CAPÍTULO 09

Amanda Chandler examinó la mesa del desayuno a la manera de un general realizando una inspección. En honor de los huéspedes y de la próxima boda, este desayuno sería un acontecimiento familiar, como sucedía cada fin de semana cuando los reunía a todos para comentar los planes del día (los planes de ella para el día de los demás). A pesar de las protestas del abuelo y del doctor Chandler, que se vio obligado a retrasar varias visitas, el desayuno se sirvió exactamente a las diez en punto. Se trataba de una pequeña concesión en favor de Geoffrey, quien sostenía que tan sólo el Apocalipsis sería capaz de sacarlo de la cama antes de esa hora.

– ¿Y dónde está Eileen? -preguntó Amanda enérgicamente mirando a Michael.

Él apartó la mirada y murmuró algo ininteligible.

– Elizabeth, por favor, ¿puedes subir a buscarla? Dile que la estamos esperando.

Elizabeth salió apresuradamente del comedor, esperando que Eileen sólo se hubiese dormido. Si su prima había decidido prolongar su ataque de histeria un día más, todos acabarían con los nervios desquiciados. Cuando llegó arriba, vio que la puerta de Eileen estaba cerrada. Llamó suavemente y dijo:

– Eileen, ¿estás despierta? El desayuno está en la mesa.

No se oía el menor ruido.

Elizabeth decidió abrir la puerta y asomó la cabeza. La cama estaba hecha, y no había nadie en la habitación. Regresó al comedor e informó a Amanda, quien recibió la noticia con un silencio sepulcral.

– Estará fuera pintando -dijo el abuelo-. Cuando me he levantado, a una hora tan razonable como las siete de la mañana -se detuvo para clavar la mirada sobre Geoffrey, que vestía una bata arrugada-, había un cartón de cereales y un bol usado encima de la mesa. Supongo que hoy ha decidido empezar temprano.

– Necesita tiempo para pintar -añadió Geoffrey soñoliento-. ¿Por qué no la dejamos tranquila?

– ¡Ni hablar! -espetó Amanda-. Éste es uno de los últimos desayunos en familia de mi pequeña como una… como una…

– Chandler -sugirió su marido en voz baja.

– Gracias, Robert. Como una Chandler. -Se volvió hacia el doctor Shepherd con una cauta sonrisa-. Doctor Shepherd, debe usted de pensar que tenemos unos modales muy extraños. Pero ya sabe hasta qué punto un momento tan delicado como éste puede alterar los nervios de una chica tan sensible como Eileen. Le pido disculpas en su nombre.

Shepherd repuso entre dientes que se hacía cargo de la situación y siguió comiéndose los huevos.

– Charles -continuó Amanda-, hazme el favor de ir a buscar a tu hermana. O quizás a Michael le gustaría tener un momento…

Charles se levantó de inmediato.

– Mira, mamá, sabes que Eileen no quiere que Michael vea el cuadro antes de que esté terminado, así que ya voy yo. No os acabéis las tostadas.

– ¿Has hablado con ella desde anoche? -susurró Elizabeth a Michael.

Él negó con la cabeza.

– Pensé que sería mejor dejarla sola.

Amanda les interrumpió para pronunciar un monólogo sobre el ensayo de la boda mientras Carlsen Shepherd se ponía a conversar en voz baja con el capitán, colocando los cubiertos en una posición que se parecía sospechosamente a la de la armada durante el juego del día anterior.

– ¿Y quién ganó? -inquirió el doctor Chandler señalando su cucharilla de café, que acababa de convertirse en una flota turca.

– Bueno… yo -respondió Shepherd-, aunque seguramente que fue cuestión de suerte.

Elizabeth se preguntó si Eileen se habría saltado la reunión familiar deliberadamente. Se puso a contemplar al ciervo del cuadro, cuyos ojos le recordaban a alguien.

De repente apareció Charles en la puerta, sin aliento.

– ¡Papá! ¡Abuelo! -gritó-. ¿Podéis venir al lago, por favor?


Lo último que Wesley Rountree quería en su condado era un asesinato. Los sheriffs no suelen mantener sus puestos a base de solucionar casos difíciles como hacen los policías de la televisión, sino llevándose bien con la mayoría de los votantes. Y si algo sabía Wesley Rountree sobre crímenes, era que siempre causaban resentimiento. Meter a alguien en la cárcel te costaba los votos de la familia del asesino, mientras que absolverlo te enemistaba con los parientes de la víctima. De modo que siempre tenías las de perder.

Cada vez que se cometía un asesinato en su distrito, Rountree esperaba que su autor fuese un trabajador inmigrante que hubiese perdido los estribos, aunque nunca era el caso. Apenas había vagabundos merodeando por las calles, mientras que, por desgracia, abundaban los maridos celosos y los buenos chicos borrachos.

No es que Rountree tolerase el crimen o quisiera que el culpable quedase impune. Como era su deber, procesaba a los asesinos locales a pesar de las consecuencias personales que ello pudiera implicar, pero cada vez que le informaban acerca de un asesinato, su primera reacción era, invariablemente, la de indignarse con quien fuese tan desconsiderado como para cometer un homicidio en su condado.

Al margen de esto, el trabajo de sheriff le venía a la perfección. Había vivido allí toda la vida, salvo en su etapa universitaria y durante un período de cuatro años como policía militar de las fuerzas aéreas en Tailandia. Tras su licenciamiento, pasó un par de años con la patrulla de autopistas y luego, cuando el viejo sheriff Miller murió de un ataque al corazón, Rountree regresó a Chandler Grove y fue elegido sheriff por unanimidad.

Ahora, cinco años más tarde, en su segundo mandato como sheriff, Rountree comenzaba a ver su puesto como algo permanente. A sus treinta y seis años, era un hombre fornido de cabello rubio que solucionaba los remolinos de su pelo rapándose la cabeza y mantenía a raya su barrigón bebiendo Coca-Cola light. El trabajo al aire libre y su tez pálida hacían que tuviera el rostro constantemente enrojecido y lleno de pecas. La opinión general de los habitantes de Chandler Grove era que realizaba su cometido «satisfactoriamente». Al ser de la misma ciudad, era perfecto para la comunidad. De hecho, no le habrían cambiado por Sherlock Holmes.

En un condado rural pequeño, donde todo el mundo se conoce, el cumplimiento de la ley se convierte en un asunto personal. Los votantes querían una figura paternal, y uno de los mayores méritos de Rountree había sido precisamente darse cuenta de ello y colmar esa necesidad.

Recordaba el día en que dispararon a Floyd Rogers en el aparcamiento del café Brenner's. No tenía mucho misterio. Media docena de personas vieron cómo la furgoneta roja de Wayne Smith abandonaba el escenario del crimen, y todo el mundo sabía que Smith había estado alternando con Pearl Rogers.

– ¿Que el novio ha disparado al marido? -dijo Rountree cuando lo llamaron-. Se supone que es al revés. ¿O es que no ven la televisión?

Rogers se encontraba en estado crítico en el hospital del condado, y tenían que detener a Smith antes de que algún familiar de Rogers decidiese ocuparse personalmente del asunto. Wyatt Earp habría reunido un montón de hombres; Wesley Rountree prefirió utilizar el teléfono, y marcó el número de la granja de Wayne Smith.

Después de que sonara seis veces, contestó el propio fugitivo.

– ¿Wayne? Soy Wesley Rountree. ¿Cómo estás? ¿Se va a curar ese ternero? Bueno, me alegro. Oye, Wayne… tenemos un pequeño problema. Tengo entendido que le disparaste a Floyd Rogers hace poco. ¿Qué? Bueno, la verdad es que él mismo me lo dijo. Aún no había perdido el conocimiento cuando llegó el equipo de salvamento. ¿Cómo dices? ¿Muerto? No, pero está en el hospital, y su estado es bastante grave, aunque creo que saldrá de ésta. Y Pearl nos va a volver locos a todos. Al parecer cree que va a haber un tiroteo o algo por el estilo. ¿Qué? Bueno, ya se te ha pasado un poco la borrachera, ¿no? Ya me lo parecía. Oye, Wayne, tenemos que hablar. Tienes que venir para acá a ver si solucionamos esto. No, no hace falta. Ya pasaré yo a buscarte. Tú espérame ahí, ¿vale? Tal vez debieras traerte algunas cosas, por si tenemos que retenerte aquí unos días: la maquinilla de afeitar, unos calzoncillos… ese tipo de cosas. Tú espérame en el porche, ¿de acuerdo? Muy bien. Tardaré unos veinte minutos. Tú tranquilo, Wayne. Hasta ahora.

Caso cerrado. Floyd Rogers se recuperó, y Bryce consiguió que Wayne Smith quedara en libertad condicional durante dos años. Así Rountree no perdió ningún voto.

Cuando le comunicaron la noticia de que alguien había fallecido en la mansión de los Chandler, Rountree anotó todos los detalles con el corazón en un puño.

– Por favor, Señor -murmuró-, que sea un accidente, o se armará una buena.

– ¿Qué pasa, Wes? -preguntó su ayudante, Clay Taylor.

Rountree le lanzó una mirada severa. Taylor, era licenciado en derecho aplicado por la universidad local, llevaba unas gafitas sin montura, y tenía la extraña idea de que un policía era un asistente social.

– Creo que tenemos un homicidio -gruñó Rountree-. En casa de los Chandler.

Clay Taylor emitió un leve silbido. No se daban muchos casos relacionados con la clase alta del condado, tan sólo intrusos en propiedades privadas y pequeños robos.

– ¿El viejo? -preguntó.

– No. La hija. La han encontrado en una barca, en el lago. Causa de la muerte indeterminada. Será mejor que vayamos para allá.

– Muy bien, Wes. ¿Quieres que llame al forense?

– ¡Serás gilipollas, Taylor! Es el doctor Chandler. ¿Por qué coño te crees que estoy preocupado? ¡Es uno de los sospechosos!


Cuando sucede una desgracia, ¿cómo es que la gente no ha intuido que podía ocurrir? ¿O acaso se muestran sorprendidos porque es lo que se espera de ellos? Cuando Charles apareció en la puerta pidiendo a su padre y a su abuelo que bajaran al lago, Elizabeth pensó enseguida que Eileen había muerto. Tal vez se había ahogado (le vinieron imágenes a la cabeza de la descripción que había hecho Geoffrey de ella como una Ofelia de Vogue), o quizás estuviese tendida en el suelo junto a su caballete tras haber sufrido un ataque al corazón. Aun así, si alguien le hubiese preguntado más tarde qué había creído que le pasaba a Charles, habría respondido que no tenía ni idea. Y a lo mejor hasta se lo habría creído ella misma, porque cuando la gente parecía alterada por algo, siempre imaginaba lo peor, y casi siempre se equivocaba. Casi siempre… pero no esta vez.

Nadie hizo el menor caso de las órdenes del doctor Chandler y el abuelo de que permanecieran en casa. De hecho, Amanda salió a la cabeza del grupo, mientras los demás la seguían a una distancia respetuosa, murmurando entre sí.

Charles le hablaba a su padre en voz baja y en un tono de preocupación.

– No sé, no la encuentro -Elizabeth le oyó decir-. Pero estoy seguro de que le ha pasado algo.

Elizabeth se tranquilizó. «Falsa alarma -pensó-. Otra dramatización de los Chandler. Eileen saldrá paseando del bosque con un ramo de margaritas en la mano y se preguntará a qué viene todo este follón. Y todos la colmarán de atenciones, mencionando nuevamente los "nervios de la boda".» Empezaba a ser un fastidio.

Cuando llegaron al lago, aún no había ni rastro de Eileen.

Como si le hubiese leído el pensamiento a Elizabeth, Geoffrey se adentró en el bosque, llamando a Eileen. Amanda se dirigió con paso resuelto hacia el caballete, que se hallaba a poca distancia de la orilla. El lienzo no estaba.

– ¡Robert! -gritó-. ¡El cuadro ha desaparecido!

– A lo mejor se lo ha llevado para enseñárselo a alguien -sugirió Elizabeth. Amanda no la escuchó.

Elizabeth llegó a la conclusión de que a Eileen no le había pasado nada. Su prima sabía que saldrían todos a buscarla, y había querido asegurarse de que no vieran su obra.

El abuelo cogió a Charles del brazo y señaló hacia el lago.

– ¿Qué hace eso ahí?

En medio del agua, apenas a flote, había un bote de remos semipodrido. Llevaba varios años abandonado entre los juncos, y una lancha de fibra de vidrio azul ocupaba su lugar en un viejo cobertizo que había en la orilla occidental del lago. La desvencijada batea se había soltado de sus amarras y había logrado mantenerse a flote el tiempo suficiente para llegar hasta allí.

– Vamos por la lancha -dijo Robert Chandler en voz baja.

Él y Charles se encaminaron hacia el cobertizo haciendo caso omiso de Amanda, que exigía saber a qué venía todo aquello, y de Shepherd y Satisky, que se ofrecieron a ayudarles.

– Pero si está en el bote, es que está bien -dijo Elizabeth en voz alta-. Es imposible ahogarse en un bote.

– ¿Por qué pierden el tiempo? -preguntó Satisky-. Ya se ve que no hay nadie en la barca.

El doctor Shepherd lo corrigió con una ligera tos.

– Nadie… sentado.

Las implicaciones de dicha observación les dejó a todos sin habla, y se pusieron a contemplar en silencio cómo Charles y el doctor Chandler desataban la lancha y tiraban de la cuerda para arrancar el motor. Tardaron unos minutos en alcanzar el viejo bote, y el doctor Chandler asomó la cabeza.

– La han encontrado -dijo el capitán Abuelo.

Echaron a andar lentamente hacia el cobertizo y llegaron al pequeño muelle al mismo tiempo que las embarcaciones. El doctor Chandler les indicó con la mano que se apartaran, como si estuviese parando un golpe, pero no había más que mirar al interior del bote mojado para ver lo que habían encontrado.

– ¿Le traigo el botiquín, señor? -preguntó Shepherd.

Chandler vaciló un momento, y luego asintió con la cabeza. Estuvo a punto de decir que no serviría de nada, pero había que mantener cierta formalidad, como siempre. Shepherd echó a correr hacia la casa.

Geoffrey, que había salido del bosque justo cuando arrancaba la lancha, fue a reunirse con los demás en el embarcadero y se abrió paso a codazos entre Elizabeth y Satisky.

Eileen Chandler yacía en el fondo del bote como si hubiese caído de espaldas, con las piernas abiertas y un brazo echado hacia atrás por encima de la cabeza. Los dos dedos de agua que cubrían el fondo chapoteaban suavemente contra su bata de pintor y convertían su cabello en algas oscuras y lacias que flotaban alrededor de los hombros. Tenía una expresión sosegada en el rostro. De no ser por su palidez y el aspecto plastificado que había adquirido su piel, podría haber estado dormida. Tenía los ojos cerrados y los labios ligeramente separados, como si fuese a bostezar y a desperezarse en cualquier momento. Sin embargo permanecía inmóvil, demasiado inmóvil para respirar.

Nadie dijo nada. Amanda Chandler se agarró al abuelo como si temiese caer al agua, mientras Charles y el doctor Chandler amarraban las barcas. Elizabeth no pudo evitar mirar a Michael Satisky, que contemplaba boquiabierto la figura sin vida tendida en el fondo del bote, indiferente a cuanto acontecía a su alrededor. Por fin se arrodilló tembloroso en el suelo e, inclinándose sobre el cuerpo inerte de Eileen, dijo con voz ronca:

– Tiene un rostro precioso; que Dios, en su misericordia, le conceda la gracia. Y Geoffrey se echó a reír.


Tras tomar la última curva con su Datsun blanco, Wesley Rountree lanzó una mirada feroz a las dos casas que se erigían frente a él.

– ¿Has visto ese mamotreto? -comentó con un bufido de desprecio.

Clay Taylor asintió con un gruñido sin levantar la vista de su manoseada copia de Anatomía de una revolución. El castillo era conocido por todos en el condado, de modo que ya no valía la pena alterarse por él. Incluso con el uniforme caqui, Clay lograba parecer un disidente social. El rizado cabello castaño era como una masa de zarzas, y bajo las gafitas de montura metálica su rostro siempre mantenía una expresión dulce. Sus amigos, que dirigían tiendas de cerámica o trabajaban con gente de escasos ingresos en programas de asistencia social, siempre se mostraban sorprendidos al enterarse de su profesión. Él mismo la consideraba una manera más de trabajar por los pobres, y hacía todo lo posible por mantener el orden en todo momento. Cuando compraba comida con dinero de su bolsillo para dárselo a los trabajadores inmigrantes, solía decir que así «prevenía el robo en las tiendas», y bromeaba añadiendo que en realidad era una forma de ahorrarse trabajo más adelante. Si bien era implacable con los turistas que rebasaban los límites de velocidad y con los gamberros adolescentes de clase media, consideraba quedos delitos de los pobres eran síntomas de un crimen aún mayor del que ellos eran las víctimas. Aunque jamás dejaba escapar a un delincuente intencionadamente, hacía todo lo posible por utilizar «medidas preventivas», como mantener buenas relaciones con los trabajadores inmigrantes o pedir a sus amigos de los servicios sociales que ayudasen a los necesitados antes de que su situación fuera realmente desesperada. Al parecer, sus esfuerzos por prevenir la delincuencia surtían efecto: en los últimos dos años, el número de robos del condado había descendido en un cinco por ciento, mientras que el del condado vecino había aumentado en ese mismo porcentaje. Él se lo tomaba como una especie de tributo, aunque si alguien le hubiera preguntado sobre el tema, habría respondido que se trataba de una pura coincidencia, lo cual podría muy bien ser el caso.

En teoría, el ayudante Taylor y el sheriff Rountree eran enemigos ideológicos, puesto que cada uno representaba todo aquello que el otro más detestaba. Sin embargo, en la práctica se llevaban bastante bien. Aunque Rountree se mofaba de los manifestantes de izquierdas que aparecían en las noticias de las seis, reconocía que tenía un asistente bastante aceptable, y solía decir que no se podía censurar a un hombre por ser amable con la gente. Taylor, por su parte, quien se imaginaba el sistema como un viejo gordo, de lenta dicción y vestido con un traje blanco (aunque nunca hubiese visto uno), clasificaba generosamente a su jefe como una herramienta del sistema, bienintencionada pero ignorante. De vez en cuando se esforzaba por hacerle ver los errores que cometía, pero sin resultados notables, hasta el momento.

– Esa casa debió de costar un dineral -observó Rountree con una leve sonrisa.

Clay lanzó un suspiro.

– Supongo que esperas que diga que no es justo que una persona tenga tanto dinero cuando los aparceros duermen cinco en una misma habitación.

Rountree frunció el entrecejo al ver con qué facilidad Clay había detectado el cebo que le había puesto.

– Sólo pretendía charlar un poco -se apresuró a decir-. ¿Le dijiste a Doris que llamara a la policía del Estado?

– Sí, pero no me dijiste para qué. Ni siquiera hemos visto el cuerpo, Wes. Puede que se ahogara.

– Bueno, de todas formas tenemos que asegurarnos. Dicen que la encontraron en un bote. ¿Te suena eso a ahogamiento? En fin, el caso es que cuando la víctima es la hija del forense, no veo qué otra cosa podemos hacer salvo buscar ayuda exterior. Ojo, no es que no me fíe del doctor. Es un hombre estupendo, pero en la encuesta judicial quedará mejor si otra persona expone los hechos.

Taylor asintió con la cabeza.

– De todos modos, creo que los médicos no tratan a sus propios familiares. Yo por lo menos no podría. ¿Qué van a hacer?

– ¿Quién? ¿La policía del Estado? Aquí haremos el trabajo rutinario de laboratorio, como siempre, y luego mandaremos el cadáver al laboratorio del Estado para que le hagan una autopsia. Has traído el equipo, ¿verdad?

– Sí. Está en el maletero.

Rountree detuvo el coche frente a la mansión de ladrillo rojo y dijo:

– Voy a entrar un momento a decirles que estamos aquí. Tú ve yendo hacia el lago.

Wesley Rountree se enderezó la pistolera, se ajustó el sombrero de color canela y se encaminó hacia la puerta: Ya había trabajado antes con el doctor Chandler en los inevitables casos de defunciones del condado: personas ahogadas en verano, naufragios y accidentes de caza; pero nunca en un asesinato. El doctor era un hombre tranquilo y competente, con quien resultaba muy fácil trabajar. Sin embargo, Rountree no sabía a qué atenerse esta vez, al tratarse de un caso tan personal.

La familia Chandler se había reunido en la biblioteca como indicara el abuelo, quien montaba guardia sirviendo café y atajando severamente cualquier posible ataque de histeria.

Charles y el doctor Chandler se habían quedado en el lago a esperar al sheriff, dejando al viejo a cargo de la familia.

– Alguien debería llamar a Louisa -insistía Amanda mientras señalaba inútilmente hacia el teléfono.

– Todavía no -gruñó el abuelo-. Ya tengo bastante contigo. No pienso hacerme cargo de dos mujeres histéricas. ¿O es que quieres que la interroguen a ella también?

Amanda replicó entre sollozos que no podía pensar en semejantes cosas, pero que era necesario llevar a cabo ciertos arreglos.

– Ya la llamaré yo más tarde, Amanda; y a Margaret también, si quieres. ¡Y ahora cálmate, por favor!

Amanda se enjugó las lágrimas y miró a su alrededor.

– ¡Doctor Shepherd! Me gustaría que me recetara un calmante.

Shepherd, que se encontraba en un rincón conversando en voz baja con Elizabeth, alzó la mirada al oír su nombre.

– ¿Cómo dice, señora Chandler?

Amanda repitió su petición como si fuese una orden, pero Shepherd negó con la cabeza y dijo:

– Lo siento. Usted no es mi paciente. Ya sabe, la ética profesional…

Amanda se ofendió.

– Mire, joven, creo que ante una desgracia como ésta, su instinto médico le obliga…

– ¡Tía Amanda! -la interrumpió Elizabeth-. Hay coñac en el comedor. ¿Quieres que te traiga un poco?

– Sí. Gracias, Elizabeth.

– No, no creo que sea conveniente -dijo Geoffrey rápidamente-. Tenemos que ser valientes. ¿Quieres más café, mamá?

– Ojalá supiera qué debo hacer -susurró Elizabeth a Shepherd.

– Es completamente normal no saber cómo actuar en una situación así -le contestó él-. Tú intenta no crear más problemas de los que ya hay.

– Al menos me gustaría poder hacer algo por él -dijo señalando al desconsolado novio, que estaba acurrucado en la butaca pasando metódicamente las páginas del Oxford Book of Verse.

El doctor Shepherd frunció el ceño.

– Ya lo sé, pero si intentas hablar con él, se verá obligado a pensar en algo que decir, y a algunas personas les supone un verdadero esfuerzo mostrarse afligidas. Sería mucho más caritativo por tu parte que lo dejaras en paz.

– ¿Mostrarse afligido? -se sorprendió Elizabeth-. ¿No cree que está realmente afectado?

Wesley Rountree abrió la puerta, con el sombrero en la mano.

– Buenas tardes a todos. Capitán, señor, siento mucho lo ocurrido. -Miró a su alrededor con aire incómodo, avergonzado de su propia serenidad en medio de una habitación en la que se respiraba una gran tensión, y tal vez dolor-. ¿Está el doctor Chandler con el… em… en el lago?

El abuelo dejó a un lado su taza de café y le estrechó la mano al sheriff.

– Permítame que le acompañe, señor, y mientras le contaré lo que sabemos. Por aquí, por favor. -Se volvió hacia su hija, que estaba sentada en el sofá retorciendo un pañuelo-. Amanda, tú quédate aquí. No hagas nada hasta que volvamos. -No esperó una respuesta.

Wesley Rountree se adelantó y dijo a los demás:

– No se muevan de aquí, si me hacen el favor. Volveré enseguida a tomarles declaración. -Se marchó cerrando la puerta.

– No se puede decir que haya sido brusco, pero ¡qué radicalmente profesional! -comentó Geoffrey.

– Robert Frost -dijo Satisky sin levantar la vista del libro.

Amanda Chandler se puso en pie con aire majestuoso.

– Me Voy a mi habitación -anunció lanzando una mirada feroz hacia la butaca-. Cuando vuelva el señor Rountree, decidle que tal vez esté en condiciones de verle mañana.

– Creo que voy a llamar a mis padres -murmuró Elizabeth.

– Mejor esperes a que sepamos algo más -sugirió Shepherd-. No harás más que preocuparles sin poder decirles nada con seguridad. Y recuerda que aún no te vas a poder marchar.

Elizabeth suspiró.

– ¿Hay alguna hoja de papel en ese escritorio?


Wesley Rountree contempló el pequeño cuerpo tendido en el fondo del bote. Tras un silencio respetuoso de varios minutos, dijo en voz baja:

– No sabe de qué murió, ¿verdad, doctor?

Robert Chandler hizo un gesto de negación con la cabeza.

– No hemos tocado nada… bueno, sólo la he tocado yo para confirmar que… -Volvió la cara.

– Ha hecho bien -le aseguró Rountree-. Y en cuanto Clay tome algunas fotografías, la sacaremos de aquí. ¿Quiere volver a la casa?

– No, no. Prefiero quedarme aquí -replicó el doctor-. Estaba a punto de casarse, ¿sabe? El sábado que viene.

– Una chica muy guapa -dijo Rountree con educación-. Es una verdadera lástima. No tiene por qué hablar de ello ahora, doctor Robert. Clay y yo tenemos que hacer algunas labores rutinarias; tomar notas, medir, ya sabe, lo de siempre. Tengo entendido que estaba pintando. ¿Ése es el caballete?

– Sí. Tampoco lo hemos tocado. -Se enderezó para mirarlo y sacudió la cabeza-. No entiendo cómo ha podido suceder una cosa así. Nunca utilizamos este bote. A Eileen ni siquiera le gustaban los barcos.

– Dice que estaba pintando -dijo Rountree rápidamente-. ¿Qué pintaba? No hay ningún lienzo en el caballete.

– Ése es el problema -intervino Charles-. Ha desaparecido.

– ¿Usted es quien la ha encontrado?

– No, ha sido mi hijo Charles, Wesley -dijo el doctor Chandler.

Wesley asintió con la cabeza.

– Ya. Así que la has encontrado tú, ¿no?

– Bueno, al ver que no bajaba a desayunar, mamá me mandó a buscarla, y cuando llegué aquí vi que no estaba. Así que volví a casa a llamar a papá, sacamos la lancha… y la encontramos.

– Pero ¿el cuadro no estaba cuando viniste la primera vez?

– No.

Clay Taylor bajó su cámara y se quedó mirando a Charles.

– ¿Quieres decir que alguien ha robado el cuadro?

Charles se encogió de hombros.

– Ve a ver ese caballete, Clay -dijo Rountree con impaciencia-. Quiero una foto, y también otra del suelo alrededor. Mira a ver si encuentras huellas. Y si ves alguna, pega un grito.

Taylor asintió con la cabeza y abandonó el embarcadero.

– Doctor Chandler, ¿le importa si empiezo a rellenar este informe? -preguntó Rountree-. Sé que prefiere terminar con esto lo antes posible.

– Sí, adelante, Wes -suspiró Robert Chandler.

– ¿Nombre de la fallecida?

– Eileen Amanda Chandler.

Cuando hubo anotado los datos preliminares (edad, fecha de nacimiento, etcétera), Rountree preguntó:

– Doctor Chandler, ¿tenía su hija algún problema de salud que pudiese explicar lo sucedido? ¿El corazón, o algo así?

– No. Nada.

– ¿Desea especular sobre la causa de su fallecimiento? ¿Podemos descartar que se ahogase?

Chandler le indicó con la mano que no prosiguiera.

– Por favor… prefiero que lo determine el laboratorio estatal.

– Ya están trabajando en el caso -repuso Rountree-. Les he llamado antes de venir para acá. Nos han dicho que les llevemos el cuerpo y le practicarán una autopsia. He pensado que lo haga Clay en cuanto terminemos.

– Muy bien.

– Ah, y tengo que programar una encuesta judicial. ¿Le iría bien el martes? Me imagino que tendrá que quedar con el señor Todd en la funeraria.

– Sí, claro -susurró el doctor Chandler-. Disculpe. Puede que mi esposa me necesite. -Se encaminó rápidamente hacia la casa.

– Se iba a casar la semana que viene -explicó Charles-. Y ahora, en lugar de una boda, tenemos que organizar un funeral.

Wesley Rountree sintió un profundo malestar. Aquél iba a ser un caso peliagudo: mujeres histéricas, familiares desconsolados, y ni la más mínima esperanza de sacar algo en claro. Observó el pálido rostro de la muchacha. ¿Cómo sería en realidad? Estaba loca, según el cotilleo local. ¿Un suicidio, tal vez? De ser así, su familia jamás lo admitiría. En el caso de que hubiese dejado una nota, harían todo lo posible para que no la encontrase. Ese tipo de escritos están llenos de rencor, pues quien se quita la vida quiere que sus últimas palabras dejen huella. La gente solía comportarse de un modo extraño ante un suicidio. Se lo tomaban como una crítica a la familia, y, en muchos casos, quizá lo fuese. Con todo, era muy improbable que una joven se suicidara una semana antes de casarse. Rountree había conocido a algunos novios que tal vez lo hubieran considerado, pero las novias eran diferentes. A no ser que hubiese algo en esta pareja que no había salido a la luz. Tomó nota mentalmente para recordar preguntar al forense sobre un posible embarazo.

Rountree se volvió hacia Charles y el abuelo, y les dijo:

– Y ahora vuelvan a casa. En cuanto terminemos, Clay y yo nos llevaremos el cuerpo al laboratorio. Volveré más tarde. Quiero tomar unas declaraciones preliminares ahora que todavía es todo muy reciente.

– Le aseguro, sheriff, que no lo olvidaremos fácilmente -dijo el abuelo antes de marcharse con Charles.

Clay Taylor dejó la máquina fotográfica sobre la hierba y se puso a examinar el terreno alrededor del caballete. Los Chandler habían pisoteado toda la zona en busca de Eileen, de modo que resultaba imposible distinguir las huellas de un posible intruso. Aun así, Clay decidió seguir adelante antes de que se borrasen del todo, por si acababa siendo un homicidio.

– ¿Qué sabes de esta gente, Clay? -preguntó Wesley Rountree cuando se quedaron solos-. ¿No eres más o menos de la misma edad que los hijos?

– Sí, pero nunca llegué a conocerles. Iban a un colegio privado. Sólo los conozco de vista.

– ¿Y la hija? ¿No decían que estaba loca?

– Creo que preferirían llamarlo una crisis nerviosa -repuso Clay impasible.

– Bueno, lo que sea. ¿Oíste alguna vez algo sobre tendencias suicidas?

– No, pero sería mejor que se lo preguntaras a la familia.

Wesley Rountree dirigió una mirada compasiva a su ayudante.

– Por favor, hijo, si lo dices en serio es que te queda mucho por aprender como policía.

Cuando hubieron terminado todas las tareas en la escena del crimen, Clay condujo el coche hasta el jardín trasero de los Chandler y lo aparcó lo más cerca posible del camino, bien lejos de la casa. Cogió un saco para cadáveres del maletero y regresó al lago para reunirse con Wesley. Juntos sacaron el cuerpo del bote y lo introdujeron en la bolsa de lona.

– Acabemos con esto cuanto antes -dijo Wesley-. La familia no tiene por qué verlo. ¿Te ayudo?

– No, no hace falta. No pesa nada.

Caminaron en silencio por el sendero. De vez en cuando Rountree se adelantaba para apartar las ramas del camino. Cuando llegaron al coche, Clay dijo:

– ¿Quieres que la lleve al laboratorio en la furgoneta policial?

Rountree negó con la cabeza.

– No, mejor no. Vamos directamente. Me gustaría comentarle un par de cosas a Mitch Cambridge. El hecho de que sea la hija del doctor Robert y demás.

– De acuerdo.

– Así ganaremos tiempo y podremos volver aquí para hablar con la f amiba a última hora de la tarde. Espero que para entonces se hayan calmado un poco los ánimos.


La casa de los Chandler permaneció en silencio el resto del día. La familia y los huéspedes, siguiendo el ejemplo de Amanda, se retiraron a sus respectivas habitaciones, con la excepción del abuelo, que no se movió del estudio. Intentó llamar a los padres de Elizabeth, pero no les encontró; todavía no habían vuelto de la convención de vendedores. Cuando telefoneó a Louisa, la señora Murphy le informó de que Alban había llevado a su madre a una exposición de jardinería en Milton's Forge, y que volverían por la noche. El abuelo pasó el resto de la tarde dibujando bocetos de un velero con el nombre de «Eileen» cuidadosamente trazado a lápiz en la proa.

Cuando Rountree y Clay regresaron a casa de los Chandler, el capitán les abrió la puerta y les hizo pasar a la biblioteca.

– Todavía no sabemos nada -le advirtió Rountree, interrumpiendo una avalancha de preguntas-. Le he pedido al doctor Cambridge que se ocupe del caso de inmediato y me llame en cuanto sepa algo. Le prometo que le comunicaré al instante lo que sea. Y ahora, ¿tendría la amabilidad de reunir al resto de la familia? Aquí mismo ya me va bien.

Unos minutos más tarde, Rountree se dirigía al pequeño grupo congregado en la biblioteca.

– Esto no es más que una investigación puramente preliminar -anunció-. Todavía no sabemos de qué murió, pero lo que sí puedo decirles es que habrá una encuesta judicial, así que necesito que me ayuden a reunir algunos datos: información sobre el estado mental de esa pobre chiquilla, cuándo la vieron por última vez, ese tipo de cosas. Clay, ¿ya tienes los nombres de todos?

Taylor le entregó la lista de los presentes y Rountree le echó un vistazo.

– ¿Señora Chandler? -inquirió mirando a su alrededor.

– Mi hija sigue arriba -dijo el abuelo con cierto tono de desaprobación-. La está atendiendo su marido.

Rountree asintió con la cabeza y siguió leyendo la lista.

– ¿Señorita MacPherson? Tiene que ser usted. Es la única mujer en esta sala. -Le dirigió una sonrisa alentadora y volvió a ocuparse de los nombres. Su dedo se detuvo en el siguiente-. Doctor Carlsen Shepherd. ¿Doctor? ¡Hay otro médico aquí! ¿Cómo es que nadie…?

Shepherd hizo amago de levantarse.

– Soy psiquiatra, sheriff, y si lo dice porque le hubiese gustado que examinara el cuerpo, le aseguro que ha hecho muy bien acudiendo al departamento de patología del Estado. Hace mucho tiempo que estudié anatomía.

– No tanto, con lo joven que es -replicó Rountree-. Conque psiquiatra, ¿eh? ¿Era la fallecida, por casualidad, su paciente?

– Bueno, sí, pero…

– ¡Por fin un dato útil!

– Pero sheriff…

– Ahora mismo estoy con usted, doctor. Disculpen, ¿podrían dejarnos a solas un momento? Me gustaría hablar con este hombre. Ya les volveré a llamar si les necesito para algo. Y ahora salgan de aquí, por favor.

Les hizo despejar la sala con amables comentarios sobre el carácter rutinario de dichos procedimientos, pero en cuanto hubo cerrado las puertas de roble, el afable alguacil se transformó en un eficiente detective de expresión severa.

– Bien, doctor, se disponía a hablarme de su paciente.

– Bueno…, depende -dijo Shepherd, cambiando de postura con aire incómodo-. Es la primera vez que hablo con la policía sobre un paciente. ¿Qué quiere saber?

– Hechos pertinentes, doctor, nada más. -Al ver la mirada de asombro de Shepherd, Rountree esbozó una amplia sonrisa-. ¿Qué sucede? ¿Le ha sorprendido el término «pertinente»? No se sorprenda tanto. Es muy probable que ahora que estamos solos me exprese de un modo más vulgar. Guando estaba en las fuerzas aéreas, descubrí que la gente se relaja más cuando oye expresiones populares. Al parecer piensan que un tipo que habla de una forma tan rara no puede saber gran cosa, y ese pequeño descubrimiento resultó ser tan valioso en mi profesión que ahora hago todo lo posible para no perder mi modo de hablar.

– Me parece un fenómeno psicológico muy interesante, sheriff. Me pregunto si se habrá estudiado alguna vez.

– No sé si ustedes se fijan en esas cosas, pero los políticos lo saben desde hace años. Y ahora, volviendo a lo que estábamos diciendo, me gustaría tener una pequeña conversación extraoficial con usted. Y no tema utilizar términos complicados. Creo que podré seguirle.

– Estudió en la Escuela tecnológica de Georgia -murmuró Clay.

– Doctor Shepherd, éste es mi ayudante, Clay Taylor. Clay, ¿puedes tomar apuntes durante la sesión? Doctor, ¿le gustaría tumbarse en el sofá mientras hablamos?

– La gente cree que siempre hacemos eso -dijo Shepherd-. Pero la verdad es que los pacientes casi siempre se sientan en sillas.

– Ya veo -repuso Rountree con una leve sonrisa-. Y ahora, volviendo a Eileen Chandler…

– Bueno, trabajo para la clínica de la universidad y, cuando Eileen se matriculó este año, vino a mi consulta. Me la mandó su anterior psiquiatra, la doctora Nancy Kimble.

– ¿Por qué?

– Bueno, por varias razones, creo. Eileen acababa de salir de Cherry Hill y la doctora Kimble se iba a tomar un año sabático en Europa, así que no podía seguir tratándola personalmente.

– ¿Y por qué la trataba usted?

– Bueno, se estaba recuperando de una esquizofrenia, pero me ocupé principalmente de sus problemas de adaptación. La doctora Kimble ya había avanzado mucho al respecto, puesto que Eileen asistía a la universidad y llevaba una vida normal. A mí me venía a ver más que nada por seguridad, y para no sentirse completamente sola en su nuevo entorno.

– ¿La estaba tratando por una depresión?

– No. Yo no llamaría depresión a sus problemas de adaptación…

– Bueno, pero ¿diría que estaba deprimida? ¿Que era capaz de suicidarse?

Shepherd vaciló.

– Es posible, naturalmente. Pero he de reconocer que no me lo esperaba. No creo que fuese una depresión.

– Entonces, doctor, ¿qué está haciendo aquí? -preguntó Rountree en tono suave.

– Me invitaron a la boda. No he venido en plan profesional.

– ¿Y quién le invitó?

– Eileen Chandler. No tenía muchos amigos, la pobre. Era muy tímida. Y por lo que había oído de todo este montaje, pensé que a ella le haría ilusión.

– Ya. Bueno, de todas formas podría decirme algo sobre su estado mental en estos días.

– Em… la verdad es que no. Sólo vi a Eileen un momento. -Parecía muy incómodo.

Rountree se inclinó hacia delante, con gran interés.

– ¿Y eso por qué?

El doctor Shepherd permaneció en silencio unos instantes tratando de formular una respuesta.

– Sheriff -dijo al fin-, no tengo ni la más remota idea. No llevaba ni una hora aquí y estaba en el vestíbulo hablando con su prima Elizabeth, cuando de pronto apareció Eileen, empezó a gritar que no quería que me quedase, y se marchó a su cuarto hecha una furia.

– ¿Y por qué hizo eso?

Shepherd se encogió de hombros.

– Soy psiquiatra; no leo el pensamiento de la gente. Lo único que sé es que salió huyendo en cuanto me vio y rompió un espejo del piso de arriba. Su familia, dijo que eran los nervios de la boda, y es posible que tengan razón. No era una chica muy estable.

– ¿Cree que hacía bien en casarse?

Shepherd esbozó una amplia sonrisa.

– Eso, sheriff, es una forma de locura de la que no me ocupo. Como le he dicho antes, ya no era una enferma mental. Se la podía clasificar como neurótica. Y como ya sabe, los neuróticos también se casan.

– ¿Tenía alguna razón para que le molestara su presencia?

– No lo creo, sheriff. Recuerde que fue ella quien me invitó. Una invitación escrita a mano.

Rountree lanzó un suspiro.

– Bueno, ya investigaré. ¿Lo has anotado todo, Clay?

Su ayudante asintió sin levantar la vista del bloc de notas y siguió escribiendo.

– Resumiendo: la muchacha se alteró pero no sabemos por qué, aunque podría muy bien haber sido una simple discusión con el novio. ¿Me podría decir qué opina de él?

– La verdad es que no le conozco. Bueno, sólo le había visto una vez, cuando vino a buscar a Eileen después de una sesión.

– Pero supongo que ella le hablaba de él, ¿no? Debía de significar mucho para ella.

Shepherd hizo una mueca.

– ¿Que si hablaba de él? ¡Constantemente! Pero verá, sheriff, su punto de vista no era muy objetivo. Para Eileen, Michael Satisky era su príncipe azul. De hecho hablaba como una novia en el día de su boda.

– Es que era una novia… y casi llegó a casarse. Bueno, si esto acaba siendo un suicidio, tendremos que averiguar si tenía algún problema con el novio. Ya hablaré yo con él. Creo que esto es todo, doctor Shepherd. ¿Tiene algo más que añadir?

– Bueno, me gustaría recordarle que conocí a Eileen cuando estaba en la universidad, o sea, lejos de su familia. Ese cambio de entorno podría haber alterado considerablemente su estado mental.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, Eileen parecía angustiada por tener que volver a casa, como si temiese algo.

– ¿Se le ocurre lo que podría ser?

– Bueno, así de repente… -Shepherd miró al techo-. ¿Ya conoce a su madre?

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