CAPÍTULO 05

Elizabeth se pasó casi toda la cena horrorizada pensando en la sobremesa y en el inevitable sermón sobre la boda que Amanda infligiría a su público cautivo. Sin embargo, para su sorpresa, su tía fue la primera en abandonar el comedor. Se apresuró a dar las buenas noches a todos, recordándoles algunas tareas del día siguiente, y subió a su dormitorio.

– ¿No se encuentra bien? -preguntó Elizabeth a Charles.

– Siempre hace lo mismo. Nunca la vemos después de la cena. Los demás vamos al salón a tomar café hasta que se nos ocurre algo mejor que hacer, que en mi caso suele ser sobre las diez. Hoy ponen un programa especial por televisión: Enrico Fermi y el reactor atómico de Chicago.

– Seguro que es una película de terror sobre hemorroides -espetó Geoffrey-. Ven, Elizabeth. ¿Cómo te gusta el café?

Michael y Eileen anunciaron que se iban a dar un paseo y se marcharon por el pasillo, cogidos de la mano.

– Bueno, Elizabeth, me alegro de volver a verte -dijo el doctor Chandler como si fuese la primera vez que la veía-. ¿Cómo están Doug y Margaret?

– Bien, tío Robert. Mamá me ha pedido que os pregunte si ha llegado el paquete que envió.

– Dios mío, no sabría decírtelo, Elizabeth, y dudo que Eileen lo sepa. Pregúntaselo a tu tía Amanda por la mañana. ¿Has visto todo ese montón de cosas en la mesa de juego?

Elizabeth hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Yo intento no meterme. ¿Qué tal va la muñeca?

– ¿La muñeca, tío Robert?

– Sí, ¿no eras tú? Creo recordar que uno de vosotros se cayó de aquel poni…

– ¡Ah, mi muñeca! Está bien, tío Robert, está bien.

«Y lo ha estado desde que tenía doce años», pensó Elizabeth.

Apenas recordaba aquel día de verano en que se cayó del poni gris y se torció la muñeca. Corrió a casa llorando y el doctor Chandler se la vendó. Era extraño que él se acordara O bien su memoria se reducía estrictamente a incidentes médicos, o bien aquella caída había sido lo más memorable que le había sucedido a Elizabeth en Chandler Grove. Recordaba que su tío se la había vendado muy bien, mostrando una paciencia considerable. Estuvo completamente relajado, dominando la situación, revestido de auténtica autoridad. Elizabeth jamás lo había visto así, ni antes ni después del accidente.

Robert Chandler se sirvió un café de la cafetera de plata de Amanda.

– Espero que me disculpéis -dijo en tono agradable-, pero tengo trabajo en el estudio. -Y se marchó apresuradamente.

– Elizabeth, ¿quieres sentarte en la butaca de cuero? -preguntó Geoffrey-. Ahora mismo te traigo el café. Ah, por cierto, en el respaldo está la manta escocesa de mamá. ¿Prefieres que te la quite?

Elizabeth sonrió al ver la tela roja y verde.

– ¡Una manta escocesa! Es el tartán de los Estuardo. ¡Ni se te ocurra tocarla!

– ¡Pero bueno, prima Elizabeth! ¿Acaso estoy oyendo las gaitas del clan MacPherson?

Elizabeth se sonrojó.

– Bueno, la verdad es que existe el clan MacPherson, ¿sabes? Eran una rama de la confederación del clan Chattan.

– Pero ¿qué es esto? -se mofó Alban-. ¿Otra aficionada a la historia en la familia?

– Me temo que es algo mucho más siniestro -dijo Geoffrey alegremente-. Yo diría que nuestra prima es víctima de esa enfermedad sureña hereditaria: la veneración a los antepasados.

– ¡No es cierto! -protestó Elizabeth-. A papá le interesa mucho todo eso, unas Navidades quise regalarle una bufanda del clan, así que me informé sobre el tema. Me pareció muy interesante.

– ¡Elizabeth! ¿Quieres decir que de verdad indagaste los orígenes de tu familia? ¿Por qué no te limitaste a decir que eras descendiente del príncipe Carlos Eduardo, como todos los demás MacSnobs?

– ¡Porque nunca se casó! -espetó Elizabeth-. Sin embargo, los MacPherson lucharon a su lado durante el levantamiento de 1745 y le ayudaron a escapar después de Culloden.

– Te felicito por tu originalidad -susurró Geoffrey-. Al parecer has sido incapaz de librarte de la debilidad sureña por las causas perdidas, pero al menos has conseguido evitar el tópico nacional. Prefiero mil veces que me hables de alguna derrota escocesa que de la del ejército confederado. Como vuelva a oír que si hubiéramos marchado sobre Washington después de la primera batalla de Manassas, podríamos haber ganado la guerra en 186,1, me da algo.

– Bueno, pero es cierto -dijo Elizabeth-. ¡Todo el mundo lo sabe!

Alban se echó a reír.

– ¿Qué es lo que te hace tanta gracia? -preguntó Elizabeth.

– Lo siento -logró decir Alban-. No me estoy riendo de ti. Es que no te puedes imaginar lo gracioso que es para mí que se metan con otra persona por ser una apasionada de la historia.

– ¿De dónde te viene a ti el interés por el rey Luis? No estarás emparentado con él, ¿verdad?

– No, qué va. Soy de origen inglés por ambas partes -repuso Alban-. Creo que fue su estilo lo que me atrajo. Era un idealista. Añoraba la belleza medieval en un mundo que se adentraba rápidamente en este siglo veinte de plástico.

– También me puede dar algo si vuelves a meterte en ese tema -observó Geoffrey.

– Aquí hablamos bastante de nuestras respectivas aficiones -explicó Louisa sonriendo-. Pero bueno, Charles, ¿eso que estás tarareando no es la Obertura de 1812? ¿Ahora te ha dado por la música clásica?

Geoffrey soltó una risita.

– ¡Háblale de los enlaces covalentes!

El abuelo levantó la vista de The Sailor's Journal, especializada en temas náuticos, y dijo con brusquedad:

– ¿Es que no se puede leer en paz?

– Más bien no -replicó Charles alegremente-. Voy a encender la televisión dentro de cinco minutos. Dan un programa especial sobre física.

– ¿Sobre submarinos nucleares? -preguntó el viejo, ilusionado.

– No, lo siento. Sobre reactores atómicos.

– En ese caso, buenas noches. De todas formas ya son casi las diez. Louisa, ¿quieres que te acompañe a casa uno de estos jóvenes sinvergüenzas?

– No, papá, pero si puedes, enciéndeme la luz del porche. No me pasará nada. -Se levantó y añadió-: Elizabeth, me he alegrado mucho de verte. Tienes que venir a vernos, y de paso nos cuentas cómo están Doug y Margaret.

– Están bien, tía Louisa. Habrían venido pero es que papá tenía una convención de vendedores…

– Sí, querida. Nos hacemos cargo. Buenas noches.

Elizabeth exhaló un suspiro. Le daba la sensación de que tendría que seguir explicando hasta el último día por qué no habían venido sus padres, aunque nadie parecía tragarse aquella excusa. Si bien lo de la convención de vendedores era cierto, habían exagerado considerablemente su importancia para disculparse ante los Chandler. En realidad a ninguno de los dos le apetecía pasar un solo día en Chandler Grove. Margaret Chandler MacPherson, la más joven de las tres hijas del capitán, no se parecía en nada a sus hermanas. Había renunciado a su presentación en sociedad para casarse con Douglas MacPherson y llevar una vida tranquila en las afueras de la ciudad prescindiendo del club de campo y de la Asociación de Mujeres. Dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a asistir a cursillos en la universidad, donde aprendió caligrafía, macramé y español. Dada la falta de interés de sus padres por la vida social, Elizabeth no tuvo oportunidad de participar en ese mundo y, aunque estaba convencida de que lo habría odiado, le hubiese gustado tener la posibilidad de escoger. En parte, había accedido a venir a la boda porque sentía una pizca de gratitud hacia Eileen por haber renunciado a su presentación en sociedad al casarse con Michael Satisky.

Charles, Geoffrey y Alban se encontraban delante del televisor, toqueteando los mandos. Aunque los sarcásticos comentarios de Geoffrey acerca del programa prometían ser divertidos, Elizabeth estaba demasiado cansada para seguir levantada. Si ninguno iba a darle conversación, mejor sería irse a la cama.

– ¡Bueno, me voy a dormir! -dijo en voz alta-. Hasta mañana.

La única respuesta fue un gesto ausente por parte de Geoffrey.

Mientras subía a su dormitorio, Elizabeth pensó en lo perfecta que era aquella casa para una boda. La escalera tapizada de rojo era el escenario idóneo para las fotos nupciales: Eileen en el rellano con la cola del vestido formando un círculo a su lado y los demás miembros de la familia posando en los escalones.

«¡Me estoy volviendo como tía Amanda!», ironizó.

Nada más llegar a la habitación, hizo una mueca al ver el vestido de dama de honor en el armario. «¡Mira que eres cursi, pedazo de gasa amarilla!» Le habría gustado que la boda se celebrase en invierno para que las damas de honor pudiesen lucir corpiños de terciopelo negro y faldas largas escocesas del clan MacPherson. «¡Eso sí que tendría estilo!», exclamó para sí.

Se echó a reír ante sus propias elucubraciones. «Es esta casa -pensó-. Igual tienen que desprogramarme cuando me vaya.»

La elegancia de la mansión de los Chandler la había impresionado más de lo que estaba dispuesta a admitir. En ocasiones debía realizar un esfuerzo consciente para ocultarlo, pues Geoffrey se habría reído a carcajadas. Al parecer era de mal gusto mostrarse impresionado, aunque vivieras en una casa de ladrillo sin garaje y hubieses venido a visitar a los propietarios de una gran finca. Además ya debería de estar acostumbrada, puesto que ella y Bill habían pasado algún verano allí de pequeños. Claro que de eso hacía muchísimo tiempo, y los niños no suelen prestar atención al entorno. Ahora, unos años más tarde, todo parecía diferente.

Llamaron a la puerta.

– ¡Adelante! -gritó Elizabeth, preguntándose qué habría olvidado decirle tía Amanda.

Sin embargo, no era tía Amanda, sino Eileen.

– No…, no te estaré molestando, ¿verdad, Elizabeth? -vaciló en el umbral de la puerta.

– Pues claro que no -le aseguró Elizabeth-. Pasa.

Eileen, que aún llevaba los pantalones caqui de pintar, se sacudió de la ropa un polvo inexistente y se sentó en el borde de la cama con una sonrisa incómoda.

– Quería darte las gracias por haber venido -dijo.

– Ah -repuso Elizabeth dudando entre «Gracias a ti por invitarme», o una respuesta más sincera, como «De nada». Al final optó por permanecer callada.

– Veo que has traído el vestido -murmuró Eileen señalando con la cabeza hacia el armario abierto.

– Sí, claro.

– Lo escogió mamá.

Elizabeth suspiró.

– ¡Pero estoy segura de que te quedará genial! -se apresuró a añadir Eileen-. Tienes un pelo precioso y eres más alta que yo. Te gusta, ¿verdad?

– Sí, es bonito, Eileen. He tenido que arreglarlo, pero ahora ya me va bien. -«Sólo que lo odio», terminó diciendo para sí.

Eileen se relajó un poco.

– Bueno, me alegro. Espero que todo salga bien.

– Seguro que sí. Tú intenta no ponerte nerviosa.

– ¡Eso sí que no! Estoy demasiado contenta para ponerme nerviosa. ¿Has tenido ocasión de hablar con Michael? -Su voz se suavizó al pronunciar su nombre.

– Bueno, sólo en la cena.

– ¿A que es maravilloso?

Elizabeth esbozó una sonrisa nerviosa.

– Sabía que te gustaría -prosiguió Eileen toqueteándose la sortija de compromiso-. Cae bien a todo el mundo. Me gustaría que leyeras algunos de sus poemas, Elizabeth. Son preciosos. Dice que yo le inspiro.

Elizabeth se preguntó cuánto tiempo podría seguir sonriendo.

– A lo mejor consigo convencerle de que haga una lectura de poemas mañana por la noche después de cenar. Ya le han publicado tres en la revista literaria de la universidad. Aunque, naturalmente, no nos leerá el que está escribiendo ahora porque es mi regalo de boda. -Eileen sonrió satisfecha.

A continuación le contó cómo había conocido a Michael y le habló de los preparativos de la boda, en tanto Elizabeth se preguntaba por qué las mujeres se volvían tan engreídas cuando estaban enamoradas. Todas se comportaban como si no importase nadie más que Míster Maravilloso. («Michael estaba en la biblioteca componiendo un poema, así que he pensado venir a verte.»)

– Me siento como la princesa de un cuento de hadas -suspiró Eileen-. Supongo que no lo entiendes, pero es como si hubiese estado encerrada en una torre toda mi vida, como una mera observadora de la vida. Y ahora que ha aparecido Michael, por fin puedo empezar a vivir.

– Bueno, entonces espero que seáis felices y comáis perdices -dijo Elizabeth. Lo deseaba de veras. Su prima ya había sufrido bastante, y quería que las cosas le salieran bien. Y cuanto más se alejase de tía Amanda, mejor.

– Gracias -murmuró Eileen-. Ahora tengo que marcharme a ver si ya ha terminado Michael, pero me alegro de haber hablado contigo. Estamos tan atareados estos días… Supongo que mamá organizará un ensayo para dentro de un par de días.

– Seguro que sí.

– Y acabo de enterarme de que mañana no podré pintar porque viene el señor Simmons.

– Eso he oído -repuso Elizabeth con gran seriedad al recordar el error que había cometido antes de la cena.

– ¡Hacía tanto tiempo que no nos veíamos, Elizabeth! Te acabas de licenciar, ¿verdad?

Elizabeth asintió con un gesto de la cabeza.

– ¡Y me voy a casar antes que tú! ¡Imagínate! Estaba convencida de que tú serías la primera, así que ni siquiera contaba con la herencia…

Elizabeth, que había estado ensayando mentalmente una nueva versión de la historia de Austin, la interrumpió.

– ¿Qué herencia? ¿De qué estás hablando?

– Ah, ¿no te has enterado? Siempre están bromeando sobre el tema.

– Bueno, oí que el abuelo mencionaba algo sobre un «testamento absurdo», diciendo que era exactamente lo que cabía esperar de su hermana, y pensé que tenía algo que ver con tía abuela Augusta, pero hace un montón de tiempo que murió. ¿Qué pasa ahora?

– En los años veinte, en lugar de ingresar en una escuela para señoritas como querían sus padres, ella deseaba casarse con un cantante de country. Por supuesto, el tatarabuelo la repudió cuando se fugó con él. Pero fue muy romántico -suspiró Eileen.

– Bueno, si te dejó una herencia, debía de ser muy rica. ¿Con quién se casó? ¿Con Hank Williams?

– No, qué va. Nadie famoso. Él murió en un accidente de autobús un año después de casarse.

– ¿Murió? ¿Entonces cómo es que era tan rica?

– Invirtió el dinero del seguro en propiedades inmobiliarias en California y ganó una fortuna.

– ¿Y por qué eres tú la que va a heredar ese dinero, Eileen?

– ¿No lo sabías? No paran de tomarme el pelo, día y noche. Según el testamento, el heredero será el primero de sus sobrinos nietos que se case. Y el sábado que viene, ésa seré yo.

– Podrían habérmelo dicho antes. Me habría esforzado un poco más.

Eileen soltó una risita.

– Vamos, Elizabeth, eres tan mala como Geoffrey. ¡Siempre bromeando! De todas formas tampoco es que sea mucho dinero. Sólo unos doscientos mil dólares, después de pagar los impuestos.

– ¿Sólo? -murmuró Elizabeth.

Eileen se puso en pie.

– Bueno, ya te he molestado bastante. Voy a ver si Michael ha terminado. Buenas noches, Elizabeth.

– ¿Qué? Ah, buenas noches, Eileen.

Cuando Eileen abrió la puerta, Geoffrey, que en ese momento subía las escaleras, gritó:

– ¡No cierres! ¡Tengo un mensaje para Elizabeth! ¿Está visible?

Elizabeth asomó la cabeza por el pasillo.

– ¿Qué ocurre?

– Alban se ha ido a casa. Creo que se convierte en calabaza a medianoche, pero…

– ¿Cuál es el mensaje? -preguntó Elizabeth.

– Ahora mismo te lo digo, querida. Es de Alban. Me ha dicho que mañana te pases por allí a las diez y te llevará a recorrer el Albantross. No con estas palabras, claro. ¿Entendido? Bien. Entonces buenas noches. -Se marchó tranquilamente a su habitación.

– ¡Gracias, Geoffrey! -gritó Elizabeth cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.

Eileen Chandler no bajó inmediatamente. Apagó la luz del pasillo y se sentó en el último escalón. Se oía el monótono rumor de la televisión procedente del salón. Eileen suspiró y permaneció en silencio en la acogedora oscuridad. Algo se movió a su espalda. Se volvió bruscamente y se vio a sí misma reflejada en el espejo que había en el rellano. «No hay por qué asustarse», se dijo. Cerró los ojos y se puso a pensar en la conversación que acababa de mantener con Elizabeth. ¿Habría estado convincente? ¿Era así como se supone que hablan las novias? Nadie debía sospechar el miedo que crecía por momentos en su interior. Tenía que actuar con normalidad. Era absolutamente necesario.

Con una cauta sonrisa, se levantó y comenzó a descender la escalera.

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