CAPÍTULO 13

Si bien el domingo fue un día de descanso respecto a las pesquisas de la ley, para Elizabeth resultó ser el más tedioso. A pesar de que todos parecían empezar a reponerse del impacto de la muerte de Eileen, los que ya de por sí tendían a dramatizar habían terminado con los nervios de punta.

Ya se habían enviado todas las participaciones de la defunción y estaba todo listo para el funeral, de manera que las tareas diarias ya no eran excusa para eludir la tragedia, que se hacía sentir más que nunca ahora que no había nada que hacer en todo el día.

Durante el desayuno nadie había pronunciado palabra, originando una gran tensión. Amanda presidió la mesa, convertida en una feroz antítesis de su anterior condición de anfitriona, pues parecía ofenderse cada vez que alguien probaba bocado, como si les reprochara su falta de sensibilidad por osar comer en presencia de su dolor. Ella tan sólo tomó unos sorbos de café y se puso a desmenuzar en el plato una tostada reseca.

Después del desayuno, mientras los demás se disputaban las distintas secciones del diario de Atlanta, Amanda apareció en la puerta con un traje negro de lino y unos guantes, y les informó de que faltaba una hora para la misa.

Satisky masculló algo como que «respetaría el sabbat quedándose en casa», y Geoffrey, nada más captar la referencia, le espetó:

– Entonces ¿no deberías estar celebrándolo en algún jardín de Amherst, en Massachusetts?

Cuando los Chandler parecían resignados a renunciar a sus respectivas secciones del periódico y subir a cambiarse, Carlsen Shepherd comentó que, de camino a Chandler Grove, había visto una antigua iglesia baptista en Milton's Forge que tenía pinta de ser interesante, y preguntó si a alguien le apetecía acompañarle. Lo dijo mirando a Elizabeth, quien aceptó su invitación de inmediato.

Media hora más tarde, ambos se encontraban en el coche de Shepherd camino de Milton's Forge. El doctor tenía un aspecto más presentable que de costumbre, ya que se había puesto un traje de tres piezas de color azul marino.

– No sabía que estuviese interesado en las iglesias antiguas -observó Elizabeth.

– Es que no lo estoy, pero he pensado que a los dos nos vendría bien salir un poco.

– ¿También le sacan de quicio? -preguntó Elizabeth con aire incrédulo.

– Claro. Y por favor, no digas «Pero si usted es psiquiatra». Dame un respiro. Yo trato a mis pacientes, no convivo con ellos.

Elizabeth asintió con la cabeza.

– Es como esperar una tormenta, ¿verdad? A veces me gustaría que a tía Amanda le diese un ataque de histeria para terminar de una vez por todas.

– A lo mejor le da uno ahora, mientras estamos fuera. Por cierto, les he dicho que tal vez no volveríamos a tiempo para el almuerzo. ¿Te parece bien?

– ¡Ya lo creo que sí! Apenas he podido tragar nada en el desayuno con la cara que ponía tía Amanda.

– Es un momento muy difícil para estar allí como huéspedes. A ver cuándo acaba el sheriff con todo esto para que podamos marcharnos.

– ¿Cree que tendremos que quedarnos hasta que encuentren al asesino? -preguntó Elizabeth, a quien aún no se le había ocurrido dicha posibilidad.

– No lo sé. Me preguntaron qué opinaba de lo sucedido, pero es difícil adivinar por qué la mataron sin conocer apenas su situación familiar.

– Yo pensaba que usted sabía algo más.

– No olvides que sólo llevaba un año tratándola. Fue con la doctora Kimble con quien siguió la mayor parte de la terapia. Yo sólo era alguien con quien hablar por si tenía problemas de adaptación. No tratamos a fondo el tema de su infancia, ni nada parecido.

– Bueno, ya que es psiquiatra, ¿no se imagina quién puede haber hecho una cosa así?

Shepherd esbozó una amplia sonrisa.

– ¿Te refieres a relacionar la serpiente con impulsos de Edipo y ese tipo de cosas?

– Bueno…, supongo que sí.

– Pero no se pueden descartar las coincidencias. A lo mejor el asesino ni siquiera sabía que había una serpiente en el bote. O tal vez sólo la mataron por dinero, y el criminal aprovechó la hora y el lugar. Lo siento, pero me temo que el sheriff tendrá que resolverlo él solo.

– La psiquiatría parece muy interesante. Al margen del crimen, quiero decir. ¿Le gusta?

Elizabeth estuvo pensando en la psiquiatría como posible carrera hasta que llegaron a la iglesia, y después de la misa volvió a considerarlo ante un buen plato de pollo frito en el Brody's Roadside Inn.

– Ya es casi la una y media -le dijo Shepherd cuando terminaron de comer-. ¿Qué hacemos? ¿Volvemos?

– ¿Qué alternativa hay?

– Bueno, hay un pequeño museo histórico en Milton's Forge. Podríamos visitarlo. Ya sabes, colchas y cerámicas. Ya que estoy aquí me gustaría hacer un poco de turismo.

– ¿Qué atracción turística puede haber que sea comparable a la que tenemos delante de casa?

– Puede que Alban nos proponga una visita.

– No debería bromear con esto -observó Elizabeth con una mirada de culpabilidad-. Me dijo que era su prima favorita, y a mí no se me ocurre otra cosa que burlarme de él. Se lo conté a mi hermano Bill, y me contestó que Alban tiene el mismo gusto en cuestión de primos que a nivel arquitectónico.

– Tu hermano parece encajar perfectamente en la familia.

– Es un verdadero zoo. No entiendo por qué se ha metido usted aquí. ¿Por qué vino?

Shepherd parecía incómodo.

– ¿Sabes? Me extraña que nadie me lo haya preguntado antes. No voy a todas las bodas de mis pacientes. Se podría decir que esta vez tuve un presentimiento.

Elizabeth le clavó la mirada.

– ¿Quiere decir que… sabía…?

– ¡No, por supuesto que no! No me refería al asesinato. Soy muy perspicaz, pero no tengo poderes sobrenaturales. Sólo presentía que esta boda no saldría bien. Por lo poco que había visto a Satisky y lo que había oído de la familia, pensé que… bueno, que surgiría algún problema, y decidí venir y adoptar una postura neutral por si me necesitaban. Y en el caso de que sucediese lo peor (o sea que se anulara la boda), pensé que Eileen me necesitaría.

– Ha sido un gesto muy amable por su parte -murmuró Elizabeth.

– Ética profesional -dijo Shepherd poniéndose de pie-. ¿Qué? ¿Nos vamos a un museo?


Cuando Shepherd y Elizabeth regresaron a casa después de pasar varias horas admirando artesanía colonial, no encontraron a nadie salvo a Mildred, quien les informó de que la familia se había marchado a la funeraria Todd & O'Connor para ver el cuerpo de Eileen. El forense había autorizado su traslado hasta allí aquella misma tarde.

– ¿Cree que deberíamos ir? -preguntó Elizabeth en voz baja.

– ¿Tú quieres ir?

– No. -Se estremeció sólo de pensar en el revuelo emocional que se armaría en la funeraria.

– Entonces no vayas. Espérate a mañana. Creo que he visto un tablero de ajedrez en la biblioteca. No es un juego nada frívolo, ¿verdad? Ni siquiera en una casa que está de luto. Vamos. Así te distraerás un poco.

Estuvieron jugando hasta pasadas las nueve de la noche, cuando el resplandor de los faros del coche hizo que se escabulleran a sus respectivas habitaciones.

A la mañana siguiente, el doctor Shepherd aceptó una invitación de Robert Chandler para visitar el hospital del condado y conocer a algunos médicos locales.

Elizabeth pasó la mayor parte del día leyendo en su cuarto. Le aterrorizaba la idea de sentarse a la mesa a la hora de la cena, pues sería una nueva ocasión para que se desatara todo el melodrama familiar. Se le ocurrió incluso saltarse la cena por completo, pero, tras unos minutos de deliberación, decidió que su presencia tal vez calmaría un poco los ánimos. Si con ello era capaz de evitar una escena desagradable, lo mejor sería asistir.

Cuando bajó a las cinco y cuarto, se encontró a Geoffrey en el pasillo, a punto de entrar en el comedor.

– ¡Ah! ¡Estás aquí, Elizabeth! Hoy te has comportado como una ermitaña, ¿verdad? ¡Muy inteligente! ¿Quién sabe quién será el siguiente?

– No tiene ninguna gracia -dijo Elizabeth con el ceño fruncido-. Lo que pasa es que no aguanto el drama en la vida cotidiana tan bien como tú.

– Entonces te horrorizará saber que el espectáculo de esta noche consiste en un número de Tommy Simmons en calidad de abogado, seguido de las maravillosas hazañas mentales del sheriff Rountree.

– ¿Vienen a cenar?

– No, gracias a Dios. Pero nos han convocado a todos en el salón a las siete. Intenta no pensar en ello; te podría sentar mal la salsa holandesa. El estrés es fatal para la digestión.

– ¿Y ahora qué quiere Rountree?

– He solicitado el puesto de Watson -dijo Geoffrey adoptando una pose-, pero mi propuesta no ha sido muy bien recibida. -Luego añadió, en tono más serio-: ¿No pretenderás que lo sepa? Imagino que será para algo trivial.

– Sí, supongo que sí. Ya ha hablado con todos nosotros.

Entraron en el comedor, donde Amanda y el abuelo estaban ya sentados, conversando en voz baja. Elizabeth se dirigió a la otra punta de la mesa, donde se encontraban Charles y el doctor Shepherd. Geoffrey comenzó a seguirla, pero de pronto pareció recordar algo y se marchó corriendo.

Volvió al cabo de un momento, agitando un sobre azul y blanco.

– ¡Casi se me olvida, Elizabeth! Has recibido esto esta mañana. Creo que es una oferta de esos periódicos de supermercado para que cuentes tu versión del asesinato.

Cuando le entregó el sobre, todos se quedaron mirándola mientras lo abría. Elizabeth leyó el mensaje dos veces, y volvió a meter el telegrama en el sobre.

– ¿Es de Margaret? -preguntó Amanda.

– No -murmuró Elizabeth-. De Bill.

– Supongo que es para decirte cuándo vendrán al funeral.

– Bueno… aún no están seguros.

Alban apareció en la puerta.

– ¡Ya estáis a punto de cenar! Vaya. ¿Vuelvo más tarde?

Aunque la pregunta estaba dirigida a Amanda, fue el abuelo quien respondió.

– Puedes quedarte, Alban. Acabo de recibir una llamada de Wesley Rountree y va a venir a hablar con nosotros esta noche. Además Tommy Simmons ha solicitado una reunión familiar, a la cual también asistirá Wes.

– ¿Qué? ¿Te quedas a cenar? -preguntó el doctor Chandler.

– Sí, si no es una molestia. ¿Queréis que llame a mi madre y le comente lo de la reunión? -Se dirigió hacia el lado de la mesa donde se hallaba Elizabeth.

– Sí, por favor, Alban -repuso Amanda-. Ya le he dicho esta mañana lo de Simmons, pero tal vez necesite que se lo recuerden. Me ha comentado que no se encontraba muy bien.

– No. Hoy casi no ha salido de su cuarto.

– Quizá debería acercarme a verla -dijo el abuelo en voz baja.

Amanda apretó los dientes y dijo:

– Claro que, si hay alguien aquí que debería recluirse, ésa soy yo. No os podéis ni imaginar la tensión que he pasado…

– ¿Es que no podemos tener una sola comida en paz? -espetó su marido.

– Robert, ¡tengo derecho a expresar mi dolor! Y me preocupa que el asesino de mi hija esté…

– ¿Qué quieres? ¿Que lo cojan? -tronó el abuelo-. ¡Pues yo no!

Para Michael Satisky, la discusión se convirtió de pronto en una mezcolanza de voces estridentes desprovista de todo sentido. Estaba intentando pensar en Eileen. Debería sentir algo de dolor. Estaba convencido de que si lograse superar la tensión de verse obligado a permanecer en aquella casa, y el terror de que la policía detuviese al «sospechoso preferido de la familia», sentiría lástima por Eileen. Cada vez que trataba de pensar en ella, experimentaba un gran alivio por haberse librado de una complicada relación, y ahora que ya no podía sucumbir a la tentación de disponer de tanto dinero, volvería a ser la misma persona sincera y espiritual de siempre. Los dragones de la pobreza eran mucho más fáciles de combatir que los monstruos que acechaban a Eileen. Así pues, se alegraba de haberse liberado del compromiso, pero a la vez le preocupaba no sentir la pérdida de la triste princesita que había amado. Estaba convencido de que bajo sus inquietudes personales estaba totalmente destrozado. ¡Por supuesto que sí! Una persona con su perspicacia y su sensibilidad podría tardar años en reponerse de semejante tragedia. Tal vez si compusiera un delgado volumen de poemas… «La dama del lago y otros poemas», de Michael Satisky… Se dejó llevar por sus pensamientos a un plácido mundo de imágenes y símiles.

– Hola, Elizabeth. Apenas te he visto últimamente -dijo Alban sentándose a su lado.

– Bueno, ayer estuve en una iglesia con Carlsen, y luego visitamos un museo. -Se sorprendió al notar que se sonrojaba.

– Ya -repuso Alban en voz baja y, sin decir palabra, comenzó a comerse la ensalada.

Elizabeth se quedó mirando su plato mientras pensaba en algo de que hablar. No es que tuviese la mente en blanco, sino todo lo contrario: abundaba en posibles temas de conversación. «¿Estás celoso de que saliera con el doctor Shepherd?» «¿Cuándo es la encuesta judicial?» «¿Tendremos que asistir?» «¿Crees que alguno de nosotros es un asesino?» Dado que ninguno de estos temas daría pie a conversaciones pacíficas, trató de apartarlos de su mente y pensar en algo más neutral. Estaba preocupada por Geoffrey. A pesar de sus joviales y agudos comentarios de antes, llevaba un buen rato callado, lo cual no era nada propio de él. Podía tratarse de una muestra de tacto (tal vez había renunciado a su tendencia natural a atormentar a algunos de los comensales), aunque era bastante improbable que Geoffrey hiciese algo por motivos altruistas. En ese preciso instante, su rostro no expresaba más que una cortés indiferencia. A Elizabeth le habría gustado saber cuál era su verdadero estado de ánimo.

De pronto Charles levantó la vista de su plato de arroz con calabaza y comentó sin dirigirse a nadie en particular:

– La verdad es que encuentro reconfortante la idea de la muerte como la gran benefactora de la humanidad. La muerte ha hecho posible la selección natural, lo que a su vez provoca una mejora de los genes. La reproducción por mitosis simplemente duplica el organismo existente.

Geoffrey golpeó su plato con el tenedor y se marchó corriendo del comedor.

– ¡No vayas tras él! -dijo Shepherd cuando Elizabeth se levantó de la silla-. Con lo que se esfuerza en mantener esa endeble fachada, no le haría ninguna gracia que lo vieras sin ella.

– Estaba tan callado. Me pregunto en qué estaría pensando.

– Creo que le ha afectado mucho lo de Eileen. Le he estado observando y yo diría que, como a la mayoría de las personas que utilizan su ingenio como una defensa, a Geoffrey le impone mucho respeto… como decirlo… la verdadera inocencia. Se mostraba muy protector con su hermana.

– ¿Le habló Eileen alguna vez de él? -preguntó Elizabeth.

– No deberías preguntarlo -respondió Shepherd con una sonrisa.

– Pero tiene razón -intervino Alban-. Geoffrey era siempre muy comprensivo con Eileen.

– No se puede decir lo mismo de su forma de tratar a los demás -espetó Satisky.

– Es verdad que no oculta sus sentimientos -dijo Shepherd-, y me parece admirable que los tenga.

Satisky esbozó una sonrisa maliciosa.

– A no ser que necesite montar un número… por otras razones.

Alban dejó violentamente su taza de café sobre la mesa y exclamó:

– ¡Ya basta! ¿Queréis dejar de hablar del asesinato? Si no pensamos tanto en ello, el tiempo lo arreglará…

– El tiempo… es… ¡relativo! -apuntó Charles espaciando las palabras y amenazando a Alban con el tenedor.

Alban parecía dispuesto a saltarle encima cuando de pronto se controló.

– Lo siento de veras -musitó-, pero es que todo esto me está sacando de quicio. No me gustan las discusiones. Nunca me han gustado. Creo que la gente debería resolver los problemas de una forma civilizada. No soporto que se revuelva el pasado.

Elizabeth lo miró con fijeza. ¿Que se revolviera el pasado? De modo que la actitud de Alban respecto a Eileen se reducía a «cuanto menos se mencione, antes se olvidará». Se preguntó si Alban se mostraría tan indulgente si le rompieran alguna de sus valiosas antigüedades… aunque en realidad Eileen no es que valiese mucho. No era más que una joven insulsa, ni siquiera lo bastante guapa como para resultar de interés para las revistas del crimen.

Elizabeth dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó y dijo:

– Tendréis que disculparme.


Tardó media hora en encontrar a Geoffrey. Fue a buscarle a su habitación, a la de Eileen y por los alrededores de la casa antes de que se le ocurriese mirar en el desván donde solían jugar de pequeños. Se acordó de él cuando regresaba del huerto de manzanos y vio la ventanita redonda bajo el alero de la casa. Solían imaginar que era la portilla del Nautilus. El otro lado de la buhardilla había sido transformado en un pequeño laboratorio para Charles, aunque ahora éste apenas lo usaba. Pero la parte que había sido el Nautilus (y Richmond y Valhala) no había cambiado. Se preguntó si Geoffrey habría pensado en ello.

Elizabeth subió corriendo la estrecha escalera que conducía a la buhardilla. La puerta no estaba cerrada con llave. La luz de la tarde que se filtraba por las ventanas le permitió ver los baúles de disfraces y los juguetes abandonados que ocupaban el lugar.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio a Geoffrey sentado contra la pared del fondo; tenía las rodillas dobladas y se las cogía con los brazos. Ni siquiera levantó la mirada.

Elizabeth vaciló unos instantes. No se le daba muy bien consolar a los demás, sobre todo cuando se trataba de un dolor cuya magnitud no compartía. En tales ocasiones su conversación era forzada y planeaba cuidadosamente cada uno de sus gestos. «Tal vez mi compañía le haga sentirse peor -pensó-, pero al menos el ambiente no será tan desagradable como en el comedor.» Si bien el pesar de Geoffrey la incomodaba, la actitud de los demás le parecía repugnante. Si hubiera habido otra persona capaz de ayudarlo, no se habría preocupado de intentarlo ella misma, pero no era ése el caso.

Apartó una muñeca vestida de novia y se sentó al lado de su primo.

– Pensé que habrías venido a Valhala -murmuró.

– Yo era Frey y tú eras Brunhilda, la Valquiria. ¿Crees que sacamos todo eso de Alban? Deberíamos haber jugado a los dioses griegos, Elizabeth. En el Olimpo no había muerte.

– Siento lo que han dicho ahí abajo. Yo también he tenido que marcharme.

– Me temo que esta noche no voy a ser muy buena compañía. Se me han agotado todas las reservas de ingenio frente a las adversidades. Pronto volveré a estar en forma, no te preocupes, pero… ahora no -añadió con la voz quebrada. A Elizabeth le aterrorizaba la idea de que rompiera a llorar.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó por fin. Geoffrey suspiró.

– En nada y en todo. Creo que ayuda pensar en un montón de cosas distintas a la vez, para que no te dé tiempo a obsesionarte con ninguna de ellas. -Se puso a tocar la muñeca amarilla vestida de novia que yacía boca abajo en el suelo y dijo-: Ésa era la princesa Grace. Eileen se pasaba horas jugando a las bodas reales. Un día cogió a Hans, nuestro viejo gato, y lo vistió de príncipe con la ropa de las muñecas. Naturalmente él salió huyendo y tuvimos que perseguirlo por toda la casa, pero no hubo manera de alcanzarlo. Me pregunto si Eileen tenía miedo de que se le escapara su príncipe.

– Yo creo que sí -dijo Elizabeth sin atreverse a añadir nada más.

– Yo también. Y pienso que nos echaba la culpa por ello.

– ¿A vosotros? ¿Por qué?

– Bueno, porque… Me da la impresión de que Michael empezó a dudar cuando vino a esta casa, y…

– Tú no eres muy amable con él, ¿sabes?

– Yo no soy amable con nadie, pero es que él se mostraba intimidado y servil. Eileen quería al arcángel san Miguel, para que acabara con su dragón, y a él le asustaba hasta su propia sombra. ¡Menudo san Miguel!

– ¿Crees que fue él quien la mató? Perdona, supongo que prefieres no hablar de ello.

– Así es, aunque aún no estoy intentando asimilar lo del asesinato, sino el tema de la muerte en general. Y el hecho de que a nadie parezca importarle.

– Tu madre…

– ¡Mamá! Sí, está interpretando de maravilla su papel de madre afligida, ¿verdad? Pero creo que en realidad se siente aliviada. Después de todos estos años, por fin tiene una buena razón para ser desgraciada. Un dolor legítimo en el que recrearse. Y todos los demás han adoptado una actitud muy correcta y formal.

– A lo mejor es que no exteriorizan sus sentimientos. Tú tampoco lo haces.

Geoffrey soltó una risa amarga.

– ¿Ah, no?

– Estabas muy unido a Eileen, ¿verdad? -Elizabeth se esforzaba por comprender esta nueva faceta de Geoffrey. ¿Cómo se sentiría ella si Bill hubiese muerto? De entrada, indignada, pero era incapaz de pensar más allá.

– Sí, estábamos muy unidos -repuso Geoffrey con la mirada perdida entre los juguetes diseminados por la habitación-. Eileen era buena, la única persona realmente buena que he conocido nunca. Y no era una pose para agradar a los demás. Supongo que te sorprende que valore una cosa así, ya que mi atractivo reside en lo perverso que soy. Me las apaño porque soy listo. Pero lo cierto es que me imponía respeto la bondad de mi hermana. Ella siempre sabía cómo hablar a los demás. Yo en cambio no tengo ni la más remota idea. Si veo que el otro no es muy ingenioso, procuro mostrarme educado hasta que termina la conversación. ¡Por Dios! Eileen sabía más cosas de la misma criada que yo de Charles.

Elizabeth se preguntó de pronto cuál era la diferencia entre la ternura y la ingenuidad no intelectual, pero le pareció una reflexión bastante desconsiderada por su parte. «La bondad -pensó-. Bueno, sea lo que fuere, yo tampoco la tengo.»

– No dejo de pensar en su muerte -siguió diciendo Geoffrey-. Me tendría que haber pasado a mí, ¿no crees? Un día tendría que haber soltado una broma de más y haber recibido una buena paliza de algún miembro enfurecido del club de bridge. ¡Maldita sea! Ahora ella está muerta y lo único que puedo hacer es analizarlo.

– Cada uno siente las cosas a su manera -dijo Elizabeth con ternura.

– ¡Ojalá estuviese seguro de que lo siento! Una parte de mí se distancia de mi cuerpo para observar mi sufrimiento y comprobar si lo que digo suena a tópico. Eileen no era así. Si yo hubiera muerto, ella estaría llorando por mí.

– No te va a servir de nada sentirte culpable.

– Ahora no, ya lo sé. Es irónico que Alban vaya soltando ese verso de Macbeth: «Un día u otro había de morir.» Yo ni siquiera puedo decir eso. No creo que Eileen hubiera logrado nunca ser feliz, pero me habría gustado que al menos no lo hubiese pasado tan mal en la vida. Yo podría haber sido más comprensivo con ella. Podría no haber procurado sacarle lo peor a ese pobre llorón que trajo a casa.

– ¿Por qué le odias tanto?

– Si te lo digo no lo entenderás -replicó Geoffrey mirándola a la cara-. Ni siquiera ella lo entendía.

– Dímelo de todos modos -insistió Elizabeth.

– ¡Porque es un irreflexivo! Ésa no es la palabra adecuada, pero es la que más se le aproxima. No supo apreciar lo que tenía. Es que… hay tan pocas personas buenas y auténticas en el mundo que hay que cuidarlas, porque son un verdadero milagro. Y él no se dio cuenta de lo especial que era Eileen. Pensaba que no era más que una chica tímida y trastornada, y creía hacerle un favor casándose con ella. ¡Un favor! Ella le adjudicó un alma. ¡Eileen vio a un príncipe maravilloso y encantador en un pedazo de alcornoque!

Elizabeth reflexionó unos instantes. Estaba de acuerdo en que la visión que Eileen tenía de Michael no acababa de cuadrar con la realidad, pero se preguntó por qué le afectaría tanto a Geoffrey.

– A lo mejor él sólo veía un reflejo de sí mismo -dijo Elizabeth lentamente-, o tan sólo aquello que quería ver. Quería pensar que le estaba haciendo un favor…

Geoffrey asintió con la cabeza.

– Y yo quería ver a alguien que me quisiera incluso cuando no me hacía el gracioso. Dime, Elizabeth, ¿tú cómo veías a Eileen?

– Creo que no la veía en absoluto.


Tommy Simmons, ataviado con un sobrio traje de lana de color gris marengo, estimó que ofrecía una imagen adecuada de eficiencia y dignidad. Vestir de negro habría resultado un tanto exagerado. Moduló la voz adoptando un tono bajo y reverencial, y procuró tener el aspecto de quien considera que el dinero no es importante en un momento así, pero que hay que mantener cierta formalidad. Un profesor suyo había dicho en una ocasión que todos los abogados eran actores frustrados.

Afortunadamente, esta vez no le resultaría difícil actuar, puesto que su público se empeñaba en guardar las apariencias. Mientras preparaba sus papeles, observó a los Chandler, pálidos y erguidos, que aguardaban sentados a que comenzase la reunión. Se había visto obligado a retrasarla unos minutos, hasta que llegaron Geoffrey y su atolondrada prima. Ahora que todos le prestaban la debida atención, pensó que había llegado el momento de comenzar. Esperaba que todo fuese sobre ruedas, ya que, por mucho que le gustase actuar, no soportaba los melodramas.

– Como saben, he venido a hablar de los bienes (si es que podemos llamarlos así) de la señorita Eileen Chandler. -Hizo una pausa para aclararse la garganta antes de superar el primer obstáculo-. Em… espero que a nadie le moleste la presencia del sheriff Rountree y de su ayudante Taylor en esta reunión familiar. Como abogado, me atrevería a decir…

– Hemos pensado que así le ahorraríamos la molestia al señor Simmons de volver a repetirlo todo -dijo Rountree desde la puerta-. Bueno, si a nadie le importa.

El doctor Chandler esbozó una leve sonrisa y dijo en voz baja:

– Pasa, Wes.

Cuando entraron en la habitación, Taylor parecía caminar de puntillas por la gruesa moqueta azul. Habían dispuesto el juego de café de plata en la mesa junto a la ventana, y el doctor Chandler les indicó que se acercasen a ella. Con la ayuda del doctor Shepherd, cogieron unas tazas y unas servilletas del aparador y se sirvieron un café. Amanda Chandler permanecía sentada en el sofá, con aire indiferente.

En cuanto los agentes se hubieron sentado, Tommy Simmons volvió a tomar la palabra.

– Ésta no es más que una reunión extraoficial para tratar de las finanzas que atañen… -echó un vistazo a sus papeles- a la familia directa. -Hizo una pausa a la espera de una respuesta.

– Entonces será mejor que me disculpen -dijo Elizabeth de inmediato. Se marchó apresuradamente antes de que a nadie se le ocurriese una buena razón para detenerla.

Alban, que se disponía a levantarse antes de que Elizabeth abriera la boca, se dirigió al doctor Shepherd.

– Creo que también pueden prescindir de nosotros, doctor. ¿Por qué no nos vamos a dar una vuelta?

Shepherd echó un vistazo a los tensos rostros que tenía alrededor y asintió con la cabeza. Cuando se levantaron, Wesley Rountree se inclinó hacia el doctor Chandler y le dijo:

– Robert, déjame decirte esto cuanto antes. Vamos a tener que dragar el lago por la mañana. ¿Me das tu permiso?

– Claro, Wesley -susurró Chandler. Indicó a Simmons que continuase. Pero, antes de proseguir, el abogado miró al sheriff para obtener su consentimiento. Wesley sonrió y asintió con la cabeza. Tan pronto como Alban y Shepherd cerraron la puerta, Simmons comenzó:

– Siempre he pensado que en las situaciones difíciles lo mejor es que las partes implicadas se sienten a hablar del tema…

Amanda levantó la cabeza bruscamente. Pareció ver por primera vez al abogado y espetó:

– ¡Yo no considero que la muerte de mi hija sea una situación difícil!

Simmons parecía ofendido.

– Estaba hablando en términos legales.

– ¿Y se dispone a hacer una lectura dramática del testamento? -preguntó Geoffrey.

– Es un testamento bastante inusual. Lo escribió ella misma, ¿saben? y…

– ¡Todas las mujeres de esta familia escriben testamentos absurdos! -exclamó el capitán-. No hay más que ver la estupidez que escribió Augusta. Por cierto, ¿dónde está Louisa?

– Ha llamado para decir que no se encontraba bien -respondió Charles.

– Su presencia no es necesaria. Aquí no se la menciona-dijo Simmons.

Michael Satisky se ruborizó. Notó cómo todos le miraban, aunque no levantó la vista para comprobarlo. Se preguntó si debería pedir permiso para retirarse, pero pensó que con ello no haría más que llamar la atención.

– Creo que será mejor que lea esto de una vez -dijo Simmons. Sostuvo en alto la hoja de papel, miró con aire nervioso a todos aquellos rostros expectantes, y acometió la lectura del documento-: «Ésta es mi última voluntad. Yo, Eileen Amanda Chandler, que estoy en plena posesión de mis facultades mentales a pesar de que algunos piensen lo contrario, considero que para la persona fallecida, un testamento es una forma de consolar a aquellos que la echarán de menos. Al abuelo, le dejo el barco de madera que me hizo cuando era pequeña, junto con mi agradecimiento. Capitán, "que nadie se lamente cuando me haga a la mar". A papá le dejo mis cuadros, porque decía que le gustaban. A Charles, mi retrato, por si ya se ha olvidado de mí. A Geoffrey le dejo mis animalitos de peluche, ya que a menudo me consolaban cuando los necesitaba. Quiero que mamá se quede con el maniquí de la habitación de coser y con toda mi ropa; tal vez así no se dé nunca cuenta de que me he ido. Y a Michael Satisky, mi futuro esposo, le dejo el dinero de la herencia de tía Augusta y mi copia de Sonetos del portugués, con todo mi amor. Firmado: Eileen Amanda Chandler.» -Simmons alzó la mirada para indicar que había terminado.

Amanda Chandler ya se había puesto en pie.

– ¿Esto es lo que usted considera una broma? -siseó-. ¡Mi hija jamás le escribiría algo tan ofensivo a su madre!

Simmons le tendió la hoja de papel y replicó:

– Está escrito a mano. Pueden examinarlo si lo desean. -Entonces se dirigió a Satisky, que tenía la mirada clavada en el suelo, con aire aturdido-. Naturalmente, no tenía derecho a legar la herencia de su tía abuela puesto que no llegó a casarse.

– Ella lo sabía -murmuró Satisky sin levantar la vista.

– Robert, ¿qué querría decir con eso? -inquirió su mujer-. ¡El maniquí! ¡Yo siempre fui una buena madre! -Alzó el tono de voz y estuvo a punto de caerse de bruces, pero recobró el equilibrio agarrándose al brazo del sofá-. Será desagradecida…

El capitán y el doctor Chandler se levantaron rápidamente y acudieron a su lado exclamando:

– ¡Amanda! ¡Ya basta!

– ¡Es una aberración que me haya dejado una cosa así! -le chilló a Simmons.

– ¡Amanda! ¡Cállate! -El doctor Chandler intentó hacerla sentar de nuevo en el sofá, pero ella se soltó con brusquedad y siguió gritándole a Simmons.

– Discúlpela -dijo el capitán-. Está fuera de sí.

– Lo comprendo -repuso Simmons, quien arrugó la nariz al oler a distancia el desagradable aliento a bourbon.

– Será mejor que la subamos a su cuarto -dijo el abuelo rápidamente.

Michael y los jóvenes Chandler presenciaron la escena con aire cohibido, mientras que el sheriff y su ayudante optaron por mantenerse al margen y actuar como si no pasara nada. Al tratarse de una discusión familiar, Wesley indicó a Clay disimuladamente que permaneciera sentado. Cuanta menos atención les prestaran, menos violenta resultaría la situación.

Simmons guardó el documento tomándose un tiempo excesivo en abrir la carpeta y cerrar el maletín con llave. Tampoco le parecía apropiado que un extraño presenciara tal escena.

– ¡Se ha reído de mí! ¡Siempre me echó la culpa a mí por haberla internado, Robert! ¡A ti nunca! ¡Qué va! -Amanda alzaba más la voz por momentos y se volvía cada vez más incoherente. Por fin lograron llevarla, medio a rastras, hasta la puerta.

Incapaz de reprimir su curiosidad, Clay Taylor miró de soslayo a Geoffrey, quien le devolvió una mirada impasible. Clay giró la cara de inmediato.

– ¿Qué hacemos, Wes? ¿Nos vamos? -susurró.

– No podemos -repuso Wesley en voz baja-. Necesito comentarle al doctor lo del lago, aunque la verdad es que siento mucho tener que molestarle. Como si el pobre no tuviese ya bastantes problemas.

Clay asintió con la cabeza.

– Eso seguro.


Elizabeth se hallaba ante la pared cubierta de libros frente a la chimenea, deslizando el dedo por los diferentes títulos. Entre clásicos encuadernados en cuero y novelas de guerra manoseadas, encontró una enciclopedia. Su mano vaciló al llegar al volumen marcado con la «L», pero en lugar de cogerlo siguió examinando el resto de la biblioteca. Sin embargo, aquellos minutos más de búsqueda no le sirvieron de nada, puesto que había muchos libros sobre barcos, decoración, y numerosos volúmenes de medicina, pero apenas vio obras de historia o biografías: De manera que decidió consultar la enciclopedia.

Cuando se hubo acomodado en el sillón orejero con el libro en el regazo, se metió la mano en el bolsillo de la falda y sacó el telegrama. «Si es una broma, lo mato», pensó.

A través de la puerta entornada, alcanzaba a oír débilmente los gritos de la otra habitación, y se preguntó qué habría escrito Eileen en el misterioso testamento para provocar semejante discusión. Sin embargo, se alegró de no haberse quedado a presenciar la escena. Más tarde le pediría a Geoffrey que le contara lo sucedido, pero de momento el mensaje de Bill la intrigaba más que la repartición de los bienes de Eileen.

Volvió a leer el telegrama:

«LEE LA HISTORIA DEL REY LUIS/CUÉNTASELO AL SHERIFF/TÚ NO TE METAS. BILL

¿Qué significaba aquello? Al principio pensó que se trataba de una adivinanza satírica para comunicarle cuándo llegaría su familia para el funeral, o bien de una provocación para que hiciese de detective. En ocasiones el sentido del humor de Bill se asemejaba al de Geoffrey por lo rocambolesco que era. No obstante, cuanto más examinaba dichas posibilidades, menos plausibles le parecían. Cuando Elizabeth le contó por teléfono lo del asesinato de Eileen, Bill no se lo había tomado a broma, sino todo lo contrario. «CUÉNTASELO AL SHERIFF/TÚ NO TE METAS.» Bill no solía darle órdenes tan apremiantes. La expresión «TÚ NO TE METAS» le recordó al día en que empezó a arder la alfombrilla de la chimenea. Ambos se abalanzaron sobre ella al mismo tiempo, pero él la apartó de un empujón y le gritó: «¡Tú no te metas!» Elizabeth corrió a la cocina por una jarra de agua pero, cuando volvió al salón, él ya había logrado apagar las llamas. Bill tuvo las manos vendadas durante una semana. Elizabeth sonrió al recordar el comentario que hizo su padre sobre el incidente: «Bill debería utilizar parte de su valor como entrada para comprar un poco de prudencia.»

Volvió a mirar el mensaje y suspiró, preguntándose si valdría la pena llamar al encargado de los apartamentos donde vivía Bill para ponerse en contacto con su hermano y pedirle una explicación.

Sin embargo, decidió no molestarle y seguir las instrucciones del telegrama. Pero ¿qué era lo que tenía que decirle al sheriff? ¿Darle una lección de historia sacada de la enciclopedia? ¿Qué tendría eso que ver con el asesinato? De todas formas ella ya tenía intención de informarse acerca del rey Luis por si Alban se volvía a meter con el príncipe Carlos Eduardo. Con aire resignado, Elizabeth abrió el volumen diez de la enciclopedia y comenzó a leer el artículo sobre el rey Luis II de Baviera.

El artículo sólo ocupaba media página y venía acompañado de una pequeña fotografía de un joven con el mentón huidizo luciendo un elegante uniforme militar. «Parece un soñador -pensó Elizabeth-, como los que hoy en día leen novelas de ciencia ficción y hacen de magos o de paladines en los juegos de rol.» Se preguntó qué habría hecho aparte de construir castillos de cuento de hadas en su insignificante reino. Leyó la entrada dos veces, la segunda más despacio, siguiendo con el dedo cada palabra del último párrafo. Ahí debía de estar la conexión con la muerte de Eileen, pero no acababa de encontrarla. Tal vez el sheriff supiera adónde pretendía llegar Bill. Elizabeth dejó el telegrama entre las páginas del libro y abandonó la habitación.


Al estar sentado más cerca de la puerta, Clay Taylor fue quien percibió que llamaban con unos toquecitos. Se puso el lápiz detrás de la oreja, indicó a los demás que permanecieran sentados y se levantó para ver quién era. Mientras tanto, al ver que el doctor Chandler y el abuelo tardaban tanto, Wesley había decidido organizar el dragado del lago, y se encontraba al teléfono ultimando los preparativos.

– Bueno, pero ¿dónde está Hill-Bear, Doris? ¡Necesito hablar con él! -gritó.

Clay se apresuró a abrir la puerta.

– ¡Ah, hola! -dijo con una sonrisa al ver que era Elizabeth-. ¿Quieres pasar?

– Me gustaría hablar con el sheriff -dijo buscándolo con la mirada.

Le vio inclinado sobre una mesita hablando por teléfono con aire excitado, aunque la conversación que mantenía quedaba ahogada por el murmullo de voces de la otra punta de la habitación, donde Tommy Simmons estaba hablando con Geoffrey y Charles. Entretanto, Satisky hojeaba sin el menor interés una revista de decoración.

– Wes está hablando por teléfono -dijo Taylor-. Ha llamado a Doris para pedirle el número de la patrulla de salvamento, después de pedirle permiso al doctor Chandler para dragar el lago. Yo creo que podríamos haberlo hecho de todos modos, puesto que se trata de un homicidio, pero Wesley dice que «no hay que andar a paso de carga cuando se puede ir de puntillas». Así que se lo hemos preguntado, y naturalmente nos ha dicho que sí. Ahora el sheriff lo está organizando todo para mañana por la mañana. -Hizo una pausa al advertir que ella no le prestaba atención-. ¿Te puedo ayudar en algo?

– No lo sé -contestó Elizabeth-. En realidad tenía que hablar con el sheriff, pero… ¿dónde está el doctor Shepherd?

– Se ha marchado justo después de ti. Él y Alban… digo, el señor Cobb, han dicho algo de ir a dar una vuelta por el lago. Supongo que sabían que esta reunión…

Elizabeth le entregó el libro y le dijo:

– Mira, no puedo esperar más. Asegúrate de que lea esto nada más colgar. También hay un telegrama. ¡Estaré en el lago!

– Pero no has… -comenzó Taylor, que se encogió de hombros cuando ella salió disparada. Se apoyó en la puerta y empezó a pasar las páginas del libro.

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