CAPÍTULO 08

El hecho de que Eileen no apareciera en la cena fue atribuido a lo fatigada que estaba de tanto pintar. El resto de la familia cenó a las seis de la tarde, hora que Elizabeth consideró excesivamente temprana, aunque a los demás no pareció resultarles nada extraño.

Amanda, considerando tal vez que dos médicos congeniarían perfectamente, había colocado a Carlsen Shepherd al lado del doctor Chandler. No obstante, el monólogo de su marido sobre medicina colonial resultó muy poco apropiado para avivar la conversación.

– ¿Tú qué crees que le pasa? -susurró Elizabeth a Geoffrey.

– No lo sé. Cuando he llamado a su puerta me ha gritado que me largara. Supongo que dejará entrar a Satisky, aunque al parecer él no soporta a las damiselas histéricas, a pesar de estar comprometido con una.

Satisky estaba cortando la carne con gran concentración. Sus movimientos eran lentos y comedidos, como si tratase de pasar lo más inadvertido posible.

– Parece un buen tipo. Me refiero al doctor Shepherd -dijo Elizabeth.

Geoffrey seguía observando a Satisky.

– Además, Geoffrey, fue ella quien le invitó.

– A lo mejor mamá tiene razón en eso de los nervios de antes de la boda.

Aunque no le habían invitado a cenar, Alban había telefoneado para decir que se pasaría más tarde. Elizabeth esperaba poder hablar con él. Quizás él entendiera qué sucedía.

Amanda había abandonado su papel de efusiva anfitriona sureña; se pasó casi toda la cena conversando en voz baja con el abuelo. Apenas comió y se retiró muy pronto, alegando que tenía dolor de cabeza.

Elizabeth, incapaz de soportar la tensión por más tiempo, se levantó de la mesa poco después de que lo hiciera Amanda y subió al dormitorio de Eileen. La puerta estaba cerrada con llave.

– ¿Eileen? -dijo llamando suavemente-. Soy Elizabeth.

Como dentro no se oía el menor ruido, Elizabeth decidió marcharse a su habitación. Del espejo de la pared tan sólo quedaba el marco torcido, pues Mildred se había apresurado a recoger discretamente el cristal hecho añicos. Elizabeth se preguntó por qué Eileen lo habría roto: ¿había sido una elección deliberada, o sencillamente había arremetido contra lo primero que vio?

– ¿Elizabeth?

Eileen asomó la cabeza por la puerta entornada y contempló a su prima con una expresión lastimera.

– He venido a ver si estabas bien -dijo Elizabeth.

Los ojos de Eileen se llenaron de lágrimas. Miró angustiada hacia las escaleras como si temiese que alguien la viera, y con un gesto impaciente indicó a Elizabeth que entrara en el cuarto. Una vez dentro, Eileen se sentó en la cama y se abrazó a un osito de peluche amarillo, apoyando la barbilla en su cabeza. Elizabeth ocupó la silla del tocador.

– Todos están muy preocupados por ti -dijo tratando de adoptar un tono amable.

– ¡Claro que lo están! ¡Ya sé lo que estarán pensando! -Le temblaba la voz.

«Dios mío -pensó Elizabeth-. Si la vuelvo a poner histérica, tía Amanda me matará.»

– Es normal que estés nerviosa faltando sólo una semana para la boda -dijo para tranquilizarla-. Además, aparte de todos los preparativos, estás pintando el cuadro. Ya sé lo estresante que resulta tener que acabar algo en un determinado plazo de tiempo. Estás agotada, ¿verdad?

Eileen se quedó pensativa.

– El cuadro. Sí, la verdad es que ha sido extenuante.

– Pues claro -exclamó Elizabeth efusivamente. Eileen parecía más tranquila. Había dejado el osito sobre la cama y miraba a su prima con expresión de alivio.

«Debería haber estudiado psicología», pensó Elizabeth con satisfacción.

– Sabes, Eileen, estoy segura de que Michael comprendería que dejases el cuadro para después de la boda.

– No. Ya casi está acabado. Estoy bien, de verdad. Tienes razón. Sólo estaba cansada.

– En realidad no te molesta que esté aquí el doctor Shepherd, ¿verdad? -preguntó Elizabeth poco convencida. Aunque había logrado calmar a Eileen, seguía pensando que romper un espejo y tener un ataque de histeria eran reacciones desproporcionadas, incluso para una novia nerviosa.

– No, claro que no. El doctor Shepherd es muy amable. Mañana le pediré perdón.

– Mira, Eileen, sé que estás preocupada por algo. ¿Por qué no me dices qué te pasa?

– No lo entenderías.

– ¿El qué? ¿El hecho de que estés preocupada? Te aseguro que sí. ¿Te das cuenta de que acabo de terminar la universidad y no tengo ni idea de lo que voy a hacer a continuación?

– Ah -dijo Eileen con un hilo de voz.

– Ya sé que tendría que haberlo pensado antes, pero es que estaba más o menos comprometida con un estudiante de arquitectura llamado Austin. ¿Te he hablado de él alguna vez?

Eileen hizo un gesto de negación con la cabeza.

«Bien -pensó Elizabeth-. He conseguido que me preste atención.»

Comenzó a hablarle de Austin y, al ver que Eileen sonreía, le contó el incidente del estanque con todo hijo de detalles. Le describió a Austin saliendo del agua empapado hasta los huesos y cubierto de algas.

– Y le dije que si se quedaba ahí dentro el tiempo suficiente, ¡hasta podría tener un cocodrilo de verdad en el pecho! -Las dos se echaron a reír-. ¡Tendrías que haberlo visto! Ojalá tuviese una foto.

De pronto Eileen dejó de sonreír.

– Elizabeth, no me encuentro muy bien. Creo que necesito estar sola.

– Bueno… como quieras, Eileen.

«¿Qué habré hecho ahora?», se preguntó Elizabeth mientras cerraba la puerta. Cada vez resultaba todo más extraño.

Como era demasiado temprano para irse a la cama, bajó a ver si Alban había llegado, o si Geoffrey estaba haciendo alguna de las suyas. Oyó voces procedentes de la biblioteca y, esperando que fuese alguno de los dos, abrió la puerta y asomó la cabeza.

Alban y Carlsen Shepherd se hallaban sentados a una mesa llena de papeles. Shepherd tomaba notas frenéticamente en un pequeño bloc mientras Alban decía:

– Desde hace unos cuatro años soy Luis de Baviera, y en general…

– ¡Oh, disculpen! -dijo Elizabeth bruscamente-. Ya me voy.

Shepherd alzó la mirada y sonrió.

– No, tranquila. Pasa. No es nada importante. Puedes quedarte.

Elizabeth trató de sacar algo en claro. Si Alban era Luis de Baviera, ¿qué debía hacer ella? ¿Quedarse a escuchar toda la historia o salir corriendo? Y además, ¿por qué iba a estarle permitido asistir a una consulta médica?

– Pero ¿qué hay de las normas de psiquiatría sobre el carácter confidencial de las sesiones? -tartamudeó. Era imposible que la dejaran oír las declaraciones de Alban como supuesta reencarnación del rey Luis.

Ambos se la quedaron mirando, tratando de asimilar la pregunta. De repente a Shepherd se le iluminó la cara y soltó una fuerte carcajada.

– ¿El carácter confidencial de las sesiones? ¡Bueno, ahora ya sabe lo que piensa de usted su familia, Cobb!

Alban esbozó una amplia sonrisa.

– Creo que esta mañana la he dejado un poco preocupada al mencionarle la reencarnación.

– ¿Queréis hacer el favor de decirme qué está pasando aquí? -preguntó Elizabeth con impaciencia, harta de que se rieran de ella.

Ambos intercambiaron una sonrisa satisfecha.

– Estábamos hablando de un juego de guerra, mi querida prima -replicó Alban-. Se llama Diplomacia. ¿Lo conoces?

– Sólo en relación con Camp David. ¿Estáis jugando a un juego? ¡Pero si os acabáis de conocer! -Podría haberse imaginado que se trataba de otra de las locas aficiones de la familia. Pensándolo bien, no le sorprendió lo más mínimo que Shepherd lo conociese.

– De hecho, cada uno ha estado jugando a un juego diferente, incluso a una guerra diferente, porque el juego de Alban es una variante prusiana, pero aún nos queda mucho de qué hablar -dijo Shepherd alegremente-. Es muy emocionante. ¿Ves? Estos pequeños cubos son ejércitos…

Elizabeth sacudió la cabeza.

– Gracias, pero prefiero una prórroga.

– A lo mejor podemos encontrar una variante jacobita -sugirió Alban con una leve sonrisa. Al ver la mirada de asombro de Shepherd, explicó-: La única guerra que interesa a Elizabeth es el levantamiento de 1745, en Escocia.

Volvieron a hablar de los aspectos técnicos del juego, y Elizabeth se marchó en busca de Geoffrey. Le encontró en el estudio de Amanda, leyendo el periódico.

– Hola -le dijo, y se sentó a su lado en el sofá-. Estoy aburrida. ¿Alguna noticia interesante?

– ¡Por supuesto que no! -respondió en tono escandalizado-. Este es el periódico local, así que no contiene ninguna noticia. Sólo lo leemos para ver a quién han detenido.

– Entonces no hace falta que me lo dejes.

Geoffrey asintió con la cabeza, pasando la página con aire ausente.

Elizabeth lo volvió a intentar.

– Chandler Grove no es un lugar muy interesante, ¿verdad?

– Aunque te equivoques de número de teléfono, puedes ponerte a hablar con quien sea -dijo Geoffrey sin levantar la vista.

– No hay absolutamente nada que hacer. Alban y el doctor Shepherd están en la biblioteca… ¡jugando con cubos!

Geoffrey alzó la mirada y arqueó una ceja.

– ¿Ah, sí?

– ¿Has hablado con Eileen? -preguntó Elizabeth.

Geoffrey dejó el periódico sobre la mesita de pino.

– He llamado a su puerta después de cenar pero, como no contestaba, he pedido a Mildred que le subiese una bandeja. Si no tiene hambre, al menos podrá arrojarla contra la pared, lo cual le calmará los nervios considerablemente.

Elizabeth le miró con aire pensativo.

– ¿Sabes? Es posible que seas una persona encantadora -dijo, como si no se le hubiese ocurrido antes.

– ¿Cómo te atreves a pensar una cosa así? -resopló él-. No, mi querida prima. Ser encantador sólo cuenta cuando estás con una persona que no te cae bien, según creo recordar de mis clases de catequesis.

– ¿Estás muy preocupado por ella? -dijo Elizabeth preguntándose si podía confiar en él.

– Me parece muy impertinente que me lo preguntes, puesto que tú no lo estás -replicó Geoffrey.

– ¡Claro que lo estoy! He subido a verla nada más cenar. Y… a mí me ha dejado entrar -añadió en tono triunfal.

– ¿Está bien?

– Creo que sí. Dice que está muy cansada, y que pintar es agotador. Le he dicho que lo deje, pero no quiere.

– Claro que no. Eso no es más que una excusa. A Eileen le encanta pintar. Si no estuviese haciendo ese maldito cuadro, no saldría nunca de casa ni se alejaría de mamá.

Elizabeth asintió con la cabeza.

– Bueno, sólo queda una semana. Mientras sea consciente de que todo habrá terminado dentro de unos días…

– Se recuperará. Creo que Satisky le vendrá muy bien porque, siendo tan chupóptero como una esponja, dudo que le haga daño. Con una posible excepción, claro está.

– ¿Cuál?

– Que una esponja asustada puede ser mortal.

– Vamos, Geoffrey, no seas tan catastrofista. Estamos diciendo tonterías. -Elizabeth se estremeció. Deseaba oír palabras reconfortantes-. La boda será todo un éxito, a pesar de los nervios que estamos pasando ahora, y después todo dependerá de Eileen y de Michael. Dejémoslo así, ¿vale?

– Supongo que tienes razón -convino Geoffrey de mala gana-. Somos una familia muy nerviosa. Debe de ser el dinero.

– ¿Te refieres a la herencia de tía abuela Augusta?

– No, al dinero en general. Al hecho de tenerlo. Quien tiene dinero se busca otras preocupaciones. ¿Te has fijado en que los personajes de los culebrones nunca hablan de desempleo ni de cómo pagar el coche? Todos tienen puesta la cabeza en asuntos más elevados… como el adulterio o la drogadicción.

Elizabeth se puso a reír.

– ¿Y qué preocupaciones tiene esta familia?

Geoffrey reflexionó un momento.

– Bueno, en lo que a mí respecta, vivo con temor constante al hastío, aunque hasta ahora lo llevo bastante bien. Sí, Elizabeth, ya sé que tú te aburres aquí, pero yo no… tal vez por lo mucho que disfruto de mi propia compañía.

– Nunca hablas en serio -suspiró Elizabeth.

– Todo lo contrario. Siempre hablo en serio. Hace tiempo que aprendí que si dices la verdad con la mayor naturalidad posible, nadie te cree.

– A veces Bill también lo hace -dijo ella pensativa.

– Sí, pero en su caso es una afición, mientras que en el mío es un arte.

– No hay duda de que es menos «artista» que tú, si te refieres a eso -dijo Elizabeth con un sospechoso toque de ironía en la voz.

– Sí, pero no es ni la mitad de interesante que yo. Facultad de derecho. ¡Imagínate!

– Bill puede ser muy interesante. ¡Si supieras cómo es su nuevo compañero de piso! Estudia arqueología y se trae huesos a casa que va dejando por todas partes. Tengo muchas ganas de conocerle.

Geoffrey la miró con gran seriedad.

– ¿Por qué?

– Porque… bueno… ¡tú ya me entiendes! En fin, el hecho de que Bill no sea tan excéntrico como el resto de la familia no significa que sea soso. Por lo menos sabe lo que quiere hacer, que es más de lo que yo puedo decir.

– ¿No lo sabes? Cuando me dijiste que te habías licenciado en sociología, supuse que estabas en el mercado matrimonial.

Elizabeth se echó a reír.

– No parece haber mucha demanda para este producto. En fin, supongo que sí que estaba en el mercado matrimonial, como dices tú, pero mi romance universitario terminó esta primavera, y…

Geoffrey la interrumpió alzando una mano.

– ¡No me lo digas! Ahórrame todos los angustiosos detalles. Te ruego que lleves la espada en el corazón y seas valiente.

Elizabeth estaba tratando de hallar una respuesta lo suficientemente ingeniosa cuando de pronto apareció Satisky con cara de disculpa.

– La biblioteca está ocupada y he pensado…

– Esos dos no tardarán en marcharse -dijo Geoffrey poniéndose en pie-. Creo que voy a verles. Puede que necesiten un árbitro. Con los bárbaros, nunca se sabe. ¿Te vienes, Elizabeth? Podrías hacer de animadora, ponerte a gritar para pedir que corra la sangre y ese tipo de cosas.

– No, gracias, Geoffrey.

– Pues me voy.

– Eso, vete -murmuró Satisky en cuanto se hubo marchado su tormento. Entonces se dejó caer en el sillón con aire abatido.

– ¿Qué tal te ha ido en la biblioteca? -preguntó Elizabeth cortésmente.

– Ah, ha sido agradable. Al menos he estado muy entretenido mientras Eileen estaba fuera pintando.

– ¿La has visto esta tarde? -preguntó Elizabeth en un tono deliberadamente neutro.

– No, y ni siquiera sé qué le pasa. Pero no tiene nada que ver conmigo. He oído que nada más ver al doctor Shepherd, se ha vuelto lo… digo… Bueno, ya sabes.

– Sí. Se la ve nerviosa. Creo que se está esforzando demasiado en terminar ese cuadro. ¿Cuánto le queda?

– ¡No lo sé! A mí tampoco me deja verlo, aunque no es que me…

Satisky se detuvo en seco y no dijo «importe». Si la prima se chivaba, le podría traer problemas. Aunque Elizabeth parecía una chica muy agradable, le daba la sensación de que era muy sarcástica, y no le gustaban ese tipo de mujeres porque tendían a utilizar el ridículo como arma en las discusiones. Prefería mil veces las lágrimas, así podía secarlas y perdonarlas como un hombre, y salirse con la suya de todas formas. Si bien Elizabeth y Eileen tenían cierto parecido físico, eran completamente distintas de temperamento. Eileen era más dulce, más suave. Parecía una fotografía de Elizabeth tomada con una cámara desenfocada. Cuando Michael no la tenía delante, le costaba imaginar sus rasgos, tan sólo recordaba un agradable rostro difuso de color beige. Su prima, en cambio, poseía una fuerte personalidad. Michael se preguntó si lo estaría interrogando.

– He estado pensando que tal vez tú podrías decirle que no trabaje tanto -dijo Elizabeth-. Creo que la presión de intentar terminar la está trastornando. Podrías decirle que no te importa si no acaba el cuadro a tiempo.

– Sí, claro.

– Tú también debes de estar nervioso en medio de todos estos desconocidos. ¿Va a venir a la boda tu familia?

– No.

Satisky prefería responder con monosílabos cuando le preguntaban por su familia pero, cuando se hacía el silencio, siempre acababa contando que sus padres se divorciaron cuando tenía ocho años y que se crió con su abuela, que había muerto dos años atrás. Había perdido el contacto con su padre, y su madre, que se había vuelto a casar y vivía en la Costa Oeste, no vendría a la boda.

Explicó a Elizabeth toda la historia de carrerilla, esperando que no se pusiera empalagosa y comenzase a preguntarle sobre su infancia. No le gustaba hablar del tema, aunque había logrado sobrevivir y ahora las cosas le iban bastante bien. La única consecuencia de todo aquello era lo distante que se sentía de los demás, a raíz de tantos años de soledad durante la infancia. De pequeño pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, lo cual resultó muy positivo a la larga, pues le proporcionó una buena base a la hora de estudiar literatura inglesa. Sin embargo, al mismo tiempo se volvió muy inseguro en el trato con personas reales, nunca sabía qué decir cuando la conversación no resultaba previsible, y se sentía incómodo con cualquiera que no surgiera de las páginas de un libro, preferentemente de una edición del siglo diecinueve. Quizá por ello había podido enamorarse de Eileen: porque ella no era del todo real.

Elizabeth le escuchaba con interés, aunque sin mostrar el menor asomo de compasión.

– ¿Cómo conociste a Eileen? -le preguntó.

Michael le habló del seminario sobre Milton, explicándole que Eileen le había parecido tan despistada y perdida como… como Lycidas. Era tan tímida y asustadiza que le hacía olvidar su propia ansiedad en público. En comparación se sentía muy seguro de sí mismo, hasta tal punto que ni siquiera le preocupaba ya pronunciar mal un nombre cuando hablaba de literatura. Como todos aquellos que leen más de lo que conversan, Satisky pronunciaba los nombres a su manera hasta tener ocasión de mencionarlos en una conversación. Eso le supuso más de una situación embarazosa en la universidad, como cuando dijo «Frud» o «Goez» por primera vez, provocando las risas de sus compañeros. Pero se guardó mucho de explicar todo esto a Elizabeth. Ni siquiera se lo había confesado a Eileen. ¿Cómo iba a confiar en él si sabía lo inseguro que era?

Satisky comenzó a dar suaves golpecitos con el puño en el brazo del sillón.

– Puede que le haya metido demasiada prisa -dijo-. Tal vez aún no esté preparada… o no esté segura del todo. Tal vez le contó al doctor Shepherd lo que piensa realmente de este matrimonio, y teme que él se vaya de la lengua.

Le habló a Elizabeth de la chica dulce y dependiente de la que se había enamorado, y de sus fantasías acerca de rescatarla de los dragones. Pero más tarde descubrió que era una millonaria problemática, algo que no se esperaba en absoluto.

– Y aunque quiero casarme con ella, creo, me da miedo preguntarme por qué. Me asusta que sea por dinero. ¡Pero es que es tanto dinero! No me gusta cómo me está afectando, cómo me estoy volviendo.

– ¿Has intentado hablar de esto con Eileen? Satisky se escandalizó.

– ¡Claro que no! Le dolería muchísimo hasta el hecho de que se me pasara por la cabeza lo del dinero, en lugar de pensar exclusivamente en ella. Ya sabes… Su pasado. Imagínate que se suicida por mi culpa. No podría vivir con eso.

Uno de los problemas a la hora de escuchar las preocupaciones ajenas es lo difícil que resulta hallar las palabras adecuadas para consolar al otro. Por un momento, Elizabeth estuvo a punto de decirle que todo saldría bien, pero la posibilidad de que así fuera era bastante remota. Si realmente estaba tan poco seguro de sus sentimientos, lo mejor sería suspender la boda, aunque a la vez, Elizabeth comprendía que estuviese tan asustado. Eileen no estaba en condiciones de recibir un golpe de tal magnitud. Sin embargo, Elizabeth no tenía intención de darle ningún consejo al respecto, pues no estaba dispuesta a compartir su sentimiento de culpabilidad. De hecho lamentaba que la hubiese escogido a ella como confidente. Una cosa estaba clara: más valía que cambiasen de tema antes de que alguien pasara por allí y se detuviera a escuchar detrás de la puerta. ¡Menuda se armaría si creyesen que estaba haciendo dudar a Satisky! La acusarían de tratar de robarle el novio a su prima, o de querer aumentar sus probabilidades de quedarse con la herencia, o de ambas cosas a la vez. Y ya se imaginaba la reacción de Amanda…

– No deberíamos estar hablando de esto -le susurró a Satisky-. ¡No vuelvas a pensar en ello! ¡Olvídalo!

Загрузка...