Mi relación con Alicia...






Mi relación con Alicia era intensa, dulce y muy satisfactoria si se dejaba a un lado el ya casi olvidado y frustrante tema del contacto físico.

Por el contrario, mi relación con Erika se basaba en un intensísimo cursillo de nuevas experiencias sexuales que nunca imaginé que pudieran llegar a ser tan brutalmente apasionadas y gratificantes. Era un prodigio en la cama. Y en la alfombra, en el sofá, encima de la mesa y supongo que en un trapecio si hubiéramos dispuesto de un trapecio al que trepar.

Llegó un momento en el que en cuanto abría la boca lo único que deseaba era llenársela con parte de mí, por lo que al fin la convencí para que telefoneara a su trabajo solicitando un permiso especial de cuatro días que dedicamos casi en exclusiva a practicar a fondo todo aquello que yo no había sabido practicar con efectividad a lo largo de más de cincuenta años.

Ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de que tuviera que agradecerle algo a un individuo de la detestable talla moral del difunto Roque Centeno, pero reconozco que en ciertos momentos lo hice, convencido como estaba de que había sido él quien había convertido a una inocente muchacha alemana en la experimentada mujer que se empecinaba en «violarme» de mil formas distintas tres veces diarias.

¡Rediós! Ni siquiera yo tuve jamás tan buen concepto de mí mismo y de mi capacidad de responder positivamente a semejante tipo de exigentes demandas. Y no era mérito mío, no; era pura y exclusivamente mérito de Erika, que sabía en todo momento qué era lo que tenía que hacer para excitarme. Con más mujeres como ella el mundo sería mucho menos violento y bastante mejor porque a los hombres les quedaría mucho menos tiempo para dedicarse a masacrar a sus vecinos.

Cuando al fin decidí regresar a la cueva en que había encerrado a Bernardo Gil del Rey, me lo encontré sediento, hambriento y terriblemente sucio ya que se había visto en la obligación de hacer sus necesidades junto al camastro, razón por la que además la cerrada y claustrofóbica estancia apestaba a demonios.

—¡Agua! —fue lo primero que suplicó con auténtica desesperación.

Le entregué un cazo que bebió con ansia hasta que no quedó una sola gota, y cuando comprendió que de momento no iba a proporcionarle más comentó roncamente:

—Lo que está haciendo conmigo es inhumano.

—Lo sé.

—¿Y no le avergüenza?

—Me avergonzaría si estuviera tratando con un ser humano... —repliqué con absoluta naturalidad al tiempo que arrojaba un viejo trozo de manta sobre sus malolientes excrementos—. Pero estoy tratando con la Bestia Perfecta, y una bestia, sobre todo si es perfecta, no merece que se la trate con humanidad.

—¿Aún sigue empeñado en acusarme con semejante tontería?

—Y seguiré hasta que lo admitas —le advertí en un tono lo suficientemente firme para que no le cupiera la menor duda de que nada me haría cambiar de idea—. La decisión es tuya.

—¡Nunca! —exclamó fuera de sí—. Escúcheme bien: ¡nunca lo admitiré!

—En ese caso nunca recibirás un trato ni tan siquiera ligeramente humano... —repliqué al tiempo que hice un gesto hacia el banco de piedra—: Jimena y Andrea continuarán ahí sentadas, a la espera de que te imponga tu castigo, y mientras no se marchen te haré sufrir aunque tan solo sea la centésima parte de lo que les hiciste sufrir a ellas.

—Cada día está más loco.

—Te equivocas; cada día estoy más cuerdo y más seguro de qué es lo que tengo que hacer, porque estoy convencido de que pocos seres humanos han llegado a ser tan malvados, retorcidos, ladinos, desalmados, cobardes, miserables y arrogantes a lo largo de la historia. Y cuanto más te empeñes en continuar intentando engañarme, menos compasión demostraré.

—¿Y quién le ha investido de la autoridad necesaria como para ser mi juez y mi verdugo?

Hice un gesto con la mano hacia el banco al replicar:

—Ellas.

—¿Dos niñas muertas...?

Asentí con la cabeza:

—Dos niñas violadas, torturadas y asesinadas a las que pretendías ver cómo se les escapaba el alma por la boca, y para las que la ley de los vivos no significa nada. Al parecer los muertos tienen su propio código de conducta y es ese código y no otro el que quieren que se aplique en este caso.

—Pero usted no está muerto.

—¡Desde luego! Pero por alguna razón que desconozco me eligieron como su brazo ejecutor y acepté el cargo.

Había abandonado las gafas bajo la cama, consciente sin duda de que en aquel lugar no le servían de nada, por lo que se frotó los ojos con fuerza como si confiara en que, al abrirlos, yo hubiera desaparecido.

—¡Por todos los santos! —murmuró al poco con voz ronca—. Este es el diálogo más inverosímil que nadie puede haber mantenido jamás... Un chiflado intenta convencerme de que ha sido elegido por los muertos como brazo ejecutor de su venganza! ¡Vivir para ver!

—Cuando se ha vivido lo suficiente como para ver que alguien asesina a una niña, cuelga las fotos del momento de su violación y muerte en la red, y además añade unos versos aberrantes, se puede esperar cualquier cosa; incluso que alguien considere que tiene derecho de tomarse la justicia por su mano.

—¿Sin más pruebas que las visiones de un alucinado?

—Te olvidas de los documentos que dejó Roque Centeno.

Me observó con extraña fijeza y con los ojos enrojecidos por el cansancio, el sueño y el hecho de habérselos frotado en exceso, pero se advertía que en lo más profundo de esa mirada se distinguía un rastro de temor.

—¿A qué clase de documentos se refiere? —quiso saber en un tono que había perdido parte de su agresividad—. ¿Qué es lo que demuestran? Hasta que no los vea no creeré en ellos.

—Si no demuestran nada no comprendo por qué razón tienes tanto interés en verlos. ¿Acaso te preocupan?

—Mientras no sepa lo que dicen no podré refutarlos.

—Tienes razón. Pero si en verdad fueras inocente no te inquietarían en lo mas mínimo. Yo nunca conocí a Roque Centeno y por lo tanto cuanto pudiera haber escrito sobre mí me tendría sin cuidado.

—Lo vería de otro modo si le estuvieran amenazando con ello y no tuviera ni idea de qué clase de calumnias puede haberse inventado.

—Nadie teme a una amenaza que sabe que no puede hacerle daño, sobre todo si proviene de alguien a quien insiste que nunca ha conocido.

No dijo nada; se limitó a ponerse en pie y orinar sin el menor recato contra la pared y tan solo cuando hubo concluido inquirió sin volverse:

—¿A qué juega? Tengo la suficiente experiencia en estos temas para comprender que intenta obligarme a perder los nervios y acabar por admitir cualquier cosa. Pero aunque lo hiciera, esa supuesta confesión no tendría el menor valor dado que la habría obtenido bajo coacción.

—¡Pídele que se baje los pantalones y te muestre las piernas! —intervino de pronto Andrea como si acabara de tener una idea.

—¿Para qué?

—Para que veas que tiene una cicatriz en la ingle izquierda. Es larga, profunda y muy recta.

—¿Estás segura?

—Completamente. Era lo que veía más cerca cuando me obligaba a meterme «su cosa» en la boca.

—¿Te obligaba a metértela en la boca? —me horroricé, incapaz de creer que alguien hubiera sido capaz de hacer algo así a una niña.

—A todas horas.

—¡Dios mío! ¿Cómo se puede ser tan degenerado y tan cerdo?

—¿Con quién habla ahora? —quiso saber en tono de profundo hastío Bernardo Gil del Rey.

—Con Andrea. Asegura que tienes una larga cicatriz en la ingle. Me gustaría que te bajases los pantalones.

—¡Váyase a la mierda!

—Ya estoy en ella ya que eres la mayor de las mierdas que nunca hayan podido existir y el solo hecho de verte me revuelve las tripas. ¡Haz lo que digo o te pasarás dos días sin beber.

Dudó, pero al fin obedeció al tiempo que comentaba:

—Tengo una cicatriz... Una vaquilla me propinó una cornada durante una tienta hace ya muchos años. ¿Qué cojones demuestra eso?

—Que Andrea lo sabe, y en buena lógica no tendría que saberlo si no la hubiera visto.

—Ella no, pero usted sí podría saberlo dado que consta en mi ficha médica, y no creo que le haya resultado demasiado difícil acceder a ella.

—¿Y acaso crees que iba a molestarme en buscar tu ficha médica y acusarte con una prueba tan circunstancial cuando te tengo en mi poder y puedo hacer contigo cuanto me venga en gana? —le espeté un tanto cansado de que continuara tratando de salirse por la tangente en un desesperado intento por no admitir su culpabilidad—. ¡Acepta la realidad y todo resultará mucho más fácil! No estamos en un juicio, no necesito más pruebas pese a que ahora puedo ver la cicatriz a que se refiere Andrea, no existen más testigos de cargo que dos pobres difuntas y nadie acudirá nunca en tu ayuda.

—¿Como en Guantánamo? —ironizó con una mueca que pretendía ser una burlona sonrisa—: La ley del más fuerte.

—El más fuerte es siempre aquel que sabe saltarse las leyes en un momento dado —señalé—. Lo hiciste durante muchos años, entre otras cosas porque eras uno de los que dictaban esas leyes, pero ahora te ha tocado perder y deberías aceptarlo.

—Insisto en que me niego a aceptarlo.

Le dejé una vez más allí encerrado, sin agua y sin comida, y ni en aquel momento ni nunca experimenté la menor compasión ni el más ligero atisbo de remordimientos o culpabilidad porque, tal como había asegurado, lo consideraba una bestia que no merecía que se le tratara como a un ser humano.

Supongo que para entender mi forma de actuar, que a muchos se les antojará en exceso cruel, no basta con leer lo que he escrito; es necesario haber visto las fotos de dos niñas en el momento de ser asesinadas ante las cámaras y descubrir casi cada día en el fondo de los ojos de la madre de una de ellas la inmensidad del dolor que la devora.

La magnitud, el horror y la maldad de los crímenes de Bernardo Gil del Rey no tenían a mi modo de ver justificación alguna, y por lo tanto no necesitaba justificarme a mí mismo a la hora de hacerle pagar por ellos.

No me hubiera disgustado desollarle vivo dejando su carne al descubierto como pasto de las moscas, o asarlo a fuego lento de tal modo que su agonía durara todo un año, pues era tanto el odio y el desprecio que sentía que a mí mismo me ofendía y me hacía daño.

Juro que le hubiera arrancado los ojos si me constara que con ello devolvía la vida a sus víctimas o tan solo aliviaba un poco el dolor de sus madres, por lo que admito que me sorprendió descubrir hasta qué punto la fiera que sin duda llevamos dentro pugnaba durante aquellos días por surgir de lo más profundo de mi ser y devorarme.

«Pero cualquier castigo que me impongan en vida se verá compensado por tan dulces recuerdos.»

Aquella repugnante frase me volvía una y otra vez a la mente como una de esas pegadizas canciones que en ocasiones se repiten obsesivamente en nuestro interior, y reconozco que me había propuesto que aquel cerdo acabara por tragarse sus hediondas palabras.

Por ello, cuando descendí de nuevo a la cueva llevaba un bote de pintura roja y una brocha con las que me apliqué a escribir con grandes letras en uno de los muros:

«Pero cualquier castigo que me impongan en vida se verá compensado por tan dulces recuerdos.»

—¿Por qué demonios hace eso? —quiso saber.

—Porque quiero que esto, y tu propia mierda, sea lo único que veas de ahora en adelante.

—¿Y qué piensa conseguir con semejante estupidez?

—Que acabes por arrepentirte de haber escrito algo tan indecente en unos momentos en los que te sentías intocable y dueño del mundo.

—Ahora eres tú quien se considera intocable y dueño del mundo... —replicó tuteándome por primera vez—. Y de lo que puedes estar seguro es de que algún día escribirán esa misma frase en tu celda.

—No serás tú... —puntualicé—. Y puedes tener la absoluta seguridad de que no estarás allí para verlo.

Tardó en hablar y cuando al fin lo hizo fue con lo que se me antojó una amarga sentencia:

—Cuando odiamos con demasiada intensidad corremos el peligro de convertirnos en aquello que odiamos.

—Reza para que no me ocurra, porque de ser así las vas a pasar más putas aún de lo que lo estás pasando.

Volví a la casa, me di un largo baño con la intención de borrar de mi piel, y supongo que de mi mente, el hedor de la cueva y su ocupante, y me metí en la cama con Erika, que a los pocos instantes supo trasladarme a un mundo diferente.

Poco después cenamos en la terraza bajo una inmensa luna que sacaba mil destellos a las hojas de unos árboles húmedos aún por un corto pero violento chaparrón de media tarde. Mientras tomábamos café me comentó que al día siguiente tenía que marcharse y cuando le pregunté si pensaba regresar a su casa visto que ya no tenía que esconderse en un pueblo perdido por miedo a la Bestia Perfecta señaló segura de sí misma:

—Prefiero no hacerlo. Las niñas se sienten felices en el campo, tienen un colegio encantador al que llegan dando un corto paseo por un precioso bosque, han hecho amigos, y se sienten mucho mejor allí que en una casa de la que las tres guardamos muy amargos recuerdos.

—¿Y tú cómo te sientes?

—En paz conmigo misma por primera vez en quince años.

»Roque ha muerto y quiero que haya muerto en todos los aspectos. Venderé la casa con todo lo que hay dentro porque no me apetece llevarme nada que me devuelva al pasado y será como si acabara de nacer y no tuviera recuerdos.

—¿Y qué piensas hacer con tu memoria?

—Arrojarla por el retrete y tirar varias veces de la cadena —señaló sonriente—. Al fin y al cabo la mayor parte de lo que guardo en ella es mierda.

Medité en sus palabras mientras saboreaba una segunda taza del excelente café que sabía preparar, el mejor que hubiera tomado nunca, y por último no pude por menos que preguntarle:

—¿Y qué hay de lo nuestro?

Dejó escapar una corta y divertida carcajada.

—«Lo nuestro» no es más que pura cama, querido —dijo mostrando abiertamente sus blancos y perfectos dientes—. Y camas existen en muchos lugares; tú tienes una, yo tengo otra, y a mitad de camino entre tu casa y la mía seguro que encontraremos cientos. Libro los domingos por la noche y los lunes. ¡Así que tú mismo...!

—Conozco un hotel en Aranjuez, justo frente al palacio, que tiene unas camas enormes.

—Las probaremos todas.

Así quedamos, y cuando hubimos probado todas las del hotel de Aranjuez, probamos las del parador de Almagro, y las de docenas de lugares más en los que solíamos encerrarnos desde la media tarde del domingo hasta la mañana del martes.

De vez en cuando continuaba saliendo a cenar o al cine con Alicia.

No engañaba a ninguna, y ninguna se sentía engañada porque eran dos seres completamente diferentes y nada tenía que ver lo que sentía por una con lo que sentía por la otra.


La resistencia de Bernardo Gil del Rey duró casi dos meses, bastante más de lo que tardaron los medios de comunicación en olvidarle, porque cuando resultó evidente que ningún grupo terrorista se atribuía el secuestro ni nadie exigía un rescate económico, la mayoría de los periodistas parecieron llegar a la conclusión de que había caído víctima de su peligroso trabajo.

Nuevas y candentes noticias de última hora reclamaban su atención cada día, y como era cosa sabida que había muchos personajes influyentes entre los pederastas, personajes a los que no les apetecía en absoluto la idea de que cualquier día Bernardo Gil del Rey los metiera en la cárcel, debieron llegar a la conclusión de que su desaparición pasaba a ser un asunto meramente policial.

Mientras tanto, el Bernardo Gil del Rey que ahora se mostraba dispuesto a hablar sin tapujos sobre sí mismo, siempre que no hubiera un micrófono cerca, poco o nada tenía que ver con el altivo juez que se despertó encadenado a los barrotes de un camastro en el corazón de una profunda cueva.

Había perdido casi diez kilos, una sucia barba le cubría el rostro hasta los pómulos, y el antaño cuidado cabello engominado recordaba en aquellos momentos una enmarañada mata de estropajo en la que sospecho que empezaban a anidar los piojos. Olía a demonios, aunque a decir verdad su propio hedor quedaba amortiguado por la pestilencia de una cueva que ya era en realidad una cloaca, y sus únicas exigencias a la hora de comenzar a hablar fueron un cubo y una pala con el fin de poder sacar de allí una pequeña parte de tan hedionda inmundicia.

Acepté el trato, más por mi propio bienestar que por el suyo.

Desde el mismo día en que le encerré en la cueva, y como simple medida de precaución, había despedido a la mujer que solía acudir tres veces por semana a limpiar la casa, por lo que, a decir verdad y excepto por la inestimable ayuda que me había prestado Erika en los últimos tiempos, la higiene no constituía en aquellos momentos uno de los pilares fundamentales de mi hogar.

Cuando hube acabado de abonar los rosales con los excrementos de la Bestia Perfecta, me duché largamente, descendí de nuevo a la cueva y me senté a escuchar lo que tenía que decir.

—Todo empezó en la finca de caza de la familia de mi esposa, allá en los Montes de Toledo, a la que solíamos acudir todos los veranos y muchos fines de semana. Mi difunto suegro había montado un enorme telescopio en la buhardilla con el fin de controlar el movimiento de ciervos y jabalíes, por lo que en ocasiones me entretenía observando el paisaje o incluso las estrellas, cosa que siempre me ha parecido apasionante... Una tarde que hacía tanto calor que no podía dormir la siesta, subí a leer a la buhardilla que, por tener el techo de madera, era la única parte de la casa que disponía de aire acondicionado... En un momento dado me cansé de leer y me entretuve mirando por el telescopio a la búsqueda de ciervos o jabalíes y fue entonces cuando la descubrí bañándose desnuda en una de esas pequeñas piscinas de plástico...

—¿A quién descubrió?

—A la hija de los guardeses, cuya casa se encontraba a casi trescientos metros de distancia, a pesar de lo cual la gran calidad del telescopio me permitía contemplarla en primer plano como si se encontrara dentro de la mismísima buhardilla.

—¿Qué edad tenía?

—Unos nueve años, más o menos... Era muy rubia, con inmensos ojos de un azul añil intenso, y cuando los alzaba era como si me estuviera mirando directamente a un metro de distancia. Sus padres eran polacos; él un hombretón enorme, y ella una menuda y pecosa pelirroja de enormes pechos que se pasaba el día lavando y tendiendo ropa sin dejar de vigilar a la niña, de la que jamás se apartaba ni cien metros. Y hacía bien porque aquella increíble criatura era como un ángel caído del cielo.

De nuevo se sumió en sus recuerdos y consideré que en esta ocasión era preferible esperar a que emergiera de ellos por si solo, porque resultaba evidente que aquella constituía la parte de su historia que le apasionaba contar.

—¡Era un verdadero ángel! —repitió al fin—. Su sonrisa, sus gestos, sus miradas, la forma en que jugaba y bañaba a sus muñecas, el mimo con que abrazaba a su perrito y la gracia con que tiraba de la falda de su madre con el fin de que se inclinara a darle un beso me fascinaban... —El antaño severo ex ministro Bernardo Gil del Rey dejó escapar un ronco sollozo para añadir al poco—: Era la criatura más perfecta que haya puesto el Señor sobre la Tierra, tan llena de gracia y de pureza que si me pidieran que describiera el paraíso, señalaría sin vacilación que sería el lugar en que habitara aquella niña.

—¿Cómo se llamaba?

—Yedra.

—Extraño nombre, ¿es polaco?

—No. Es mío. La bauticé así porque se pasaba las horas jugando en un banco que corría a todo lo largo de la fachada de la casa, que estaba completamente cubierta de hiedra. A cada hora la recuerdo desnuda en su piscinita, o con un ligero vestido estampado destacando contra el verde de la pared, como si se tratara de una de esas vírgenes de las hornacinas que se pueden ver a la entrada de ciertos pueblos. ¡Dios, cómo la amaba! —exclamó con un nuevo y convulsivo sollozo—. Me atraía de tal manera, que con la disculpa de que era la única estancia fresca de la casa me pasaba las horas en la buhardilla, hipnotizado por aquella visión realmente divina. No creo que nadie pueda haber estado nunca tan enamorado de nadie como lo estaba yo de aquel prodigio de la naturaleza.

—¿Pero qué edad tenías en aquel tiempo?

—Treinta y ocho años.

—¿Y no te pareció inmoral, absurdo y antinatural que un hombre de treinta y ocho años se enamorara de una niña de nueve? ¿En qué demonios pensabas?

—¡No pensaba! En cuanto se refiere a Yedra nunca he conseguido pensar; únicamente he sentido. Todo el que haya estado perdidamente enamorado alguna vez, sabe que es cierto; la pasión obnubila el cerebro. ¿Nunca has estado enamorado de ese modo?

—¡Ni por lo más remoto!

—Pues no tienes idea de lo que te pierdes. Ni de lo que ganas. Amar tan desesperadamente es tanto como agonizar a cada minuto sin saber si al siguiente te encontrarás en el infierno o en la gloria. Cuando Yedra pasó tres días enferma y no pude verla, a punto estuve de cargar una de las escopetas de mi suegro y volarme la cabeza.

—Qué estupidez. ¡No puedo creerlo!

—Pues si no puedes creer en un «amor loco» que carece de cualquier tipo de lógica o explicación, nunca podrás entender de lo que te estoy hablando, y de poco te sirve que te cuente por qué razón acabé por convertirme en la Bestia Perfecta.

—¿Luego admites que lo eres?

—Pues claro; a estas alturas incluso admitiría que fui yo quien le propinó una cornada mortal a Manolete. ¡Mírame bien! Debo de parecer un superviviente de los campos de concentración y ya me he hecho a la idea de que mi destino es acabar en el fondo de un pozo, tal como acabó Andrea. De lo que te estoy hablando no es de lo que soy, sino de por qué razón soy lo que soy.

—Siempre encontramos una justificación a nuestros actos. Nunca nadie parece dispuesto a asumir la responsabilidad sobre sus crímenes.

—¡Yo la asumo! De los crímenes que conoces e incluso de otros que ignoras y que estoy convencido de que te sorprenderán. Dando ese punto por sentado, a lo que me estoy refiriendo no es al final de una historia a la que al parecer ya hemos llegado, sino al sinuoso camino que me condujo hasta aquí. Si no te interesa conocerlo, resultaría estúpido perder nuestro tiempo hablando de ello en un lugar que apesta a perros muertos.

—Te aseguro que no existe nada en este mundo que me interese más. Por qué razón un hombre culto, aparentemente normal y tan inteligente como tú has demostrado ser cae de pronto en tan increíbles aberraciones constituye a mi modo de ver un misterio insondable; a no ser que, como tú mismo aseguraste en tu interrumpida conferencia, tales reacciones suelan darse en quienes han sido acosados sexualmente durante la infancia.

—Ni fui acosado, ni existe misterio alguno, ni ocurrió «de pronto». Es más bien una lenta evolución; de la misma forma que una semilla se convierte en árbol; un gusano, en mariposa, o una célula, en el origen del cáncer que acabará por destruir todo un cuerpo. En el mismo momento en que contemplé por primera vez a Yedra a través del telescopio, una diminuta parte de mi alma se activó por sí sola y se fue multiplicando hasta destruirla por completo.

—¡Explícate mejor!

—¿Mejor aún? Te estoy diciendo que adoraba a una criatura de la que me conocía de memoria cada ademán, cada sonrisa y cada uno de sus rasgos pese a que jamás escuché su voz ni estuve a menos de doscientos metros de distancia de su casa.

—¿Y eso por qué?

—Porque sabía que por mucho que me aproximara nunca la tendría tan cerca como a través del telescopio, y lo que más me atraía de ella era la naturalidad de sus gestos cuando se encontraba sola, cosa que no hubiera ocurrido en presencia de extraños. Lo cierto es que amaba su imagen, no a la persona de carne y hueso.

—¡Por Dios! ¿Y te atreves a tacharme de loco porque aseguro que hablo con los muertos? ¡Lo tuyo es peor!

—Y no lo niego. En aquel tiempo estaba tan locamente enamorado que cuando mi mujer subió una tarde, preocupada porque llevaba demasiado tiempo en la buhardilla, me sorprendió masturbándome con el ojo pegado al visor del telescopio.

—Pobre mujer. ¿Y qué te dijo?

—Ya puedes imaginártelo; me tachó de sucio degenerado que se dedicaba a espiar a una tetona criada polaca en lugar de hacerle el amor a una bella, abnegada y ansiosa esposa a la que llevaba dos semanas sin tocar.

—¿Una tetona criada polaca?

—Exactamente, no vio a Yedra, o si la vio ni tan siquiera se le pasó por la cabeza que fuera el objeto de mi atención; Aurora siempre creyó que quien en realidad me atraía era la madre.

—¡Menuda papeleta!

—¡No puedes imaginar lo que significó! Al día siguiente, antes incluso de que me despertara, ya había expulsado de la finca a los padres, que como es lógico, se llevaron a Yedra. Creí volverme loco, y cuando aquella imbécil continuó echándome en cara día tras día y noche tras noche mi comportamiento, hice lo único que podía hacer en tan incómoda situación...

Guardó silencio, esperé, pero al fin la curiosidad pudo más que mi paciencia y no pude evitar inquirir con un cierto temor:

—¿Y fue...?

—Cargármela.

—¡Dios!

—Dios no estaba allí aquella noche. Es más, desde entonces creo que no ha estado en ninguna parte.

—¿Mataste a tu mujer?

—Ella se lo había buscado.

—¿Pero cómo lo hiciste sin que te descubrieran?

Me observó largamente y al fin mostró los dientes en una ancha sonrisa antes de replicar:

—Eso sí que no pienso decírtelo. Si acudes a la policía asegurando que te conté que maté a mi mujer no te harán el menor caso, pero si le especificas cómo lo hice se pondrían a investigar en una línea muy concreta, con lo que tal vez acabarían por llegar a la conclusión de que es cierto. —Se encogió de hombros como si semejante crimen careciera de importancia—. La maté bien muerta y con eso basta —dijo—. Al fin y al cabo aquel no fue más que el primer eslabón de una larga cadena.

Durante dos días no pronunció ni una sola palabra, como si considerara que de momento me había proporcionado suficientes argumentos sobre los que reflexionar y necesitaría de ese tiempo para asimilar, o mejor sería decir «digerir», cuanto me había contado.

Y no se equivocaba.

No dos días, sino tal vez dos meses o dos años hubieran sido necesarios para que una persona, llamemos «normal», se hiciera a la idea de que existían seres que se enamoraban desesperadamente de la imagen plana de una niña hasta el punto de asesinar a su propia esposa.

Si aquello fue tan solo el comienzo de la historia de Bernardo Gil del Rey, no era de extrañar que acabara tan desequilibrado como acabó.

Erika ni siquiera aceptaba que pudiera ser cierto.

—Se está burlando de ti. Nadie puede estar tan loco sin andar por ahí papando moscas. Sospecho que se ha inventado esa absurda historia.

—¿Con qué fin?

—Eso ya no puedo saberlo; tal vez intenta conseguir que acabes apiadándote de él porque está enfermo.

—No está enfermo y acepta la plena responsabilidad sobre sus actos. Tan solo es un desalmado al que lo único que le interesa es él mismo, lo que le produce placer a su increíble egolatría. Sin embargo no niega que al menos en una ocasión fue tan débil y tan estúpido como para enamorarse como un niño.

—¡Te está tendiendo una trampa!

—¿Qué clase de trampa?

—Lo ignoro. Pero ten presente que ese hijo de puta es el hijo de puta más listo que haya parido madre, puta o no.


Загрузка...