monofilamento de Sinclair era peligroso.

— Prueba con el desintegrador — dijo Luis —. A ver si puedes cortarlo, Interlocutor.

La nube se llenó de destellos.

Sin duda debía de ser una blasfemia. ¿Lucháis con luz? Pero los nativos ya debían de haber decidido destruir a los extranjeros mucho antes de eso. Cuando la nube de cable negro se llenó de lucecitas como un árbol de Navidad, terribles gritos sonaron por todos lados. De los edificios circundantes comenzaron a salir hombres cubiertos con mantas de indefinidos colores, que aullaban y blandían… ¿espadas o porras?

«Pobres ilusos», pensó Luis. Ajustó el rayo láser a alta intensidad y muy aguzado.

Las espadas de luz, las armas de rayos láser, eran de uso corriente en todos los mundos. Luis había recibido su instrucción militar hacía más de un siglo y la guerra para la que se había preparado por fin no había tenido lugar. Pero las normas eran simples y casi imposibles de olvidar.

Cuanto más breve el movimiento, más profunda será la herida.

Sin embargo, Luis comenzó a mover el rayo con rápidas y amplias oscilaciones. Los hombres comenzaron a retroceder, apretándose el abdomen, aunque nada se traslucía en sus rostros cubiertos de dorado pelaje. Cuando el Enemigo es numeroso, se emplean gestos rápidos. Abrir heridas de dos centímetros de profundidad, herir a muchos. ¡Hay que detenerlos!

Luis sintió compasión. Los fanáticos sólo iban armados con espadas y porras. Estaban perdidos…

Sin embargo, uno consiguió golpear a Interlocutor en el brazo que sostenía el desintegrador, la espada golpeó con fuerza suficiente para herirle. Interlocutor dejó caer el arma. Otro hombre se apoderó de ella y la arrojó lejos de sí. Murió en el acto, pues Interlocutor se lanzó sobre él con la mano sana y le arrancó la espina dorsal de un zarpazo. Un tercer hombre cogió el arma al vuelo, dio media vuelta y echó a correr. No intentó hacer uso ella. Se limitó a echar a correr con el arma en los brazos. Luis no pudo darle con el rayo laser; otros estaban intentando matarle a él.

Apuntar siempre al torso.

Luis aún no había matado a nadie. Por fin, aprovechó un breve titubeo del enemigo para matar los dos hombres más próximos a él. No permitir que el enemigo se acerque.

¿Qué tal se las arreglarían los demás?

Interlocutor-de-Animales estaba matando con las manos desnudas, la mano sana, toda garras, le servía para desgarrar, la mano vendada resultaba eficaz como pesada maza. Tenía una especial habilidad para esquivar la punta de una espada mientras tendía el brazo para golpear al hombre que avanzaba detrás. Estaba rodeado, pero los nativos conservaban cierto respeto hacia él. Era una extraña muerte naranja, de casi tres metros de altura, con aguzados dientes.

Caminante se mantenía en guardia con la negra espada de hierro en la mano. Había derribado a tres hombres ante sí, los demás se mantenían a una prudente distancia y su espada chorreaba sangre. Caminante era un peligroso y diestro espadachín. Los nativos entendían de espadas. Teela permanecía detrás suyo, a salvo por el momento, y lo observaba todo con expresión preocupada, como una heroína buena.

Nessus había emprendido la huida hacia el «Improbable», con una cabeza baja y extendida hacia delante y la otra muy erguida. La primera le servía para otear por las esquinas, la segunda para mirar a lo lejos.

Luis seguía indemne, derribando enemigos a medida que se iban presentando. Agitaba la linterna de rayos laser sin dificultad, cual varita mágica de mortífera luz verde.

No apuntar nunca a un espejo. Las armaduras brillantes podían jugar una mala pasada a un artista del laser. Aparentemente, aquí habían olvidado ese ardid.

Un hombre cubierto con una manta verde se lanzó sobre Luis Wu, con un pesado martillo en una mano, gritando y haciendo todo lo posible por adoptar un aire amenazador. Una bola de pelo dorado con ojos… Luis agitó el rayo laser de luz verde y el hombre siguió avanzando…

Aterrado, Luis se puso firme y apuntó el laser sin moverlo. El hombre comenzaba a blandir su arma sobre la cabeza de Luis, cuando por fin se encendió un punto de la manta con una pequeña l amarada verde y cayó redondo con el corazón perforado.

Las ropas del mismo color que el rayo del arma pueden ser tan peligrosas como una armadura brillante. ¡Quiera Finagle que no vengan otros vestidos igual! Luis apuntó la luz verde a la nuca del hombre…

Un nativo le cortó la huida a Nessus. Debía ser muy valiente para atacar a un monstruo tan extraño. Luis no consiguió darle de lleno, pero el hombre murió de todos modos, pues Nessus dio media vuelta, soltó una coz, acabó de dar la vuelta y siguió corriendo. Entonces…

Luis lo presenció todo. El titerote entró en un cruce a toda velocidad, con una cabeza muy levantada y la otra baja. De pronto la cabeza que llevaba erguida se desprendió y salió rodando y dando botes. Nessus se detuvo, dio media vuelta y se quedó inmóvil.

Su cuello acababa en un liso muñón y del muñón comenzó a manar sangre tan roja como la de Luis.

Nessus soltó un gemido, una nota aguda y tétrica.

Los nativos le habían tendido una trampa con el alambre de las pantallas.

Luis tenía doscientos años de edad. No era la primera vez que se veía en el trance de perder a un amigo, Continuó combatiendo, blandiendo su espada de rayos laser casi por instinto. «Pobre Nessus. Pero yo puedo ser el próximo…»

Los nativos habían iniciado la retirada. Sus bajas debían de ser aterradoras desde su propio punto de vista. Teela se había quedado mirando al titerote moribundo, con los ojos muy abiertos, mordiéndose los nudillos. Interlocutor y Caminante habían empezado a retroceder hacia el «Improbable».

Aguardad un momento. ¡Aún le queda otra!

Luis corrió hacia el titerote. Cuando pasó junto a Interlocutor, el kzin le cogió la linterna de rayos laser de las manos. Luis se agachó para esquivar el alambre, siguió avanzando agachado y empujó a Nessus con el hombro para hacerlo caer. Por un momento, le pareció que el titerote, aterrado, estaba a punto de echar a correr.

Luis sujetó al titerote e intentó sacarse el cinturón.

No llevaba cinturón.

¡Pero tenía que tener un cinturón!

¡Y Teela le tendió un pañuelo!

Luis se lo arrancó de las manos, hizo un lazo con él, lo pasó por el cuello cortado del titerote. Nessus miraba horrorizado el muñón y la sangre que manaba a borbotones de la única arteria carótida. Luego levantó el ojo hacia el rostro de Luis; el ojo se cerró y Nessus cayó desmayado.

Luis apretó el nudo. El pañuelo de Teela se cerró en torno a la única arteria, las dos venas principales, la laringe, el esófago, todo en definitiva.

¿Le ha hecho un torniquete en torno al cuello, doctor? Pero la hemorragia había cesado.

Luis se inclinó y se cargó el titerote a la espalda, dio media vuelta y echo a correr hacia la sombra del cuartel de policía, Caminante le abría paso, cubriéndole con su negra espada que no dejaba de remolinear en busca de cualquier posible enemigo. Nativos armados les seguían con la mirada pero no les atacaron.

Teela iba detrás de Luis. Interlocutor-de-Animales cerraba la comitiva, lanzando verdes destellos hacia cualquier lugar donde podría haber algún hombre agazapado. Cuando llegaron junto a la rampa el kzin se detuvo, esperó hasta que Teela hubo l egado sana y salva arriba, luego… Luis logró ver fugazmente cómo desaparecía.

¿Por qué habría hecho eso?

No podían perder tiempo averiguándolo. Luis comenzó a subir las escaleras. Cuando consiguió llegar a la sala de mandos, el cuerpo del titerote ya comenzaba a resultar increíblemente pesado. Depositó a Nessus junto a la aerocicleta, cogió el botiquín de urgencia y frotó el cuello del titerote con el parche para diagnósticos, justo debajo del torniquete. El botiquín del titerote seguía unido a la aerocicleta por un cordón umbilical y Luis no se equivocaba al imaginar que poseía un mecanismo más elaborado que el suyo.

Los mandos de la cocinilla comenzaron a girar por sí solos. Al cabo de pocos segundos, del panel de mandos salió serpenteando una sonda: cuando ésta tocó el cuello del titerote, pareció palpar la piel, localizó un lugar adecuado y se hundió en la carne.

Luis se estremeció. Sin embargo… Alimentación intravenosa. Nessus debía seguir con vida.


El «Improbable» estaba en el aire, aunque Luis no había notado que despegasen. Interlocutor estaba sentado en el último peldaño justo encima de la rampa de aterrizaje, y contemplaba la torre del Cielo que se alzaba a sus pies. Sostenía cuidadosamente algo entre ambas manos.

— ¿Ha muerto el titerote? — preguntó.

— No. Ha perdido muchísima sangre. — Luis se sentó junto al kzin. Le dolían todos los huesos y se sentía terriblemente deprimido —. ¿Puede sufrir un colapso un titerote?

— ¿Cómo quieres que lo sepa? El colapso ya es un mecanismo curioso de por sí. Necesitamos varios siglos de estudios para llegar a averiguar por qué los humanos moríais con tanta facilidad durante las torturas. — Era evidente que el kzin pensaba en otra cosa. Sin embargo preguntó —: ¿Otra consecuencia de la suerte de Teela Brown?

— Yo diría que sí — respondió Luis.

— ¿Por qué? ¿De qué puede servirle a Teela que el titerote esté herido?

— Tendrías que verlo desde mi punto de vista — dijo Luis —. Cuando la conocí, tenía una visión muy subjetiva de las cosas. Era como, en fin… — De pronto consiguió plasmar la idea en una imagen y dijo —: Había un cuento de una muchacha. El héroe era un hombre de mediana edad Y muy cínico y deseaba conocer a esa muchacha a causa del mito que se había formado en torno a ella. Y cuando la encontró, aún seguía dudando de la veracidad del mito. Hasta que ella le dio la espalda. Entonces comprobó que detrás no tenía nada: era la máscara de una muchacha, una máscara flexible que representaba toda la cara anterior de una mujer en vez de sólo el rostro. Era imposible hacerla sufrir, Interlocutor. Y eso era justo lo que quería ese hombre. Las demás mujeres de su vida siempre sufrían y él no podía dejar de pensar que era culpa suya, hasta que llegó un momento en que se sintió incapaz de soportarlo.

— No entiendo nada, Luis.

— Cuando llegamos aquí, Teela era como la máscara de una muchacha. Jamás había sufrido. Su personalidad no era humana.

— ¿Y eso qué tiene de malo?

— Nada, excepto que su destino era ser humana, hasta que Nessus la convirtió en otra cosa. ¡nej con el titerote! ¿Te das cuenta de lo que hizo? Intentó crear a dios a su propia imagen, su imagen idealizada, y lo que obtuvo fue Teela Brown. Ella es exactamente lo que quisiera ser cualquier titerote. No puede sufrir ningún daño. Ni siquiera puede estar incómoda, a menos que sea por su propio bien. Y por eso tuvo que venir aquí. El Mundo Anillo es un buen lugar para ella, pues aquí puede pasar por toda la gama de experiencias necesarias para l egar a ser plenamente humana. Dudo de que las Loterías de Derechos de Procreación produjesen a muchas personas como ella. Hubieran debido tener la misma suerte. Hubieran debido embarcarse en el «Embustero», pero Teela fue más afortunada que ninguna. Aun así…, ¡deben de quedar cientos como ella repartidas por toda la Tierra! El futuro será un poco extraño cuando comiencen a descubrir su increíble poder. Los demás tendremos que aprender a esfumarnos en cuanto aparezcan.

— ¿Y la cabeza del herbívoro? ¿Qué tiene que ver con todo esto?

— Es incapaz de sentir simpatía por el sufrimiento de los demás — explicó Luis —. Tal vez necesitaba ver sufrir a un buen amigo. A la suerte de Teela le es indiferente lo que ello pueda suponer para Nessus. ¿Sabes quién me ayudó a hacer el torniquete? Teela advirtió lo que necesitaba y me tendió un pañuelo que podía servirme. Probablemente ha sido la primera vez en su vida que supo cómo reaccionar ante una emergencia.

— Tampoco tiene por qué hacerlo. Su suerte ya la protege en caso de emergencia.

— Hasta ahora ignoraba que era capaz de reaccionar ante una emergencia. Nunca había tenido verdaderos motivos para confiar en sí misma. Hasta ahora nada justificaba su aplomo.

— Debo confesar que no lo entiendo.

— Descubrir las propias limitaciones forma parte del proceso de maduración. Teela era incapaz de madurar, no podía convertirse en una verdadera persona adulta sin haber tenido que hacer frente a algún tipo de emergencia física.

— Debe de ser una característica muy humana — dijo Interlocutor. Luis interpretó el comentario como una confesión de absoluta incomprensión. No intentó seguir explicándoselo. El kzin añadió: — Me había estado preguntando si no habría sido un error aparcar el «Improbable» más alto que la torre que los nativos l aman Cielo. Tal vez lo consideraron una blasfemia. Pero todas estas reflexiones resultan fútiles, si partimos de la base de que todo depende de la suerte de Teela Brown.

Luis aún no había conseguido ver qué era eso que el kzin sostenía con tanto cuidado.

— ¿Volviste a recoger la cabeza? De ser así, has perdido el tiempo. Será imposible congelarla a una temperatura lo suficientemente baja y con la rapidez necesaria.

— No, no es eso, Luis. — Interlocutor le mostró un objeto del tamaño de un puño en forma de peonza —. No lo toques. Podrías quedarte sin dedos.

— ¿Sin dedos?

El extremo aguzado de la peonza acababa en un punzón, cuya punta se iba afilando hasta convertirse en el alambre negro que unía las pantallas cuadradas.

— Comprendí que los nativos habían conseguido manipular el cable — explicó Interlocutor —. Tenían que haberlo tocado para tender la trampa que hirió a Nessus. Regresé para averiguarlo. Resulta que encontraron un extremo del cable. Supongo que en el otro extremo no habrá más que cable desnudo; seguramente el cable se partió por la mitad cuando chocamos contra él con el «Embustero» y esta punta se zafó de la correspondiente ranura en una de las pantallas. Ha sido una suerte poder conseguir al menos un extremo.

— Y que lo digas. Podremos arrastrarlo detrás. No creo que se enrede en algo que luego no pueda cortar.

— ¿A dónde vamos ahora, Luis?

— Hacia estribor. Regresaremos al «Embustero».

— Evidentemente. Tenemos que proporcionar a Nessus los cuidados médicos necesarios. ¿Y luego?

— Ya veremos.


Utilizaron plástico electrocoagulante para unir a una pared el cabo en forma de peonza. Pero no hubo forma de aplicarle la corriente. El desintegrador podría haberles sido útil, pero lo habían perdido. Cuando la situación ya era desesperada, Luis descubrió que la batería de su encendedor podía proporcionarles la corriente suficiente para coagular el plástico.

Dejaron el extremo aguzado de la peonza al descubierto y apuntando en dirección a babor.

— Si no me equivoco, la sala de mandos miraba hacia estribor — dijo Interlocutor —. De lo contrario, tendremos que repetir toda la operación. El cable tiene que colgar detrás nuestro.

— Espero que salga bien — dijo Luis. No tenía demasiada confianza… pero lo cierto era que no podían cargar el alambre en el edificio. Tenían que llevarlo colgado detrás.


Encontraron a Teela y Caminante en la sala de máquinas en compañía de Prill, que estaba operando los elevadores.

— Tendremos que separarnos — dijo bruscamente Teela —. Esta mujer dice que puede dejarnos junto al castillo flotante. Intentaremos entrar en el salón de banquetes a través de alguna ventana rota.

— ¿Y luego qué? Quedaréis incomunicados, a menos que consigáis controlar los elevadores del castillo.

— Caminante dice que sabe un poco de magia. Estoy segura de que encontrará alguna solución.

Luis no intentó disuadirla. Desviar a Teela Brown del camino que se había trazado, le inspiraba tanto recelo como enfrentarse a un bandersnatch enfurecido, sin otra arma que sus puños desnudos.

— Si no conseguís hacer funcionar los elevadores, pulsad los mandos al azar.

— Lo tendré en cuenta — le aseguró ella con una sonrisa. Luego añadió, más seria —: Cuidad de Nessus.

Cuando Caminante y Teela desembarcaron del «Improbable» veinte minutos más tarde, ésa fue toda su despedida. Luis había pensado decirle algunas cosas, pero al final las calló. ¿Qué podía decirle sobre sus propios poderes? Tendría que irlos descubriendo por sí sola, a fuerza de errores, mientras su buena fortuna protegía su vida.


En las próximas horas, el cuerpo del titerote se fue enfriando y por fin se quedó como muerto. Las luces del botiquín continuaban centelleando, aunque de un modo incomprensible. Seguramente el titerote debía de estar en cierto estado de vida latente.

El «Improbable» avanzaba hacia estribor, arrastrando tras sí el alambre de las pantallas, ora tenso, ora fláccido. Antiguos edificios fueron derrumbándose sobre la ciudad, varias veces cercenados por el cable que se había quedado enrollado a su alrededor. Pero el cabo permaneció fijo bajo la envoltura de plástico electrocoagulado.

A lo largo de los días que siguieron, la ciudad del castillo flotante fue haciéndose cada vez más diminuta, luego se fue difuminando y por fin se hizo invisible.

Prill permanecía sentada junto a Nessus, incapaz de ayudarle, incapaz de dejarle. Era evidente que sufría.

— Tenemos que ayudarla — dijo Luis —. Se ha vuelto adicta al tasp y ahora se lo han suprimido. Si no se suicida, puede matar a Nessus, ¡o a mí!

— Luis, no esperarás que yo te aconseje.

— No. No, supongo que no.

La mejor forma de ayudar a un ser humano doliente es ser un buen confidente. Luis intentó serlo; pero le faltaban palabras para ello, y Prill parecía poco dispuesta a hablar. Cuando quedaba solo se mordía los puños; pero no dejaba translucir su desánimo en presencia de Prill.


Siempre la tenía ante sí. Tal vez su mala conciencia se hubiera apaciguado de mantenerse alejado de ella, pero la muchacha se negaba a abandonar la sala de mandos.

Poco a poco, fue aprendiendo su lengua y lentamente Prill comenzó a hablar. Luis intentó hablarle de Teela, y de Nessus, y de cómo había querido erigirse en dios…

— Yo también creí ser una diosa — dijo ella —. De verdad. Aunque no sé por qué. Yo no construí el Anillo. El Anillo es mucho más viejo que yo.

Prill también estaba aprendiendo cosas. Hablaba en una forma simplificada de su lengua obsoleta: sólo dos tiempos verbales, prácticamente ningún mortificante, una pronunciación exagerada.

— Era lo que te habían dicho — dijo Luis.

— Pero yo sabía.

— Todos queremos ser dioses. «Queremos el poder sin las responsabilidades»; pero Luis ignoraba esas palabras.

— Entonces se presentó él. Dos Cabezas. ¿Tenía la máquina?

— Tenía la máquina tasp.

— Tasp — repitió ella muy lentamente —. Tuve que adivinarlo. Con el tasp era dios. Cuando perdió el tasp, dejó de ser dios. ¿Ha muerto Dos Cabezas?

No era fácil determinarlo.

— En su opinión, morir sería una estupidez — dijo Luis.

— Lo estúpido es dejarse cortar la cabeza — dijo Prill. Un chiste. Había intentado hacer un chiste.

Prill comenzó a interesarse por otras cosas: las relaciones sexuales y las clases de lengua y el paisaje del Mundo Anillo. Sobrevolaron algunos girasoles. Prill los desconocía. Procurando esquivar los frenéticos ataques de las plantas que intentaban quemarlos con sus rayos, consiguieron desenterrar un brote de medio metro de longitud y lo replantaron en el techo del edificio. Luego torcieron por completo hacia giro para evitar mayores concentraciones de girasoles.

Cuando se quedaron sin comida, Prill perdió todo interés por el titerote. Luis la dio de alta.

Interlocutor y Prill intentaron hacerse pasar por dioses en el próximo poblado nativo. Luis les esperó arriba muy preocupado, preguntándose si Interlocutor conseguiría dar el pego, dudando si no sería mejor que se afeitara la cabeza. De todos modos, haría un triste papel como acólito. Además, dominaba muy poco la lengua.

Por fin los dos regresaron con las ofrendas. Comida.

A medida que los días se iban convirtiendo en semanas volvieron a repetir varias veces la comedia. Lo hacían muy bien.

La piel de Interlocutor empezaba a crecer y volvía a ser la pantera de piel anaranjada de los buenos tiempos, «una especie de dios de la guerra». Siguiendo los consejos de Luis, mantenía sus orejas plegadas y aplastadas contra la cabeza.

Su papel de Dios tuvo un extraño efecto en Interlocutor. Una noche se lo confesó a Luis.

— No me importa hacer de dios — le dijo —. Pero me molesta hacerlo mal.

— ¿Qué quieres decir?

— Nos hacen preguntas, Luis. Las mujeres interrogan a Prill Y ella les contesta; y en general soy incapaz de comprender tanto el problema como la solución. Los hombres también deberían preguntarle a Prill, pues es humana y yo no. Sin embargo, se dirigen a mí. ¡A mí! ¿Por qué tienen que acudir a mí, un ser de otra especie, para que les ayude a resolver sus problemas personales?

— Eres un macho. Un dios es una especie de símbolo — dijo Luis —, aunque sea de carne y hueso. Tú eres un símbolo masculino.

— Pero eso es absurdo. Ni siquiera poseo genitales externos, como supongo debes de tener tú.

— Eres alto y fornido y tienes un aspecto amenazador. Ello convierte en un símbolo viril. No creo que pudieras deshacerte de esas características sin perder todas tus propiedades divinas.

— Lo que necesitamos es un sistema de micrófonos, para que tú puedas ayudarme a contestar las preguntas extrañas o embarazosas.

Prill les reservaba una sorpresa. El «Improbable» había sido un cuartel de policía. En uno de los armarios, Prill encontró un sistema de intercomunicación múltiple provisto de baterías que se cargaban conectándolas a la reserva de energía del edificio.

Consiguieron reparar dos de los seis equipos.

— Eres más lista de lo que creía — le dijo Luis a Prill esa noche. Permaneció indeciso un momento; sus conocimientos lingüísticos eran insuficientes para poder expresarse con tacto. — Nunca imaginé que una ramera espacial supiera tantas cosas.

Prill rió:

— ¡Tontuelo! Tú mismo me has dicho que vuestras naves se mueven muy de prisa en comparación con las nuestras.

— Así es — dijo Luis —. Su velocidad es superior a la de la luz.

— Cada vez adornas más la cosa — rió ella —. Nuestra teoría dice que eso es imposible.

— Tal vez usemos teorías distintas.

Pareció un poco desconcertada. Luis habría aprendido a interpretar sus reacciones musculares involuntarias en vez de prestar atención a sus facciones prácticamente inexistentes.

— El aburrimiento puede ser peligroso cuando una nave tarda años en cubrir el trayecto entre dos mundos — siguió explicando ella —. Es preciso contar con distracciones. Las rameras de las naves deben poseer conocimientos de medicina del cuerpo y del alma, ser capaces de amar a hombres muy distintos y estar dotadas de especial habilidad para la conversación. También debemos tener ciertas nociones sobre el funcionamiento de la nave, para no provocar accidentes. Tenemos que estar sanas. Y una norma del gremio exige que sepamos tocar un instrumento.

Luis tragó saliva. Prill soltó un musical gorgojeo y comenzó a acariciarle aquí y allí…


El sistema de intercomunicación funcionaba perfectamente, a pesar de que los auriculares estaban diseñados para los oídos humanos, no kzinti. Luis l egó a ser experto en el arte de pensar sobre la marcha, en su papel de apuntador del dios de la guerra. Cuando cometía algún error, siempre le quedaba el consuelo de pensar que el «Improbable» seguía siendo más veloz que el sistema más rápido de difusión de noticias del Mundo Anillo. Cada contacto era el primer contacto.

Pasaron los meses. Poco a poco el terreno se hizo más desértico. El Puño-de-Dios ya era visible a la luz del sol y se hacía más alto de día en día. La mente de Luis ya se había habituado a la rutina de esos meses. Tardó un tiempo en reaccionar ante estos hechos.

Era pleno día cuando Luis decidió hablar con Prill:

— ¿Has oído hablar de corrientes inducidas? — le dijo. Y le explicó lo que eran.

Y luego:

— Es posible aplicar una corriente de muy baja intensidad al cerebro y producir directamente placer o dolor.

También le explicó el significado exacto de estas palabras. Y por último:

— Pues así actúa el tasp.

— Ya sabía que tenía una máquina. ¿De qué me sirve conocer ahora su funcionamiento? — dijo Prill.

— Estamos abandonando la zona civilizada. No creo que encontremos muchos más poblados, ni lugares donde abastecernos de alimentos, hasta que lleguemos a nuestra nave espacial. Quería que supieras lo que es el tasp antes de tomar una decisión.

— ¿Qué decisión?

— ¿Quieres que te dejemos en el próximo poblado? ¿O prefieres venir con nosotros hasta el «Embustero» y seguir luego en el «Improbable»? Podremos darte comida cuando lleguemos a nuestra nave.

— Tenéis sitio para mí en el «Embustero» — dijo ella con gran aplomo.

— Desde luego, pero…

— Estoy harta de salvajes. Deseo ir a un lugar civilizado.

— Tal vez te cueste adaptarte a nuestras costumbres. Para empezar, todos tienen mucho pelo, como yo. — A Luis le había crecido una larga y espesa cabellera. Se había cortado la coleta —. Tendrás que usar peluca.

Prill hizo una mueca:

— Ya me acostumbraré.

Luego soltó una carcajada:

— ¿Te crees capaz de hacer todo el viaje de regreso sin mí? Ese grandullón anaranjado no puede sustituir a una mujer.

— Es un argumento que nunca fal a.

— Puedo ser útil en tu mundo, Luis. Sois muy ignorantes en materia sexual.

Una afirmación que Luis prefirió pasar por alto.

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