Capítulo II

George Lee entró en la habitación acompañado de su esposa.

—Tengan la bondad de sentarse —invitó el coronel-. Deseo hacerles unas preguntas. Se trata de algo que no veo claro.

—Tendré un gran placer en presentarle toda la ayuda

I que me sea posible —aseguró George con vanidoso alarde.

—Claro, desde luego —dijo Magdalene, algo más débilmente.

El jefe de policía hizo una seña a Sugden, que prosiguió:

—Se trata de las llamadas telefónicas de la noche del crimen. Creo que usted llamó a Westeringham, ¿no, míster Lee?

—Sí —replicó fríamente George-. A mi agente electoral. Puedo hacer que él certifique...

Con un ademán, el inspector contuvo el torrente de palabras de George.

—Perfectamente, míster Lee. No se trata de eso. La llamada telefónica tuvo lugar, exactamente, a las nueve menos un minuto.

—No podría decir con toda exactitud la hora...

—Pero nosotros sí —replicó Sugden-. La policía siempre comprueba las declaraciones de los testigos. La llamada desde esta casa fue hecha a las nueve menos un minuto y terminó a las nueve y cuarto. Su padre, míster Lee, fue asesinado a las nueve y cuarto. Por ello ruego que vuelva a explicarnos detalladamente lo que hizo aquella noche.

—Ya lo he dicho. Estaba telefoneando.

—No, míster Lee, no telefoneaba usted.

—Puede que me haya equivocado. Creo recordar que después de haber llamado a Westeringham estuve pensando en la conveniencia de telefonear a otro sitio. Estaba dudando si valía la pena el gasto, cuando oí el ruido arriba.

—¿Y estuvo diez minutos debatiéndose en la duda? George enrojeció.

—¿Qué quiere usted decir? —estalló-. ¡Se necesita cinismo para decir lo que usted insinúa! ¿Es que duda de mi palabra? ¿Por... qué tengo que dar cuenta de todos mis movimientos?

—Es lo corriente —replicó Sugden sin inmutarse. George volvióse hacia el coronel.

—Coronel, ¿apoya usted esta indecorosa actitud?

—En caso de asesinato, míster Lee, estas preguntas tienen que ser hechas y contestadas sin regateo —replicó secamente el coronel.

—Ya he contestado. Estaba en esa habitación...

—¿Seguía en ella cuando se oyó el ruido arriba?

—Claro.

Johnson volvióse hacia Magdalena.

—Creo recordar, señora, que usted declaró haber estado telefoneando cuando sonó la alarma, y nos aseguró que estaba sola en la habitación.

Magdalene enrojeció intensamente. Volvióse hacia su marido, hacia Sugden y luego, suplicantemente, hacia el coronel.

—¿De veras? Realmente no recuerdo lo que dije... ¡Estaba tan trastornada...!

—Tenemos escrita su declaración —dijo Sugden.

—Yo telefoneé... claro..., pero no recuerdo exactamente cuándo lo hice.

—¿Qué significa esto? —preguntó George-. ¿Desde dónde telefoneaste? Desde aquí, no.

—Creo, mistress Lee, que usted no telefoneó —dijo Sugden-. En tal caso, ¿dónde estaba y qué hacía? Magdalene dirigió una mirada de desesperación a su alrededor y rompió en sollozos.

—¡George, no dejes que me traten así! —pidió-. Ya sabes que si me hacen tantas preguntas no sabré qué contestar y no recordaré nada. Ya no sé lo que dije aquella noche. Fue todo tan horrible... y yo estaba tan trastornada... Son tan malos conmigo...

Se puso en pie y, llorando, abandonó la habitación. George Lee estaba furioso.

—No toleraré que se asuste a mi mujer —dijo-. La pobre es muy sensible. Presentaré una moción en el Parlamento acerca de los brutales métodos que utiliza la policía.

Y salió muy furioso de la habitación dando un violento portazo.

El inspector echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—¡Vaya salida! —comentó.

—Un suceso extraordinario—gruñó el coronel-. Me parece todo muy turbio. Tenemos que tomar nueva declaración a esa mujer.

—Volverá dentro de un par de minutos—aseguró Sugden-. En cuanto haya decidido lo que tiene que decir. ¿No le parece, monsieur Poirot?

Éste parecía sumido en un sueño, y al oírse llamar se sobresaltó.

—Pardon.

—Decía que la esposa de míster Lee volverá dentro de un momento.

—Es posible... sí... es muy posible...

—¿Qué le ocurre, monsieur Poirot? —inquirió Sugden-. ¿Ha visto algún fantasma?

—Tal vez sí, tal vez sí —murmuró el detective.

En aquel instante se abrió la puerta y Magdalene entró en la habitación. Respiraba agitadamente, y la sangre se le agolpaba en las mejillas. Se detuvo junto a la mesa y dijo con voz lenta:

—Mi marido cree que estoy acostada. He salido de mi habitación sin que nadie me viera. Coronel Johnson, ¿si le digo la verdad, no lo sabrá nadie? Quiero decir si será posible que no hagan pública mi declaración.

—¿Se refiere usted a algo que no tiene nada que ver con el crimen? —preguntó el jefe de policía.

—Sí, señor. No tiene nada que ver. Se trata de algo privado.

—Es mejor que nos lo cuente usted todo, sin reservas, y deje que nosotros juzguemos lo que es más conveniente.

—Bien, confiaré en usted —declaró Magdalene-. Sé que puedo hacerlo. Parece usted tan bueno. Pues... bien. Hay alguien...

—Siga usted, señora —pidió el coronel viendo que Magdalene se interrumpía.

—Quería telefonear a alguien... a un amigo mío, y no quería que George se enterase. Ya sé que hice mal, pero ésa es la verdad. Por ello, después de la cena, fui a telefonear, pensando que George estaría en el comedor. Pero al llegar a la puerta de esta habitación oí que él estaba telefoneando, y por lo tanto esperé.

—¿Dónde aguardó usted, señora?

—Detrás de la escalera hay un sitio donde se cuelgan abrigos. La oscuridad allí es completa. Me metí en ese sitio y esperé a que George saliera. Pero no salió y al fin se oyó todo aquel ruido y entonces yo eché a correr.

—Por lo tanto, su marido no salió de esa habitación hasta el momento del crimen, ¿no? ¿Y usted se estuvo hasta las nueve y cuarto escondida detrás de la escalera?

—Sí, pero no podía decirlo. Hubieran querido saber qué hacía allá. Cometí una torpeza muy grande, ¿verdad?

—Sí, ciertamente —asintió el coronel con seco acento. Y cuando se quedaron solos, añadió, con un suspiro: —Puede que fuera como ella dice. La historia es muy posible.

—Pero tal vez no fue así —replicó Sugden-. No sabemos realmente la verdad.

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