Capítulo Seis

Se había pasado la mayor parte de la mañana explicándole las distintas opciones que tenía en su estado, incluidos algunos programas informáticos diseñados para ciegos, y varios ejercicios básicos para moverse por la suite. Además, le había pedido que caminara por la habitación y que intentara identificar los distintos sonidos y guiarse con ellos.

Por supuesto, Damian no dejaba de hacer todo tipo de comentarios irónicos sobre la experiencia. Pero, por lo demás, no podía quejarse de su actitud.

Cuestión aparte era su propia reacción ante el príncipe. Al principio se había dicho que era lógico que se sintiera atraída por un hombre tan atractivo, pero no tardó en comprender que se trataba de algo más. Bajo su amargura y su dolor, había descubierto cosas que la estremecían, detalles que la acercaban a él.

Ahora, el mayor de sus problemas consistía en mantener la necesaria distancia profesional con un hombre por el que empezaba a sentir algo más que cariño.

Por esa razón, se sintió muy aliviada cuando Damian se marchó. Sara aprovechó para llamar de nuevo a su hermana y luego le pidió a Annie que le llevara el historial del príncipe para estudiarlo con más detenimiento. Aquella tarde debía reunirse con su supervisora para informarla sobre los progresos del paciente, y por la noche iba a cenar con otra terapeuta con la que había trabajado varias veces.

En cuanto al transmisor, todavía no había llegado; así que llamó al fabricante y le aseguraron que estaría en la mansión en una hora, pero la hora pasó y el envío seguía sin llegar.

Por lo visto, se vería obligada a dar la siguiente sesión sin el aparato de marras. Y lo malo del asunto era que se lo había prometido a Damian.

– Lo siento -le dijo, cuando se volvieron a encontrar-. El transmisor no ha llegado todavía, pero podemos trabajar con otras cosas.

– Trabajar, trabajar… -protestó-. Otra vez esa palabra.

Sara lo miró y se dijo que insistir con los ejercicios de la mañana tal vez no fuera una buena idea. Se le veía cansado y decidió optar por algo distinto.

– ¿Qué te parece si te leo algo? -preguntó, mientras recogía algunas revistas-. Veamos… aquí tenemos revistas sobre arqueología, ecología, e incluso arquitectura.

Damian eligió una y ella empezó a leer, aunque el príncipe no la estaba escuchando realmente. El sonido de su voz ocupaba toda su atención: provocaba en él una reacción similar a la del jazz. Se sentía como si fuera el único hombre el universo, como si de repente todo empezara a tener sentido. Más que una voz, era una cálida brisa de primavera.

– Un artículo interesante, ¿no te parece?

– Sí, muy interesante -dijo él, aunque no se había enterado de nada.

– ¿Quieres que lea otro?

– Sí, por favor, pero esta vez elígelo tú.

Sara decidió leerle una columna sobre los espejismos en el desierto de Arizona, tema que le pareció fascinante y que de hecho terminó de hechizar a Damian. Ahora, casi la podía imaginar físicamente. Y en su imaginación era una especie de ángel.

Incómodo con el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, Damian decidió interrumpirla.

– Estoy intentando verte mientras lees -le dijo-. Bueno, más bien imaginarte… ¿De qué color es tu pelo?

– ¿Mi pelo? -preguntó, echándoselo involuntariamente hacia atrás-. Es rubio claro.

– ¿En serio? -preguntó, inclinando la cabeza-. Había pensado que eras morena…

Ella sonrió y negó con la cabeza. Le sorprendía que Damian se estuviera comportando de forma tan dulce y amistosa. Por lo visto, la terapia surtía efecto.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Tal vez por la densidad de tu tono de voz. Me trae a la memoria la belleza del Mediterráneo, sus campos, sus olivos, sus noches…

Sara rió con suavidad.

– Te recuerdo que en el Mediterráneo también hay muchas rubias -observó-. Aunque supongo que mi aspecto es más escandinavo que otra cosa.

– ¿Y de qué color tienes los ojos?

– Azules.

Damian se detuvo un momento, como si estuviera considerando detenidamente la información. Al cabo de unos segundos, preguntó:

– ¿Eres guapa, Sara Joplin?

El pulso de Sara se aceleró.

– ¿Qué importancia tiene eso?

– Mucha. Hasta los ciegos reaccionan ante una mujer bella. Imagino que es algo que está en la naturaleza de los hombres -respondió el príncipe-. Pero seas como seas, yo creo que eres bella. Extremadamente bella, en realidad.

Sara se quedó sin aliento. No se sentía extremadamente bella en absoluto, pero eso carecía de importancia.

– Si te hace feliz creerlo… Pero te recuerdo que te has equivocado de pleno con el color de mi cabello.

Damian sonrió.

– Ah, sospecho que crees que soy un hombre superficial…

Sara rió.

– No necesitaba que me dieras pruebas nuevas para llegar a esa conclusión. Ya lo había hecho.

– Oh, vaya…

Damian simuló que el comentario de Sara lo había herido, pero rió de buena gana.

– ¿Es cierto que los ciegos tocan la cara de la gente para saber cómo son? -preguntó él.

Ella lo miró con atención. Sabía a dónde quería llegar y cada vez estaba más nerviosa.

– Sí, a veces.

– Yo nunca lo he hecho. Y supongo que debería aprenderlo, ¿no te parece? ¿Por qué no empezamos contigo?

Sara suspiró.

– Bueno, no sé si…

– Oh, vamos… -dijo, sonriendo-. No es para tanto. Eres mi profesora y necesito saber qué aspecto tienes.

Sara miró hacia la puerta y sintió la tentación de salir corriendo, pero sabía que habría sido una reacción ridícula y excesiva. Además, Damian tenía razón: no era para tanto. Era bastante habitual que sus pacientes tocaran su cara para conocerla un poco mejor.

Por desgracia, Damian no era como los demás. Sara tenía miedo de que pudiera verla, a su modo.

Respiró profundamente y se intentó convencer de que podía hacerlo.

– Está bien. Me acercaré a ti y me inclinaré para que puedas tocarme.

Mientras avanzaba hacia Damian, Sara sintió que las manos le sudaban. El príncipe era de rasgos clásicos y bellos, un hombre increíblemente atractivo sobre cuya frente caía un mechón de cabello oscuro. En cuanto a sus manos, le parecieron fuertes y delicadas al mismo tiempo.

Una vez más, sintió que no sería capaz de hacerlo.

Y una vez más, se repitió que se estaba comportando como una colegiala, que aquello no era nada importante.

– Bueno, vamos allá -se dijo, para animarse-. Yo te guiaré.

Sara lo tomó de la mano y la llevó a su rostro. Damian la tocó cuidadosamente, sin prisa, pasando por sus cejas, sus mejillas, sus orejas e incluso su boca. Fue algo tan excitante que ella tuvo que cerrar los ojos y contener la respiración.

– Eres más suave que tu voz -dijo él.

Ella abrió la boca para decir algo, pero no pudo.

– Y hueles a margaritas.

– Pero si las margaritas no huelen a nada…

– Da igual que no huelan a nada. En mi imaginación, ese olor está asociado a las margaritas.

Sara se sentía profundamente avergonzada.

Estaba haciendo lo posible por recordar que era su terapeuta, pero sus palabras y su contacto le provocaban un inmenso placer.

Entonces, la tomó de la nuca y la atrajo hacia él.

– Ven aquí. Quiero probar algo más.

Damian se limitó a apoyar la cabeza contra el cuello de Sara, pero la imaginación de la mujer se llenó de escenas eróticas. Imaginó cuerpos unidos, cuerpos desnudos, cabellos revueltos, respiraciones aceleradas, caricias sobre una suave piel.

Era algo maravilloso. Y tan intenso que se sintió dominada por el deseo.

– Eres un canalla -dijo ella entre risas nerviosas.

Damian sonrió y se apartó.

– Un canalla a tu servicio…

Sara regresó rápidamente a su silla y recogió sus materiales de enseñanza. Por suerte para ella, el príncipe no podía ver que le temblaban las manos.

– ¿Cómo has conseguido convertir una terapia en una sesión de caricias? -preguntó ella-. No, no me lo digas… Sencillamente, tienes que prometerme que no volverá a pasar.

– Oh, no me decepciones…

Damian parecía maravillosamente dolido por sus palabras, y Sara pensó que era tan audaz como encantador. Pero en cualquier caso, se repitió que debía ser más cautelosa en el futuro.

Lamentablemente, no estaba nada segura de conseguirlo. Damian era demasiado atractivo, demasiado seductor, demasiado sexy. Además, estaba utilizando todos sus recursos para flirtear con ella, algo que por sí mismo bastaba para que se sintiera dominada por la euforia.

Entonces, comenzó a pensar de otro modo.

Hasta ese momento, Sara se había repetido en reiteradas ocasiones que debía mantener las distancias con él. Pero ahora, por primera vez, se dijo que dejarse llevar podía ser una buena idea. Y se preguntó si Damian habría notado su rubor, el temblor de sus manos, la aceleración de su pulso, la respiración entrecortada y casi jadeante.

Desesperada, pensó que sería mejor que pusiera fin a aquella situación.

– A primera hora de la mañana, volveré a llamar al fabricante de los transmisores – declaró de repente-. Y si no los pueden enviar de inmediato, iré personalmente a recogerlos. Sé que quieres empezar a practicar cuanto antes para estar preparado para el baile.

– El baile… Ah, sí, claro. Ese es el objetivo -declaró él, sin ningún entusiasmo-. Pero debo advertirte que no es una simple gala. También será la fiesta de mi compromiso.

Sara se quedó helada y lo miró con incredulidad.

– ¿Cómo? ¿Tu compromiso?

– Sí.

Sara palideció de repente. No podía creer que el príncipe estuviera comprometido con otra mujer y que nadie se lo hubiera comentado. Se sentía profundamente humillada y deprimida, y ni siquiera sabía por qué.

– ¿Y quién es la afortunada mujer, si se puede saber? -preguntó, con tanta calma como pudo.

La situación era terrible para ella. Sabía que las relaciones sentimentales de Damian no eran asunto suyo, pero se sentía como si lo fueran.

– Se llama Joannie Waingarten. Es la hija del conocido industrial Bravus Waingarten. Supongo que habrás oído hablar de él…

– Sí, por supuesto. Si no recuerdo mal, estos días ha salido varias veces en televisión por…

– Por un posible fraude, es cierto, pero sé que saldrá de esta. Su madre es de Nabotavia y él es un sincero amigo de nuestra causa.

– Sí, por supuesto -repitió.

Sara lo miró e intentó decir algo, cualquier cosa. Pero no se le ocurrió nada mejor que huir.

– Bueno, tengo que marcharme -añadió.

– ¿Vas a dejarme solo otra vez?

Ella dudó.

– ¿No decías que te gustaba estar solo?

Él movió la cabeza en gesto negativo.

– No. En mi mundo ya hay bastante oscuridad.

Damian lo dijo sin ninguna autocompasión, como una simple constatación de su estado, pero Sara sintió una punzada en el corazón. Deseó abrazarlo, animarlo, darle calor. Deseó tomarlo allí mismo.

Después, se mordió un labio y se dijo que sería mejor que saliera de aquella habitación cuanto antes. Estaba perdiendo el control.

– Te veré mañana…

Sara salió a toda prisa y sólo se detuvo al llegar a la escalera.

– Esto no volverá a pasar -se prometió en voz alta-. No volverá a pasar nunca más.

Damian permaneció sentado, todavía sorpendido por su encuentro con Sara. No sabía qué había pasado exactamente entre ellos, pero resultaba evidente que había pasado algo.

Hacía tiempo que ninguna mujer se derretía de ese modo entre sus brazos. Sabía que su condición de príncipe era razón más que suficiente para que algunos miembros del sexo opuesto se sintieran irremisiblemente atraídos por él, cuestión que nunca le había preocupado. Pero Sara no era igual. Había notado su excitación, y sin embargo, se había alejado de él.

Se le estaba resistiendo y empezaba a sentir fascinación por ella, aunque seguía pensando que se trataba de una respuesta física bastante lógica: al fin y al cabo, no se acostaba con nadie desde hacía meses.

Pero en aquel momento tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Para empezar, estaban sus sospechas sobre el accidente.

Todavía no le había contado a nadie lo que pensaba, y al parecer, nadie parecía compartirlo; pero la certidumbre crecía día a día en su interior. Alguien había preparado el accidente. Sabía que la lancha se encontraba en perfecto estado y que no habría reaccionado de aquel modo, al tomar la curva, de no intervenir la palabra sabotaje.

No cabía otra respuesta. O sí.

Damian pensó que tal vez estuviera reaccionando de forma paranoide y exagerada. No habría sido extraño en su situación, dado que de repente había perdido la vista y no era más que un ciego, sentado en la oscuridad, que se sentía impotente, solo e indefenso.

Harto de todo aquello, se preguntó si se había convertido en una víctima. Pero no quería serlo. Odiaba serlo.

Y sin embargo, sentado allí, solo, lo era.

– Hoy va a ser diferente.

Sara se miró al espejo e intentó convencerse de sus palabras. Estaba decidida a concentrarse en el trabajo, olvidar lo sucedido y demostrarse que no se había enamorado del príncipe, que no se había dejado llevar por el deseo y que no le importaba que estuviera comprometido con otra mujer.

Por un momento, consideró la posibilidad de que Damian se hubiera inventado lo del compromiso para alejarla de él. Pero enseguida desestimó la idea; no se lo había contado porque quisiera alejarla, sino porque le daba igual que lo supiera. Además, sabía que no podía hacerse ilusiones con él. En el mejor de los casos, sólo podrían mantener una relación rápida y sexual.

Tomó aliento, abrió la puerta y salió al pasillo. Ahora estaba enfadada con Damian, y prefería el enfado que el deseo.

Una vez más, se topó con el duque y con el conde Boris en la sala donde servían el desayuno. Se sentaron juntos y charlaron un rato de cosas sin importancia, hasta que el primero dijo:

– Tengo una sorpresa.

– ¿Una sorpresa? ¿Qué es? El duque sonrió.

– Si te lo dijera, no sería una sorpresa, ¿no te parece?

Ella se mordió el labio inferior para ocultar su sonrisa.

– No, claro, supongo que no…

– Te has levantado muy pronto esta mañana -intervino el conde-. Eso significa que la duquesa se ha marchado…

– Sí -dijo el duque, sonriendo-. La princesa y ella se han marchado a un delicado salón de té en Dunkirk o algo así. Dudo que regresen hasta primera hora de la tarde.

Annie apareció entonces con un paquete para el duque. Se lo dio, y acto seguido, declaró:

– La princesa y la duquesa se encuentran en el salón de té de las Damas de Nabotavia, en Downey. Dijeron que estarían de vuelta a las tres en punto, como muy tarde.

– Muchas gracias, Annie, seguro que tienes razón -dijo el duque, con mirada pícara – Que Dios te bendiga.

El duque se inclinó hacia sus dos acompañantes y declaró, con tono conspiratorio:

– Annie me ha preparado una comida especial que llevará a mi laboratorio: eso es lo que contiene este paquete. Pero espero que el asunto quede entre nosotros y que sepáis guardar un secreto.

Boris arqueó una aristocrática ceja.

– Qué cosas tienes: por supuesto que sí. ¿Verdad, Sara? Lo que la duquesa no sepa…

Sara asintió y pensó que la situación era absurda. Estaba segura de haber leído alguna escena similar en una obra de teatro; pero en esta ocasión no se trataba de literatura sino de la vida real, de un mundo del que ella formaba parte.

Pero había llegado el momento de marcharse. Damian la estaba esperando.

– Si me perdonáis, tengo que hacer unas cuantas llamadas telefónicas antes de ver al príncipe.

– Por supuesto, márchate cuando quieras.

– Ah, por cierto -dijo el duque, cuando ella ya estaba a punto de salir-. Dile a Damian que su primo Sheridan llegó anoche. Estoy seguro de que se alegrarán mucho al verse. Siempre fueron grandes amigos.

Sara sonrió y dijo:

– Lo haré.

Damian oyó los pasos en el corredor. Para entonces ya sabía que se trataba de Sara, aunque en realidad, no sabía por qué.

En cualquier caso, el hecho de percibir detalles tan pequeños como ese hizo que se sintiera de muy buen humor.

– Hola -dijo ella.

– Buenos días. Llegas tarde.

– He tenido que hacer varias llamadas – suspiró -. Esos malditos transmisores… Dicen que se han quedado sin existencias del tipo que necesitamos y que no las recibirán, al menos, hasta esta tarde.

El buen humor de Damián comenzó a declinar.

– Tendremos que insistir…

– Si no llegan hoy mismo, llamaré a otra compañía.

El príncipe asintió, aunque la impaciencia lo estaba devorando por dentro. En los viejos tiempos, antes de perder la vista, tenía por costumbre salir a correr cuando estaba tenso. Ahora no podía hacerlo, de manera que se dijo que tendría que encontrar otra forma de liberar tensión.

– ¿Qué has planeado para hoy? -preguntó él, intentando pensar en otra cosa.

– En primer lugar, quiero revisar varias cosas contigo. Anoche hablé con el doctor Simpson y charlé con otros terapeutas sobre tu caso. Todos tienen cosas interesantes que decir, así que me dije que seguramente te gustaría oírlas.

Sara tomó asiento y le contó, con gesto imperturbable, todo lo que le habían dicho sus colegas de profesión. A Damián no le importaba en absoluto. Sólo quería que estuviera a su lado.

Al cabo de un buen rato, decidió interrumpir su discurso.

– Sara, todas esas personas son expertas en ceguera; pero a menos que ellos mismos se hayan quedado ciegos, no podrían entender realmente lo que se siente -observó-. Te confesaré que sus teorías no me interesan. Pero haré algo mejor que eso: te contaré lo que se siente.

Damián se detuvo unos segundos antes de seguir hablando.

– Me siento tan solo en esta oscuridad que a veces creo que me voy a volver loco; pero aún peor que la soledad, es la pérdida de la confianza. No podrías imaginar lo que es eso. El mundo entero se convierte en un lugar enemigo, desconocido, preocupante. Y por si fuera poco, tienes que aguantar los comentarios de los demás… ¿Sabes lo mucho que me molesta que se rían de mí?

– Nadie se ríe de ti.

El príncipe desestimó su comentario y a Sara no le sorprendió: lo había dicho con total sinceridad, pero no era lo más apropiado para aquella situación.

Creía saber lo que iba a contarle. Le iba a decir que él era un príncipe, un miembro de una Casa Real, y que estaba acostumbrado al poder, a la arrogancia, a sentir cierta superioridad hacia los demás. Y que naturalmente, se sentía muy mal al suponer que las personas que lo rodeaban, sobre todo las de rango social inferior, pudieran reírse a su costa.

Pero Damián no dijo nada parecido.

– Mira, Sara, quiero librarme de la ceguera tan pronto como sea posible. Aún no hemos hablado de posibles soluciones médicas. ¿Conoces, o conocen tus amigos, algún remedio? Tomaría lo que sea, estaría dispuesto a hacer lo que fuera… Sólo quiero librarme de esto.

Sara notó su desesperación y la pasión contenida en sus palabras. Sin embargo, no podía mentirle.

– Me temo que no hay ninguna solución mágica, Damián. No podemos hacer nada salvo intentar mejorar tu respuesta.

Sara estuvo a punto de disculparse, pero no lo hizo. Seguía empeñada en mantener la distancia profesional con su paciente, a pesar de lo mucho que le gustaba.

Damián se quedó allí, sentado, sin hacer nada. Era como un animal salvaje al que hubieran herido y que no supiera cómo reaccionar. Y ella se emocionó tanto al contemplar su expresión que en ese mismo instante decidió que haría algo, lo que fuese, para ayudarlo.

Se levantó, se sentó en el sofá a su lado y lo tomó de una mano.

– Lo siento, Damián. Sé que sentarte a esperar debe de ser una sensación insoportable, que quieres actuar. Estás acostumbrado a ello: cuando no te gustan tus circunstancias, las cambias. Pero esto es distinto. Se necesita tiempo.

– Tiempo -repitió él.

Damián alzó una mano y la acarició en la cara.

De repente, todos los sentidos de Sara se despertaron. Su corazón comenzó a latir más deprisa y deseó besarlo, con todas sus fuerzas, al contemplar aquellos labios firmes, duros, definidos.

Aquello era totalmente nuevo para ella. Nunca había sentido nada parecido por un hombre. Por supuesto, había salido con muchos chicos en su adolescencia y en la universidad, pero nunca había encontrado a nadie que la volviera loca de aquel modo.

Damián era distinto.

– Sara… -dijo él, con voz seductora.

– No.

Sara pronunció el monosílabo antes incluso de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía que poner punto y final a aquella situación. Era una profesional. No podía traicionar su código deontológico.

– Eres como un niño que cree que puede librarse del examen por el procedimiento de distraer a su profesora -declaró ella-, pero te advierto que no va a funcionar. Haremos esos ejercicios te guste o no.

Damián sonrió.

– Está bien, mujer dura… Enséñame lo que quieras.

Sara se sintió muy aliviada. No sabía cómo habría reaccionado si él hubiera insistido en su ejercicio de seducción, pero fuera como fuera, Damián necesitaba ayuda y estaba dispuesta a dársela.

Estuvieron trabajando un buen rato y el príncipe se mostró muy comunicativo y decidido a trabajar. Pero a pesar de ello, Sara se encontraba exhausta al final de la sesión.

En determinado momento, se detuvo y lo miró.

Aquello estaba resultando mucho más difícil de lo que había esperado y seguía sin saber por qué. Había solucionado muchas situaciones bastante más complicadas.

Y sin embargo, aquella se le resistía.

De haberse tratado de cualquier otra persona, ya habría encontrado la forma de acceder a su corazón y de convencerla para que se entregara a la terapia en cuerpo y alma. Pero con Damián, se sentía insegura.

Sara sabía que se estaba engañando. Por muchas veces que se repitiera aquellos argumentos, por mucho que insistiera en decirse que no sabía lo que estaba pasando, lo sabía perfectamente. Se sentía atraída por él. Ya no podía negarlo. Podía hacerse todos los votos y todas las promesas que quisiera, pero ni siquiera podía prever lo que podía suceder al segundo siguiente si se acercaba demasiado.

La pregunta del millón, entonces, era si debía admitir su derrota y salir corriendo.

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