—Tras la desaparición...






—Tras la desaparición de Aurora, mi suegra decidió establecerse definitivamente en la finca de caza, y con ella pululando a todas horas por allí no encontré la forma de volver a contratar como guardeses a los padres de Yedra. Ni siquiera conseguí acceder a la documentación de la casa, ya que la guardaba bajo siete llaves un celoso y estúpido administrador que no aceptaba órdenes más que de la señora Mercedes... Y como tenía muy claro que esa documentación era la única forma de seguir el rastro de Yedra, no se me ocurrió más que una solución válida que decidí poner en práctica lo antes posible.

—¿Lo mataste...?

—¿Al administrador...? No, a él no, ¿para qué? Al fin y al cabo tan solo cumplía con su deber.

—¿Estás queriendo decir con eso que a quien mataste fue a tu suegra?

Se encogió de hombros.

—Le ahorré años de sufrimientos, porque lo cierto es que entre la artritis, un principio de demencia senil y un sinfín de enfermedades más estaba ya para los leones; se pasaba el día rezando para que le permitieran reunirse con su marido y su hija, y quiero suponer que en el fondo me debió agradecer que le permitiera cumplir con sus deseos.

—¿Y cómo lo hiciste?

Sonrió como un niño travieso.

—Secreto de sumario. A todos los efectos murió por causas naturales, y lo cierto es que después de lo que le hice lo natural era que se muriese. Y como en el testamento de Aurora se especificaba que al fallecimiento de su madre todo pasara a mí, me convertí de inmediato en el señor de la casa, con libre acceso a la documentación de un desconsolado administrador que al día siguiente tuvo que empezar a buscar trabajo.

—Un sistema verdaderamente expeditivo.

—Mucho. El éxito de un cazador, y en cierto modo yo había decidido convertirme en cazador, estriba en tener una infinita paciencia a la hora de acechar a la presa, y una fulgurante reacción cuando se presenta la oportunidad de abatirla.

—¿Habías decidido convertirte en cazador o en depredador?

—Llámalo como quieras. El camino hasta llegar a convertirme en la Bestia Perfecta fue largo y complejo pero a medida que avanzaba por él fui lo suficientemente honrado como para aceptarme a mí mismo y reconocer que lo que estaba haciendo no me producía el menor remordimiento sino más bien un indescriptible placer morboso. Por lo tanto decidí dejar de lado cuanto no tuviera relación con lo único que en verdad me importaba: recuperar a una maravillosa criatura sin la cual la vida no merecía ser vivida.

—¿Te refieres a la niña, o al hecho de masturbarte con el ojo pegado al visor de un telescopio?

—No malgastes tu ironía conmigo. No me afecta, y lo único que conseguirás es que decida no continuar con mi historia; el hecho de masturbarme no era más que el último peldaño de un amor sin límites que me obligaba a sentirme diferente del resto de la humanidad. Puedes estar seguro de que si Yedra hubiera estado desnuda ante mí, ni tan siquiera la hubiera tocado.

—¿A qué se debió entonces el posterior cambio de actitud?

—A que cuantas niñas conocí, secuestré, violé o asesiné más tarde, no eran Yedra; puede que se le pareciesen físicamente, pero no lo eran. Nadie fue o será nunca como ella.

—De acuerdo. Sigamos. ¿Qué ocurrió luego?

—Que encontré la documentación referente a sus padres, pero como había pasado mucho tiempo desde que Aurora los despidiera ya no vivían en la dirección que habían dejado para que les remitiera el correo. —Su voz se quebró en un sollozo al señalar, como si aquella hubiera sido la mayor catástrofe del último siglo—: Pasaba el tiempo, me estaba volviendo loco, pero nadie parecía capaz de proporcionarme información sobre mi niña.

Se me antojó patético.

La pedofilia es en sí misma patética; pero en aquel caso y aquellas circunstancias además de patético consideré que resultaba obsceno, cruel y al propio tiempo ridículo que aquella sollozante babosa admitiera los más espantosos crímenes con pasmosa sangre fría pero, no obstante, comenzara a lloriquear por el hecho de que no había conseguido encontrar al infantil objeto de su desmesurada adoración.

No pude por menos que lanzar una furtiva ojeada a Andrea y Jimena, que se mantenían en silencio, sentadas como siempre en el banco de piedra, preguntándome qué pasaría por sus mentes al escuchar que todo cuanto semejante basura humana les había hecho sufrir, y los hermosos años de vida que les había robado, se debían a que el muy cretino se había empecinado en divinizar a una mocosa a la que ni siquiera se había atrevido a aproximarse.

Ambas le observaban sin apartar la mirada de su rostro, y en sus ojos por lo general inexpresivos se podía leer, no obstante, una lógica mezcla de ira, odio y estupor. Si sus manos les hubieran sido útiles le habrían estrangulado, si sus dientes les hubieran sido útiles le habrían desgarrado la yugular a mordiscos, y si sus uñas les hubieran sido útiles le hubieran arrancado los ojos.

Su dulce infancia, su esperanzada pubertad, sus primeros e inquietantes escarceos amorosos, sus posibles hijos y sus también posibles nietos se habían malogrado por culpa de la supuesta armonía de los gestos de una inocente niña polaca.

Cuando se juzga a un asesino, tan solo se le juzga por las vidas que ha arrebatado y repito una vez más que ello se me antoja injusto, porque en realidad se le debería juzgar por las otras muchas vidas que sus actos pueden haber abortado.

En el transcurso de mis largas conversaciones con Alicia, esta solía referirse al futuro que había imaginado para su hija, quien, tal vez influenciada por las peculiares características de Cuenca, siempre había señalado que de mayor quería estudiar arquitectura con el fin de poder restaurar sus incontables edificios históricos.

Sueños e ilusiones rotas, vidas truncadas y un dolor tan profundo que no me siento capaz de expresar con palabras, menos aún con palabras escritas, puesto que cuando se consuela de viva voz, esa voz muestra la intensidad de nuestras emociones, mientras que ningún papel ha demostrado nunca sensibilidad a la hora de llorar.

Aquel impotente sí que era capaz de llorar por su idolatrada chicuela, aislándose del océano de sufrimientos que había causado y en el que evidentemente las muertes ajenas carecían de importancia frente al hecho de que él no pudiera volver a hacerse pajas observando de lejos cómo una niña chapoteaba en una piscina de plástico.

Jimena y Andrea parecían preguntarme en silencio por qué razón le permitía seguir viviendo, y lo cierto es que tan solo se me ocurría una respuesta: su vida no bastaba para pagar todo el horror de sus culpas.

Era, sin duda, una parte importante de la factura, pero no el montante de su totalidad.

Cien de sus repugnantes vidas no hubieran compensado por las hermosas vidas actuales y futuras que destruyó, y por lo tanto me esforcé por vencer el impulso de comprar cartuchos nuevos, cargar la vetusta escopeta de caza que se enmohecía hacía una década en un armario y descerrajarle un tiro en la cara acabando con aquella sucia historia de una vez por todas.

Y una vez más hice de tripas corazón al preguntarle:

—¿Continuaste buscándola?

—¿Qué otra cosa podía hacer? Contraté a los mejores detectives y no reparé en gastos, pero reconozco que durante la larga espera comencé a aficionarme a los más humillantes sucedáneos.

—¿Sucedáneos? ¿Qué quieres decir con eso de «sucedáneos»?

—Fotografías.

—¿Fotografías de niñas desnudas? ¿Dónde las conseguías?

—Primero en el mercado negro y más tarde en internet. La oferta es muy amplia y bastan algunos euros y unas cuantas preguntas para que te proporcionen una infinita variedad de fotografías de niños y niñas, la mayoría de ellas captadas en playas, colegios o piscinas, e incluso algunas en las que se ofrecen en actitudes claramente provocativas.

—¿Cómo es posible que hayamos llegado a estos extremos de depravación?

—¿De qué cojones estás hablando? «Llegar a estos extremos de depravación.» ¡Qué estupideces dices! El amor a los púberes, cualquiera que sea su sexo, es tan antiguo como la humanidad, y ya se practicaba entre los egipcios, los griegos o las milenarias culturas orientales. Muchos emperadores romanos, en especial Tiberio, tuvieron centenares de amantes juveniles, y lo único que ha cambiado es el uso de la tecnología de acuerdo con el ritmo de los tiempos. Y en el fondo eso es bueno porque la mayoría de los pederastas son gente apocada que se conforma con mirar fotos y echar a volar su imaginación; fantasean sobre lo que harían si tuvieran la oportunidad de ponerle la mano encima a un niño pero lo cierto es que raramente pasan a la acción.

—Yo creo más bien que esas fotos son una clara incitación que provoca el deseo y casi la necesidad de «pasar a la acción».

—No estoy de acuerdo. Y ten en cuenta que soy una autoridad en este campo, tanto por activo practicante como por estar considerado el experto oficial del tema en este país. La humanidad está compuesta de una masa cobarde y retraída, y un pequeño porcentaje de gente osada y decidida. Y en el mundo de los pederastas ese margen de diferenciación es aún mayor, porque a la natural cobardía de los pedófilos se añade la vergüenza y el convencimiento de que se verán rechazados por su familia y por la sociedad. ¡Son unos mierdas!

—¿Y acaso tú no te consideras un mierda?

—¡En absoluto! Admito que soy un hijo de puta secuestrador, torturador, violador y asesino; la auténtica Bestia Perfecta que ni siquiera experimenta el menor remordimiento por sus actos, pero nunca he sido ni seré «un mierda».

Era una simple cuestión de puntos de vista, pero consideré que no era cuestión de iniciar una agria disputa sobre la naturaleza o descripción de los excrementos, fueran o no humanos.

—Como quieras, los demás son unos mierdas mientras que tú te consideras un valiente. ¿Qué pasó luego?

—Lo que tenía que pasar.

—¿Y es?

—Que un mal día coincidí en un ascensor con una niña que se parecía a Yedra y la violé.

—¿La mataste?

—No; eso tan solo vino mucho más tarde. De momento me conformé con violarla.

—Muy considerado por tu parte... ¿Por qué no la mataste?

—Porque, como te he dicho, todo responde a un lento proceso evolutivo. Durante años me dediqué a mirar fotografías y a buscar a niñas a las que atacar pero sin experimentar la necesidad de acabar con ellas; me bastaba con el hecho de poseerlas. Luego, y eso es lo que acabó de complicar las cosas, me notificaron que al fin habían dado con el paradero de Yedra.

—¿O sea que volviste a verla?

Asintió en silencio.

—Aparqué el coche frente a la dirección que me habían indicado, aguardé durante más de dos horas, tan nervioso que a cada rato tenía que acudir a un bar para orinar, y al fin, cuando ya estaba a punto de darme cabezazos contra el parabrisas, salió del portal.

—¿Y...?

—Ya no era Yedra. —Sollozó una vez más—. Ya no era «mi» Yedra. Era una muchacha granujienta que vestía unos sucios tejanos y una espantosa blusa de colores chillones. Aún seguía siendo muy bonita, pero nada tenía que ver con aquel maravilloso ser de otra galaxia que me había vuelto loco durante tantos años. ¡Ya no era Yedra! —Hipó llorando a moco tendido—. Al crecer, aquella guarra hija de puta había matado a mi Yedra.


El paso de los años, seis o quizás algunos más, habían convertido a los ojos de Bernardo Gil del Rey a «un maravilloso ser de otra galaxia en una guarra hija de puta», por lo que cabe admitir que el paso de los años, seis o quizás algunos más, habían convertido a un honrado juez en un desalmado violador, asesino de niñas.

¿Resulta factible semejante transformación?

No me atrevo a aceptarlo sin más, por lo que prefiero suponer que previamente existía una semilla de maldad en el espíritu del respetado ex ministro, y debió de ser la visión de una niña desnuda lo que obligó a germinar a esa semilla en lo más profundo de su alma, florecer más tarde con inusitada fuerza, y acabar por convertirse en una venenosa y destructiva hiedra.

En una ocasión leí que en la Amazonia existe una liana a la que los nativos llaman matapalo, que debe su apropiada denominación al hecho de que partiendo de una microscópica semilla, que cierta especie de hormiga transporta en el vientre, comienza a crecer girando en torno a los más altos árboles, alimentándose de su savia y ganando en fuerza y grosor a tal punto que acaba por estrangular al tronco, pudrirlo, y permitir que al fin se desintegre y caiga en pedazos. Al derribarse ese soporte central, la liana, una especie de hiedra al fin y al cabo, queda erguida como un gigantesco muelle por cuyo hueco interior se alcanza a distinguir el cielo.

La gran diferencia estribaba en el hecho de que cuando se miraba en el interior de Bernardo Gil del Rey no se distinguía el cielo sino únicamente un tenebroso abismo que obligaba a sentir vértigo.

—Al verla salir de aquel mugriento portal, al seguirla y advertir hasta qué punto la inimitable armonía de sus gestos había dejado paso a una forma de hablar y de moverse de una vulgaridad casi ofensiva, llegué a la conclusión de que la pequeña Yedra era una rosa a la que yo había conocido en sus horas de máximo esplendor, pero que como todas las rosas estaba destinada a marchitarse. La belleza es la belleza del instante, y al morir ese instante, muere la belleza.

—No estoy de acuerdo. En mi opinión...

—En este caso tu opinión no cuenta... Tú tan solo has amado a mujeres adultas cuyo cambio es lento y marcha acorde con el tuyo; amar a una niña es como amar a un rayo que cruza el firmamento y te deslumbra pero que de inmediato lo sume todo en una oscuridad impenetrable. He pasado el resto de mi vida esperando un nuevo rayo pero lo único que he encontrado son tristes luminarias.

—¿Y qué culpa tenían esas «tristes luminarias» a las que por culpa de la tal Yedra destruiste?

—¿Y qué culpa tenía yo de que aquel portentoso rayo me descubriera por una décima de segundo el paraíso?

—Ese supuesto paraíso tan solo existía en tu imaginación.

—Ningún paraíso ha existido nunca más que en la imaginación de los hombres, pero no por ello han dejado de buscarlo desesperadamente. Cada cual tiene derecho a aspirar al suyo, y el mío se llamaba Yedra.

¡Maldito sea ese nombre que por suerte no existe, maldito mil veces por causar tanto daño, y maldito quien imaginó que aquel era su particular paraíso y se empeñó en buscarlo! ¡Dios, cómo le odiaba!

Cómo deseaba no volver a verle nunca, destruirle de una vez por todas, y conseguir olvidar que había existido, pero al propio tiempo me sentía atraído por lo que a diario me contaba al igual que el pájaro se siente atraído por los ojos de la serpiente que acabará por devorarle.

Su tenebrosa historia y la desgarrada forma en que la narraba tenían la «virtud» de ejercer una invencible fascinación sobre mi mente pese a que fuese una persona acostumbrada a las inquietantes historias de quienes llevaban ya mucho tiempo bajo tierra. Y es que a menudo pienso que por el mero hecho de estar vivo podría distanciarme de las desgracias que me contara un muerto, pero no de las atrocidades que me contara un vivo.

Aquel abominable sádico que había estrangulado a niñas con el fin de ver cómo se les escapaba el alma por la boca, pretendía tener derecho a un paraíso particular despreciando el hecho de que dicho «paraíso» no era más que una inconcebible aberración.

—Aun en el improbable caso de que aquella descerebrada hedionda me hubiera pedido que me acostara con ella, e incluso en el más improbable caso de que hubiera podido encontrar la forma de violarla y asesinarla, nunca lo habría hecho.

—¿Por qué?

—Porque con el transcurso de unos pocos años se había convertido en la única muchacha de este mundo a la que me sentía incapaz de tocar.

—¿Por qué?

—Si lo supiera sabría algo sobre lo mucho de mí que ignoro. Si hubiera aprendido a controlar o analizar mis sentimientos, nunca habría terminado en esta inmunda cueva, rodeado de ratas y comido por los piojos y las chinches.

—Ese es al fin y al cabo el destino de todos los seres humanos. Por mucho que nos esforcemos, casi nunca vamos a parar al punto al que nuestra fuerza de voluntad se propuso llegar, sino a aquel al que nuestras debilidades nos empujaron.

—Yo tan solo tuve una debilidad; Yedra fue el frágil eslabón que permitió que la gruesa cadena de la inquebrantable voluntad que había tardado años en forjar saltase en mil pedazos.


Con la proximidad del invierno llegaron días de inesperada inquietud.

En primer lugar, Erika me notificó que había recibido la visita de un policía que quería saber la razón por la que su nombre figuraba en la agenda del desaparecido juez Bernardo Gil del Rey.

—Por suerte, después de haber estado quince años casada con un delincuente habitual, tengo tanta experiencia en mentir a la policía que le convencí de que lo único que había hecho era pedirle una audiencia con el fin de que reabriera el caso de mi marido, ya que «una corazonada» me decía que no era el verdadero culpable de los crímenes de los que se había inculpado. Se limitó a comentar que solía ser normal que los parientes nos negásemos a admitir los delitos cometidos por nuestros seres queridos pese a que estuvieran más que demostrados, por lo que se fue tan contento y sin hacer más preguntas.

—¿Estás segura de que le convenciste?

—Bastante... De todos modos, por si no hubiera sido así y llegaran a relacionarme contigo, cosa que no es difícil dado lo mucho que nos vemos, convendría que te deshicieras de una vez por todas de ese hijo de puta que escondes ahí abajo.

—No puedo matarle.

—¿Por qué? Nunca he conocido a nadie que merezca tanto la muerte.

—No soy ni un verdugo, ni un asesino.

—¿Pero sí un juez...?

—Juzgar es fácil, pero he llegado a la conclusión de que ejecutar no lo es tanto. Aparte de que considero que la muerte no es suficiente castigo para lo que ha hecho. Necesito que firme una confesión en la que revele todos los detalles de sus crímenes no conocidos e indique el lugar en el que torturaba, violaba y asesinaba a las niñas para que se pueda comprobar que es cierto. En ese caso lo entregaría a las autoridades, pero dudo que lo haga.

—También yo. Sería la única forma de limpiar el «buen nombre» del padre de mis hijas, pero sabiendo lo que sabemos sobre él supongo que preferirá morir a sentarse en el banquillo de los acusados y pasar por un humillante proceso en el que quedaría en manos de sus antiguos compañeros de carrera.

—¿Y qué puedo hacer si no lo mato?

—De momento tapiar la entrada de la cueva que da al jardín trasero. Por lo que me has contado se puede acceder a ella por el sótano donde te resultará más sencillo disimular una puerta de acceso. La del exterior se encuentra demasiado a la vista y si te visitara la policía podría sentir curiosidad, sobre todo porque últimamente surge un hedor que ya resulta imposible continuar camuflando con el estiércol de los parterres de flores.

—Está claro que tienes una mente criminal... —no pude por menos que comentar sonriendo.

—Lo que tengo son malas costumbres. Roque era un maestro en lo que se refiere a ocultar cosas, por lo que me tenía la casa plagada de «zulos». Lo que tienes que hacer ahora es convertir esa cueva en un enorme zulo.

Tenía razón, y cuando alguien tiene razón en algo tan serio como el rapto y la detención ilegal de un juez, conviene hacerle caso.

Ese mismo día me armé de cemento y piedras y me apliqué a la tarea de tapiar la entrada de la Gruta de las Reclamaciones, que por lo que contaba la tradición se había mantenido abierta desde hacía casi cuatrocientos años.

No es que me considere un artista de la albañilería pero sabido es que la necesidad aguza el ingenio, por lo que cuando, tras cinco días de ímprobos esfuerzos en los que me machaqué dos dedos, di por concluida mi tarea, nadie que no estuviera advertido habría sido capaz de imaginar que en aquel rincón del jardín existía antaño una cancela de hierro que daba acceso a una escalera de piedra que descendía hacia una oscura cueva.

Erika, la única persona a la que podía acudir en demanda de ayuda, colaboró a la hora de desarraigar un frondoso árbol y trasladarlo como buenamente pudimos con el fin de replantarlo ante la antigua entrada, y resultó tan dura la jornada que esa noche ni siquiera se sintió con ánimos para dedicarse a aquello que tanto la entusiasmaba. Lo agradecí porque tampoco yo estaba para muchos trotes.

A partir de aquel día me veía obligado a descender al sótano, serpentear por entre infinidad de sacos, muebles viejos y barricas de vino vacías, correr una estantería que antaño debió de almacenar valiosas botellas y acceder deslizándome por un estrecho hueco a una gruesa puerta que se abría a la hedionda estancia infestada de ratas que ocupaba la Bestia Perfecta. Podía jugarme la cabeza a que ni el más avispado intruso sería capaz de llegar hasta allí.

El segundo motivo de inquietud me lo dieron las niñas, que una mañana, y en el momento en que me disponía a sentarme frente a Bernardo Gil del Rey, me advirtieron:

—Ha fabricado un pincho muy afilado con una pata del jergón, se ha sentado encima y piensa clavártelo en cuanto te descuides.

—¡Vaya por Dios! —me apresuré a exclamar en voz alta dirigiéndome directamente al ex ministro—. ¿O sea que pretendes matarme? Está visto que no se puede uno fiar de nadie.

—¿A qué te refieres...? —quiso saber, palideciendo de forma visible pese a la barba y la mugre que le cubrían el rostro.

—Al «pincho» que según las niñas ocultas bajo el culo.

No supo responder y juro que en esos momentos pareció disminuir de tamaño, probablemente porque acababa de abortar su última esperanza de salvación, o tal vez por el hecho de comprender que estaba sometido a todas horas a la invisible vigilancia de sus propias víctimas.

—Entrégamelo o te juro que pasarás cuatro días sin agua y sin comida —le indiqué—. Y sabes que soy capaz de hacerlo.

—Tú eres capaz de todo.

—En eso estriba tu mayor problema... —puntualicé con una leve sonrisa—. Te advertí hace tiempo que habías dejado de ser la Bestia Perfecta porque habías tropezado con alguien más listo y posiblemente más bárbaro que tú. La única diferencia estriba en que lo que hicistes tú lo hicistes por pura depravación, mientras que yo lo hago por justicia.

—Querrás decir «tu» justicia.

—¡Exactamente! Se trata de «mi» justicia. Admito que no es la más ortodoxa, pero alguien como tú, que se ha pasado años burlándose de todas las justicias y actuando a su antojo sin respetar las más elementales reglas del comportamiento humano, no puede sorprenderse de que otros también lo hagan.

—Ya nada me sorprende.

—Lo comprendo, pero no fui yo quien inventó este juego. ¿Acaso no recuerdas tus inspirados versos ante el cadáver de una niña violada?:

«Nada hubo antes, ni nada habrá después, cada minuto es mío y lo exprimo al segundo; busco el placer sin hacer concesiones; el bien y el mal tan solo son palabras que inventó algún cobarde que se temía a sí mismo. Hago sufrir si ello me complace, mato cuando la muerte me excita, e incendio cuando el fuego me hace grande, porque cuando una losa me cubra para siempre, no existirá placer, ni dolor, ni fuego, ni grandeza. Tan solo existirá la muerte...»

Hice una corta pausa antes de añadir:

—Me recuerda a las palabras que pronunció en el cadalso el mariscal Gilles de Rais: «Yo hice lo que los hombres sueñan.»

—Un personaje realmente singular, sin duda.

—¿Te consideras uno de sus discípulos?

—Humildemente, puesto que nadie podrá llegar nunca a la altura de un mariscal de Francia que luchó codo a codo con la mítica Juana de Arco.

—¿Te hubiera gustado ser como él?

—Quien es capaz de dejar su huella en la historia es digno de admirar cualquiera que sea esa huella.

—Pues me complace comunicarte que tu huella se ha diluido definitivamente; la prensa ya no te dedica ni tan siquiera una línea, y por no tener no tendrás ni esquela ni epitafio.

Me entregó el pincho en silencio y durante toda una semana se negó a pronunciar una sola palabra. Estaba acabado. Destruido, aniquilado, despojado del más mínimo resto de dignidad y convertido en un animal maloliente, hambriento y devorado por los parásitos, pero que contra toda lógica se mantenía increíblemente lúcido, sin que la locura, último refugio de los desesperados, acudiera en su auxilio.

Estoy convencido de que cualquier otro ser humano hubiera comenzado a perder la razón al verse en semejantes circunstancias, pero el ex ministro Bernardo Gil del Rey demostraba a diario que estaba hecho de una pasta especial; la pasta de los superhombres, aunque en este caso se tratara de un superhombre del mal.

Cuando se decidió a hablar de nuevo, ya nada parecía importarle.

—Un día violé a una niña preciosa... Mi primera intención fue abandonarla sin más, tal como tenía por costumbre, pero de pronto caí en la cuenta de que acabaría por convertirse en una muchacha tan repelente como se había convertido mi Yedra.

Guardó silencio, pero ese silencio resultaba a mi modo de ver tan revelador como una abierta confesión.

—¿La mataste? —Como no respondía insistí—: ¿Y qué sentiste al matarla?

—Que estaba matando a Yedra.

—¿A la Yedra niña o la Yedra adolescente?

—Solamente existe una Yedra: la Yedra niña. La verdadera se llama en realidad Natacha y anda por ahí haciendo pajas a los chicos en los portales oscuros y los cines de barrio.

—¿Significa eso que te habías dedicado a espiarla?

—Necesitaba saber si quedaba algo de la criatura que amé tanto, pero por desgracia ya no quedaba nada.

—¿Acaso pretendías que el tiempo se detuviera para ti? ¿Te crees un dios capaz de conseguir que la naturaleza deje de seguir su curso y una niña no crezca por el mero hecho de que te gustaba masturbarte espiándola mientras se bañaba?

—¡Calla!

—No pienso callarme. Quiero que pases el resto de tu vida preguntándote por qué razón llegaste a considerarte un semidiós al que todo le estaba permitido, cuando en realidad no eres, tal como tú mismo aseguraste, «más que la mota de caspa de un cadáver que se pudre bajo tierra».

—Eso es lo que has conseguido que sea, ¿no es cierto?, la mota de caspa de un cadáver que se pudre, en vida, bajo tierra.

—¡Exacto! Y eso es lo que quiero que sigas siendo hasta que te mueras.

Tardó en responder quizá debido a que acababa de aceptar cuál iba a ser su destino, y cuando al fin alzó el rostro y me miró se limitó a asentir repetidas veces.

—Creo que es justo.

—¿Quieres decir con eso que aceptas la sentencia?

—¿Y qué remedio me queda? Ya te dije que sabía lo que hacía y me constaba que si las cosas iban mal el precio que tendría que pagar sería muy alto... —Hizo un gesto a su alrededor mostrando las ratas que pululaban entre sus propios excrementos al añadir—: Aunque si quieres que te sea sincero, siempre imaginé que la celda sería algo más higiénica, me proporcionarían libros, y podría pasear y ver la luz del sol de tanto en tanto.

—Eso es algo que tan solo se concede a los asesinos. No a las Bestias que además de violar y asesinar alardean de ello.

—¿Consideras que ese fue el peor de mis crímenes? ¿El hecho de alardear de lo que hacía?

—¡Sin duda! Y lo es porque demuestra hasta qué punto tu egolatría te impedía sentir remordimientos. Si no hubiera sido por mi capacidad de relacionarme con los muertos habrías continuado violando y asesinando hasta el día de tu muerte.

—Es muy posible. Como a los drogadictos, los alcohólicos o los ludópatas, cada vez me resultaba más difícil contenerme.

—Por lo que tengo entendido, la espiral del vicio, excepto en lo que se refiere puramente al sexo, que con la edad suele corregirse, suele ir siempre en aumento.

—A veces tengo la tentación de agradecerte que me hayas atrapado, porque de no ser así podría haber organizado una masacre. Y no es justo: nada justo.

Lo dijo de corazón, estoy seguro, lo cual me hizo sospechar que en el fondo de su alma, si es que la tenía, se sentía en cierto modo aliviado por el hecho de haber puesto fin a tan insensato baño de sangre.

—Te honra que pienses de ese modo. Pero hay una cosa que siempre me ha intrigado, ¿cómo diablos conseguiste que Roque Centeno colaborara en semejante monstruosidad, que a mi modo de entender no iba con su estilo de hacer las cosas?

—Como juez tenía al alcance el archivo de expedientes delictivos, así que fui seleccionando los más flagrantes hasta elegir el de Roque Centeno, cuyo perfil se ajustaba perfectamente a mis necesidades. Le telefoneé, le hice comprender que tenía pruebas más que suficientes como para encerrarle por el resto de su vida, y accedió a colaborar.

—¿Y no te preocupó el hecho de que pudiera delatarte?

—¿Tan inepto me consideras? Aquel infeliz nunca tuvo la menor idea de para quién trabajaba; se limitaba a raptar a las niñas que le indicaba, drogarlas y abandonarlas en un lugar en el que yo las recogía horas más tarde.

—Entiendo. Pero lo que no entiendo es cómo te las arreglaste para obtener su confesión y que a continuación se pegara un tiro. ¿Acerté también al suponer que le amenazaste con hacer daño a sus hijas?

—Lo cierto es que era un auténtico canalla. Pero tenía una virtud: adoraba a sus hijas, y cuando le envié las fotos que les había hecho a la puerta del colegio y le amenacé con violarlas y asesinarlas, se rindió casi en el acto.

—A Erika le alegrará saberlo. No es que tenga un buen concepto de su marido, pero algo es algo.

—¿Es tu cómplice en esto?

—«Cómplice» es una palabra demasiado fuerte. Implica delito, y a mi modo de ver al atraparte no hemos cometido ningún delito. Digamos, más bien, que es mi «colaboradora necesaria». Y lo que me sorprende es que alguien tan inteligente como tú cayera en la trampa.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? Pese a las precauciones que siempre había tomado me quedaba la duda de que aquel subnormal hubiera conseguido averiguar algo sobre mí. Cuando acudí a esa «trampa» me asaltó un extraño presentimiento, pero ni en mis peores pesadillas pude imaginar que desembocaría en esto... ¿Quién eres en realidad?

—Tu fiscal, tu juez y tu verdugo. No puedo decirte más porque si alguna vez decides firmar una confesión y te entrego a la policía no me apetece la idea de que puedas acusarme de rapto y detención ilegal.

—Nunca firmaré esa confesión, y lo sabes.

—Esa es una decisión que tan solo a ti te corresponde. Pero supongo que te has dado cuenta de que ello implica que no saldrás nunca de este lugar.

—Sí. Ya me he dado cuenta.

—Vivirás como la Bestia que has sido hasta que Dios decida que continúes pagando tus culpas en otra parte.

—Peor no podrá ser.

—¡Cualquiera sabe!


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