CAPÍTULO 03

– ¿Qué tal van las invitaciones, Elizabeth? -preguntó Amanda colocando un cenicero de plata junto al montón de regalos.

– Ya voy por la ese. Carlsen Shepherd.

– Sí, el doctor Shepherd. No te olvides de poner «Doctor» en la invitación. Es el psicoanalista de Eileen, y va a venir a visitarla antes de la boda.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo es?

– Todavía no le conocemos. Creo que tiene algo que ver con la universidad. Eileen le consultó por su cuenta, así que estamos impacientes por conocerle, aunque me temo que nuestra relación con él no durará mucho tiempo. La psiquiatra de Eileen, Nancy Kimble, se ha marchado a Viena por un año. Me habría encantado que viniese a la boda. Le ha regalado unas servilletas de lino preciosas.

– Kimble… -murmuró Elizabeth repasando la lista de direcciones-. Tía Amanda, la doctora Kimble no aparece en la lista. ¿Pensabas mandarle una invitación?

– Es que ya se la mandamos, querida, hace varias semanas. Tu familia debió de recibirla más o menos al mismo tiempo. Primero envié las más importantes. Éstas son las de última hora, como las amigas de Eileen del colegio y algunas personas que Michael quería invitar.

– ¿Cuánta gente crees que vendrá? -preguntó Elizabeth tras decidir no hacer ningún comentario al respecto.

– No creo que lleguen a los cien. Naturalmente, vendrán casi todos nuestros amigos del club de campo, pero no creo que acuda nadie de fuera de la ciudad. Es una lástima que Bill no pueda venir.

– Sí, sí que lo es -repuso Elizabeth tranquilamente.

– Supongo que lo de la convención de vendedores de tu padre es inevitable, aunque creo que Margaret podría haberle dejado ir solo por una vez. Pero ya nos las arreglaremos, ¿verdad? Además, Louisa va a ser de gran ayuda al encargarse de las flores. Es la estrella del club de jardinería. ¿Has visto sus rosas?

Elizabeth negó con la cabeza.

– Bueno, va a traer unas cuantas esta noche para el centro de mesa. Por cierto, va a venir a cenar con Alban. Enseguida dejaremos esto para que puedas subir a cambiarte. Yo también necesito arreglarme un poco. Ah, y podrás ver a los tortolitos juntos. No hace falta que te des prisa. Puedes tomarte tu tiempo deshaciendo la maleta porque le he pedido a Mildred que no tenga la cena lista hasta el anochecer. Así Eileen se puede quedar pintando hasta más tarde.

– ¿Qué está pintando? -preguntó Elizabeth mientras le echaba un vistazo a un lienzo gris y púrpura que había en la pared.

– No lo sabemos. No nos lo deja ver a nadie. Va a ser un regalo de boda para Michael. Pero sé que siempre coloca el caballete cerca del lago, así que no me extrañaría nada que fuese un paisaje.

«A mí sí», pensó Elizabeth. Pero sólo sonrió.

– Parece ser que hay una vena artística en nuestra familia -continuó Amanda-. Mi interés por el interiorismo, el arte de Eileen, y…

– El castillo de Alban -se apresuró a decir Elizabeth.

– Em… sí. La nueva casa de Alban. Por supuesto, soy de la opinión de que algunos aspectos del período Victoriano eran algo exagerados…

– ¿Victoriano? A mí me parece medieval.

Amanda le dirigió una sonrisa compasiva.

– Nada de eso, querida. Es una réplica del Neuschwanstein de Baviera, que data de 1869. No es exactamente igual, por cierto. Afortunadamente Alban no copió el interior. ¿Lo has visto? Todo dorado y lleno de murales espectaculares. Y, naturalmente, el de Alban es más pequeño, aunque sigue siendo demasiado grande para los dos, como le he dicho muchas veces.

– Debe de perderse ahí dentro.

– Si tuviera una familia sería diferente. Qué pena lo de Merrileigh. No creo que lo haya superado todavía.

– ¿Quién es Merrileigh?

– Merrileigh Williams. ¿No te enteraste? Bueno, fue hace al menos seis años, así que tal vez eras demasiado pequeña. Era una de las secretarias de la empresa de tu tío Walter. Él insistió en que Alban trabajase allí cuando terminó la universidad, y fue entonces cuando conoció a esa tal Merrileigh y decidió casarse con ella. Yo pensé que ella salía con él porque era el hijo del jefe. Por dinero, ya sabes.

– ¿Y por qué lo dejaron? ¿Por el castillo?

– No, qué va. Entonces aún no lo habían construido. No estamos del todo seguros. Alban no habla de ello, y por supuesto todos somos demasiado discretos como para preguntárselo. Espero que no se lo menciones, Elizabeth.

Antes de que Elizabeth hallase la respuesta adecuada, su tía prosiguió:

– Ya lo teníamos todo preparado para la boda. Por cierto, Louisa y yo tuvimos que encargarnos de todo, porque ella no tenía ningún pariente cercano. Supongo que me sirvió de experiencia, aunque entonces me daban ganas de llorar sólo de pensar en todo el trabajo que hicimos para nada.

– No sabía que Alban hubiera estado casado -dijo Elizabeth.

«Yo también habría salido huyendo -pensó-, antes que someterme a la agresiva planificación social de Amanda.»

– Es que no llegaron a casarse. Tres días antes de la boda, esa desgraciada le dejó plantado. No nos caía bien a nadie, pero no pensábamos que pudiese ser tan vulgar como para hacer una cosa así.

– ¿Qué pasó? ¿Se pelearon?

– Nadie lo sabe, pero no lo creo. Alban parecía tan sorprendido como todos nosotros. Ella simplemente desapareció. Cuando Alban fue a buscarla a su piso, resultó que se había llevado una maleta llena de ropa. Ni siquiera dejó una nota pidiendo perdón. Y, por supuesto, no teníamos ni idea de quién era su familia (aunque nos temíamos lo peor), así que no hubo forma de localizarla. La pobre Louisa no se podía creer que alguien pudiese rechazar a su querido Alban. Hasta fue a hablar con el sheriff.

– ¿Y la encontraron?

– No, pero al parecer se rumoreaba que la habían visto con un camionero, lo cual no me sorprendió en absoluto. Louisa quería incluso contratar a un detective, no sé muy bien para qué, si para que se reconciliaran o para poner una demanda, pero todos nos escandalizamos. Y naturalmente Alban era demasiado orgulloso para permitírselo. Dijo que la gente tenía derecho a cambiar de opinión, aunque yo creo que se libró de una buena. Sabe Dios adónde se marcharía ella. Yo diría que a alguna comuna hippy.

– Entonces es posible que la encuentre Charles -soltó Elizabeth alegremente.

Tras una pausa que no auguraba nada bueno, Amanda dijo:

– Charles y sus compañeros no son hippies. Son personas individualistas que se sienten muy vinculados a la naturaleza y desean llevar una vida ordenada y filosófica, un poco como Henry David Thoreau.

Elizabeth se disponía a preguntar qué diferencia había entre eso y la filosofía hippy, cuando Amanda continuó:

– Charles siempre ha sido muy espiritual. Eileen es artista, ¡y Charles es un pensador!

– ¿Y Geoffrey qué es? ¿Lo ha descubierto alguien? -preguntó una voz desde la puerta.

– ¡Capitán Abuelo! -gritó Elizabeth corriendo a abrazar al anciano.

– Hola, Elizabeth. Bienvenida a bordo. Veo que ya te han reclutado -dijo indicando con la cabeza el montón de participaciones de boda.

– Tú también estás a punto de entrar en servicio -replicó Amanda-. Necesitamos que alguien envíe las invitaciones. No te olvides de pedir sellos conmemorativos. Son más bonitos. Y ya que vas a la ciudad, ve a ver si están listos los sobres y el papel de Eileen. Veamos… ¿falta algo más?

– ¿Ya has hablado con el abogado?

– Vendrá mañana. He pensado invitarle a comer. Te puede interesar conocerle, Elizabeth. No está casado. Aunque no sé cuánto tardaremos…

– Depende de si cobra por horas -espetó el abuelo-. ¿Quién va a venir? ¿Bryce o ese tipo joven?

– El socio de Bryce, el señor Simmons. Me parece que Al Bryce tiene que ir al juzgado.

– Ya, ya, al juzgado. Más bien a jugar a tenis -replicó su padre-. Claro que es perfectamente comprensible. Yo tampoco perdería el tiempo firmando papeles si tuviese un ayudante recién salido de la universidad. De todas formas es una estupidez. Un testamento absurdo. Justo lo que cabía esperar de mi hermana. ¡Menuda caradura nombrarme albacea!

– Bueno, papá, puedes pasar a ver al señor Simmons un momento y recordarle lo de mañana, aunque no creo que se le haya olvidado. Por cierto, hoy no cenaremos hasta las ocho, así que tienes un montón de tiempo. Ah, y hoy vienen Alban y Louisa.

El abuelo soltó un gruñido y preguntó a Elizabeth:

– ¿Has visto el castillo?

– Sólo por fuera. ¿Hay visitas organizadas?

– ¡Debería haberlas! -dijo con brusquedad-. Bueno, me voy. ¿Dónde están esas cartas que tengo que enviar?

Elizabeth le entregó las invitaciones.

– Gracias, querida. Te pediría que vinieras conmigo, pero supongo que ya has viajado bastante por hoy. Nos vemos en la cena.

– Sí, mi capitán -bromeó Elizabeth, y él hizo un saludo militar antes de marcharse.

– La verdad -suspiró Amanda- es que está casi tan loco como Alban. Estoy convencida de que construiría un buque de guerra si el lago fuese un poco más grande. Tú no le des cuerda. Ya sabes cómo se vuelven las personas a partir de cierta edad.

– Yo no veo que haya cambiado tanto. Siempre le han entusiasmado los barcos, pero no me parece que haya perdido el contacto con la realidad.

– ¡No, claro que no! -convino Amanda-. Pero es que es pesadísimo. En esta casa comemos barcos en el desayuno, en la comida y en la cena. Ahora está intentando llevar a cabo un proyecto que consiste en algo así como utilizar veleros para patrullar las costas. Me temo que en la boda matará de aburrimiento a todos los invitados. Papá es un hombre brillante, pero los genios suelen olvidar que los demás no queremos oír hablar de sus proyectos a todas horas. ¡Ah, Elizabeth! Antes de subir, deja que te enseñe los regalos de boda. Hemos dispuesto una mesa en la biblioteca. Algunos son realmente preciosos.


Elizabeth se instaló en la habitación de invitados que había al lado del cuarto de Eileen. La decoración en tonos rosas indicaba que había sido especialmente diseñada para huéspedes femeninas. La delicada colcha de raso con el dosel a juego, así como los muebles de nogal tallado, reflejaban lo que Amanda consideraba elegancia rústica.

Elizabeth metió su ropa en la cómoda y guardó la maleta en el armario. Seguramente tendría que planchar el vestido de dama de honor antes del ensayo. Mientras se contemplaba en el espejo del tocador, se preguntó qué debería ponerse para cenar con el rey del castillo. «Azul fuerte», se dijo sonriendo. Al final se decantó por un vestido verde estampado y unas sandalias mexicanas. «Si aparece con un traje de general prusiano, que se fastidie», pensó.

Esperaba hablar de nuevo con Geoffrey para saber a qué atenerse con respecto a la cena, pero no le había vuelto a ver. Amanda también se había esfumado a eso de las cinco, diciendo que siempre descansaba unas horas antes de cenar.

Elizabeth trató de imaginarse a un Alban napoleónico, pero le resultó imposible. Ni siquiera se acordaba de qué aspecto tenía. Alban era diez años mayor que Bill, y por tanto se llevaba doce con ella. De sus visitas a Chandler Grove cuando era niña, Elizabeth no recordaba nada especial de él. Si bien se acordaba perfectamente del poni, el rostro de Alban era un conjunto de rasgos imprecisos con el pelo castaño y corto y los ojos de color marrón o avellana. Estaba siempre demasiado absorto en sus cosas como para prestar atención a Elizabeth o a cualquiera de sus primos. Además, cuando ella tenía once años y Bill trece, su padre fue destinado a una sucursal de la empresa en la que trabajaba que estaba a seis estados de distancia, por lo que las visitas cesaron del todo. La familia de su madre se convirtió entonces en meras voces al otro lado del hilo telefónico, o en guantes y polvos de talco por Navidad. Elizabeth dudaba incluso que la hubiesen invitado a la boda de no ser porque Eileen no tenía amigas íntimas, por lo menos ninguna que su madre estuviese dispuesta a invitar a una ceremonia formal.

Las voluminosas cartas que Amanda enviaba a la familia de su hermana con cada cambio de estación versaban sobre las tomateras y las alfombras de la casa. También describía con todo lujo de detalles sus indisposiciones ocasionales (todos sus dolores de cabeza eran migrañas), pero en lo tocante a la enfermedad de Eileen, siempre se mostraba muy reservada, por lo que Elizabeth apenas sabía nada del tema. Al principio Amanda mencionaba «el carácter sensible de Eileen» o «las pesadillas y otros indicios de un temperamento delicado», pero los MacPherson ignoraban qué síntomas encubrían semejantes eufemismos. Por fin Amanda les informó en una carta de que habían enviado a su hija a una «escuela para señoritas» especializada en tratar a jóvenes sensibles. Los MacPherson sabían que Cherry Hill era un hospital psiquiátrico privado y bastante caro, pero siempre se lo ocultaron a Amanda, aunque Bill solía referirse a él con alguna bromita ambigua.

Ya hacía un año que Eileen había abandonado Cherry Hill, y desde entonces estaba matriculada en la universidad de Bellas Artes, aunque tan sólo había dibujado pequeños bocetos como trabajo de clase, que luego dejaba en la facultad.

Elizabeth se preguntó qué pensaría la familia de Eileen sobre su compromiso matrimonial y su estado de salud. Claro que, si lograba averiguarlo, desde luego no sería a través de Amanda.

Загрузка...