Capítulo Quince

– Lo felicito, señor. Se maneja muy bien a pesar de la ceguera.

Damián sonrió y miró sin mirar a la rolliza mucama que había hecho el comentario. Se sentía un canalla y un mentiroso. Todas las personas con las que se había encontrado en el castillo parecían sentirse obligadas a decirle lo valiente que había sido al llegar hasta allí sin dejarse amedrentar por sus limitaciones. Lo irónico era que probablemente habría viajado aunque siguiera estando ciego. Entonces, a los falsos elogios de los demás, se sumaba su propia hipocresía.

Sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Conocía a Sheridan y sabía que aparecería en algún momento. Y lo último que Damián quería era que su hermanastro se enterase de que la situación había cambiado drásticamente.

El palacio Roseanova había sido construido hacía pocos años muy cerca de Flagstaff, Arizona, pero el diseño le otorgaba la apariencia de los típicos castillos de la Edad Media. Por lo general, estaba vacío y sumergido en un ambiente de somnolencia y tranquilidad. No obstante, los preparativos de la boda lo habían transformado en un hervidero de gente corriendo de un lado a otro para resolver en un par de días lo que, en condiciones normales, habría llevado meses. Aunque la mayoría de los invitados eran familiares a los que Damián reconocía de inmediato, estaba condenado a fingir que no sabía de quién se trataba hasta que se presentaban. Le resultaba extraño descubrir el modo en que la gente actuaba al suponer que no podía verlos. Lo más gracioso eran las burlas de los pequeños y lo peor, el atrevimiento de las miradas femeninas. En ocasiones, tenía que esforzarse para contener los ataques de risa. Pensó que esta experiencia le estaba enseñando mucho acerca de la naturaleza humana.

Después, pasó un buen rato discutiendo con Jack los diferentes aspectos del problema con Sheridan. En todo momento, se cuidó de hablar genéricamente y de no mencionar el nombre de su primo como principal sospechoso. Su futuro cuñado estaba feliz de hablar sobre crímenes y delincuentes porque eso le permitía escapar de los arreglos para la boda.

– Karina quería que la ayudase a elegir los colores de las toallas -dijo Jack, con desesperación-. ¡Toallas! Mientras sirvan para secarse, ¿qué diablos importa de qué color sean?

– Mujeres… Salvo honrosas excepciones, se preocupan por los detalles más ridículos.

Damián trató de hablar con Garth, pero su hermano estaba demasiado concentrado en sus problemas. Al parecer, tenía una relación de amor-odio con una hermosa jovencita llamada Tianna que trabajaba como niñera para la familia y que, a la vez, se suponía era una prima lejana con varios títulos de nobleza. Y si bien seguía trabajando, teóricamente estaba esperando un hijo que podía ser de Garth o no. Al menos, eso era lo que Damián había conseguido descifrar por los cotilleos de la servidumbre, aunque no estaba seguro de cuánto tenían de cierto. Intentó que Garth le diera su versión, pero la única respuesta que obtuvo fue un largo gruñido y varias maldiciones.

Marco estaba ocupado con sus hijos, un niño y una niña pequeña. Eran adorables y se lo tan veía orgulloso de ellos que Damián no pudo evitar pensar en qué aspecto tendrían sus hijos con Sara. La ilusión lo empujó hacia un nuevo dilema: ¿se casaría con ella?

De no haber sido un príncipe, jamás habría dudado de la respuesta. La amaba y quería pasar el resto de sus días con ella. Sin embargo, tenía compromisos con la realeza y un país en el que pensar. Deseaba poder hablarlo con alguien, pero ninguno de sus hermanos estaba en condiciones de escucharlo. Karina estaba liada con su propia boda. Garth no dejaba de perseguir a la niñera real mientras insistía en negar que estuviera perdidamente enamorado de ella, algo que para entonces todos habían notado. Marco parecía enajenado por una discusión con su suegra, la madre de su difunta esposa, fallecida hacía dos años. Con la duquesa era imposible discutir algo así. Boris había desaparecido. Ante semejante panorama, sólo podía recurrir al duque.

Su viejo y querido tío lo había estado buscando desde su llegada a Arizona, pero él había hecho lo imposible por eludirlo. Sabía que quería hablar de su padre y no deseaba oírlo. El príncipe quería charlar de otra cosa. Necesitaba un consejo sobre cómo afrontar las reacciones de los demás al enterarse de cuánto amaba a Sara.

Así que cuando encontró al anciano sentado en uno de los bancos del jardín, decidió hablar con él. Avanzó hacia él dando golpecitos en el suelo con su bastón blanco, buscó una silla y se sentó a su lado.

– Buenas tardes -dijo. Espero que no te moleste que te acompañe.

– Por supuesto que no.

El duque lo miró con una tierna sonrisa y, al parecer, no se cuestionó cómo había hecho Damián para reconocerlo tan fácilmente.

– Justo estaba pensando en ti -agregó-. Tenemos que hablar, sobrino.

El príncipe estuvo a punto de protestar pero se contuvo. Después de todo, si pretendía algo del duque, tal vez era mejor darle el gusto.

– Imagino que sabes cuál es el tema de esta conversación -insinuó el tío.

– Mi padre, supongo.

– Efectivamente. Quiero que entiendas lo que sucedió. Dudo que conozcas toda la historia.

Damián se estremeció.

– No quiero conocer toda la historia.

– Pues tendrás que hacerlo. Créeme: es por tu bien.

El príncipe no pudo ocultar su malestar, pero accedió finalmente.

– De acuerdo, cuéntame lo que quieras y acabemos con esto de una vez.

El duque asintió y miró a su sobrino a la cara.

– Por algunos comentarios que has hecho, me he dado cuenta de que sabes cuál es el verdadero parentesco con tu primo. Creo que eres el único de los de tu generación que lo sabe.

– Además de Sheridan…

– Cierto, él también conoce la verdad – reflexionó el viejo-. Comprendí que lo sabías al ver el resentimiento que tenías hacia tu difunto padre. Pero como no pasamos mucho tiempo juntos, no tuve oportunidad de explicarte cómo había ocurrido. Es una historia oscura y complicada que preferiría quedara entre nosotros.

Damián miró a su tío con una mezcla de orgullo e indignación. Era un anciano pícaro y adorable aunque terco como una muía.

– De acuerdo -dijo, con resignación -. Dejemos los prólogos y vayamos al grano.

– Intentaré ser tan directo como pueda – hizo una pausa y respiró hondo-. Sabes que tu madre, la reina Marie, y la madre de Sheridan, lady Julienne, eran gemelas.

– Sí, como todo el mundo.

– Cuando eran adolescentes, ambas estaban enamoradas de tu padre.

– Dime algo que no sepa.

El duque frunció el ceño ante el tono de su sobrino.

– No me faltes el respeto, muchachito – dijo, con brusquedad-. Y, por favor, deja que te cuente la historia sin interrumpirme a cada palabra.

Aunque se le hacía difícil, Damián trató de mantener la calma. Forzó una sonrisa y se disculpó.

– Perdón, tío, no volverá a pasar.

El anciano suspiró.

– Marie y Julienne eran dos jóvenes inteligentes y bellísimas. Pero aunque físicamente fueran iguales, eran muy diferentes. La clásica situación de chica buena contra chica mala.

– ¿Quieres decir que una de las dos era una gemela diabólica?

El duque lo miró con mala cara.

– No, nada de eso. Julienne era vivaz y traviesa. La clase de chica que busca tener siempre la razón y pelea pero lo que quiere es a toda costa. Tu madre era una santa, más buena que el pan… pero una mosquita muerta -evocó, con ojos llorosos -. Las dos coqueteaban con el rey de un modo descarado. Julienne incluso recurrió a algunas tretas que preferiría no recordar. Con todo, durante mucho tiempo nadie podía apostar a quién elegiría. Entonces, Julienne cometió el error de su vida: quedó embarazada.

– ¿De mi padre? -preguntó Damián, impresionado.

– Por supuesto que no. De hecho, en aquel tiempo se pensó que era de uno de los chóferes. En cualquier caso, se trataba de alguien inapropiado para ser su esposo. Lo que quedaba claro era que Julienne debía casarse, y que bajo ningún concepto podía hacerlo con el rey -afirmó-. Ahí fue cuando apareció el barón Ludfrond y le ofreció un refugio seguro. En ese momento, lo aceptó agradecida. Pero el bebé nació muerto y el barón era estéril. Así, Julienne quedó atrapada en un matrimonio sin amor y sin hijos mientras que su hermana se había casado con el rey y tenía un niño tras otro.

– La vida te da sorpresas…

El príncipe consideraba que su tía Julienne era una arpía, de modo que apenas sentía pena por ella. Pero el duque lo reprendió por el comentario.

– Tienes que entender que la tristeza la resintió.

– ¡Qué novedad!

Damián había vivido con la familia el tiempo suficiente como para padecer el resentimiento de su tía en carne propia.

– Disculpa, tío, pero si vamos a seguir discutiendo obviedades, prefiero dedicarme a otros asuntos.

El duque frunció el ceño y suspiró resignado:

– La impaciencia de la juventud… ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, hablaba de tu tía y su rencor. Bueno, con el correr de los años, ella y tu madre se fueron alejando cada vez más, fundamentalmente, porque Julienne dificultaba las cosas. Después, los Radicales de diciembre secuestraron a tu padre y lo tuvieron encerrado en un calabozo durante un mes.

Damián asintió.

– Conozco la historia. Es una leyenda entre nosotros.

Inmediatamente recordó que el duque había sido uno de los que habían rescatado a su padre y se lamentó por lo dicho. Aun así, siguió preguntándose si aquella charla le aportaría alguna información nueva.

– Sabes que los radicales querían que tu padre les diera detalles de la alianza secreta que nuestro gobierno tenía con el de Alovitia. Creían que existía un depósito de oro oculto en alguna parte y no recuerdo qué otra sarta de tonterías. Al ver que no conseguían sacarle información mediante la tortura física, lo narcotizaron para ver si de ese modo obtenían algún dato.

– Sí.

– Todo eso lo sabes. Lo que desconoces es que Julienne, motivada por su espíritu rebelde, tenía cierta simpatía por los radicales. Supongo que jugar con fuego la hacía sentir joven y excitante – argumentó el duque-. Se rumoreaba que tenían reuniones secretas en su mansión, que los financiaba y cosas así. Al parecer, llegó un momento en que los radicales consideraron que estaba muy comprometida con su causa y le pidieron que los ayudara con tu padre.

Damián se enderezó, pero no dijo ni una sola palabra. Efectivamente, no conocía esa parte de la historia.

– Julienne se encerró en el calabozo con tu padre y se hizo pasar por tu madre. Como él estaba en un estado de semi delirio por culpa de las drogas, creyó que se trataba de Marie. Así es como tu primo fue concebido.

El príncipe estaba paralizado por la impresión.

– ¿Cómo pudo hacer algo así? -susurró.

El viejo se encogió de hombros y dijo:

– Tal vez porqué seguía enamorada de él.

– No te equivoques, tío. Julienne no amaba a nadie salvo a su hijo y a ella misma. He vivido con ellos y sé por qué lo digo.

De pequeño, Damián había querido aferrarse a su tía. Fantaseaba con ella como una imagen materna. Después de todo, era la hermana gemela de su madre y al estar alejado de ella, había intentado transferir sus sentimientos hacia Julienne. Sin embargo, la madre de Sheridan siempre lo trató como un bulto que se veía obligada a cargar y, rápidamente, se ocupó de amedrentarlo, dejando en claro que su hijo era lo único que le importaba, no había vuelto a pensar en esos días durante años, pero en aquel momento recordó cuánto lo había lastimado ese rechazo.

– Lo hizo por rencor -afirmó -. Es una traidora y debería ser enjuiciada.

El duque le apoyó una mano en el hombro.

– Eso pasó hace mucho tiempo, Damián. Todos se han perdonado.

El príncipe miró al anciano con detenimiento.

– No es cierto, ni todos han perdonado ni el problema está resuelto.

Damián tuvo que contenerse para no revelarle a su tío que Sheridan estaba intentando asesinarlo.

– ¿Qué pasó cuando mi padre se dio cuenta de lo que Julienne había hecho? -continuó-. ¿Mi madre lo sabía?

– Claro que sí. Tu tía se aseguró de que lo supiera.

– ¿Lo ves? Es una resentida.

– Puede ser. En cualquier caso, tu madre la perdonó. Pero tu padre no volvió a hablarle nunca -dijo y sonrió -. Y, por supuesto, tú fuiste concebido poco después que Sheridan. Eso debiera decirte algo.

Damián movió la cabeza en sentido negativo. Estaba aturdido por la revelación.

– Desearía que me lo hubieras contado antes.

– No me había dado cuenta de que sabías que Sheridan era tu hermano hasta hace poco -esgrimió el duque, apenado-. Y cuando intenté hablar contigo, no quisiste oírme.

El príncipe hizo una mueca de dolor porque sabía que su tío decía la verdad.

– He sido un tonto.

– Quería que contártelo para que dejaras de odiar a tu padre, no para que empezaras a odiarte a ti -protestó-. Sólo sabías una parte de la verdad y es lógico que sacaras tus propias conclusiones. No te culpes por eso. Ahora que conoces la totalidad de los hechos, deja de martirizarte.

Damián se levantó dispuesto a marcharse, pero antes se inclinó para abrazar al anciano.

– Gracias, tío.

Mientras se enderezaba, recordó una frase y la evocó en voz alta.

– Tener piedad es ganarse el perdón. Y esa moneda conduce al paraíso.

El duque lo miró complacido.

– Has escuchado la cinta de poesía nabotaviana de Jan Kreslau -dijo, con emoción -. Creí que nunca lo harías.

– Sara se las ingenió para que la escuchara. El príncipe sonrió al pensar en ella.

– Sara, Sara… qué criatura más adorable… Dile que sigo trabajando en el árbol genealógico de su madre. Me está costando más de lo que pensaba, pero se lo daré en cuanto termine.

– Se lo diré. Y sí, Sara es maravillosa y sabía que el escuchar esa poesía me ayudaría a poner las cosas en perspectiva. Esos versos están llenos de belleza y sabiduría.

– Tu padre se sabía de memoria casi todos los poemas de Jan Kreslau y me los recitaba cada vez que podía. Odiaba sus sesiones de tortura poética -relató el duque entre risas -. Sin embargo, ahora daría cualquier cosa por volver a oír su voz profunda y grandilocuente pronunciando otra vez esas palabras.

En aquel momento, Damián le dio una afectuosa palmada en el hombro y abandonó el jardín. Estaba emocionado y le habría gustado tener a Sara a su lado. Al entrar en la casa, se detuvo a mirar uno de los retratos de su padre y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. A pesar de la angustia, era un alivio poder amarlo de nuevo.

Al llegar al aeropuerto de Arizona, Sara llamó a la casa para confirmar con la princesa Karina que la invitación seguía en pie. Luego dejó el equipaje junto al del resto de los invitados a la boda, tomó un taxi y se dirigió al palacio Roseanova. Una vez allí, caminó hacia la entrada principal mientras admiraba la belleza del edificio. La luz del atardecer le aportaba un toque mágico a la escena.

Sara estaba ansiosa por ver a Damián, pero a la vez, le aterrorizaba la manera en que pudiera reaccionar al verla. De todos modos, no sabía cómo encontrarlo. El lugar estaba lleno de gente paseando, hablando y riendo y ella no reconocía a ninguno de los presentes. A primera vista, parecía más un parque temático que una casa. Había balcones y torretas en los pisos superiores, jardines que rodeaban la mansión, un lago artificial, decenas de estatuas clásicas y seis o siete fuentes pequeñas.

La imagen estaba enmarcada por el desierto de Arizona. El cielo estaba casi violeta y el eco de los truenos en la distancia parecía augurar una tormenta eléctrica. Sara no estaba segura, pero tenía la impresión de que los Roseanova habían tratado de construirse una pequeña Nabotavia para ellos.

Lo que sí tenía claro era que necesitaba encontrar a Damián. Acto seguido, se mezcló entre los invitados y comenzó a recorrer patios y jardines mientras observaba cómo los empleados acomodaban las mesas en el lugar donde suponía se celebrarían la ceremonia y la recepción.

Cuando estaba a punto de entrar en la casa, alguien oculto entre las sombras le tomó el brazo y Sara se sobresaltó.

– Pero miren a quién tenemos aquí -dijo el hombre, con la voz cargada de sarcasmo -. Ni más ni menos a que a la mismísima Sara Joplin.

A la mujer se le paró el corazón.

– Sheridan -exclamó, aturdida-. Creía que estabas en Europa.

– Lo estaba, pero he vuelto.

– Ah, qué bien…

Como no estaba segura de que él supiera que estaba enterada de su regreso, Sara decidió que lo mejor sería actuar con naturalidad.

– ¿Has venido para la boda?

– Sí.

El hombre no le soltaba el brazo y la miraba de un modo intimidante. Los invitados habían entrado y ya no quedaba nadie que pudiera oírla gritar. Sara comenzó a sentirse preocupada. Él se estaba comportando de manera extraña y pensó que, tal vez, sabía de sus sospechas.

– Nunca me pierdo las celebraciones familiares – comentó Sheridan.

– Son bonitas.

La terapeuta se dijo que debía seguir fingiendo. Sólo que para entonces, los latidos de su corazón se habían vuelto tan ensordecedores que apenas oía sus propias palabras. Había tomado un curso de defensa personal hacía cinco años, pero no conseguía recordar nada de lo aprendido. De todas formas, Sheridan era mucho más grande y fuerte que ella y sabía que no tenía ninguna oportunidad de enfrentarse a él.

– Bueno, tengo que ir a avisar a Damián de que ya he llegado -comentó, con una sonrisa y tratando de endulzar el tono-. ¿Sabes dónde podría encontrarlo?

– Sí -respondió él -. Te llevaré con él.

– No, por favor, no es necesario -afirmó, rápidamente-. Creo que sabría cómo llegar si me indicas dónde está.

Sheridan la observó en silencio. Era obvio que estaba tramando algo. Hasta que de pronto, sonrió amigablemente, le soltó el brazo y dijo:

– ¿Sabes qué, Sara? Me alegro de haberte encontrado esta noche. Serás mi ángel.

– ¿Tu ángel?

El sonrió.

– No te asustes. No pretendo que te pongas alas, pero sí espero que me ayudes.

– ¿Ayudarte?

Sara se daba cuenta de que no hacía más que repetir lo que él decía. Sin embargo, no se le ocurría nada mejor.

– Sí -contestó.

Sheridan parecía incómodo. Entonces, ella se dio cuenta de que la había soltado y de que si quería, podía intentar escapar. El hombre tenía las manos metidas en los bolsillos y tenía una expresión calma y hasta levemente avergonzada. El cambio de actitud la confundió e hizo que se preguntara si de verdad él era una amenaza.

– Verás: tenía un montón de planes para esta noche -explicó Sheridan-, pero ahora mismo me parecen imposibles de realizar.

Después, se llevó las manos a la cabeza y agregó:

– Lo que necesito es poder discutir sobre eso, que me des tu opinión y tu consejo -puntualizó y la miró a los ojos -. ¿Darías un paseo conmigo? Aunque sólo sea por unos minutos, para que podamos hablar.

Sara lo observó con detenimiento. En la expresión de Sheridan no había nada que le llamase la atención. Tenía el mismo gesto que cuando se habían conocido en la mansión de Beverly Hills. Estaba tenso e inquieto, pero no parecía peligroso. Lo que veía la llevaba a preguntarse si acaso no estaban cometiendo un error al sospechar de él. Aun así, prefirió no arriesgarse.

– La verdad es que me gustaría saludar antes a Damián. ¿Por qué no me acompañas y charlamos en el camino?

Sheridan asintió. No obstante, se lo veía atribulado.

– Sinceramente, Sara, eso no me sirve porque de lo que quiero hablarte es de Damián… Necesito ayuda…

Al hombre se le quebró la voz y no pudo continuar. Se notaba que no era una situación fácil para él y que involucraba emociones muy profundas.

Sara no sabía que hacer. Sheridan tenía los mismos ojos grises de Damián. Entonces recordó lo que su amante le había contado y lo categórico que había sido al negarse a denunciarlo a la policía. Aparentemente, lo que ocurría con el joven Ludfrond era que estaba terriblemente angustiado y pedía ayuda. Si era sincero, tal vez ella podría ayudarlo. A fin de cuentas, era una terapeuta experimentada en animar a los demás a afrontar sus problemas. Quizá, todo lo que él necesitaba era que alguien lo escuchara y le diera un buen consejo.

Además, cabía la posibilidad de que no fuera culpable de nada. De hecho, sus ojos tristes y atormentados parecían indicar que no lo era. Bien por el contrario, lo que se veía en ellos era la misma infelicidad acumulada que había en Damián. Probablemente, lo único que necesitaba era que alguien lo ayudara a manejar las cosas. Y, tal vez, Sara era la persona perfecta para hacerlo.

– ¿Por qué no podemos hablar aquí? -preguntó.

Él echó un vistazo a su alrededor. Justo en ese momento, tres hombres que paseaban conversando animadamente sobre Nabotavia se acercaron a saludar a Sheridan. Los despidió cortésmente y volvió su atención a Sara.

– Precisamente por esto -contestó-. Hay demasiados conocidos y cualquiera podría interrumpirnos.

Después, la miró a los ojos y dijo:

– Por favor, Sara, no te quitaré mucho tiempo. Pero es imperioso que hable con alguien.

Ella vaciló durante algunos segundos hasta que comprendió que sería irrespetuoso de su parte no darle una oportunidad. Aun así, no tenía claro si estaba actuando como una buena amiga o como una perfecta estúpida.

– De acuerdo -concedió-. Caminaré contigo por un rato. Me gustaría oír lo que tienes que decirme.

Sheridan sonrió aliviado.

– No imaginas cuánto te lo agradezco, Sara. Vayamos hacia ese bosque de álamos.

Acto seguido, señaló hacía el lugar. No parecía J estar muy lejos y la zona estaba bien iluminada.

– Hay un banco entre los árboles en el que podríamos sentarnos -comentó él, con una sonrisa cómplice-. Y seguirías estando visible para los de la casa.

– Está bien. Vamos.

– Hola, hermanito -dijo Karina.

La princesa estaba junto a la puerta de la habitación de Damián y sonreía de oreja a oreja. Faltaba sólo un día para su boda y se la veía rebosante de felicidad.

– ¿Qué tal la sorpresa? -preguntó.

El la miró con desconcierto hasta que recordó que debía descentrar los ojos para no arriesgarse a que notaran que había recuperado la vista.

– ¿De qué sorpresa me hablas?

– De Sara, por supuesto.

Damián se puso serio de inmediato.

– ¿Qué? ¿Qué ha pasado con Sara?

– ¿Aún no la has visto?

– Karina, ¿podrías dejar de hacer preguntas y decirme qué demonios pasa?

– No entiendo. He hablado con los guardias de la entrada hace una hora y me han dicho que ya había llegado. Se suponía que vendría a sorprenderte -contestó, con el ceño fruncido-. Me preguntó qué la habrá demorado.

El príncipe sintió que se le paraba el corazón.

– ¿Sheridan ya ha llegado? -preguntó, bruscamente.

Ella lo miró sorprendida.

– No que yo sepa. Pero, ¿qué tiene que ver?

– Tengo que encontrar a Sara.

Acto seguido, pasó por delante de su hermana y corrió por el pasillo rumbo a las escaleras. No le importaba que descubrieran que ya no estaba ciego, proteger a Sara era lo principal.

Dada la situación, sentía que buscar a su amante era como caminar sobre arenas movedizas. Cada paso podía implicar una nueva amenaza. Hizo una rápida inspección por los salones y después salió a preguntar afuera. Nadie la había visto y no había señales de ella por ningún lado. Los truenos y relámpagos en el cielo sumaban dramatismo a la escena.

Damián no sabía que hacer. No podía involucrar a los otros invitados en la búsqueda cuando no tenía pruebas de que Sheridan estaba cerca. Por tanto, llamó a los guardias de la entrada para preguntar si habían visto a su primo. Le respondieron que no y se comprometieron a no dejar salir ningún coche hasta nueva orden.

El príncipe estaba desesperado. Había pasado una hora desde que había hablado con Karina y seguía sin tener noticias de Sara. Para entonces, Sheridan podía habérsela llevado a cientos de kilómetros de allí. Salir a perseguirlos solo no tenía ningún sentido dado que desconocía hacía dónde habían ido. Comprendió que lo más acertado sería llamar a la policía. Pero antes tenía que saber qué les diría porque no tenía ninguna evidencia más allá de sus sospechas. Sabía que, por su posición, podía ejercer cierta influencia y conseguir que acudieran rápidamente. Sin embargo, eso podría traer aparejado un escándalo mediático.

– Mal asunto -dijo para sí-. Pero tendré que arriesgarme.

Damián tenía el presentimiento de que Sheridan tenía a Sara y la única forma de recuperarla sana y salva era recurriendo a la policía.

No esperó más. Sacó el móvil del bolsillo y comenzó a marcar.

– Damián y yo pasábamos aquí las Navidades cuando éramos pequeños -contó Sheridan.

Aunque estaba mirando al cielo, tenía la mirada perdida en el pasado.

– Solíamos contar los días que faltaban hasta dejar el aburrimiento del instituto y subirnos al avión que nos traía a Arizona – continuó, con una sonrisa-. Los veranos también veníamos. Nos sentíamos libres de hacer lo que quisiéramos. Cabalgábamos por el desierto, acampábamos, cazábamos, perseguíamos pumas, visitábamos las reservas de los indios y sólo volvíamos al castillo cuando nos quedábamos sin comida. Eran buenos tiempos. En ocasiones, rezaba para que me permitieran ser un niño eternamente.

– ¿Tus padres también venían?

Sara estaba sentada junto a él, mirando las montañas rojizas que rodeaban la propiedad de los Roseanova. De tanto en tanto, algún relámpago atravesaba el cielo e iluminaba las cimas espectacularmente.

– ¿Mis padres? -replicó Sheridan -. Mis padres no vendrían a Arizona aunque les pagaran. Son incapaces de poner un pie fuera de su mansión sin tener confirmadas sus habitaciones en algún hotel de cinco estrellas. Y, siempre y cuando, se trate de ciertos hoteles.

– De modo que Damián y tú erais los dueños y señores del lugar.

– Absolutamente. A veces, venían los otros también, pero a nosotros no nos importaba. Vivíamos en nuestro mundo.

Cuando hablaba de esos días, el hombre no dejaba de sonreír.

– Suena como la niñez ideal. Algo así como una historia de Tom Sawyer en el desierto.

Él asintió. Después, la miró como si repentinamente hubiera recordado por qué estaba con él.

– Damián y yo estábamos muy, muy cerca -dijo, casi a la defensiva.

Sara lo miró con pretendida ingenuidad.

– Erais como hermanos.

En ese momento, Sheridan la miró con desconfianza, temiendo que ella supiera más de lo que debía sobre ese asunto.

– Sí… como hermanos -repitió

– Y seguís estando tan cerca como entonces -le recordó la terapeuta.

A él se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Sí -reconoció a regañadientes-. Pero… Tienes que ayudarme, Sara. Quiero hablar con él pero no puedo.

– ¿Por qué no?

Sheridan sollozó e hizo un gesto de dolor.

– No comprendes cuánto quiero a Damián. Él es todo lo que tengo. A mi madre sólo le importa reavivar las llamas de su resentimiento. Y el barón se pasa la mayor parte del tiempo borracho. Pero siempre tengo a Damián. Es mi hermano.

Pero entonces, su rostro se llenó de sombras y volvió la mirada al horizonte.

– Lo malo es que él tiene mucho más – continuó-. Tiene a Garth, a Marco y a Karina. Damián tiene más hermanos, pero yo sólo lo tengo a él. ¿Comprendes, Sara?

Ella asintió. Lo que Sheridan acababa de decir explicaba muchas cosas. Sin embargo, ninguna explicación valía como excusa. Además, el tema más importante ni siquiera se había planteado. Si la conversación seguía sin llegar a ese punto, alguien iba a tener que traerlo a colación. Sara lo pensó un poco y decidió ser quien asumiera esa responsabilidad.

– Si lo quieres tanto, ¿por qué tratas de lastimarlo? -preguntó, con dulzura.

Él negó con la cabeza y se mostró sorprendido de que ella pudiera decir algo así.

– No, Sara. Damián es la última persona en el mundo a la que lastimaría. Sólo quiero ganar alguna vez. ¿Es tan difícil de entender?

– ¿Ganar?

– Sí, ganar. Ser el mejor.

La mujer no salía de su asombro.

– ¿Por eso has saboteado su lancha? ¿Para poder ganar? Podrías haberlo matado.

– No -afirmó, afligido -. Nunca he querido hacerle daño. Eso es lo que tengo que explicarle. Tienes que ayudarme…

Ella se quedó mirándolo. Sheridan acababa de admitir que era el responsable del accidente de Damián y Sara no sabía si quedarse allí o salir corriendo. Respiró hondo para contener la agitación y siguió con el improvisado interrogatorio.

– ¿A qué fuiste a mi piso la otra noche?

El estaba tan incómodo y avergonzado que apenas podía mirarla a los ojos.

– Te ví salir y… -balbuceó-. No sabía que él estaba allí, lo juro. De haberlo sabido…

– ¿Y mi coche? -lo interrumpió-. ¿Por qué pusiste una bomba en mi coche?

Sheridan la miró con miedo.

– Iba a ponerla en tu piso, pero no tuve tiempo. Tenía que ponerla en algún lado. No era una bomba muy grande, sólo quería que te asustaras.

Sara se quedó sin aire. Él lo estaba confesando todo.

– ¿Porqué? -exclamó indignada.

Sheridan respondió con una sarta de incoherencias.

– Porque tenía que hacerlo. No sé cómo explicarte lo mal que me siento en algunas ocasiones. Debía hacer algo para que las cosas mejoraran. ¿Entiendes?

– Sheridan.

Al oír la voz de Damián, ambos se levantaron de un salto y al darse vuelta lo vieron parado en un pequeño claro detrás del banco.

– Hola -dijo Sheridan, con miedo-. Sólo estaba hablando con Sara.

– Damián… -susurró ella.

Sara dio un paso adelante y le extendió una mano. Por la expresión del príncipe, supo que debía anticiparse para evitar que la situación se complicara todavía más.

– Sólo estábamos conversando -confirmó-. No me ha hecho nada.

– Nunca la lastimaría -aseguró Sheridan.

– ¿Qué nunca la lastimarías? -repitió el príncipe, furioso-. Al poner una bomba en su coche podrías haberla matado.

– No -insistió su hermanastro-. Sólo…

– Sólo estaba tratando de asustarme -interrumpió la mujer.

Damián se acercó un poco más. A cada paso, parecía más grande.

– ¿Y se puede saber por qué era tan importante asustarla?

– Porque no puedes tenerlo todo, Damián – dijo Sheridan, con crispación -. Porque es injusto que siempre ganes.

El príncipe quería partirle la cara de un puñetazo. Sin embargo, respiró hondo e hizo un notable esfuerzo para controlar sus impulsos.

– Yo no siempre gano, primo.

Damián había conseguido hablar con calma pero con los puños cerrados y listos para la pelea.

– Sí, siempre ganas. Sabes que es así.

– Eso es ridículo, Sheridan. Tú me superas en muchas cosas.

– Una vez te derroté en este mismo bosque – se ufanó el otro-. Era una carrera de caballos, ¿te acuerdas?

– Claro que me acuerdo. Mi caballo metió la pata en un nido de serpientes y quedó cojo.

– Eso no es verdad -refutó Sheridan -. Yo iba en la delantera antes de que le ocurriera nada a tu caballo. Te derroté de una manera justa y limpia. Era Navidad, ¿recuerdas?

Damián miró a su primo con detenimiento. Por su culpa había pasado varias semanas ciego. Además, se había metido en casa de Sara, le había puesto una bomba en el coche y los había aterrorizado a ambos. Por un momento, creyó que comprendía parte de la pena que había empujado a Sheridan a esa locura. Probablemente, él conocía mejor que nadie los demonios que habitaban en el alma de su primo. Pero tendría que lidiar con ellos porque no podía seguir amenazando a la gente de esa manera.

De modo que asintió con la cabeza y dijo:

– Tienes razón, ahora lo recuerdo bien. Me superaste a la altura del estanque.

– Exacto -exclamó Sheridan, con una amplia sonrisa-. Me alegra que lo recuerdes. ¿Lo ves? No siempre ganas.

El príncipe se quedó mirándolo como si, por primera vez en mucho tiempo, lo viera de verdad.

– Por supuesto que no siempre gano. Sheridan, tú siempre has sido mi mayor reto. Siempre he tenido que esforzarme mucho para superarte.

– Es verdad -aceptó, complacido.

En ese momento, el joven Ludfrond recordó por qué estaban discutiendo y cambió el tono.

– Damián, lamento todo lo que ha sucedido. No pretendía lastimarte y mucho menos dejarte ciego. Sólo quería que entendieras que no puedes ser el ganador en todo -declaró-. Quiero decir, ¿por qué siempre tienes que salir bien parado? Mírate, estás ciego y aun así sigues en la cima. Además, recibiendo elogios de todo el mundo. ¿Acaso no pierdes nunca? No importa lo que haga, siempre tú serás el primero.

Sheridan hizo una pausa, se llevó las manos a la cabeza y bajó la vista. Cuando volvió a mirarlos, tenía el pelo completamente revuelto. -Lo tienes todo -continuó-. Tienes una familia enorme, todos te aman. Y por el modo en que te mira, es evidente que Sara también te ama. En cambio yo… yo no tengo nada.

– Sheridan, no estás pensando con claridad. Tu vida está llena de cosas buenas -afirmó Damián.

Después, miró por un segundo a Sara y volviendo a su primo, sugirió:

– ¿Por qué mejor no vamos a hablar a la casa? Apostaría a que soy capaz de hacer una larga lista con las cosas buenas que hay en tu vida.

– ¿Sí? Dime una.

Damián se encogió de hombros.

– Me tienes a mí.

Sheridan lo miró con detenimiento. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿De verdad, Damián? -preguntó, con la voz quebrada.

– De verdad.

Acto seguido, el príncipe se adelantó, pasó un brazo por encima de los hombros de su primo y dijo:

– Vamos, entremos a comer algo y…

– ¡Espera un minuto! -gritó Sheridan.

Se libró del abrazo y se paró frente a Damián.

– Puedes ver, ¿verdad? Ya no estás ciego.

– Sí, he recuperado la vista hace un par de días. Así que, como ves, no es el fin del mundo, no me has hecho un daño permanente.

Sheridan se quedó mirándolo. No parecía estar muy contento con la noticia.

Damián no le dio importancia y lo abrazó de nuevo.

– Vamos, primo…

– ¡No!

Intempestivamente, Sheridan se soltó del brazo y comenzó a gritar una catarata de insultos que parecían provenir del fondo de su alma.

– ¡Maldito seas, Damián! ¡Ni siquiera has podido permanecer ciego!

– Sheridan…

El príncipe trató de detenerlo, pero su primo estaba completamente desquiciado. Cuando Sheridan le asestó el primer puñetazo, Damián perdió el control, lo agarró con ambas manos y lo empujó al suelo. Comenzaron a rodar por el césped, gruñendo mientras intentaban golpearse el uno al otro. A pesar de la rabia, la situación resultaba de lo más familiar. De pequeños habían tenido cientos de peleas como esa. Entre ellos siempre había habido mucho aprecio, pero también mucho rencor.

Damián se golpeó la cabeza con una piedra y por un momento temió perder el conocimiento. Sintió que se quedaba sin fuerza y que perdía el control de los brazos. Pero la sensación le duró poco y volvió a empujar a Sheridan contra el suelo. Después, se lanzó sobre él, le pegó un cabezazo en la frente y lo dejó fuera de combate. Se quedó recostado encima de su primo, jadeando y sintiéndose increíblemente agotado en cuerpo y alma.

La escena parecía sincronizada intencionalmente. No había pasado ni un minuto desde el fin de la pelea cuando Marco, Garth y Jack llegaron al lugar y corrieron a asistir a Sheridan. Damián se apartó un poco y, al sentarse, se topó con Sara.

La mujer le pasó los brazos por detrás de la nuca y lo abrazó con fuerza mientras lloraba aliviada.

– Dios mío -le susurró el príncipe al oído-. Tenía tanto miedo de que te lastimara.

– Pero no lo hizo -aseguró-. Lo único que quería era hablar. Te quiere mucho pero, de alguna manera, eso parece dolerle demasiado. No sé qué podrías hacer para ayudarlo.

Damián todavía estaba enojado aunque sabía que Sara tenía razón. Quería a Sheridan como el hermano que efectivamente era. Y estaba seguro de que encontrarían la forma de ayudarlo.

De momento, todo lo que deseaba hacer era abrazar a la mujer que amaba y sentir los latidos de su corazón. Tal vez más tarde pensaría en cómo ocuparse de Sheridan.

Sara se entregó al placer de aquel abrazo. Miró el rostro del príncipe y se preguntó si era posible amarlo cada día más. No tuvo que pensar mucho para saber que, no sólo era posible sino que así quería vivir sus días. Al menos, todo el tiempo que pudiera. Damián levantó la cabeza, la miró a los ojos y sonrió. Ella no observó ningún signo de arrepentimiento o segundas intenciones. Él parecía estar realmente feliz de verla. Sara sintió que un rayo de esperanza le atravesaba el corazón.

Se dijo que acaso Mandy tenía razón. Quizás, si tenía el valor suficiente para confiar en él, la amaría para siempre. En cuanto a su amor por Damián, no tenía ninguna duda de que era eterno.

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