Capítulo Tres

– Ah, llegas justo a tiempo… Precisamente nos dirigíamos a cenar.

Sara bajó las escaleras de la mansión y entró en una sala donde se encontraba un pequeño grupo de personas. En seguida, se fijó en dos enormes retratos que flanqueaban la chimenea, y que supuso debían de corresponder al rey y la reina de Nabotavia, los padres del príncipe Damian. La atractiva pareja parecía observar a sus descendientes con orgullosa superioridad, y su presencia real dominaba la estancia.

Pero Sara no tenía que enfrentarse a ellos, sino a los que estaban en aquella sala.

Echó un vistazo a su alrededor y rápidamente distinguió a Damian, que se había quitado la gorra de marinero. Su pelo era oscuro y rizado, y sus rasgos, tan clásicos y bellos como si estuviera esculpido en mármol. Por su expresión, supo que no era consciente de su presencia y que nadie la había dicho que seguía en la mansión.

La duquesa se acercó a ella para presentarle al resto de la familia.

– Permíteme que te presente al príncipe Marco, el hermano mayor de Damian. Y esta es la princesa Karina, su hermana menor. Ah, y el conde Boris, mi hermano pequeño…

– Encantada de conoceros -murmuró Sara, sin saber muy bien cómo reaccionar.

Aunque Sara era una mujer de mundo y sabía comportarse en cualquier situación, aquel era un marco excepcional. Se encontraba ante algunas de las personas más ricas y famosas del país, ante integrantes de la Casa Real que lo gobernaba, y por supuesto se sentía ligeramente incómoda.

Sin darse cuenta, se encontró agarrada al brazo de Damian mientras avanzaban hacia el enorme comedor. Y aún no estaba segura de que él supiera a quién estaba acompañando.

Pero salió de dudas segundos después.

– ¿Qué haces aquí todavía? -le preguntó en voz baja.

– No podía soportar la perspectiva de separarme de ti -respondió ella con ironía.

El comedor le pareció un lugar impresionante, de altos techos, grandes balcones que daban a los jardines y una mesa con cubiertos de plata y una vajilla preciosa. Varios criados permanecieron en todo momento en la sala, asegurándose de que tenían cualquier cosa que pudieran desear.

– ¿Por qué no te sientas junto a Damian? -preguntó entonces la duquesa-. De ese modo, podrías empezar a darle algún consejo…

– Bueno, por mí no hay problema.

Sara aceptó la sugerencia de la duquesa y se sentó junto a Damian, mientras los demás charlaban de sus cosas.

Poco después, el príncipe se inclinó sobre ella y susurró a su oído:

– Yo sí que tengo un consejo que darte: no te atrevas a ayudarme con la comida. A no ser, claro está, que quieras mascármela un poco para facilitarme la digestión.

– No gracias -dijo, intentando no sonreír-. Creo que por esta vez puedes comer solo.

El primer plato consistió en una crema de espárragos que estaba deliciosa. Sara notó que Damian se las arreglaba perfectamente para comer, aunque sólo tomó unas cuantas cucharadas.

La conversación de los presentes era rápida y agradable. El príncipe Marco se mostró muy amistoso y le dio explicaciones sobre la historia de Nabotavia, una pequeña nación europea de la que habían estado ausentes durante veinte años, tras ser expulsados del país por una revuelta. Durante ese tiempo, la mayor parte de la familia se había exiliado y algunos se habían marchado a vivir a Beverly Hills y a Arizona. Pero, al parecer, la situación política de Nabotavia había cambiado y la familia se estaba preparando para volver.

– Cuando regresemos, Marco será nombrado rey -explicó Karina-. Nuestros padres se sentirían muy orgullosos…

La joven miró a su hermano con evidente cariño y admiración.

– Y Garth, mi otro hermano, será ministro de Defensa -continuó la mujer-. Es militar y conoce muy bien ese campo.

– En tal caso, Boris debería ser ministro de Comercio -intervino la duquesa-. Siempre ha sido un gran hombre de negocios.

Sara esperó a que le dijeran qué puesto ocuparía Damian, pero la conversación se dirigió por otros caminos y se quedó con las ganas de saberlo.

Inmediatamente, se preguntó si el cambio de conversación había sido casual o si significaba que su ceguera lo imposibilitaba para asumir algún cargo en el nuevo gobierno.

Lo miró y no notó emoción alguna en su rostro. Al parecer, le daba igual. Pero Sara sabía que bajo la superficie del lugar más tranquilo podía discurrir un torrente subterráneo.

Quiso decir algo al respecto, pero no se atrevió. No conocía bien el protocolo para esos casos y prefirió no arriesgarse a decir algo inconveniente. Así que decidió aprovechar la ocasión para hablar con Damian.

– Me gustaría saber si en algún momento querrás que te ayude con algo…

– No -declaró él-. De hecho, no sé por qué te empeñas en quedarte aquí. Creí que había dejado bien claro que no necesito ayuda de nadie.

Sara esperaba esa respuesta, de modo que no le sorprendió.

– Creo que te equivocas conmigo.

– ¿Y qué te hace pensar que me importa lo que tú creas?

Por su tono de frustración y por su enfado, supo que Damian estaba a punto de perder la calma. Pero a pesar de ello, decidió probar suerte.

– Mira, estás ciego y yo estoy acostumbrada a trabajar con estos casos. Lo admitas o no, me necesitas. Tienes suerte de poder contar con mis servicios, así que deberías aprovecharlos y lograr que tu vida cambie para mejor – declaró en voz baja.

Sara se sorprendió a sí misma por la insistencia que demostraba. No estaba acostumbrada a las negativas y le desagradaba enfrentarse a situaciones como aquélla, pero tampoco quería huir.

Sin embargo, el príncipe no parecía muy contento.

– ¿Qué es lo que no has entendido en mis palabras? Cuando dije que quería que te marcharas, hablaba en serio.

La llegada del segundo plato evitó a Sara la necesidad de contestar. Esta vez, los camareros les sirvieron cordero al azafrán con guarnición de arroz. Tenía muy buen aspecto, pero en ese momento estaba más preocupada por el príncipe.

Cuando volvió a mirarlo, notó que tenía algunos problemas con el cuchillo y el tenedor. Sara se mordió un labio y sintió la tentación de ayudarlo; conocía varios trucos muy buenos para solventar situaciones similares, pero sabía que no habrían sido bien recibidos.

– Bueno, ¿es que no piensas darle ningún consejo? -preguntó de repente la duquesa.

Sara levantó la mirada, sorprendida. Todo el mundo la estaba mirando, pero consiguió mantener la calma.

– Me temo que dar consejos de ese tipo, en público, no es lo más apropiado.

– Oh… Comprendo -acertó a decir la duquesa.

Karina rió.

– Vamos, tía, no pretenderás que empiece con la terapia delante de todos nosotros. Además, Damian se resistiría con uñas y dientes si estuviéramos involucrados en el asunto.

– Ya se está resistiendo con uñas y dientes -comentó Sara.

– En efecto, es cierto -intervino el príncipe-. No necesito la ayuda de nadie. Y por lo demás, supongo que ya te has dado cuenta de que estás perdiendo el tiempo conmigo. Así que ríndete, Sara Joplin.

Todos los presentes permanecieron en silencio durante unos segundos, pero enseguida retomaron sus conversaciones. Damian siguió comiendo tranquilamente, porque a fin de cuentas ya había dejado claro lo que opinaba sobre aquel asunto.

Quería estar solo. Quería que lo dejaran en paz.

La situación le resultaba insoportable. Se sentía terriblemente frustrado y se veía en la obligación de hacer enormes esfuerzos por mantenerla calma. Sabía que ellos no tenían la culpa de su ceguera, aunque la preocupación que demostraban hacía que se sintiera aún peor.

No. No tenía nada contra ellos y no quería pagarles con su mal humor. Sólo quería vengarse del canalla que había provocado su desgracia.

Enseguida, comenzó a dar vueltas a sus sospechas. Pero rápidamente se dijo que en aquel momento su prioridad debía ser otra: librarse de la terapeuta y conseguir que se marchara.

Era la primera vez que cenaba con su familia desde el accidente y el simple hecho de no poder ver los cubiertos le resultaba humillante. Hasta el momento se las había arreglado bastante bien, pero tenía que concentrarse mucho para poder llevarse la comida a la boca. De vez en cuando, sin embargo, fallaba. Y tal situación, que ya habría resultado bastante embarazosa de encontrarse únicamente ante su familia, le parecía todavía más insoportable en presencia de Sara Joplin.

No quería que se quedara en la mansión. No lo deseaba en absoluto y estaba dispuesto a encontrar la forma de echarla. Además, ni siquiera entendía por qué se empeñaba en permanecer en un sitio donde no la querían.

Pero de todas formas, le pareció divertido que hubiera acertado al afirmar que se sentía impotente y enojado. Su irritación crecía día tras día, y era tan intensa que a veces pensaba que lo habría devorado por completo de no luchar con todas sus fuerzas para evitarlo.

Marco se excusó en aquel momento porque tenía que hablar por teléfono con alguien, pero Damian no le prestó atención. Aún pensaba en la mujer que se había sentado a su lado.

Podía notar su aroma. Era un olor fresco y limpio, como un día de sol. Pero también resultaba dulce y algo especiado. No supo qué era exactamente. Sin embargo, supo que no lo olvidaría.

Entonces, decidió hacer un esfuerzo por integrarse en la conversación, que al parecer, giraba sobre él.

– Debo advertirte que esperamos que haya mejorado en el plazo previsto -estaba diciendo su tía.

– ¿En el plazo previsto? -preguntó Sara.

– Sí, en dos semanas, antes del baile de la fundación. Es responsabilidad de Damian y debe estar mejor para entonces.

Sara dudó.

– ¿Qué quieres decir con eso de estar mejor?

– Mi tía está preocupada ante la posibilidad de que deje en mal lugar a la familia -intervino Damian-. Teme que estropee sus planes y que las cosas se compliquen para nosotros. Nuestra duquesa siempre ha sido una mujer muy previsora, pero se preocupa demasiado y por alguna razón siempre piensa lo peor.

– ¡Damian! -protestó Karina.

– No te pases, Damian -dijo Boris.

La duquesa no pareció molestarse por las palabras de su sobrino. Bien al contrario, miró a Sara y siguió hablando.

– Para el nuevo régimen es fundamental que Damian muestre fortaleza y confianza. Dirigir un país es, en muchos aspectos, una cuestión psicológica. Si la confianza desaparece, toda la estructura se derrumba. Y no nos podemos permitir el lujo de que alguien se intente aprovechar de nuestra debilidad… Los ciudadanos deben confiar plenamente en él.

Sara carraspeó.

– Pero la gente sabe que se ha quedado ciego, ¿no es verdad? Habrán sabido lo de su accidente…

– Oh, sí, por supuesto. Sin embargo, no conocen los detalles. Pero no se trata de que no sepan lo de su ceguera, sino de que pueda comportarse perfectamente a pesar de su condición actual. No queremos que tropiece con las plantas ni que se caiga encima de una tarta.

– Oh, vamos, tía… -dijo Karina, riendo. La duquesa continuó con su pequeño discurso.

– Sea como sea, debe estar preparado para entonces. Debe parecer tranquilo y confiado a toda costa. Es el único modo de que esto salga bien.

Karina decidió salir en defensa de su hermano.

– Si es algo tan importante, tal vez sería mejor que Marco o Garth se encargaran de…

– No -la interrumpió-. Todos saben que Damian está llamado a ser el próximo ministro de Economía y Finanzas. Es perfecto para ese cargo, y dado que la gala se ha organizado para obtener fondos, él es quien debe hacer las veces de anfitrión.

– Sé que es mi responsabilidad -dijo Damian-, y os aseguro que no tenéis motivos para preocuparos. Estoy seguro de que, para entonces, habré recobrado la vista.

La duquesa alzó los ojos al cielo.

– Sí, por supuesto, pero cabe la posibilidad de que no sea así -dijo, mirando a Sara-. No tenemos mucho tiempo, así que espero que lo ayudes tanto como puedas. Debe parecer tan normal como sea posible.

– Será difícil -advirtió Sara.

– Pero, ¿estás dispuesta a intentarlo?

– Si el príncipe lo está, puedo intentarlo. Aunque dos semanas no son tiempo suficiente.

– Esto no tiene ningún sentido -protestó Damian, mientras se levantaba de la mesa-. Recoge tus cosas y márchate, Sara. Tu trabajo aquí ha terminado.

Sara miró a los presentes con inseguridad. Todos parecían dispuestos a rendirse, habida cuenta de la actitud que había tomado Damian. Así que se dijo que tenía que hacer algo, y rápidamente, para impedir que la echaran de la mansión.

– Tengo una idea -dijo-. Es algo de lo que he oído hablar.

– ¿De qué se trata? -preguntaron Karina y la duquesa al unísono.

Sara se arrepintió de haber sacado el tema. Efectivamente, se trataba de algo de lo que había oído hablar. Pero nunca lo había probado.

– No estoy segura de que funcione, aunque podríamos probarlo.

– ¿Qué es?

Sara suspiró.

– En ciertos casos, la gente utiliza pequeños transistores que se pone en las orejas.

– Continúa -dijo la duquesa.

Sara se volvió hacia Damian. A fin de cuentas, era el principal interesado en aquel asunto.

– Me refiero a buscar alguna estrategia específica para el baile de la fundación. Podría llevar un transmisor y recibir constantes instrucciones sobre lo que sucede a su alrededor. De ese modo, nadie se daría cuenta de su problema.

Todos la miraron. Incluso Damian se quedó observándola, boquiabierto.

– Bueno, sí, creo que podría funcionar -dijo la duquesa, algo a la defensiva-. Pero ciertamente no lo sabremos si no lo intentamos.

– A mí me parece una verdadera locura – dijo Damian-. No funcionará, lo sé.

A pesar de lo que acababa de decir, Damian pensó que era la mejor idea que había oído en mucho tiempo. De hecho, le pareció tan buena que comenzó a reconsiderar su opinión sobre Sara.

Al fin y al cabo, sabía que existía la posibilidad de que no hubiera recobrado la vista a tiempo para asistir al baile. Y por mucho que le molestara, su tía estaba en lo cierto: para el nuevo régimen de Nabotavia era fundamental que demostrara convicción y fortaleza en público.

Simular que no se había quedado ciego, habría sido absurdo; sin embargo, podía dar una buena imagen. Y si existía la forma de impedir posibles complicaciones durante la gala, Damian estaba dispuesto a aplicarla. De hecho, la idea ya había servido para relajarlo un poco y para que se sintiera más optimista que en muchos días. Era la primera vez, desde el accidente, que alguien planteaba algo lógico y racional.

Además, a Damian le encantaba vivir nuevas experiencias.

– Yo creo que es una idea magnífica -dijo la duquesa-. Sara, querida… creo que vas a ser una bendición para esta familia. Nuestro destino está en tus manos.

El príncipe Damian aún no estaba totalmente convencido al respecto, pero se dijo que podía tolerar la presencia de Sara durante unos días y ver qué pasaba. Pensándolo bien, no tenía nada que perder.

Justo entonces, Sara rió y Damian cayó en la cuenta de que existía otro problema que no guardaba ninguna relación con su ceguera. Aquella mujer le afectaba de un modo extraño. Ciego o no, era un hombre y sus sentimientos hacia las mujeres no habían cambiado después del accidente.

La cuestión, en ese caso, consistía en saber si podría soportar ponerse en manos de una mujer que lo inquietaba. Si no tenía cuidado, la terapia podía complicarse.

Sara se inclinó sobre él y preguntó:

– ¿Seguro que no estás dispuesto a concederme el beneficio de la duda? Podríamos probar durante unos días y ver lo que sucede.

Damian tardó unos segundos en responder.

– Sí, supongo que podríamos intentarlo.

– En ese caso, tengo una condición -dijo ella.

– ¿Una condición?

– Sí.

Damian frunció el ceño.

– ¿De qué se trata?

– Te ayudaré a utilizar el transmisor para asistir al baile si tú aceptas hacer los ejercicios que te enseñaré para mejorar tu estado.

– Eso es chantaje -declaró él con una suavidad no exenta de enfado-. Pero está bien. Si eso es lo que quieres, lo haré.

Sara no dijo nada. Damian habría dado cualquier cosa por saber lo que estaba pensando, pero la falta de visión le impedía interpretar su lenguaje corporal.

Odiaba estar ciego. El resto de sus sentidos estaba tan bien como siempre, incluso algo más desarrollados, pero la vista era fundamental para él. En aquellas circunstancias no podía juzgar a la gente ni discernir la verdad.

De nuevo, se sintió dominado por una profunda ira. Se sentía como si le hubieran robado la mitad de la vida.

Sara estaba mirando a Damian. A pesar de que finalmente había cedido, era consciente de la irritación, la tristeza y hasta del rencor que ocultaba el tono del príncipe. En parte, se debían a su ceguera. Pero imaginó que había algo más, algo más relacionado con la cantidad de veces que lo habrían intentado engañar para aprovecharse de su poder.

Sabía que eran simples suposiciones y que cabía la posibilidad de que se estuviera equivocando, pero no lo creía.

Le pareció divertido que Mandy pensara que Damian quería aprovecharse de ella; en realidad, sólo necesitaba que lo protegieran. Por lo menos, en un sentido emocional.

– ¿Y bien? ¿Trato hecho, entonces? -preguntó ella.

Él asintió lentamente.

– No me has dejado otra opción. Estoy entre la espada y la pared -contestó él-. Pero te ruego que seas amable conmigo durante la terapia.

Sara sonrió.

– Siempre he sido famosa por mi sentido de la compasión -bromeó ella-. Pero en tal caso, creo que podríamos empezar de inmediato.

Tras despedirse de los demás, avanzaron lentamente hacia la salida del comedor.

– ¿Quieres que vayamos a mi habitación?

– ¿A tu habitación? ¿No hay un lugar algo más neutral?

Damian la tomó de una mano. Su piel estaba caliente y contacto era firme y sólido.

– ¿Tienes miedo de un hombre ciego? -se burló él.

– Por supuesto que no -respondió.

– No te preocupes -dijo, arqueando una ceja con ironía-. Puedo ser molesto, pero soy inofensivo.

Cuando llegaron a la salida, Damian calculó mal las distancias y se golpeó con el marco de la puerta. Reaccionó inmediatamente, pero no antes de que Sara pudiera notar su enfado. Era obvio que no llevaba nada bien su estado de ceguera.

Unos segundos más tarde estaban a punto de llegar a la escalera. El príncipe Marco, que se había marchado a hablar por teléfono, se cruzó con ellos.

– Era el inspector de policía -explicó a su hermano-. Le he pedido que se ponga en contacto con nosotros en cuanto sepan algo más sobre el accidente.

– ¿Y qué te ha dicho? -preguntó Damian.

– Que todavía no han terminado su trabajo. Pero ha añadido que algunas partes de la lancha siguen sin aparecer, a pesar de que han drenado el lago.

– ¿Van a volver a hacerlo?

– No quería hacerlo. Dice que es muy caro y que…

– Deben hacerlo -lo interrumpió Damian, tenso-. Dile que yo me encargo de los gastos.

Marco lo miró con gesto de dolor.

– Damian…

– Lo digo en serio, Marco. Tengo que saber lo que pasó.

Marco suspiró, miró a Sara y dijo:

– Está bien, ya hablaremos más tarde.

El príncipe heredero se marchó inmediatamente y Sara aprovechó la oportunidad para preguntar a Damian sobre una duda que la estaba atormentando.

– ¿Qué debo hacer cuando inclina la cabeza para saludarme?

Damian sonrió.

– Mantén bien alta la cabeza e inclínala levemente, como si estuvieras asintiendo, pero sin excederte. Si actúas como si fueras de la realeza, todos te tratarán como mereces.

Sara sonrió, aunque sabía que nunca podría comportarse de ese modo. En el fondo, sólo era una chica de barrio.

Pero, indudablemente, la vida la había puesto en una situación muy poco común en su clase social. En aquel momento se dirigía al dormitorio de un príncipe, y al pensar en ello, la boca se le quedó seca.

Por primera vez, se preguntó dónde se había metido.

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