CAPÍTULO 07

10 de junio

Querido Bill:

Por favor, fíjate en las señas del remitente que aparecen cuidadosamente impresas en el sobre. Indican que espero una respuesta. Me debes varias cartas, y además necesito comunicarme con alguien en su sano juicio para mantener cierta perspectiva. Desde que estoy aquí tengo tendencia a divagar sobre el clan MacPherson y el levantamiento de 1745, lo cual es bastante preocupante. La mera posibilidad de que conserve esta mala costumbre una vez haya vuelto a casa debería asustarte lo suficiente como para escribirme. ¿O es que te gustaría recibir otra corbata escocesa en Navidad? Seguro que no.

Tengo noticias, así que será mejor que te sientes.

¿Sabías que la hermana del abuelo (tía abuela Augusta) dejó en su testamento doscientos mil dólares al primero de nosotros que se casara? ¡Y nos lo dicen ahora, después de que yo empujara a Austin al estanque de la universidad y cuando Eileen está a un paso del altar! Estoy convencida de que mamá lo sabía, ¿no crees? Probablemente no quería que cayésemos en la tentación de tomar una decisión precipitada, lo cual me parece bastante razonable en tu caso. Tú te habrías casado con Lassie por doscientos mil dólares. Bueno, quizá no con Lassie, pero por lo menos con Peggy Lynn Bateman, que viene a ser lo mismo (nunca me cayó bien).

En realidad la competición estuvo a punto de terminar hace cinco años. Alban iba a casarse con una de las secretarias de la empresa de tío Walter, que por cierto es un cotilleo más de la familia que ignorábamos, o del que no se nos hizo partícipes. Tía Amanda me contó toda la historia «ahora que soy lo bastante mayor para oírla». Sin embargo, no hay gran cosa que decir. Al parecer la chica cambió de opinión unos días antes de la boda y se marchó de la ciudad. Ya sé que estás esperando que haga algún comentario sarcástico, como que tras examinar detenidamente a Alban, entró en razón y se echó atrás. Pero no lo pienso hacer. Lo más probable es que no soportara al resto de la familia. De hecho, no me extrañaría nada que le pagaran para que no figurase en el árbol genealógico de los Chandler. Bueno, el caso es que Alban no está tan mal como pensábamos. En este ambiente hasta parece una persona cuerda y perfectamente normal. Lleva ropa de tenis en lugar de pantalones cortos de cuero, y es bastante agradable. (Dice que soy su prima favorita, lo cual demuestra lo inteligente que es.)

Hoy he ido a visitar su casa, y es realmente preciosa. Por supuesto, le he preguntado por qué ha construido un castillo y me ha respondido que simplemente porque le gustan. También me ha comentado: «Si tuviera una piscina y una televisión con una pantalla de dos metros, ¿me convertiría en una persona aceptable?» Y el caso es que tiene razón. El abuelo me ha estado diciendo más o menos lo mismo: que nuestros chalados primos son excéntricos porque pueden permitirse hacer lo que les dé la gana. Si tuviésemos un montón de dinero, ¿crees que nos volveríamos raros? Estaría más que dispuesta a correr el riesgo.

Bueno, al menos Alban es interesante, por muy raro que sea. Tiene que soportar las puyas de Geoffrey acerca de la casa, pero parece tomárselo bastante bien. Sin embargo, es cierto que no para de hablar del rey Luis. Con la visita a la casa venía incluida una conferencia sobre el monarca, quien al parecer fue un genio y el mecenas de Richard Wagner, el compositor. Alban llegó incluso a preguntarme si creía en la reencarnación, una bromita que no me hizo ninguna gracia habiendo tanto excéntrico a mi alrededor.

Los planes para la boda acaparan por entero el tiempo de tía Amanda. Es como ver a Eisenhower preparando el desembarco en Normandía. Espero que todo salga bien. Estoy preocupada por Eileen. A mí me parece una chica normal (de hecho es la típica cabeza de chorlito en vísperas de su boda), pero Alban cree que podría ser peligrosa. Dice que hubo «episodios violentos» (no especifica cuáles) y que tío Robert la llevó a la doctora Nancy Kimble para que recibiera tratamiento.

La doctora Kimble no vendrá a la boda porque está en Viena, pero Eileen ha invitado al psicólogo que la llevaba en la universidad. ¿Crees que significa algo?

No quiero que preocupes a papá y a mamá con esto, pero la verdad es que estoy un poco nerviosa. Me siento como la protagonista de una novela gótica. El órgano tocará la Marcha Nupcial, y Eileen aparecerá corriendo por el pasillo de la iglesia con un hacha en la mano. Todos se comportan de una forma muy extraña respecto a la boda. Claro que, tratándose de los Chandler, vete tú a saber. En su caso lo raro podría ser lo normal.

¿Te gustaría saber cómo es el novio?

En mi opinión es el típico pelmazo intelectual, la clase de persona con la que suponíamos que acabaría la pobre Eileen. No he hablado mucho con él; sólo le oí hablar de literatura inglesa anoche, durante la cena. Geoffrey no dejaba de meterse con él, lo cual fue bastante divertido. Parece algo pretencioso, pero podrían ser los nervios. ¿Crees que sabe lo de la herencia? Me pregunto por qué estará tan tenso. Seguramente es por la perspectiva de tener a tía Amanda como suegra.

Si se diera el caso de que desapareciera en el último minuto (como esa chica, la prometida de Alban), estate al tanto en los apartamentos por si encuentras un marido apropiado para mí. Por esa cantidad de dinero podría incluso decidirme por Milo. Te prometo que te pasaré una mensualidad.

Faltan nueve días para la boda. Seguramente te volveré a escribir para contarte cómo ha ido. He llegado a la conclusión de que Michael es demasiado tímido para echarse atrás y salir huyendo. Tía Amanda sería capaz de salir corriendo tras él y perseguirlo por los pantanos, aullando.

A ver si te pones un teléfono en el piso. Tú y Milo podríais invertir parte del dinero que os gastáis en cervezas en un teléfono. Escribir cartas es agotador y me ocupa más tiempo del que te mereces. Ahora ya es casi la hora de comer, así que me despido por hoy. ¡Espero una respuesta, Bill!

Con cariño,

Elizabeth


Alguien llamó a la puerta de la biblioteca. Elizabeth metió la carta en el sobre, lo cerró y gritó:

– ¡Adelante!

Eileen se asomó por detrás de la puerta.

– ¿Elizabeth? Pensé que estarías aquí. ¿Estás lista para el almuerzo?

– Sí, sólo tengo que echar esta carta al correo. ¿Llego tarde?

– ¡No, qué va! Sólo he venido a ver si te apetece comer algo. Es que no hay nadie más en casa.

– ¿De verdad?

– Sí. Michael ha dicho que quería ir a la ciudad, a la biblioteca, y el abuelo se ha ofrecido a acompañarle porque quería mirar algo sobre veleros.

Elizabeth se sentó en la cocina mientras Eileen hurgaba en la nevera exclamando: «¡Tomates!», «¡Aceitunas!», e iba colocando los distintos recipientes sobre el mármol. Elizabeth trató de buscar algún tema de conversación animado.

– ¿Cómo te está quedando el cuadro? -preguntó.

– Ah, creo que bien. Esta mañana he trabajado mucho las sombras. Me gustaría poder pintar esta tarde, pero tengo esa cita, ¿qué aliño quieres en la ensalada?

– Salsa vinagreta. -Elizabeth cogió una tabla de madera y se puso a cortar las verduras mientras charlaban.

– Supongo que haremos un ensayo de la boda mañana o pasado -murmuró Eileen.

– ¡Estupendo! -dijo Elizabeth con mucho más entusiasmo del que sentía en realidad-. ¿Estás nerviosa por la boda?

Eileen se mostró cautelosa.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, que si tienes miedo al público. A la mayoría de las chicas les entra el pánico unos días antes de la ceremonia.

– Miedo al público -repitió Eileen quedamente-. Ésa es una buena expresión. Supongo que es así como me siento. Por supuesto que no me da miedo casarme con Michael, pero la idea de caminar por el pasillo de la iglesia en medio de toda esa gente, y después tener que hablar con desconocidos…

– ¡Pero… Eileen! No serán desconocidos. Serán tus amigos, personas a las que tú has invitado a la boda.

Eileen la miró fijamente.

– ¿Tú crees?

Por unos instantes centraron toda su atención en la ensalada. Elizabeth toqueteaba trocitos de tomate con el tenedor mientras trataba de interpretar la respuesta de Eileen. Claro que no serían sus amigos. Tía Amanda se había encargado de mandar todas las invitaciones. Tal vez Eileen ni siquiera tenía amigos, aunque, de tenerlos, sin duda habría que invitarlos.

– Mira, Eileen -dijo Elizabeth rápidamente-. He estado ayudando a tu madre con las invitaciones y sé dónde están las que han sobrado: en la mesa de la biblioteca. Si hay alguien a quien te apetezca invitar, no tienes más que decírmelo y les mandaré una invitación oculta entre las demás. ¡No habrá ningún problema!

– Sólo hay una persona que me gustaría que viniera -dijo Eileen en voz baja.

– ¿Quién?

– Michael.

Elizabeth abrió los ojos de par en par.

– ¡Eileen! No iréis a fugaros, ¿verdad? Porque si te largas a Carolina del Sur después de todo el trabajo que ha habido con los preparativos de la boda, a tía Amanda le da un ataque.

– No te preocupes, Elizabeth. Todo saldrá bien. Si tengo que ponerme ese vestido blanco acorazado y estrecharle la mano a todas las ancianas del condado, lo haré. Valdrá la pena. Siempre vale la pena someterse a la voluntad de mamá.

Habiendo presenciado en alguna ocasión el mal genio de tía Amanda, Elizabeth le dio la razón en silencio. Amanda Chandler podía llegar a ser terrible cuando se le llevaba la contraria. Su familia había aprendido a no discutir con ella, aunque sólo fuese para preservar cierta paz y tranquilidad en la casa. Evidentemente, Robert Chandler llevaba años oponiendo la mínima resistencia, con el resultado de que apenas le quedaban opiniones. «La obstinación es un rasgo interesante -pensó Elizabeth-. Normalmente, cuando a una persona se le mete algo en la cabeza y a nadie más le importa demasiado, suele salirse con la suya.» Sin embargo, Elizabeth había observado que a algunas personas les importaba mucho todo (como qué preparar de cena y a qué hora sentarse a la mesa), de manera que los indiferentes rara vez tenían la oportunidad de escoger. Una frase que había visto impresa en una camiseta describía a Amanda Chandler a la perfección: «¿Cuál es tu opinión frente a millones de las mías?»

– ¡Por el amor de Dios, Eileen! -espetó-. ¡Es tu boda, no la de tu madre! No te dejes dominar.

Llamaron al timbre y en el vestíbulo repicaron las conocidas campanadas de la catedral.

Eileen se levantó y dirigió una mirada nerviosa hacia la puerta.

– Elizabeth, ¿alguna vez has intentado decirle a mi madre algo que ella no quisiera escuchar?

– Em… no.

Eileen sonrió con amargura.

– Pues, yo sí. Hace seis años.

– Seis años… o sea, cuando…

– Llaman a la puerta. Será mejor que abramos al señor Simmons.

Eileen abandonó la cocina con más dignidad que nunca. Elizabeth se quedó tan perpleja que tardó unos segundos en reaccionar.


Si Eileen tuviese que hacerle un retrato, le representaría como un fraile medieval. Su cuerpo gordinflón sería como un barril de vino bajo una sotana marrón, y los bucles rubios alrededor de la calva parecerían una tonsura natural. Las gafas de montura metálica que llevaba caídas sobre la nariz le daban un aire de absurda benevolencia. ¿Existían las gafas en aquella época?

– Lo siento -murmuró Eileen-. ¿Qué ha dicho?

– Necesito que me firme aquí -repitió él tendiéndole otra página impresa-. ¿Quiere que se lo vuelva a explicar? Lo haré encantado.

– No, no hace falta -le aseguró Eileen mientras garabateaba su nombre a toda prisa donde él le había indicado.

– ¿Tiene alguna pregunta? -insistió Simmons-. ¿Sobre el dinero, por ejemplo?

– ¿Cómo me lo van a dar?

Tommy Simmons tosió, nervioso, ya que se lo acababa de explicar.

– Em… mire, señorita Chandler, en cierto modo ya dispone de él. Está en el banco, naturalmente. ¿Le gustaría que la informase de posibles inversiones o planes de ahorro?

– No, hoy no, por favor.

Simmons comenzó a guardar los papeles en su maletín.

– Bueno, entonces creo que esto es todo…

– Señor Simmons…

– ¿Sí? ¿Desea saber alguna cosa más?

– Me gustaría hacer un testamento.

Él parpadeó, incrédulo. ¿De dónde habría sacado semejante idea?

– ¿Sería posible? Ahora que me voy a casar, he pensado que debería hacerlo.

Simmons echó un vistazo al interior de su maletín y respondió:

– Bueno… supongo que podríamos redactar un esbozo ahora y hacer que lo pasaran a máquina para que pueda firmarlo después.

– Es muy simple. Ya lo tengo escrito. Sólo necesito que le dé forma legal, o que haga lo conveniente para que sea oficial. Si me disculpa, ahora mismo voy a buscarlo. -Salió apresuradamente de la habitación.

Tommy Simmons se reclinó en el sofá y suspiró, con cansancio. Se preguntó si los padres de Eileen estarían al corriente de aquello. En realidad no tenía importancia, puesto que se trataba del dinero de Eileen y ella era mayor de edad, pero aun así le incomodaba actuar sin el consentimiento de la familia. Al decir «simple», Eileen se referiría seguramente a un testamento a favor del novio. Sería mejor no redactar el documento definitivo hasta después de la boda, para mayor seguridad. Volvió en sí con un sobresalto, al recordar que no se hallaba solo en la habitación. La prima, o lo que fuese, que seguía sentada en el sofá, acababa de dejar a un lado la revista que estaba leyendo y lo observaba fijamente. Simmons esbozó una leve sonrisa.

– ¿Ha venido para la boda?

– Sí.

– Eileen es encantadora. Será una novia preciosa.

«Ya que -terminó Simmons en silencio-, si cubres un espantapájaros con suficiente raso y encaje, hasta puede quedar presentable.»

Se preguntó cómo sería el novio. La breve noticia que había aparecido en el periódico local apenas decía nada de él. Simmons volvió a mirar a la prima. Pensó que quizá debería añadir algún comentario galante sobre lo guapa que estaría vestida de dama de honor, pero mientras buscaba la forma de formular dicho cumplido sin que pareciera que intentaba ligar, Elizabeth abordó otro tema.

– ¿Le gusta dedicarse al derecho?

– Em… sí, está bien. Es mucho mejor que estudiarlo. Son menos horas.

– No hacen falta muchas mates, ¿verdad?

– ¿Cómo? ¿Matemáticas?

– Cálculo, o trigonometría, o algo parecido.

– Em… no. -Simmons comenzó a dudar que aquélla fuese realmente una prima de Eileen. De pronto empezaron a desfilar por su mente imágenes de Cherry Hill.

– ¿Y en qué se especializó en la universidad?

– En historia.

– Ah, como mi hermano. Ahora también está haciendo derecho. Yo soy licenciada en sociología.

– Ah. -Simmons seguía intentando coger el hilo de la conversación.

– ¿Conoce a algún abogado que sea licenciado en sociología?

– No.

– Me lo imaginaba. Normalmente si quieren ampliar estudios eligen Historia o Ciencias Políticas. Aun así, parece una profesión interesante. ¿Surgen muchos casos importantes en una ciudad tan pequeña?

– Lo que más hacemos son escrituras y testamentos.

– A mí me parece más interesante el derecho penal, llevar casos en los que todo depende de ti, ¡como en los asesinatos!

Simmons sonrió. Debía tragarse el mismo discurso en cada evento social al que asistía. Mientras le servían vasos de ponche, le comentaban que sería muchísimo más interesante para él practicar el derecho penal en Atlanta. Normalmente Simmons tan sólo sonreía y asentía con la cabeza, pues le suponía demasiado esfuerzo explicar que los peces gordos acusados de asesinato contrataban a abogados famosos y experimentados (lo cual no era su caso), mientras que los pobres debían conformarse con profesionales designados por el tribunal que necesitaban el trabajo y cobraban una miseria.

Puede que las escrituras y los testamentos no fuesen muy emocionantes, pero al menos le permitían llevar una vida tranquila, con un montón de tiempo libre para jugar a tenis, y de vez en cuando surgía un caso fuera de lo común que servía de anécdota social.

– ¿Le interesa el derecho? -preguntó Simmons en tono educado.

Elizabeth frunció el entrecejo.

– No lo sé. Aunque he estudiado sociología, todavía no he decidido qué voy a hacer. Hice un curso sobre criminología en la universidad, pero me decepcionó bastante. Eran casi todo estadísticas.

En ese preciso instante apareció Eileen, seguida de Mildred.

– Sólo será un minuto, lo prometo, y luego podrás guardar la compra. Sólo necesito que firmes una cosa.

– ¿Firmar? -exclamó Simmons poniéndose en pie. Tenía la desagradable sensación de que la entrevista se le estaba yendo de las manos.

– Aquí lo tiene -dijo Eileen entregándole una hoja escrita con letra infantil-. Le he pedido a Mildred que haga de testigo para que el documento sea legal hasta que usted redacte el definitivo. Elizabeth, tú también podrías firmarlo.

Simmons frunció el ceño.

– Mire, señorita Chandler, no creo que sea conveniente…

– No tienen por qué leer lo que he escrito, ¿verdad?

La pregunta sobre el procedimiento le despistó.

– ¿Cómo? No. Sólo están atestiguando el hecho de que su firma es auténtica, pero…

– De acuerdo. ¡Y ahora miradme bien! -Eileen alzó el bolígrafo y lo agitó como si se tratara de la varita de un mago antes de realizar su próximo número. Cuando todos le prestaban atención, imprimió su firma en la parte inferior de la hoja de color rosa, trazando con cuidado el punto sobre la i con un pequeño círculo.

«Oh, Dios mío -pensó Simmons-, es de las que ponen círculos sobre la i. No veía nada parecido desde que iba al colegio. Apuesto a que este testamento es algo serio. ¡Seguro que hasta ha incluido su colección de sellos!» Intentó calmar su susceptibilidad profesional recordándose que ganaría veinticinco dólares la hora por redactar el documento.

– Muy bien -dijo-. Ahora que ya lo ha firmado, que lo firmen ellas. Si quiere puede tapar el texto con una hoja de papel. Algunas personas lo hacen. -Le tendió un folio-. Así. Tápelo todo excepto el lugar donde quiere que firmen. Pero yo de usted esperaría a tener el documento oficial. Lo digo en serio.

Eileen negó con la cabeza.

– No. Quiero hacerlo… como prueba de que me voy a casar de verdad. Es una especie de ceremonia preliminar.

«Así Michael quedará satisfecho -pensó-. Se dará cuenta de que lo del dinero es cierto, de que será nuestro dentro de nada. Después de esto no cambiará de opinión. Aunque de todas formas no iba a hacerlo. Me quiere mucho, me lo dice constantemente.»

– Por favor, no se preocupe, señor Simmons -agregó-. Sólo es cuestión de unos días, hasta que esté listo el oficial. Todo saldrá bien. Quiero decir que no me pasará nada.

Simmons parecía escandalizado.

– ¡Claro que no! -dijo de inmediato-. Eso es evidente. Pero debe comprender que esto es un poco irregular. Las posibilidades de que haya un pleito en el caso de que…

Pero Eileen, que ya tenía el documento cubierto con la hoja en blanco, indicó a Elizabeth y a Mildred que se acercaran a firmarlo. Después de un momento de duda, ambas se inclinaron y firmaron con su nombre al pie de la página, tras lo cual Eileen se la entregó al abogado.

– Muchísimas gracias por dedicarme su tiempo -le dijo mientras lo acompañaba a la puerta.

– Le deseo toda la felicidad del mundo. Piense en esa maravillosa boda que le espera, y procure olvidarse de testamentos y además asuntos legales.

Eileen asintió con gran seriedad. Cuando por fin se hubo marchado Simmons, se apoyó en la puerta y suspiró aliviada. «Ahora ya puedo irme a pintar.»


Elizabeth estuvo sola en casa casi toda la tarde. Amanda y Louisa aún no habían regresado de su expedición a las tiendas; el doctor Chandler telefoneó para decir que no volvería hasta la hora de la cena; y no había ni rastro del abuelo ni de Michael. Se preguntó de qué habrían hablado de camino a la biblioteca del condado. Geoffrey se había marchado a un ensayo a eso de las dos, y Elizabeth había declinado cortésmente acompañarle. Charles y Eileen debían de estar en algún lugar entre la casa y el lago.

Acababa de terminar el libro que se había traído y se encontraba en la biblioteca tratando de dibujar el castillo de Alban para mandárselo en una carta a Bill.

Se preguntó dónde estaría Alban. Le había visto marchar en coche una hora antes sin su raqueta de tenis. Sostuvo en alto el dibujo y lo examinó. Aunque las líneas estaban un poco torcidas y fallaban las proporciones, al menos Bill se haría una idea general. «Alban debería proporcionar postales», pensó con una sonrisa. Después de lo mucho que se habían reído de él, le resultaba extraño que fuese un chico normal, y hasta simpático. El castillo ya no le parecía tan raro como al principio, posiblemente a raíz de las explicaciones de Alban. Decidió no dibujar el dragón que tenía pensado poner en primer plano, pero sí que incluyó una pequeña bandera en lo alto de la torre con su propia versión de un lema muy apropiado: «El hogar de un hombre es su castillo.»

Fue hasta la ventana para contar de nuevo las ventanas de la torre… y comprobar si estaba el coche de Alban.

No, no estaba allí, pero otro automóvil acababa de llegar a casa de los Chandler: un pequeño Volkswagen verde que Elizabeth no había visto antes. Observó al conductor salir del coche y dirigirse hacia la puerta principal. Era un hombre corpulento de unos treinta años y cabello oscuro, vestido con una camiseta amarilla que decía: «Jung de espíritu.» [1] Alzó la vista hacia la casa, luego contempló el castillo de Alban y sacudió la cabeza.

Cuando Elizabeth comprobó que efectivamente venía a casa de los Chandler, fue corriendo a la entrada y aguardó a que sonase el timbre.

«¿Quién será? -se preguntó-. El cura, seguro que no. A lo mejor es alguien de Cherry Hill que ha venido para la boda. A tía Amanda le encantaría. No creo que sea de por aquí si le sorprende Albania. ¿Quién más tenía que venir?»

Tardó unos segundos en averiguarlo.

– Pase, doctor Shepherd. Soy Elizabeth MacPherson, la prima de Eileen.

– Muchas gracias. No estaba seguro de que fuese aquí. -Echó un rápido vistazo por encima del hombro-. ¿Qué es eso de ahí enfrente?

– Es el castillo de mi primo Alban -contestó Elizabeth amablemente-. ¿Le gustaría pasar a la biblioteca? Puedo preparar algo de café. No hay nadie más en casa, pero no creo que tarden en llegar.

El doctor Shepherd la siguió hasta la biblioteca, deteniéndose tan sólo una vez para echar un vistazo al cuadro en tonos grises y negros que había en el pasillo.

– Tía Amanda acaba de enviarle una participación de boda -dijo Elizabeth sentándose en la butaca-. ¡Ayer mismo! Es imposible que la haya recibido ya.

– Tienes razón. Aún no me ha llegado. Eileen me dio una invitación escrita a mano y un mapa antes de que acabaran las clases. Ya sé que me he adelantado unos cuantos días, pero es que… las circunstancias han cambiado -explicó Shepherd con aire incómodo.

Elizabeth abrió más los ojos. ¡Las circunstancias habían cambiado! Recordó la descripción que Alban había hecho de Eileen: «Sumamente peligrosa.» ¡Su inquietud estaba pues justificada!

– ¿Quién… quién le ha llamado? -preguntó con un hilo de voz.

– ¿Que quién me ha llamado? Nadie. Ha sido una estupidez. -La observó detenidamente-. Creo que acepto la propuesta del café, si no te importa. Y entonces, si quieres, te lo contaré todo. Ha sido un viaje realmente increíble.

La acompañó a la cocina y se quedó mirando cómo ella llenaba la tetera de cobre y buscaba en los armarios el café instantáneo y las tazas.

– ¿Ha tenido algún problema con el coche?

– No -replicó él sentándose en un taburete-. Ahora estoy de vacaciones. Tengo que volver a la clínica para la temporada de verano, pero antes me he tomado unos días libres y, en lugar de ir a mi casa de Nueva York, he pensado venir a la boda y hacer un poco de turismo por el camino. Eileen es una chica estupenda. ¿Dices que eres su prima?

– Sí. Mi madre y la suya son hermanas.

– El caso es que no parecía tener muchos amigos, y sé que ha sido muy duro para ella intentar adaptarse, así que le prometí que vendría a la boda. De todas formas, siempre había querido visitar esta parte del país… desde que de pequeño vi Lo que el viento se llevó.

Elizabeth asintió con la cabeza, reprimiendo las ganas de reír.

– Bueno, el caso es que antes de ayer alquilé una cabaña en un enorme parque nacional, en la montaña. Ya sabes, para estar en comunión con la naturaleza. Yo soy de ciudad, pero algunos de mis colegas no paraban de machacarme para que me apuntara a un club de excursionismo, y pensé: «Coño, ¿por qué no intentarlo?» Y hace dos noches, estaba yo tumbado en la cama leyendo un libro, cuando de repente vi pasar una cosa negra por encima de mi cabeza. Sólo la vi de reojo, pero dejé caer el libro del susto que me pegué y, cuando volvió a pasar, ¡me di cuenta de que era un murciélago! El asqueroso hijo de puta daba vueltas por mi habitación. Solté un chillido y salí corriendo hacia el baño, pero el maldito bicho me persiguió y se plantó en la puerta mirándome fijamente, de manera que no pude salir.

– ¿Por qué no se fue de la cabaña?

– No llevaba mucha ropa, ¿sabes? Hacía mucho calor. Así que me asomé a la ventana del cuarto de baño y grité, esperando que me oyesen: «¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude! ¡Me tiene atrapado!»

Si bien Shepherd mantenía un tono de voz absolutamente serio, Elizabeth, al darse cuenta de que él era consciente de lo absurdo de la situación, se echó a reír de tal manera que apenas le dejó terminar la historia. Cada vez que trataba de imaginarse al voluminoso Shepherd desnudo y atrapado por un murciélago en un cuarto de baño, se carcajeaba cada vez más fuerte.

– ¿Se parecía a Bela Lugosi? -logró preguntar Elizabeth.

Shepherd frunció el entrecejo.

– Bueno, podría haber tenido la rabia, ¿sabes? En fin, el caso es que al cabo de un par de minutos (yo seguía en el váter librando una guerra de miradas con Ojitos Brillantes), alguien echó abajo la puerta de la cabaña de una patada. Era un tipo que me había oído chillar mientras intentaba reparar su coche. Y cuando levanto la mirada, me lo encuentro en el marco de la puerta con una pistola y gritando: «¿Dónde está?»

– Y entonces le enseñó el murciélago.

– Bueno, sí. La verdad es que no pareció muy impresionado.

– ¿Y le disparó al pobre… digo, al monstruo?

– No. Bajó la pistola, me miró con desprecio, lo espantó y se largó. Por fin pude ponerme los pantalones y marcharme de allí. Por suerte aún no había deshecho la maleta.

– ¿Qué le pasó al murciélago?

Shepherd suspiró.

– Me fui pitando, así que no tengo ni idea. Sólo sé que tiene pagado el alquiler hasta el domingo.

– Doctor Shepherd -dijo Elizabeth-, aquí se sentirá usted como en su propia casa.


Lo que Amanda Chandler sintió al ver al recién llegado fue imposible de determinar a partir de su comportamiento. Cuando regresó de su expedición, a las cuatro de la tarde, cargada de paquetes y preguntando dónde estaba todo el mundo, Elizabeth fue a recibirla al vestíbulo y le susurró al oído que el doctor Shepherd estaba tomando café en la biblioteca.

De inmediato su tía esbozó una sonrisa glacial que no se reflejaba en su mirada. Entró en la biblioteca dando grandes zancadas y emitió un cordial saludo con los brazos abiertos, incluso después de haber visto la camiseta amarilla de Jung.

– ¡Es un auténtico privilegio tenerle con nosotros!

El doctor Shepherd se disculpó por haber llegado antes de lo previsto y atribuyó el cambio de fecha a «un accidente imprevisto en un parque nacional», ante lo cual Amanda se mostró muy comprensiva, negándose rotundamente a que él se hospedara en el Motel de Chandler Grove.

– ¡Pero si tenemos más espacio que ellos! -le aseguró con una sonrisa maliciosa-. Y por favor, no vaya a pensar que lo hago por pura amabilidad. Es más bien egoísmo; quiero tenerle aquí mismo, para que podamos conocerle bien. Además, es muy probable que nuestros invitados de fuera de la ciudad ocupen las habitaciones del motel. Así pues, asunto resuelto. Se queda con nosotros.

Shepherd, que no estaba acostumbrado a esta forma de hospitalidad sureña, estilo ataque relámpago, sucumbió con voz perpleja y fue al coche a recoger sus cosas. Apenas se hubo marchado, la sonrisa de Amanda se desvaneció.

– ¿En qué estaría pensando Eileen? -murmuró observándole desde la ventana-. Es del todo imposible que alguien así comprenda los problemas de… de…

– ¿De qué, tía Amanda? -preguntó Elizabeth.

Al recordar de pronto que su sobrina se hallaba presente, Amanda recuperó su fantasmagórica sonrisa de antes.

– ¡Elizabeth! -exclamó melosa-, vas a pensar que tengo algo en contra de los yanquis después de todos estos años, ¡pero es que hay que ver!… En fin, querida, ¿podrías ir a la cocina y decirle a Mildred que seremos uno más para cenar? Me temo que no le va a hacer ninguna gracia, pero dile que somos simples mártires de lo imprevisible.

– Mártires… -murmuró Elizabeth mientras se alejaba, sacudiendo la cabeza-. Bill va a alucinar con esta frase.

Cuando regresaba de la cocina, se encontró a Shepherd en la entrada, cargado con una maleta marrón y un montón de libros bajo el brazo.

– ¿Quiere que le lleve algo? -se ofreció Elizabeth.

Shepherd hizo un gesto negativo. -Supongo que mi habitación está arriba.

– Sí. Es la tercera a la izquierda.

Shepherd dejó sus pertenencias en la silla del vestíbulo.

– No hay prisa -dijo-. No sabes lo interesante que es todo esto para mí. Conocer a las personas que forman parte de un ambiente social del que he oído hablar durante meses.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

– ¡No me diga que Eileen le ha estado hablando de la familia! No me mencionaría, ¿verdad?

Shepherd esbozó una amplia sonrisa.

– La gente siempre me pregunta eso mismo. Y no te lo puedo decir. En serio. Apuesto a que me harán la misma pregunta una docena de veces en estos días.

– Eso seguro.

– ¿Dónde está Eileen?

– En el lago, supongo. Está pintando un cuadro para el novio. No me pregunte cómo es, porque nadie lo ha visto. -Se inclinó hacia delante para susurrarle en tono misterioso-: ¿Cree que es normal?

– Claro que sí -replicó Shepherd alegremente-. Le quitaría toda la emoción al regalo si todos lo viesen antes de la boda. Es una reacción muy común. ¿Está el novio por aquí?

– Se ha ido a la biblioteca. ¿Le conoce bien?

– No, qué va. Sólo le he visto una vez, cuando vino a buscar a Eileen después de una sesión.

– Bueno, ya los conocerá a todos durante la cena.

– ¿A él también? -preguntó señalando hacia Albania.

– Con toda probabilidad -repuso Elizabeth-. Pero no se sorprenda si resulta que está cuerdo.

– Mira, cuando tienes tanto dinero, no te vuelves loco, sólo excéntrico.

Oyeron que se abría una puerta en la otra punta de la casa.

– ¡Eileen! -gritó Amanda-. ¡Ven aquí, cariño! ¡Ha llegado uno de tus invitados! Ve a verlo tú misma. Está en el vestíbulo.

Al cabo de un momento apareció Eileen Chandler, vestida con una bata manchada de pintura. Parecía cansada y tensa. En cuanto vio a Shepherd sonriéndole, se puso rígida y le clavó la mirada, boquiabierta.

– Hola, Eileen. Sólo…

– ¡No! ¡No le quiero aquí! ¡No quiero saber nada de usted! ¡Lárguese! -gritó, y se marchó a su habitación llorando histéricamente.

Elizabeth y el doctor Shepherd intercambiaron miradas de asombro.

Amanda, que venía detrás de Eileen y acababa de presenciar la escena, se acercó corriendo al doctor Shepherd y dijo:

– Doctor Shepherd, le ruego disculpe el comportamiento de mi hija. Semejantes modales son imperdonables por muy nerviosa que esté por lo de la boda. Y voy a decírselo ahora mismo.

– No, por favor. No hace falta que se disculpe, señora Chandler. Es normal que Eileen esté tensa estos días. Es mucho más importante comprender…

Le interrumpió un fuerte estruendo procedente del piso de arriba, al que siguieron más llantos.

– ¿Había por casualidad un espejo allá arriba?

Amanda asintió con severidad.

– Sí, lo había.

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