Capítulo Cuatro

– ¿Te importa que ponga música?

– ¿Música? -preguntó Sara.

– Sí, música. Ya sabes, una cosa con melodías y algo de ritmo. Estoy seguro de que habrás oído hablar de ella…

– Sí, claro, pon música si quieres.

Sara no respondió a la tomadura de pelo de Damian. Todavía estaba demasiado alterada por el hecho de estar en las habitaciones privadas de un príncipe.

Y a decir verdad, no era lo que esperaba.

El salón de la suite era bastante grande y tenía varios muebles elegantes y de aspecto cómodo; por todas partes se veían estanterías llenas de libros, e incluso un ordenador situado en un escritorio. Pero el lugar resultaba algo impersonal, como si fuera una residencia temporal y no un hogar. Sorprendentemente no había detalles emocionales por ninguna parte; no se veían trofeos, ni fotografías familiares, ni recuerdos de viajes, nada. Al parecer, Damian era un hombre muy reservado. O tal vez había acertado con su primera sospecha y aquél sólo fuera un lugar de paso.

Él se había sentado en un sillón y ella se acomodó en una butaca. Entre los dos se encontraba una pesada mesa de cristal, sobre la que Sara extendió el cuestionario que siempre les daba a todos sus pacientes; lo había desarrollado con el transcurso de los años y era una herramienta de gran utilidad para saber a qué se enfrentaba.

Hasta ese momento, había apuntado que el príncipe tenía veintiocho años, que era el hijo menor de sus padres, que había nacido en Nabotavia y que había crecido en Estados Unidos. Pero ya había llegado el momento de dejar las generalidades y concentrarse en cuestiones más problemáticas, como la relación de sus padres.

Como se trataba de un tema complicado, Sara decidió encararlo de forma indirecta.

– Los retratos de tus padres son impresionantes -comentó-. Los he visto en la sala y me han parecido muy majestuosos.

– Por supuesto. Tenían que parecerlo. Si no puedes ser mejor y más fuerte que la media, ¿qué sentido tiene pertenecer a una Casa Real?

Ella sonrió. Damian hablaba con absoluta normalidad, pero imaginó que era una simple fachada para ocultar sus sentimientos.

– ¿Eso quiere decir que te sientes mejor y más fuerte que los demás? -preguntó ella, en tono de broma.

– Bueno, no sé si mejor y más fuerte, pero indudablemente me siento distinto. Recuerda que los privilegiados llevamos una vida diferente. Nos pasamos la vida de fiesta en fiesta, conducimos coches caros, llevamos joyas que pocos pueden pagar y nos vestimos con ropa de diseño -declaró con sarcasmo.

– ¿Siempre eres tan irónico, o es que tienes un mal día? -preguntó ella con suavidad.

Damian se encogió de hombros, pero cambió de conversación.

– Volviendo al tema, me estabas preguntando por mis padres… Pues bien, mi madre era un verdadero ángel. Mi padre también era encantador, aunque su moral dejaba bastante que desear – explicó-. Creo que yo he salido a él, por desgracia. Pero, ¿ya has terminado con el interrogatorio?

– Al contrario. Apenas hemos empezado – respondió-. Supongo que tus padres ya han fallecido, ¿verdad? ¿Puedo preguntar qué les sucedió?

Damian tardó unos segundos en responder.

– Los dos murieron durante la revuelta que hubo en mi país.

– ¿Los mataron?

– Sí, cuando yo tenía ocho años.

– Oh, lo siento mucho -dijo ella, arrepentida por haber sacado aquella conversación-. No sabía que…

– Descuida, no tiene importancia. Es parte de mi vida y supongo que son gajes de nuestro oficio… Tiene sus riesgos, como ves.

– De todas formas, siento haberlo mencionado.

– Aprecio tu preocupación, Sara, pero no veo qué relación guarda la muerte de mis padres con mi ceguera -observó él.

– Tal vez, ninguna. Pero todavía no lo sé.

Damian echó la cabeza hacia atrás y gimió.

– Vaya, ahora es cuando vas a empezar con la basura psicoanalítica.

– No, te prometí que no haría eso. Por supuesto, mis preguntas están destinadas a hacerme una idea general de tu forma de ser y de tus circunstancias. Pero llegue a las conclusiones que llegue, no te las contaré.

– A menos, claro, que sea por mi bien… – comentó con desconfianza.

– Claro -dijo ella, haciendo un esfuerzo por no reír-. Pero ya en serio, procuraré controlar mis instintos psicoanalíticos. ¿Dónde estudiaste?

– En todas partes y un poco de todo. Estuve en colegios privados, en institutos, en universidades del país y del extranjero… Tengo un título de Economía y otro de Derecho.

– Me has impresionado…

Él asintió.

– Como ves, suelo saber de lo que hablo.

Los ojos de Sara brillaron.

– No dudo que sepas mucho de economía y derecho, pero…

Damian rió a carcajadas. Se estaba relajando poco a poco y Sara pensó que su atractivo crecía a medida que olvidaba sus problemas. Pero, desafortunadamente, se puso serio enseguida.

– Entonces, ¿quién se encargó de ti durante tu infancia? ¿La duquesa?

– No -dijo él, riendo-. La duquesa se encargó de criar a Karina, pero mis hermanos y yo crecimos en el castillo de uno de mis tíos, en Arizona.

– ¿Un castillo? ¿En Arizona? -preguntó, asombrada.

– Sí, lo construyeron para sentirse como si estuvieran en Europa. Y debo añadir que es un poco peculiar pero… en fin es un lugar como otro cualquiera.


– Interesante, dijo ella ¿donde estudiaste?

– En todas partes y un poco de todo. Estuve en colegios privados, en institutos, en universidades del país y del extranjero…Tengo un título de Economía y otro de Derecho.

– Me has impresionado…

– El asintió. – Como ves, suelo saber de lo que hablo.

– Los ojos de Sara brillaron.

– No dudo que sepas mucho de economía y derecho, pero,

– Damián rió a carcajadas. Se estaba relajando poco a poco y Sara pensó que su atractivo crecía a medida que olvidaba sus problemas. Pero, desafortunadamente, se puso serio enseguida.


– Me sorprendes, Sara -declaró él-. Puede que la idea de trabajar contigo no resulte tan desagradable como imaginé.

Sara se ruborizó ante el cumplido, a pesar de que intentó controlar su reacción. Quería mantener una sana, y segura, distancia profesional. Sin embargo, sabía que mantener las distancias no iba a resultar tan sencillo.

Estuvieron charlando un buen rato de cosas intranscendentes, como los temas musicales de jazz que había elegido el príncipe. Sara se dejó llevar por la música y se alegró de hacerlo, porque gracias a ello averiguó algo más sobre su paciente: que se sentía solo.

A pesar de su riqueza, de su fama y de su poder, el príncipe Damian se sentía solo. Y esa emoción había empeorado, sin lugar a dudas, desde que había perdido la visión.

– Dime una cosa. Si este fuera un día normal, ¿qué harías ahora?

– Nada -respondió él.

– ¿Nada?

– Normalmente ceno aquí. Me traen la comida y luego vuelven para llevarse los platos vacíos -respondió, encogiéndose de hombros-. Luego, me siento, oigo música y dejó pasar el tiempo. Sólo estoy esperando a recobrar la visión.

Ella frunció el ceño.

– ¿Esperas recobrarla de repente?

– Claro, por qué no. Las heridas que sufrí y mis costillas rotas mejoran día tras día. ¿Por qué no va a suceder lo mismo, entonces, con mis ojos?

– Porque es una situación totalmente distinta. Por lo que he leído sobre tu caso, no hay razón física que explique…

– Mira, ya te he dicho que el médico me ha dado esperanzas -la interrumpió-. Hasta podría tratarse de una simple reacción emocional ante el accidente. Pero sea como sea, me recuperaré.

Ella suspiró con suavidad y negó con la cabeza.

– Nadie podría negar que confías en ti mismo.

– Ese es el secreto del éxito: la confianza -declaró con una sonrisa-. Y mi vida consiste ahora en esperar. Es como si me encontrara en el limbo.

– Ya te he dicho lo que pienso sobre tu problema, pero debo insistir una vez más. Es muy posible que recobres la visión. Sin embargo, existe la posibilidad de que no la recobres nunca y deberías prepararte para ello.

El comentario de Sara le molestó.

– Prepárate tú si quieres. Yo no pienso hacer tal cosa.

Sara abrió la boca para decir algo, pero prefirió callar por el momento. Ya había avanzado bastante con él y no quería arriesgarse a perder la leve confianza conquistada.

Decidida a retomar su labor, siguió con la ronda de preguntas.

– ¿Puedes ir al cuarto de baño tú solo?

Damian arqueó una ceja.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Te estás presentando voluntaria para ayudarme?

– No, no. Sólo pretendo hacerme una idea lo más exacta posible de tu situación actual. Saber qué es lo que sabes y qué es lo que no puedes hacer.

– En ese caso, no te preocupes. En el cuarto de baño me las arreglo perfectamente.

– ¿Y cómo lo haces? ¿Cómo consigues llegar?

Damian apretó los labios, enfadado. -Caminando.

– Ya lo imagino. Pero, ¿cómo? -Cuento los pasos -respondió. Ella asintió.

– Magnífico. Eso es exactamente lo que se debe hacer. Ya veo que eres un hombre de recursos… Sin embargo, hay otras muchas posibilidades que deberías considerar. Los ciegos tienen muchas opciones en la actualidad – declaró la terapeuta.

– Me alegro por ellos.

– Tú eres uno de ellos, Damian.

– Pero no por mucho tiempo.

Sara lo miró con cierta irritación, aunque naturalmente, él no pudo notarlo. Los comentarios del príncipe le estaban empezando a molestar y se preguntó si no habría llegado el momento de darle una buena lección de realidad para conseguir que reaccionara.

– El informe del doctor Simpson indica que es posible que recobres la visión, pero también dice que…

– ¡Me prometieron que la recuperaría! – protestó, perdiendo la calma.

– No te prometieron nada -le recordó ella con suavidad-. Nadie puede prometerte algo así.

– Volveré a ver. Si no lo consigo antes del baile, lo conseguiré después.

Sara empezaba a pensar que la actitud de Damian no escondía confianza en sí mismo, sino simple obstinación.

– El médico te dijo que tienes un cincuenta por ciento de posibilidades de volver a ver. Eso significa que hay otro cincuenta por ciento que deberías considerar.

– No.

– Sí -insistió-. Tienes que afrontar la realidad.

– Si no recupero la vista, será por alguna razón. Y en tal caso, sólo tendrían que averiguar cuál es el problema para poder arreglarlo -razonó.

– Bueno, si existiera una solución de carácter quirúrgico, estoy segura de que el doctor Simpson te lo diría.

Sara se mordió el labio. La desesperación del príncipe Damian era tan evidente que optó por una aproximación más delicada.

– Hay gente que se pasa la vida esperando a que pase su barco, a recibir una herencia y a cosas por el estilo. Esperan y esperan y la vida pasa sin que hayan hecho lo que querían hacer -dijo.

Apenas había terminado de hablar cuando la propia Sara se dio cuenta de que lo estaba sermoneando. No era lo que pretendía, así que sacó su libreta de notas y comenzó a contarle todo lo que había previsto hacer con él.

Pero Damian no le estaba prestando demasiada atención, de manera que dejó la libreta a un lado.

– Muy bien, pasemos a algo práctico.

¿Podrías levantarte y caminar hasta la puerta de la suite?

– ¿Para qué?

– Para que pueda ver cómo te las arreglas.

– A mí también me gustaría ver ciertas cosas -observó él, con frialdad-, pero no puedo. Por lo visto, la vida tiene un extraño sentido del humor.

– Damian, tengo que evaluar los progresos que has hecho…

– No tienes que evaluar nada -espetó-. Limítate a enseñarme a usar el transmisor.

– Alteza…

– Deja las formalidades para otro momento. Me llamo Damian, no alteza.

Sara suspiró.

– Está bien, pero no estás cooperando nada conmigo.

Él se encogió de hombros.

– ¿Ya lo has notado?

– Comprendo que te sientas mal por lo que te ha sucedido, pero eso no te da derecho a ser grosero.

– ¿Grosero? ¿Crees que estoy siendo grosero contigo? -preguntó, sorprendido-. Bueno, ahora que lo pienso… Sí, tal vez tengas razón. Sin embargo, yo no lo llamaría grosería. Sé que puedo serlo mucho más.

– Oh, no lo dudo en absoluto. Seguro que eres un verdadero maestro en ese campo. A fin de cuentas no eres más que un principito acostumbrado a salirte con la tuya y dar órdenes a todo el mundo -comentó Sara, realmente enfadada con él-. Pues bien, yo no tengo por qué soportarlo. Tengo mis propias normas profesionales y acabo de decidir que no puedo hacer nada por ti. Es más: no quiero hacer nada por ti.

Sara se levantó y se dirigió rápidamente a la puerta. Pero cuando quiso abrirla, no pudo.

– ¿Qué diablos es esto? ¿Has cerrado la puerta?

– No -respondió él, mientras se levantaba del sofá-. Es que se queda atascada de vez en cuando.

El príncipe se aproximó a ella y llevó una mano al pomo. La puerta se abrió al segundo intento.

– Espera un momento, no te vayas todavía -continuó él-. Sé que me he estado comportando como un idiota y quiero que sepas que lo siento. Intentaré portarme mejor a partir de ahora.

Sara negó con la cabeza.

– No sé si podrás hacerlo. Estás muy enfadado y no eres capaz de controlarte a partir de cierto punto.

Damian intentó sonreír.

– Me esforzaré, Sara, lo prometo. Por favor…

Sara tomó aliento e intentó tranquilizarse un poco. Sabía que él estaba hablando en serio y que realmente iba a intentarlo, pero no estaba tan segura de que lo consiguiera.

– Esto sólo funcionará si te esfuerzas.

– Lo sé -dijo-. Y también sé que me he comportado de forma injusta al hacértelo pagar a ti. No volverá a suceder.

Sara lo miró y lo creyó. Al menos, creía que estaba hablando en serio al decir que intentaría portarse bien. Pero a pesar de ello, volvió a considerar la idea de abandonar el trabajo y marcharse de la mansión. Si se daba prisa, podía estar en casa de su hermana en menos de una hora.

Naturalmente, no se marchó. Era una profesional y estaba acostumbrada a las situaciones difíciles.

– ¿Te quedarás? -preguntó él con dulzura.

Ella asintió lentamente.

– Por supuesto -respondió-. Te veré por la mañana. ¿Te parece bien a las nueve en punto?

– Me parece perfecto.

Sara lo miró antes de marcharse y por un momento tuvo la impresión de que podía verla. La idea bastó para que se estremeciera.

– Buenas noches, Damian.

– Buenas noches, Sara.

En cuanto salió de las habitaciones del príncipe, se aferró a la barandilla de la escalera para tomar aire. Se había visto obligada a hacer un verdadero esfuerzo para mantener la calma con él y no salir huyendo a toda prisa.

Respiró a fondo y miró la hora. Ya eran las once de la noche, demasiado tarde para llamar a su hermana.

Sara se sintió culpable por no haberse dado cuenta antes. Quería saber cómo se encontraba, pero había dejado que aquel hombre imposible, aquel seductor, le hiciera perder el sentido del tiempo y de la realidad.

Y encima, a cambio de nada.


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