Capítulo trece

Sara pensó que todo iba a estar bien. Se sentía calmada y decidida. Desde su partida de la mansión de Beverly Hills, habían pasado casi cuarenta horas y ya estaba instalada en su piso de Westwood. Se estaba organizando maravillosamente.

Le encantaba el lugar en que vivía. Era un viejo barrio de la ciudad en el que se entremezclaban pequeñas tiendas con zonas residenciales, de modo que podía salir a caminar y toparse con una pequeña tienda de comestibles, una carnicería o con un buen restaurante. Conocía las calles, las caras y los nombres de casi todos los habitantes de la zona. Sentía que aquel lugar era su hogar y que ella era parte de la comunidad.

Supuso que ahora que había vuelto a casa, dejaría de soñar con castillos y reyes.

No dejaba de sentirse desolada, pero se había convencido de que era mejor así. Se dijo que su decisión había sido la más sensata y profesional que podría haber tomado. De haberse quedado, tal vez Damián y ella se habrían convertido en amantes y sabía que Annie tenía razón en lo descabellado de esa idea. Sólo una tonta se haría amante de un miembro de la realeza con la esperanza de que la relación se transformara en algo serio. Y Sara era demasiado inteligente como para permitirse caer en esa trampa.

Sin embargo, extrañaba a Damián desesperadamente. En su interior, estaba destrozada. Había vuelto a sus tareas cotidianas, pero tenía el corazón partido y se sentía sin fuerzas para nada. Quería meterse en la cama, ocultarse bajo las mantas y llorar durante horas. Sabía que si bajaba la guardia, aunque sólo fuera por un rato, las cosas terminarían mal, así que se puso de pie y comenzó a limpiar el piso, acomodar las cosas y airear las habitaciones. Entre tanto, decidió que iría a Pasadena y se quedaría en casa de Mandy y Jim para ayudarlos con los preparativos para la llegada del bebé.

En parte, Sara se sentía decepcionada. Había pensado que Damián llamaría e intentaría discutir con ella su decisión. Tenía varios argumentos preparados para convencerlo de que no cambiaría de opinión. Pero habían pasado casi dos días desde su partida y Sara no había tenido noticias de él.

En ese momento, se dijo que probablemente el príncipe lo había pensado mejor y había llegado a la misma conclusión que ella y que su propia desilusión era algo infantil. No obstante, no conseguía quitársela del cuerpo. Le costaba creer que la declaración de amor de Damián pudiera ser tan superficial.

De inmediato, Sara comprendió que aquello no tenía sentido. Era lógico que él actuase de un modo banal, a fin de cuentas era un príncipe y estaba acostumbrado a vivir el presente, sin pensar en las consecuencias futuras. Se dijo que ella no quería a un hombre así en su vida y que sería una locura enamorarse de un miembro de la realeza. De hecho, más que una locura, le parecía un suicidio.

Por muy seductor que pudieran parecer el romance y los sueños junto a Damián, sabía que era una ilusión que no podía permitirse si no quería salir lastimada.

A pesar de la soledad que la rodeaba en su piso de Westwood, estaba orgullosa de la decisión que había tomado. Un viejo poema que hablaba del orgullo como un frío compañero de cama se le vino a la mente, y la mujer movió la cabeza como si intentase librarse de esas ideas. Estaba segura de haber hecho lo correcto y sabía que no debía echarse atrás.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Sara se sobresaltó. Después se tranquilizó pensando que quizá se trataba de algún vecino que, al enterarse de su vuelta a casa, quería darle la bienvenida. Fue hasta la puerta y, al abrirla, se encontró cara a cara con el hombre que no conseguía quitar de su pensamiento.

– ¡Damián!

– Hola, Sara. ¿Puedo pasar?

– Es que…

Sin esperar que le diera permiso, el príncipe entró al piso, cerró la puerta, tanteó el lugar con su bastón blanco y se volvió hacia la mujer con una amplia sonrisa en la cara.

Al verlo, Sara se estremeció y tuvo la impresión de que la presencia de Damián llenaba toda la sala. Sus hombros parecían más anchos, y su cuerpo más alto y fornido que nunca.

– Sara Joplin, desde que te fuiste, no he dejado de extrañarte ni un minuto.

– OH…

Ella se esforzó por recordar las explicaciones que tenía planeadas pero, por alguna razón, se le habían borrado de la mente.

A continuación, él dio un paso adelante y la tomó por los hombros. Una vez más, la mujer se estremeció al sentir el contacto de las yemas de los dedos acariciándole la piel.

– Si tienes compañía, Sara, será mejor que le pidas que se marche -dijo Damián en voz baja.

– ¿Por qué? -preguntó ella con el aliento entrecortado-. ¿Qué pretendes?

Él se acercó todavía más.

– Pretendo pasarme horas haciendo el amor contigo, Sara -respondió, con la voz cargada de deseo.

– ¿Qué? -exclamó ella-. ¿Ahora?

– Ahora mismo -dijo y la besó en los labios -.Y a menos que me lleves a tu dormitorio, lo haremos aquí mismo… en el suelo.

– OH, Damián…

Él interrumpió las palabras de protesta con un beso y Sara no opuso ninguna resistencia. Era como si todo su cuerpo se rebelara ante el beso. Suspiró, se recostó en los brazos del príncipe y comenzó a disfrutar del placer del contacto de los labios y el roce con la cálida lengua de Damián. El olor, el sabor y el contacto entre los cuerpos le arrebataban el deseo contenido.

– ¿Dónde está el dormitorio? -murmuró él.

– Por… por aquí -tartamudeó.

Sara se sentía abandonada a la potente seducción de Damián. Su idea de resistirse se había esfumado y, en ese momento, no se lamentaba de que así fuera.

El príncipe comenzó a quitarse la ropa por el camino. Primero la camisa, luego el cinturón y por último los zapatos y los calcetines. Ella se sentó en la cama y se entretuvo mirando el pecho musculoso de su amante mientras él se desabrochaba los pantalones y los dejaba caer al suelo. Damián tenía el cuerpo más hermoso que Sara había visto en su vida. Al mirarlo, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Nadie podría resistirse a tanta belleza – dijo, por lo bajo.

– ¿Qué?

El príncipe se volvió hacia ella. El sol del atardecer que se filtraba por la ventana le iluminaba el cuerpo desnudo.

Sara se quedó en silencio. No sólo había olvidado lo que quería decir, sino que se sentía incapaz de articular palabra. No pensaba en nada, se limitaba a sentir. Y las emociones que la atravesaban eran tan fuertes y profundas que casi le dolían.

Por fin, se atrevió a tocarlo. Dejó que sus manos se deslizaran por la piel dorada de su amante; le acarició el estómago y la pelvis pero evitó, por vergüenza, rozarle el sexo. Resuelto, Damián le tomó la mano y la llevó hasta su centro. Sara apenas podía respirar. Era fuerte, suave y estaba visiblemente excitado. Le rodeó el pene con los dedos y comenzó a moverlos con delicadeza. El gemido de placer de Damián le causó más ansiedad de la que había sentido nunca y, cuando la besó, se aferró a él con total descaro.

Acto seguido, el hombre se sentó sobre la cama y la abrazó por detrás.

– Necesitamos librarte de esta ropa -le dijo al oído.

Sin esperar, Damián deslizó las manos por debajo del jersey de Sara y las llevó hasta el borde del sostén.

– Yo… de acuerdo -dijo ella, con agitación.

Él se detuvo y la miró con preocupación.

– Sara, no eres virgen, ¿verdad? Ella vaciló.

– Bueno, no realmente.

Damián tuvo que contener la risa antes de poder seguir.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso?

La mujer se humedeció los labios y trató de explicarse.

– Hace mucho tiempo, creí que estaba enamorada de un hombre y… Intento decir que si bien no soy técnicamente virgen tampoco podría decirse que poseo una gran experiencia en lo relativo al sexo.

Sin dejar de reír, Damián se acercó, la besó en la boca y dijo:

– Sara, Sara… No te preocupes, iremos despacio.

Después, el príncipe empezó a bajarle los pantalones. Mientras lo hacía, no perdió ocasión de acariciarle el redondeado trasero.

– Voy a tomarme tiempo para desnudarte. Quiero ver cómo es cada centímetro de tu cuerpo y tendré que hacerlo con las manos.

Ella sintió un escalofrío de placer.

– Damián, no sé cómo…

– Relájate, preciosa. Yo sí sé cómo hacerlo.

Luego el hombre le quitó el jersey y acercó la boca hasta los senos. Comenzó a lamerle los pezones y la hizo jadear. Damián rió para sus adentros, disfrutando del modo en que aquel precioso cuerpo respondía a sus juegos. El aire estaba cargado de tensión y deseo y, con cada movimiento, la desesperación de los amantes era mayor.

– Recuéstate un poco, Sara -susurró-. Cuanto más lo hagas, será mejor.

Ella no sabía si sería capaz de hacerlo. Ya estaba temblando de deseo por él y el pubis le latía de un modo tan ardiente que no podía evitar sentirse al borde de la locura.

– Tendrás que tener paciencia -dijo él -. Apenas he comenzado a descubrir tu cuerpo y dada mi ceguera, necesitaré tiempo para recorrerlo todo. Mucho tiempo… La mujer gimió complacida.

– Yo podría ver cada centímetro de tu piel con sólo echar un vistazo, pero eres tan bello que…

A Sara le costaba hablar sin arquearse ante el contacto. Había tanta agitación en su cuerpo que parecía poseída.

– ¿Cómo un hombre puede ser tan sensual? -ronroneó-. No creo que sea capaz de esperar…

– Eso me gusta afirmó -Damián, besándole el estómago-. Ten calma, lo estás haciendo bien.

– No, de verdad te necesito.

Mientras Sara se estremecía, él se deleitaba con la reacción que generaban sus caricias y su boca.

– Por favor… Damián, por favor…

El se rindió a las súplicas desesperadas de su amante y la penetró con feroz determinación. De algún modo, parecía estar dedicado a un acto sagrado, lleno de dulzura y de cálido deseo, pero a la vez, lleno de promesas y reverencias; como una ceremonia milenaria de algún dios de las relaciones íntimas, una ofrenda a la tradición, una honra a las pasiones primitivas.

Rápidamente, ella encontró su propio ritmo y lo mantuvo, gimiendo, mientras se rendía a la marea de sensaciones que la arrastraba al éxtasis. Damián se contuvo sin dejar de mover la cadera frenéticamente, mientras esperaba a que Sara derramara sus últimas lágrimas de pasión. Entonces, se entregó a su propia liberación. El orgasmo fue tan fuerte e intenso que el príncipe sintió que acababa de descubrir el verdadero placer.

Unos segundos más tarde, ambos estaban tumbados boca arriba, con los brazos entrelazados y jadeando. En cuanto recuperó el sentido, Sara comenzó a reír. Él hizo una mueca de desconcierto.

– ¿Mi manera de hacer el amor resulta tan graciosa?

– No -respondió ella-. Es sólo que esto es exactamente lo que había jurado que nunca ocurriría. Y ahora que ha sucedido, me muero por hacerlo otra vez.

Él sonrió.

– No te preocupes, sólo necesito un par de minutos para estar nuevamente en condiciones -afirmó, mientras le acariciaba los senos-. Pero tendremos que controlarnos.

– ¿Por qué? -preguntó Sara, con inocencia.

Él le acarició el cabello.

– Porque pienso pasarme toda la noche haciéndote el amor y ahora necesito recuperar las fuerzas.

– ¡Damián! -exclamó, entre risas.

Él era tan amoroso y divertido que Sara deseaba poder quedarse allí con él eternamente, alejados del mundo y sus problemas.

El príncipe la apretó contra él.

– Tenemos que recuperar el tiempo perdido – dijo, con tono grave-. Eres tan especial, Sara. Tenía hambre de ti, de todo lo que eres y representas. Ahora, voy a saborearte tanto como pueda.

Ella suspiró. Siempre había soñado que el amor sería de ese modo. Sólo necesitaba encontrar al hombre correcto. Y, definitivamente, Damián parecía ser perfecto para ella.

Él había vuelto a jugar con los senos de Sara. El gesto serio que había acompañado a su declaración anterior, había sido reemplazado por una sonrisa.

– Planeo conocer cada una de tus partes íntimas -declaró-. Y después de haberlas estudiado detenidamente, voy a dedicarme a ellas con toda la pasión de la que soy capaz.

– Estás loco -bromeó ella.

– Por ejemplo, este seno es tan suave y delicioso -dijo, mientras los acariciaba con la mejilla-. Cuando creo que ya no responde a mi estímulo, vuelve a tensarse y a llenar mi boca de ambrosía. Es algo único.

Sara hizo una mueca de escepticismo.

– Todos los senos son iguales…

– No, no lo son. Este es mucho más que una parte del cuerpo. Tiene personalidad propia -explicó.

Acto seguido, le besó los pezones y los endureció tanto que la propia Sara sintió la tentación de tocarlos.

– Y este otro va a requerir su buen tiempo de estudio hasta que pueda definirlo y conocer sus atributos particulares.

Ella lo miró con mala cara y le alejó la mano del pecho. Los juegos de Damián la estaban excitando y pensó que era mejor poner un freno.

– Esto es una tontería -dijo, negando con la cabeza-. ¿Qué diría el vaquero Sam?

– Sam estaría de mi lado. Nos parecemos mucho.

Antes de continuar, el hombre extendió una mano y comenzó a acariciarle el pubis. Sara jadeó, entremezclando la sorpresa y el placer.

– Sin embargo, si quieres que me ponga serio, preciosa, lo haré. Como te he dicho, sólo necesitaba un par de minutos para recuperarme.

Y para probar que no exageraba, en menos de un segundo, Damián se recostó sobre ella, se deslizó dentro y la atrajo hacia él. Era tanta la pasión que los envolvía que Sara tuvo que morder un cojín para no gritar.

– Detente -suplicó, entre jadeos-. No podemos seguir con esto.

– ¿Por qué no? -preguntó él.

La mujer movió la cabeza como si tratase de encontrar un motivo.

– No lo sé. Pero esto me parece decadente.

– ¿Qué dices? Decadencia es mi estilo de vida. Soy un príncipe, ¿recuerdas? -Dijo Damián, con cierto cinismo en la voz-. La realeza es naturalmente decadente.

Sara le acarició la cabeza. Amaba a ese hombre y eso era lo único que importaba de momento.

– No tiene por qué ser así y lo sabes – observó.

Él se recostó junto a ella y se apoyó en un codo para hablarle de frente.

– Cuando estoy contigo, esa misma decadencia parece transformarse en otra cosa de una manera increíble -expuso, mientras le acariciaba el rostro-. ¿Te he dicho ya cuánto te quiero, Sara Joplin?

La mujer contuvo la respiración. Le costaba creer lo que acababa de oír. Pensó que tal vez era algo que Damián decía comúnmente y que lejos estaba de querer significar lo que ella había entendido.

– ¿Sara?

En aquel momento, ella comprendió que frente a la imposibilidad de ver cuál había sido la reacción ante su declaración romántica, Damián necesitaba una respuesta verbal.

– Damián, creo que no deberías decir cosas así. Soy una persona simple y tiendo a tomar las cosas literalmente.

– Así es como quiero que lo tomes -afirmó y la besó con dulzura-. Te amo. ¿Quieres que te lo certifique por escrito? Te amo.

Acto seguido, Damián le tomó la cara entre las manos y agregó:

– No lo he dicho a la ligera, Sara. De hecho, jamás le había dicho algo así a otra mujer.

– ¿Nunca?

La mujer estaba temblando. No podía creer lo que acababa de oír y le costaba pensar con claridad.

– Nunca -reiteró él.

– De acuerdo, te creo -aceptó Sara con voz trémula-. Supongo que ya sabías que también te amo, así que…

Él rió, la rodeó con sus brazos y la acunó suavemente.

– Sara, mi amor, ¿qué te hace suponer que lo sabía si nunca me lo habías dicho?

– Creí que lo sabías.

– Pues te has equivocado. Por favor, dime que me amas.

Ella se humedeció los labios, respiró hondo y exclamó:

– Damián, te amo.

De repente, era Sara quien lo abrazaba, con lágrimas en los ojos.

– Te amo, te amo, te amo… -repitió la mujer.

Después, se pasaron media hora más hablando suavemente, riendo y abrazándose como si buscaran eternizar la magia del momento. Pero poco a poco, el mundo exterior comenzó a filtrarse en su conversación.

– Hay algo que no me has dicho -dijo Sara-. ¿Cómo ha tomado tu familia el que hayas roto tu compromiso con la joven Waingarten?

El gruñó y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

– Hubo reacciones de todo tipo. A la duquesa le dio un ataque.

Ella asintió. Había visto algo de lo que Damián le contaba antes de escapar de la mansión. La duquesa había estado con el ceño fruncido en la última parte de la fiesta. Evidentemente, había comprendido que no habría ningún anuncio de casamiento.

– Marco parecía algo molesto. Creo que, en parte, se sentía responsable, pero sobre todo estaba irritado porque odia que le cambien los planes. Sin embargo, Garth y Karina me apoyaron absolutamente. Desde luego, Ted Waingarten amenazó con una demanda. Pero no teníamos ningún compromiso legal ni nada firmado, así que sus gritos e insultos no me preocupan.

Sara suspiró.

– Cuando desconectaste el intercomunicador y entraste con ella en esa habitación, yo pensé…

– Eso te ha pasado por chismosa -se burló Damián-. Había decidido decirle a Joannie que terminábamos y no creí que fuera justo permitir que alguien más escuchara esa conversación.

– Por supuesto. Me alegro de que lo hayas hecho en privado. De otro modo la habrías humillado -acordó ella-. Es sólo que hasta hace unos días, vuestra boda parecía tan importante y la inversión de su padre tan segura que me cuesta comprender qué te hizo cambiar de opinión y arriesgarlo todo.

El príncipe se quedó en silencio durante tanto tiempo que Sara creyó que nunca iba a contestarle. Finalmente, él se volvió, le acarició el cabello y comenzó a hablar en voz baja.

– Intentaré explicarte cuanto pueda. Pero mucho de lo ocurrido se debe a emociones, no a hechos tangibles, así que tendrás que tenerme paciencia -hizo una pausa y respiró hondo-. Por diferentes motivos, siempre me he sentido la oveja negra de la familia. En parte, supongo que por haber pasado demasiado tiempo con la gente de Sheridan en lugar de estar en Arizona con mi hermano o aquí, con Karina. A eso, súmale que el ser el más joven en la familia no facilitaba las cosas. Siempre sentí que Marco y Garth ya lo habían hecho todo y que yo apenas era el hermanito menor que los seguía a todas partes.

Se detuvo unos segundos y rezongó: – Por Dios, parezco un viejo protestón… En fin, sólo intento explicarte lo que ha sucedido. Y, en cierta forma, también estoy tratando de entenderlo yo mismo -reconoció-. Cuando el año pasado todos viajamos a Nabotavia para ayudar con la revuelta contra la facción que había asesinado a mis padres, los mismos que habían administrado el país durante veinte años, soñé con vengarme y hacer grandes cosas. Ya sabes, las típicas fantasías del guerrero que vuelve a su tierra para salvar el honor de la familia y esas cosas… Sin embargo, a pesar de haber mantenido cientos de peleas a puñetazos, terminé negociando con los empresarios y haciendo tratos a cambio de financiación. No se puede decir que eso me haya hecho sentir cubierto de gloria. Marco y Garth eran los héroes del regreso. Yo, el tipo del dinero.

Más que resentido, Damián sonaba confuso. Sara se mordió el labio inferior. Deseaba poder reconfortarlo aunque supiera que cualquier intento sería un desatino. Hasta el momento, él había estado describiendo un conflicto relativamente lógico para un hermano menor y ella sabía que el asunto tenía otras aristas de las que aún no había hablado.

– Y entonces -continuó el príncipe-, cuando me quedé ciego creí que mis posibilidades de hacer algo grande eran nulas. Pero todavía no había hecho mi parte y necesitaba hacer algo que sirviera a mi familia y a mi país. Así que cuando ellos comenzaron a insinuar que realmente necesitábamos el dinero de Waingarten y que yo podía garantizarlo con una boda, creí que sería lo mejor para todos y acepté el compromiso. Me parecía una tontería en comparación con lo mucho que habían hecho los demás. Además, sentía que mi vida ya no valía la pena y por tanto no tenía nada que perder.

Acto seguido, se acomodó en la cama, pasó un brazo por debajo de Sara y se apretó contra

– Pero todo cambió cuando tú apareciste en mi vida -concluyó.

Después, el hombre se inclinó hacia adelante para besarla en la boca y, sin quererlo, la besó en la oreja. Ella rió y giró la cara para acercarle los labios.

– Es agradable saber que tengo poderes para cambiar la vida de alguien -dijo Sara con dulzura-. Y eso que sólo me he limitado a hacer mi trabajo.

– Has hecho tu trabajo y mucho más -aseguró Damián-. Sara, tu me has mostrado que estar ciego no era la muerte. En muchos aspectos, ha sido un nuevo y mejor comienzo para mí. Has ampliado tanto mi mundo que soy incapaz de concebir que no estés en él.

Entonces, ella le tomó la cara y le acarició las mejillas. Entre tanto, se le caían las lágrimas por la emoción.

– Damián, me alegra tanto que hayas comprendido que hay un potencial infinito en tu interior. Sabes que todavía estás a tiempo de hacer cumplir tus sueños de grandeza.

– Lo sé -dijo él, con confianza-. He descubierto que tengo recursos que jamás había imaginado. Aquí mismo.

A continuación, tomó una mano de Sara, se la llevó al pecho y repitió:

– Aquí mismo, en mi corazón.

Ella lo amaba, amaba estar en sus brazos y en su pensamiento, y amaba que él creyera que la amaba. Pero sabía que no duraría mucho, que era una relación imposible. Y, por mucho que intentase convencerse de que lo mejor era dejar que todo siguiera su curso, tratando de disfrutarlo mientras durase, su naturaleza práctica le impedía quedarse callada.

– Damián… como ya te he comentado, la gente suele confundir la empatia con su terapeuta y creer que…

Él la interrumpió con un gruñido.

– No, por favor, no vuelvas con eso. He pensado acerca de lo que dijiste antes de partir. Me he tomado dos días para pensarlo seriamente. ¿Y sabes a qué conclusión he llegado? – se detuvo por un momento y la besó intensamente-. Sara, te amo. Quiero estar contigo. Quiero hacer el amor contigo. No con mi terapeuta, contigo. Y dado que tú quieres lo mismo, ¿por qué diablos deberíamos negarnos esa posibilidad?

Sara no sabía qué responder. Todo lo que se le ocurría era que no debían estar juntos porque no sería correcto y, además, porque sabía que él le rompería el corazón aunque en aquel momento se creyera incapaz de hacerlo. Si seguían juntos, si se permitían esa posibilidad, tendrían que convivir con ese sino y, cuando quisieran evitarse el dolor, sería demasiado tarde.

Le temblaban las manos. Le habría encantado rendirse a la admiración que él decía profesarle, pero seguía sin poder creer que fuera cierta. Al menos, no totalmente.

– Damián, no lo entiendes -dijo, apenada-. No soy la persona indicada para ti. No es sólo porque no pertenezca a la nobleza… Es que no soy el tipo de mujer al que estás acostumbrado

– Menos mal -exclamó-. Porque no me gustan esas mujeres, me gustas tú.

– Lo que intento decir es…

A Sara se le quebró la voz en un sollozo. Cerró los ojos y se armó de fuerzas para seguir.

– Damián, no soy una mujer bonita. Soy alguien demasiado común para ti.

Él se recostó sobre ella y sonrió de oreja a oreja.

– Eres la mujer más bella que he conocido en toda mi vida.

– No, me temo que no lo soy.

– Sí, lo eres -insistió él, acariciándole la cara-. Te conozco, Sara. Puedo sentir tu belleza. La conozco con mis manos. Pero más que eso, la conozco con mi corazón.

Después, le dio tres tiernos besos en la barbilla y agregó: – Será mejor que lo entiendas, porque te amo y no acepto discusiones al respecto.

Sara suspiró. Lo amaba profundamente. Sin embargo, no veía un futuro posible para ellos. De hecho, temía que su idea de un futuro común fuese diametralmente distinta a la de Damián. Aunque llevaba toda la tarde y parte de la noche dejando que las cosas fluyeran y permitiéndose disfrutar de la compañía de su amante, sentía que tenía que hacer o decir algo para marcar la diferencia de algún modo.

– Por ejemplo, nunca he cocinado para ti -dijo de repente.

Él frunció el ceño con desconcierto. – ¿Eso te parece importante?

– Por supuesto -afirmó y se sentó en la cama-. Tengo que cocinar para ti.

Por el tono de voz de Sara, Damián comprendió que para ella se trataba de algo realmente significativo. Pero le parecía un tanto extraño. Prefería hacer el amor otra vez antes que comer. Hasta que de pronto se dio cuenta de que para ella, cocinar para él era un regalo. Un regalo de amor. Trató de recordar si alguna vez alguien le había hecho un regalo semejante y si acaso en ese momento había comprendido lo que significaba. Al parecer, había necesitado quedarse ciego para ver cuánto no había mirado antes.

– Tenemos que comer. Piensa que tienes que recuperar energía -argumentó Sara mientras se levantaba de la cama-. Iré hasta la tienda de la esquina a comprar algunas cosas. No me demoraré mucho. Y luego, te prepararé la cena.

Damián se recostó sobre la cama, cerró los ojos y proyectó la imagen de Sara en su mente. Ella se estaba vistiendo y él podía ver lo que estaba haciendo por el sonido de los movimientos, el ritmo de la respiración y las leves inflexiones en la voz. En cierta medida, veía mucho más que antes. Las cosas a las que jamás había prestado atención, ahora se revelaban con una claridad indiscutible. Y a Damián le gustaba lo que veía.

– Ven -le ordenó Sara-. Levántate para que puesta enseñarte el piso, así sabes dónde estás cuando me haya ido.

Él se levantó de mala gana, pero ella lo tomó de la mano y lo fue llevando de una punta a la otra, le señaló algunos puntos de referencia y lo dejó reconocer el terreno. Entre tanto, Sara disfrutaba de verlo completamente desnudo y trataba de fijar la imagen en su memoria.

– Aquí está tu bastón blanco por si lo necesitas -dijo ella, mientras regresaban al dormitorio-. Tengo que acordarme de comprar algunas bombillas. La luz del pasillo está estropeada y no se ve nada.

– Algo que, por cierto, a mí me concierne especialmente -comentó él, con sequedad-. Pero compra una nueva bombilla, si es necesario. Ya sabes cómo le teme la gente a la oscuridad.

Sara se rió del comentario, apuntó lo que necesitaba comprar, besó a Damián y cerró la puerta. Él la escuchó salir y caminó hasta el baño. Había decidido que una ducha fría le sentaría bien. Abrió el grifo, entró con cuidado en la bañera y dejó que el agua fresca le masajeara la piel. Cinco minutos más tarde, cerró la ducha, tomó una toalla y comenzó a secarse. Tenía una sensación de paz interior tan profunda que se preguntó qué habría ocurrido con la rabia que solía invadirlo. Al menos de momento, parecía haber desaparecido. Ahora se daba cuenta de lo desgraciado que había sido hasta entonces por culpa de su rencor.

De repente, comprendió que la acumulación de culpas y resentimientos se había convertido en algo casi palpable. La inquina hacia su padre, sumada al dolor por la muerte de su madre, a sus sentimientos de rebeldía y a la impresión de estar solo en el mundo, habían actuado como un elemento de tortura permanente.

Se dijo que necesitaría tiempo para sanar esas heridas. Tiempo para olvidar y perdonar. Pero que, como fuera, no tenía que preocuparse. Sencillamente, no debía volver a caer en esa trampa amarga.

Acto seguido, se puso los vaqueros, se recostó en la cama y cerró los ojos. Se sentía feliz de estar allí, esperando a que Sara volviera para hacerlo más feliz aún. Estaba casi dormido cuando, de pronto, oyó un ruido extraño.

Abrió los ojos a su oscuridad permanente y contuvo la respiración. Alguien estaba entrando al piso y no era Sara.

En ese momento, Damián recordó todo lo que había pasado en el último tiempo. Su accidente; las sospechas que tenía al respecto; el informe oficial que confirmaba sus temores; y la certeza de que alguien había querido herirlo, o incluso matarlo. Había hecho lo imposible para no pensar en ello y, de pronto, un ruido lo devolvía a ese horror.

Sin pensar, metió la mano en la lámpara de la mesita de noche para asegurarse de que no estuviera encendida. Se tranquilizó al sentir que la bombilla estaba fría. Después, se movió despacio en la cama para alcanzar la perilla que estaba junto a la puerta. Por suerte, también estaba apagada. Pensó que entonces tendría alguna oportunidad de mantenerse a salvo.

En la oscuridad, estaba en igualdad de condiciones. Tratando de no hacer ruido, se paró detrás de la puerta y esperó a que el intruso fuera por él.

Siguió esperando inmóvil por un buen rato. La otra persona fue primero hacia la cocina y luego salió al balcón. Cada paso que daba era una señal, alta y clara, para los nuevos sentidos que Damián había desarrollado desde el accidente. El príncipe esperaba que el intruso se volviera y fuera a buscarlo, pero eso nunca sucedió. Confundido, frunció el ceño mientras trataba de descifrar la situación.

La respuesta lo golpeó como un rayo. Aquella persona no iba tras él. Probablemente, ni siquiera sabía que allí. Estaba buscando a Sara. A Damián se le hizo un nudo en el estómago. Se sentía un idiota por no haberlo pensado antes. Había pasado bastante tiempo y ella debía estar al volver. Tenía que encontrar el modo de advertirla lo antes posible. No podía arriesgarse a que le pasara algo.

Por un momento, el príncipe vaciló. Le preocupaba estar equivocado. Existía la posibilidad de que se tratase de alguien a quien Sara conocía y, sencillamente, la estuviera esperando. Tal vez, era una persona que acostumbraba visitarla con frecuencia.

Entrecerró los ojos y trató de concentrarse.

No tardó en comprender que, definitivamente, no se trataba de una visita amistosa. Estaba seguro de eso porque sentía el ambiente cargado de vibraciones de enfado y maldad. Era una situación peligrosa y Damián debía tomar medidas. Si el bastardo no había ido hasta allí por él, podría salir y hacer algo para evitar que cumpliera su cometido. Pero necesitaba un arma con la que defenderse.

Buscó en la mesita de noche y sólo encontró una lámpara de cerámica y un libro. Consideró que no serían de ayuda. La tapa de vidrio de la cómoda, tampoco serviría mucho. Con cuidado, fue hasta el baño y encontró algo sobre la encimera. Le pareció que se trataba de un cepillo con mango de metal. Era demasiado liviano, pero serviría. Internamente, maldijo el día en que los artefactos del hogar dejaron de ser de hierro.

Con el cepillo en una mano, Damián avanzó por el pasillo hacia la sala, pegado contra la pared. Después, golpeó deliberadamente una mesa para atraer al enemigo.

No se oía ningún sonido en la sala. El príncipe contuvo la respiración e intentó adivinar qué haría el intruso. Finalmente, oyó pasos acercándose a él y se puso tenso, con todos los sentidos alerta, tratando de establecer velocidades y distancias.

Damián supo exactamente cuándo el visitante atravesaba el pasillo y lo golpeó en el momento preciso. Al menos, eso parecía porque después de sentir que el cepillo chocaba con carne humana, oyó un grito y un segundo después sintió que un puño le rozaba la mandíbula. El hombre no acertó con el puñetazo, de modo que giró sobre sus pies e intentó escapar. Damián se abalanzó sobre él pero erró en los cálculos y se fue de bruces contra el piso. El intruso aprovechó la situación y corrió a la cocina. En ese momento, se abrió la puerta y Sara entró al piso.

– ¿Damián? Espero que te gusten las anchoas.

Él alcanzó a oír cómo el hombre huía hacia el balcón.

– ¡Sara! ¡Sal de aquí! ¡Rápido! -gritó.

El príncipe trataba de alejarla del peligro pero no se dio cuenta de que estaba gritándole a una pared.

– ¿Qué? ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? -se alarmó Sara.

La mujer soltó las bolsas del mercado y corrió hacia el lugar en el que estaba Damián.

– ¿No lo has visto? En el balcón…

Acto seguido, ella fue hasta el balcón y hecho un vistazo a la calle. Estaban en un primer piso y bastaba un salto para alcanzar la calle.

– ¿Quién era? -preguntó Sara.

Al notar que él seguía sosteniendo el cepillo metálico como un garrote, intentó tranquilizarlo:

– Ya se ha marchado.

Damián no estaba seguro de si estaba alegre o apenado. El corazón le latía tan fuerte que temió que fuera a darle un infarto. Continuaba tan alterado que quería golpear al hombre una vez más, aunque más fuerte y certeramente.

– No tienes ningún novio que pueda entrar cuando no estás, ¿verdad? -preguntó, para no arriesgarse a meter la pata.

– No. Además, soy la única que tiene llave del piso.

El príncipe asintió con la cabeza. La respuesta de Sara no hacía más que confirmar sus sospechas. El sabía quién era el intruso y, también, que el peligro no había terminado. El hombre volvería y, la próxima vez, probablemente estaría más preparado.

– Tenemos que salir de aquí, Sara.

Seguidamente, Damián volvió a la habitación, buscó su ropa y comenzó a vestirse mientras le contaba los detalles de lo ocurrido.

– ¿Había entrado algún intruso antes? – preguntó él.

– Nunca jamás.

Damián asintió con la cabeza.

– Entonces me temo que ha estado aquí por mi culpa -reflexionó-. Es obvio que sabe que me lastimaría si te hiere. Por eso tenemos que irnos.

– ¿Irnos? ¿Adonde?

La pregunta de Sara lo hizo vacilar. Todos en la mansión de Beverly Hills se habían marchado hacia Arizona y Karina estaba con las prisas de la boda. No estarían a salvo en una casa vacía.

– Lo decidiremos en el coche -dijo Damián -, Lo mejor es que salgamos de aquí ahora mismo. Anda, Sara, prepara un bolso con algunas cosas para que podamos irnos.

Diez minutos después, estaban en la calle, corriendo hacia el sitio en que estaba aparcado el coche.

– ¿Qué te parece si vamos a casa de tu hermana? -sugirió él, hablándole al oído.

Ella asintió y consciente de que Damián trataba de evitar que alguien oyera cuáles eran sus planes, le respondió en voz baja.

– Buena idea. La llamaré desde mi teléfono móvil para advertirle de nuestra llegada. Aquí está el coche. Deja que te abra la puerta.

El príncipe levantó una mano y la detuvo.

– Espera… -dijo, con gesto preocupado-. Esto no me gusta.

– ¿Qué cosa? ¿Mi coche? Es viejo pero está bien. Al menos, funciona y…

– ¡No te muevas!

Acto seguido, Damián apoyó las manos, despacio y con cuidado, sobre la capota del automóvil. Unos segundos más tarde, las levantó espantado.

– Hay una bomba en el coche -afirmó. Sara frunció el ceño y preguntó: – ¿Cómo lo sabes?

– Simplemente, lo sé.

Damián movía la cabeza con desconcierto. No podía explicar por qué, pero estaba seguro de que en el coche había una bomba Se trataba de una de esas ocasiones en las que sentía que la ceguera le permitía percibir las cosas de un modo inexplicable.

– Puedo sentir que está ahí -explicó-. La huelo, la escucho.

El príncipe estaba convencido de que, si pudiera ver, habría encontrado el modo de desactivarla. Sin embargo, dadas las condiciones, lo mejor era no arriesgarse.

– Vamos. No nos podemos subir a este coche.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -preguntó Sara, mirando a su alrededor para ver si reconocía algún auto.

– Tuve que pedirle a Tom que me trajera, pero se marchó en cuanto vio que entraba a tu piso. Tendremos que caminar hasta que consigamos un taxi. ¿Se te ocurre dónde podríamos encontrar uno?

Sara creyó que lo mejor sería ir hasta la tienda de la esquina; conocía al dueño y sabía que desde allí podrían pedir un taxi y esperarlo fuera de la vista de todos. Mientras caminaban a toda prisa, no podía dejar de pensar en el peligro que los acechaba y en la facilidad con la que Damián había descubierto la bomba. Lo miró con ternura y le tomó la mano. Sentía que podía confiar en él más que en ninguna otra persona en el mundo.

– Eres mi héroe -le susurró al oído. Él le apretó la mano y sonrió. -Mejor, reserva los cumplidos para cuando hayamos atrapado a ese bastardo -dijo y le besó la mano-. Entonces, podrás demostrarme que soy tu héroe como más te guste.

Ella lo amaba y adoraba su sentido del humor, aunque cada vez estaba más preocupada. No le había dicho quién creía que era el hombre que pretendía lastimarlos, pero todavía no estaba en condiciones de preguntárselo. Además, tenía miedo de enterarse de quién se trataba. Sara había desconfiado del primo de Damián desde el principio y sabía que, si sus sospechas eran ciertas, el príncipe se sentiría desconsolado.

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