Capítulo Ocho

– El príncipe Marco se ha tenido que marchar de viaje a Nueva York -le dijo el conde a Sara, mientras esperaban a que les sirvieran la cena-. Me ha pedido que lo disculpe en su nombre, porque le habría gustado despedirse en persona. También me ha dicho que Kavian tiene los números de teléfono de los lugares donde se va a alojar, por si necesitas llamarlo por alguna razón.

Sara sonrió y le dio las gracias al conde, aunque le pareció extraño que Marco pensara que podía llegar a necesitarlo por algún asunto relativo a su hermano menor.

La cena fue tranquila. La duquesa y la princesa Karina ya habían regresado y parecían cansadas, así que la conversación se mantuvo en temas más o menos triviales.

Pero, de todas formas, Sara tuvo ocasión de aprender algo más sobre el pasado de Marco.

– Es una historia trágica -dijo Karina-. Se casó con la princesa Lorraine, el amor de su vida, y tuvieron un niño y una niña. Durante algunos años fueron la pareja perfecta y vivieron muy felices, pero ella se mató hace dos años en un accidente de tráfico. Marco ha tardado mucho en recobrarse.

– ¿Qué pasó con sus dos hijos? -preguntó Sara.

– Están pasando el verano con su abuela, la madre de Lorraine. Ha sido muy buena con Marco. No sé qué habríamos hecho sin su ayuda.

– A mí me parece que es una entrometida – declaró de repente la duquesa-. Cuando Marco se case otra vez, seguro que le complica la vida.

– OH, tía…

– Lo digo en serio. Ya está todo arreglado para que se case con la princesa Iliana, que actualmente vive en Tejas. Y cuando eso suceda, ¿crees que la madre de Lorraine va a renunciar a sus nietos para devolvérselos a Marco y a su nueva esposa? No lo creo. Habrá problemas, ya lo verás.

Las dos mujeres discutieron durante un buen rato, e incluso el conde Boris se atrevió a hacer un par de comentarios al respecto.

Poco después, Karina mencionó a Sheridan.

– Ah, sí, he tenido ocasión de conocerlo esta tarde -dijo Sara.

– Sheridan es maravilloso. La vida resulta mucho más divertida cuando se encuentra cerca -declaró Karina.

– Sheridan y Damián crecieron juntos. Sus madres eran gemelas… -explicó la duquesa.

– Sí, pero cuando se juntan, siempre pasa algo -dijo el conde Boris, con ironía-. Seguro que el príncipe no vuelve esta noche.

– OH, Boris, creo que exageras. Sólo han salido a divertirse un poco -observó Karina, antes de volverse hacia Sara-. ¿Has notado lo mucho que se parecen?

Sara no había notado que se parecieran en absoluto. Ambos eran de pelo oscuro y ojos entre verdes y azules; ambos eran excepcionalmente atractivos y los dos tenían una altura similar. Pero Sheridan le resultaba algo superficial. Y Damián, por el contrario, parecía esconder una profunda sensibilidad y desde luego tenía un gran sentido del humor.

En cuanto cayó en la cuenta de lo que estaba pensando, intentó dejar de hacerlo. Por lo visto, Damián le había llegado más adentro de lo que imaginaba. Pero no podía permitirse el lujo de enamorarse de un príncipe; si lo hacía, acabaría con el corazón roto.

Sólo habían transcurrido dos días desde su llegada a la mansión y su vida había dado un vuelco total. Sin embargo, aquello le parecía una locura e intentó tranquilizarse por enésima vez. Era una profesional. Era una mujer madura y seria. Podía controlar sus sentimientos.

Horas más tarde, Sara se sorprendió mucho cuando le dijeron que Damián había regresado y que la estaba esperando.

Tomó la caja con el transmisor, que había llegado justo antes de la cena, y se dirigió directamente a su suite. Cuando entró, lo descubrió tumbado en el sofá, oyendo música.

– Hola Sara… Esta noche salimos a buscar mujeres atractivas, pero luego caí en la cuenta de que ya tengo una en casa -declaró sin más preámbulos.

Sara notó que había estado bebiendo. Pero a pesar de lo lamentable de su estado, le pareció enormemente atractivo.

– Me alegra que hayas vuelto -comentó-. El transmisor ya ha llegado, así que podríamos probarlo…

– No, ahora no. Ahora está sonando nuestra canción…

Damián se acercó a ella, y de repente, Sara se encontró en sus brazos.

Por supuesto, la terapeuta no reconoció la canción. Era un tema latino, cálido y dulce, pero lo cierto era que le habría dado igual si hubiera sido una marcha militar. El simple hecho de encontrarse entre sus fuertes brazos, apretada contra su pecho y disfrutando de su aroma, bastó para emborracharla de deseo.

– Margaritas, sí… Ahora ya no tengo ninguna duda: hueles a margaritas. Y ni siquiera imagino cómo pude pensar que eras morena. Las margaritas son más propias de las rubias.

Damián se inclinó sobre ella y la besó suavemente. Sara se estremeció. Podía notar su erección y la sensación resultaba intoxicadora.

Cada vez tenía más calor. El príncipe había desatado una fuerza hasta entonces dormida en Sara, y resultaba tan arrebatadora que tuvo que echar mano de todos sus recursos para recobrar la compostura y no dejarse llevar, como quería.

– Nórdica, sí… eres nórdica. Tal vez una especie de valkiria…

– Las valkirias son alemanas, no nórdicas -puntualizó ella.

– Ah, sí, es verdad… En ese caso, eres como una de las doncellas del dios Odín.

Damián volvió a inclinarse sobre ella y Sara consideró la posibilidad de besarlo. Pero no lo hizo.

– Bueno, ya está bien, Damián. Apártate.

– Pero si acabamos de empezar… Pensé que podríamos divertirnos un poco esta noche.

– Tú no has pensado nada. Es el alcohol quien piensa por ti. Y puesto que no puedes trabajar en estas condiciones, me marcho.

– No, no te vayas…

Algo en el tono de voz de Damián hizo que Sara se detuviera. No se sentía capaz de dejarlo.

– Tengo que marcharme -insistió-. Volveremos a vernos cuando te encuentres mejor.

– Estoy perfectamente bien…

– Estás perfectamente ebrio -declaró, sonriendo-. Espero que no te emborraches muy a menudo…

– Hacía años que no me emborrachaba -le informó-. Pero a veces, todos necesitamos relajarnos un poco, disfrutar de la vida y mostrar nuestros verdaderos sentimientos y emociones.

Ella rió con suavidad.

– Si tus palabras sonaran un poco más tontas, te aseguro que llamaría al hospital para que te internaran -se burló-. Ni siquiera sabía que fueras tan sensible…

– ¿De qué estás hablando? Soy un tipo muy sensible, que siempre se preocupa por ti. ¿No es cierto?

Sara rió.

– Eres todo un caso, Damián…

Damián la tomó de la mano y la besó en la palma.

– Venga, confiesa que estás considerando la posibilidad de coquetear un poco conmigo…

– No -declaró.

– Mentirosa…

– La nuestra es una relación profesional. Sería poco ético que me aprovechara de ti.

Damián la miró con genuina sorpresa y rió.

– Si quieres, piensa que formas parte de la terapia. A fin de cuentas soy un hombre mayorcito y a veces necesito los servicios de una buena mujer.

– ¿Para qué? ¿Para que te corte el pelo y te haga la manicura? El sonrió.

– Sí, por qué no…

– ¿No te estás dando cuenta de lo insultantes que suenan tus palabras, Damián? -preguntó ella, con sarcasmo.

– Pero si no estoy hablando de ti…

– Lo sé, lo sé. Sin embargo, suenan fatal.

– ¿En serio? Bueno… es que hay mujeres de las que no quiero nada salvo sus servicios. Supongo que a ti te pasará lo mismo con los hombres.

– No creas.

– Entonces, ¿no te gustan las relaciones superficiales? -preguntó él.

– No.

– Maldita sea…

Damián pareció tan decepcionado que Sara estuvo a punto de reír. Pero ya había llegado el momento de marcharse, así que giró en redondo y se dirigió a la salida.

– Sara… -dijo él, suavemente-. Perdóname si te he ofendido. Sé que no estás disponible.

Sara pensó que adoraba a aquel hombre.

– Tú tampoco lo estás, Damián.

Entonces, se acercó al príncipe, lo besó en la mejilla y se marchó.

A la mañana siguiente, Damián la estaba esperando junto a la puerta de su suite.

– Siento mucho lo que pasó ayer -declaró, al verla-. ¿Sabrás perdonarme?

– Bueno, yo…

Sara no esperaba semejante declaración matutina y le sorprendió mucho.

– Sé que anoche me porté como un cerdo, pero estoy dispuesto a que me castigues por ello. Dime lo que quieres que haga y lo haré.

– Ni siquiera puedo creer que recuerdes lo que pasó…

– Por desgracia, lo recuerdo bien. No estaba tan borracho como para no saber lo que estaba haciendo. Sólo lo suficiente como para olvidar mis modales e insultarte. Lo siento. De verdad.

Sara rió.

– En realidad no fue para tanto. Te excediste un poco, sí, pero a pesar de eso fue maravillosamente…

Ella se detuvo en seco. Había estado a punto de confesarle que su flirteo le había encantado.

– En ese caso, ¿me perdonas?

– Por supuesto.

Damián se acercó a ella y le estrechó la mano con fuerza, como si estuvieran cerrando un trato.

– Ah, he traído el transmisor -informó-. Pero primero quiero que pruebes otra cosa.

– ¿De qué se trata?

El tono de sospecha en la voz de Damián estaba perfectamente justificado, pero a pesar de eso, Sara habló con firmeza.

– Del bastón.

– OH, no, no quiero un bastón de ciego…

– ¿No has dicho hace un momento que estás dispuesto a que te castigue? Pues bien, ese será tu castigo.

Sara sonrió, aliviada. Al parecer, la mañana iba a resultar más fácil de lo previsto.

Pasaron la hora siguiente practicando con el bastón. Damián cooperaba con ella, pero sin demasiado entusiasmo al principio. Salieron a pasear por los corredores del piso superior del edificio y le enseñó cómo manejar el instrumento.

– Los mayores obstáculos son las escaleras y los objetos bajos -dijo ella-. El bastón puede serte de gran ayuda en las primeras, pero los segundos son más difíciles. Si sospechas que puede haber alguno cerca, usa el bastón para comprobarlo. Pero en general, encomiéndate a todos los santos y reza para que alguien te advierta.

Minutos más tarde salieron al jardín. Para entonces, Damián ya se había habituado al bastón y comenzaba a ser consciente de su utilidad.

– Tengo que admitir que el bastón hace que me sienta más seguro.

– Me alegro.

– Pero odio imaginar el aspecto que debo de tener con semejante artilugio.

– Estirado…

– ¿Qué has dicho? -preguntó él, frunciendo el ceño.

– No, nada.

– Te he oído. Has dicho que soy un estirado.

– ¿Quién, yo? -Preguntó con inocencia fingida-. Bueno, sí, es posible que haya dicho algo parecido.

Damián la agarró entonces por el cuello de la camisa, como si estuviera realmente enfadado. Pero sólo era una broma y Sara se divirtió mucho con él.

– Escúchame, jovencita. Quiero que sepas que… tienes razón. Supongo que debería cambiar de actitud. Pero como dicen los psicólogos, no se cambia de la noche de la mañana – dijo él-. Tendremos que trabajar en ello tú y yo. Tendremos que trabajar mucho y muy juntos.

Sólo estaba bromeando, pero Sara se estremeció igualmente.

– Tú, yo y tu prometida -le recordó-. No debemos olvidarla…

– Ah, sí, es verdad. Pero el compromiso no se ha hecho oficial todavía, así que podríamos olvidarlo por ahora.

– No, yo no puedo olvidarlo -afirmó Sara con seriedad-. En fin, vamos a ver cómo funciona el transmisor.

El transmisor resultó ser complicado de configurar, pero fácil de usar cuando lo instalaron. Y Damián se quedó asombrado con su utilidad.

– Tendremos que trabajar mucho para coordinarnos, pero cuando lo hayamos conseguido, será coser y cantar… Gracias por todo esto, Sara. No sé qué habría hecho sin ti.

Ya habían terminado la sesión cuando Sara recordó el encargo que le había hecho. – ¿No vas a preguntarme por Sheridan?

– No, olvida lo que te dije… Me estaba comportando de forma paranoica.

Ella se encogió de hombros y él añadió: – ¿Por qué? ¿Es que hay algo que quieras decirme? ¿Notaste algo extraño en él? -preguntó, súbitamente interesado.

– ¿Extraño? No sé a qué te refieres.

– Limítate a contarme lo que pensaste de él.

– No mucho, la verdad. Parecía realmente contento de verte y me resultó evidente que os tenéis en gran aprecio.

– Sí -asintió él, con cierto alivio.

– ¿Qué ocurre? ¿Esperabas otra cosa?

– No lo sé. No sé lo que esperaba.

Sara prefirió no preguntar más al respecto. Comenzó a recoger sus cosas, y entonces, descubrió una cinta bajo uno de los almohadones del sofá. Era la grabación de un libro de un poeta de Nabotavia.

– ¿Qué es esta cinta?

– Nada. Me la trajo el duque para que la oyera…

– ¿Quieres que la ponga en el equipo?

– No, tírala. – ¿Por qué?

– Porque no la quiero.

– Está bien -dijo ella, mientras se la guardaba en un bolsillo-. ¿Volvemos a vernos más tarde?

– Por mí, perfecto. Pero preferiría que fuera más temprano que de costumbre. Sheridan y yo vamos a ir a visitar a un amigo de Laguna.

– Muy bien.

– Sheridan se marchará a finales de semana. Mientras esté aquí, tengo intención de salir con él todos los días.

– Me parece magnífico -dijo, aunque seguía celosa-. Salir te hace mucho bien. Pero no olvides llevarte a Tom contigo…

– Descuida, no lo olvidaré.

– Bien. ¿Nos veremos también esta noche?

Él asintió.

– En principio, sí. Pero si las cosas se complican, llamaré por teléfono para avisar.

– Entonces, hasta luego…

Sara lo dejó en la suite y de inmediato se sintió muy triste. Por tonto que pudiera parecer, tenía la horrible e inquietante sensación de estar enamorándose de aquel hombre.

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