CAPÍTULO 02

La mansión de los Chandler era una austera estructura de ladrillo georgiano de al menos un siglo de antigüedad, que parecía la versión arquitectónica de un toro Hereford. Los propietarios originales la utilizaron como residencia y como local comercial. Si bien era posterior a la Guerra de Secesión, en el condado era considerada un edificio excepcional, y cuando el periódico semanal de Chandler Grove publicaba el número de Navidad, solía pedir recetas a Amanda a modo de ejemplos de la cocina de la clase alta. Amanda siempre accedía y copiaba concienzudamente unas cuantas recetas de pasteles de los números antiguos de Ladies Home Journal. Ella nunca intentaba cocinarlas, pero el periódico parecía satisfecho.

La casa fue construida por el tatarabuelo de Amanda, Jasper Chandler, poco después de la Guerra de Secesión. La financió con las ganancias de un aserradero fundado por él mismo y que más tarde vendería su nieto, William Chandler, al alistarse en la Marina. Sin embargo William conservó la casa, y allí dejó a su esposa y a sus tres hijas mientras navegaba por distintos océanos.

Años después de la muerte de su tranquila y paciente esposa, William se retiró a su mansión, donde vivía la mediana de sus hijas, Amanda, con su marido y primo segundo, Robert Chandler, un erudito médico rural. William abandonó la Marina físicamente pero no mentalmente, y dada su costumbre de lucir el uniforme a todas horas y de dirigir la casa como si fuera un destructor, los tres hijos de Amanda (Charles, Geoffrey y Eileen) no tardaron en otorgarle el título de «abuelo capitán». Los hijos de su hija Margaret, Bill y Elizabeth, también le llamaban así, pero Alban, el hijo de su hija mayor, Louisa, le llamaba «el Director», como resultado, sin duda, de la educación privada que recibió a instancias de su madre.

Excepto por la adición de cuartos de baño y de otras comodidades, la casa mantenía prácticamente el mismo aspecto que cuando se construyó. Dada la obsesión de Amanda por las antigüedades, estaba decorada al estilo del siglo diecinueve, en realidad la mayoría de los muebles eran los originales. El reloj de péndulo junto a la escalera lo habían traído de Inglaterra en un buque de vela; y las alfombras persas, los objetos de cobre de Benarés y las figuritas chinas daban fe de las andanzas del capitán Abuelo como marino.

Diseminados por toda la casa había unos cuadros geométricos de estilo moderno que, lejos de reflejar los gustos artísticos de los habitantes de la mansión, respondían a los esfuerzos de Eileen como pintora, aunque sin duda resultaban más interesantes para psicólogos que para críticos de arte. De hecho, más de uno de los médicos que habían tratado a Eileen había pasado varios minutos en silencio examinando las confusas formas púrpuras que flotaban sobre fondos grises.

Eileen los había pintado todos antes de ser internada en Cherry Hill y, en los diez meses que llevaba en casa, no había vuelto a tocar los pinceles hasta que comenzó un cuadro que se negaba a mostrar a nadie, puesto que era el regalo de boda de Michael.

En la casa había varios ejemplos de personalidades diferentes: un pequeño estudio que era el dominio del doctor Robert Chandler; un laboratorio de química para Charles, que accedieron a instalarle en la buhardilla a condición de que no les mandara a todos al otro barrio; y un estudio acristalado en el porche para Eileen.

No obstante, el ejemplo más impresionante de la excentricidad de la familia no se hallaba en la casa de los Chandler, aunque era visible desde todas las ventanas de la fachada.


9 de junio

Querido Bill:

Ya estoy en Chandler Grove. Al final he venido en autobús, aunque seguro que había un camino más rápido, tal vez a través del espejo. Por cierto, esto es peor de lo que pensábamos.

Geoffrey me vino a buscar a la estación. Me dio la impresión de que estaba poseído por Noel Coward, aunque ni siquiera eso me preparó para lo que se me venía encima.

Iba yo en el coche de camino a Long Meadows, intentando mantener una educada conversación e imaginando a los hermanos Marx en una versión cinematográfica de este fiasco, con Harpo en el papel de Eileen, cuando, tras doblar la última curva, vi lo que yo esperaba que fuera una alucinación (en realidad ya contaba con tener algunas), pero que resultó ser un monumento a la locura desenfrenada de nuestra familia. Al otro lado de la calle, frente a la sobria mansión georgiana de los Chandler, estaba el mismísimo castillo de Disneylandia, con sus pequeños chapiteles y torreones, y una garita de centinela.

«¡Una copia exacta del grupo arquitectónico original!», pensé al instante, aunque supe de inmediato cuál era la verdadera explicación: Alban.

Dudo que hayas logrado borrar a Alban de tu memoria por completo. Es unos cuantos años mayor que nosotros, así que apenas tuvimos relación con él de pequeños. Yo le recordaba como la pobre víctima de la monomanía de tía Louisa: «¿Estará anémico? ¿Tendrá problemas de adaptación?» ¿Te acuerdas?

Bueno, pues ha heredado el negocio de tío Walter (y afortunadamente a las personas que lo llevan), de manera que vive como un Dios. Descubrió ese castillo cuando fue a Europa con tía Louisa y ha hecho construir una réplica exacta en el prado de los ponis. Ella también vive en él. (Nadie sabe muy bien cómo llamarlo. Geoffrey lo llama «Albania».)

Todavía no he visto a ninguno de los dos. Cuando llegamos a la mansión, le pregunté a Geoffrey si Alban podría estar observándonos desde la torre, tal vez con una ballesta, y él me respondió: «No está en casa. No está izada la bandera.»

Aparte de esto, todo sigue prácticamente igual. En el establo del jardín trasero hay un Ferrari en lugar del poni barrigudo, pero el huerto, el lago y la mansión están tal como los recordaba.

Tía Amanda tampoco ha cambiado.

Cuando entramos en la casa, estaba sentada en el salón de atrás rodeada de un montón de sobres, murmurando: «Tenedores de postre, bandejas, servilletas…» Me redujo al papel de sirviente al instante. «¡Elizabeth! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido! Tenemos tanto trabajo con las invitaciones, los regalos y demás. Y por supuesto, no debemos agobiar a Eileen con todo esto. Está pintando.»

Me ha tocado poner las direcciones en las participaciones de boda, y te escribo esta carta en un pequeño descanso que me he tomado. Todavía no he visto a nadie, de modo que aún no puedo darte una descripción completa de todos los horrores. Te la mandaré con las invitaciones de esta tarde. No tardaré en volver a escribirte, porque quiero obligarte a compartir, aunque sea a distancia, tanto sufrimiento como sea posible. Saluda a Milo de mi parte.

Elizabeth, la Chandlicienta


Charles Chandler estaba sentado en la cama hecho un ovillo con un libro de química abierto y un surtido de varillas y bolitas de colores que iba encajando cuidadosamente. Se parecía a su hermano Geoffrey, tal como le habría pintado el Greco: ascético, demacrado y un tanto desaliñado. Estaba totalmente absorto en su labor, con la música a todo volumen.

Geoffrey apareció en la puerta.

– Ha llegado Elizabeth -anunció a la figura sentada en la postura del loto-. Pensaba subirla aquí a tu habitación, pero mamá la ha enredado con los preparativos de la boda.

Charles asintió con la cabeza, o tal vez estuviese siguiendo el ritmo de la música. Era imposible saberlo.

– De todos modos la verás en la cena -continuó Geoffrey-. Vamos a tomar carne de gorrino, como dices tú, y por lo visto Mildred te está preparando una especie de pienso.

– Estofado de semilla de soja -le corrigió Charles-. Es mucho más sano.

– Pues las vacas comen de eso constantemente y apenas llegan a los veintitrés años. A este paso, puede que no dures ni un mes.

– ¿Quieres saber qué estoy haciendo? -preguntó Charles señalando las bolitas y las varillas.

– Parece un reno -replicó Geoffrey-. Lo que sí me gustaría saber es por qué estás escuchando la Obertura de 1812 & cuarenta y cinco revoluciones por minuto.

– Me ayuda a visualizar los enlaces covalentes-respondió Charles mientras atornillaba otra varilla blanca en una bola-. Estoy construyendo una estructura molecular.

– Me parece perfecto, ¡siempre que no la lances al otro lado de la calle! -Miró hacia la ventana con expresión ceñuda-. Por cierto, Bill no ha venido.

– ¿No? Qué pena. Me habría gustado comentarle mi teoría sobre los protones.

– ¿Por qué no se la cuentas a Satisky? Puede que le mates de aburrimiento y así acabamos con este circo de una vez.

– ¿Qué circo? ¡Ah, la boda! Ahí tienes un enlace covalente. Eileen recibirá su fideicomiso cuando se case, ¿verdad? ¿Crees que Michael sabe que se va a casar con una heredera?

– Dudo que deje de pensar en ello un solo minuto -dijo Geoffrey en tono severo.

– Estoy convencido de que todo saldrá bien -murmuró Charles deslizando el dedo por la página del libro de química.

– No estés tan seguro -repuso Geoffrey en voz baja.


Michael Satisky se había refugiado en la biblioteca del piso de abajo. Estaba sentado en una butaca de cuero disfrutando de su soledad mientras consultaba un libro titulado El valor de las antigüedades que tenía oculto bajo un ejemplar de los Sonetos del portugués. Descubrió que la alfombra de la chimenea era decididamente de Bujará, mientras que los jarrones de la repisa podrían ser reproducciones, aunque no se atrevió a levantarlos para comprobar si había alguna inscripción en la base.

Eileen estaba pintando junto al lago, y afortunadamente se había negado a que él la acompañara o a que viese el cuadro. «Seguro que es un regalo de boda para mí», pensó Michael, al tiempo que se preguntaba si habría una forma diplomática de comentarle lo mucho que le gustaba la artesanía alemana: Leicas, Mercedes, Porsches… Seguro que no, concluyó, pasando una página de los sonetos de Elizabeth Browning. Le había prometido a Eileen un soneto italiano como regalo de boda, pero componerlo le estaba costando más de lo que esperaba. Le habría gustado expresarse en verso libre, que era su estilo habitual, y así poder terminarlo en cuestión de minutos, pero decidió que la formalidad de la ocasión requería un poema más estructurado. Se preguntó si Eileen conocería toda la obra de Browning… «Bueno, tal vez un verso, para empezar…»

¿Cómo era aquello de que «una criatura a la que amas podría olvidarse de llorar»? Le parecía una observación muy acertada. La frágil Eileen, con su aire de niña desamparada, casi se había desvanecido en un frenesí de velos y documentos nupciales.

Michael la había visto por primera vez en un seminario sobre Milton en la universidad. Era una criatura pequeña e insignificante que se sentaba sola y escuchaba el debate con cara de no entender una sola palabra. De modo que le ofreció su amistad y le prometió matar dragones por ella, aunque más tarde se enteraría de que Eileen tenía dinero suficiente como para comprar un batallón entero de mercenarios que acabasen con todos los dragones del mundo.

Después de un semestre viendo películas gratis en la universidad y dando largos paseos por el estanque y la arboleda, Eileen había sugerido tímidamente que la acompañara a casa. Michael se imaginaba una madre viuda y una granja hipotecada, pero ¿quién le iba a decir que acabaría en el mismísimo castillo de Windsor con diez cuartos de baño y una familia compuesta por Clytemnestra, Walter Mitty, Victor Frankenstein y Oscar Wilde? Se estremeció ante sus propias analogías. Empezaba incluso a hablar como ellos.

Decidió que no podía cancelar la boda, ya que el golpe resultaría demasiado duro para el delicado estado mental de Eileen, pero se sorprendió visualizando una luna de miel en Nassau, y luego unos meses de estudio en Oxford sin tener que trabajar y pudiendo dedicarse a escribir… todo ello con el dinero de Eileen.

«Si habéis de amarme, que no sea por nada salvo por amor», escribió con esmero.


Eileen Chandler frunció el entrecejo con aire pensativo ante el lienzo salpicado de pintura. El lado del lago que quedaba en sombras necesitaba más gris, y los árboles no le habían salido muy bien.

Tal vez debería haber pintado el castillo de Alban, ya que él había insistido tanto en que hiciese su «retrato». Sin embargo, cuando Geoffrey comenzó a mofarse de la idea («¡No te olvides de incluir los ratones y las calabazas!»), Eileen optó por pintar el lago. Al fin y al cabo era un regalo de boda para Michael. Esperaba que le gustaran los paisajes. ¿Y si ponía un velero en medio del agua?

No, mejor que no. Estaba convencida de que cometería algún fallo, como un cabo fuera de lugar, y entonces el abuelo «capitán» se pondría pesadísimo. En una ocasión, Eileen le pintó un cuadro del Titanic basándose en la ilustración de un libro, y aun así el abuelo encontró un defecto. Según él era imposible que saliera humo de las cuatro chimeneas a la vez porque una de ellas era falsa y cuando Eileen trató de justificarse enseñándole el libro, él se negó a mirarlo, apartándolo con la mano.

Por supuesto, Michael no se mostraría tan crítico. Casi nunca la ponía nerviosa. Ella se sentía muy segura con él, y muy protegida, como si en cierto modo pudiese al fin ser «ella misma». No es que su familia no la comprendiese. Eso era precisamente lo malo: que la comprendían. Un día en que se acercó temblando a Charles para contarle que había visto rostros de demonios en su ventana, éste le preguntó si alguno de ellos tenía los ojos violeta porque, de ser así, él lo había visto una vez estando bajo los efectos de alguna droga alucinógena. No era nada extraño ver diablos cuando estabas colocado; lo preocupante era que ella los veía aun cuando no lo estaba. Al final la familia se dio cuenta de lo mal que estaba y decidió ingresarla en un psiquiátrico.

En realidad no parecía importarles demasiado que Eileen se curase o no. De hecho apenas notaron ninguna mejoría significativa. En cambio a Michael sí que le importaba. No le hacía ninguna gracia que Eileen oyese voces o que pudiera hacerse daño. Quería que ella fuese una princesita de cuento de hadas y que viviera feliz para siempre.

De repente Eileen reparó en un detalle del lago en el que no se había fijado antes. Con una breve sonrisa, hundió el pincel en la pintura y comenzó a retocar el cuadro.

Mientras trabajaba, se preguntó si no se lo estaría imaginando.

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