Alicia Jiménez me telefoneó...






Alicia Jiménez me telefoneó rogándome que fuera a verla y acudí ese mismo sábado pese a que me espantaba la idea de volver a pasar tan mal rato como durante mi primera visita.

Coco no me ladró en esta ocasión, y a ella la advertí algo más tranquila y con mejor aspecto pese a que seguía mostrando una alarmante delgadez, así como profundas ojeras, y al menor descuido continuaba «evadiéndose» de cuanto la rodeaba.

Lo primero que hizo fue preguntarme por su hija y cuando le indiqué que se encontraba todo lo bien que puede encontrarse un difunto, hizo un leve gesto con la barbilla hacia una preciosa muñeca vestida de blanco que descansaba sobre la mesa central.

—Quiero que se la lleve... Dormían juntas porque fue lo último que su padre le regaló antes de caer enfermo, y no se separaba de ella más que para ir al colegio. La estará echando de menos.

¿Cómo explicarle a aquella pobre infeliz que los muertos ya no sienten apego hacia los bienes terrenales?

¿O sí lo sienten?

La verdad es que ni siquiera yo acierto a saberlo, al igual que tampoco acierto a saber si una muñeca con la que una niña ha convivido casi desde antes de tener uso de razón se puede considerar un simple «bien terrenal» o forma parte de sus sentimientos. Nunca he jugado con muñecas y por lo tanto nunca he sabido lo que experimenta una niña con una en brazos, pero sí soy capaz de entender lo que se siente cuando no habiendo llegado a la pubertad tu padre desaparece de improviso y lo único que te queda de él es lo último que te regaló en vida.

Me constaba que Jimena ya no podría jugar con la muñeca ni llevarla a su cama, donde fuera que durmiese, si es que dormía, pero lo que sí me constaba era que podría acariciarla, quizá rozándola apenas, y podría verla a todas horas, recordando sin duda los momentos felices que pasó hablando con ella, contándole sus sueños y cambiándole de ropa.

Pensar en Jimena provocó, como solía ocurrir en ocasiones, que hiciera acto de presencia sentada, muy seria, al otro extremo del sofá en que se acomodaba su madre, quien de improviso experimentó una especie de violento estremecimiento, se ausentó por unos instantes con la vista fija en el exterior, y a su «regreso» inquirió con un casi inaudible hilo de voz:

—¿Esta aquí?

Asentí en silencio, por lo que insistió:

—¿Dónde?

Se la indiqué con un gesto, volvió el rostro hacia allí, dos gruesas lágrimas inundaron sus ojos y al poco murmuró:

—Daría lo que me queda de vida por verla.

—La ve... La ve porque está tal como la recuerda, con sus coletas y su uniforme del colegio; nada ha cambiado en ella, ni nadie cambiará por muchos años que usted consiga vivir. Cuando desaparecen los seres a los que amamos los convertimos en inmortales, por lo que el tiempo no pasa para ellos. Es quizá lo único bueno que tienen las muertes prematuras.

—Pero yo soñaba con verla hacerse una mujer. Y ansiaba que me diera nietos con la esperanza de que la sangre de Germán no desapareciese para siempre.

—La sangre de la mayoría de los seres humanos permanece en otros seres humanos cuando ellos ya han sido olvidados —aseguré, convencido de lo que decía—. A mi modo de ver esa sangre carece de importancia si no se les recuerda, porque el recuerdo de lo que significó para nosotros una persona es mucho más importante que su sangre.

Me observó largamente, volvió el rostro hacia donde se encontraba su hija, me miró de nuevo y al fin comentó:

—¿Cómo se las ingenia para tener respuestas para todo?

—Habiendo convivido durante dos años con un puñado de difuntos que no tenían otra cosa que hacer que plantearme preguntas difíciles de contestar. Si algo he conseguido aprender acerca de los vivos, se lo debo a los muertos.

Se «fue» durante casi diez minutos, dejándonos a solas con el perro, que había ido a acurrucarse a los pies de Jimena, quien se limitó a dirigirme una larga mirada y encogerse de hombros como queriendo indicar que no debía preocuparme, ya que pronto su madre estaría de nuevo entre nosotros.

Volvió, en efecto, probablemente porque resultaba imposible quedarse para siempre allí donde quiera que estuviese, y cuando habló no se dirigió a mí, sino al punto en que le había dicho que se encontraba Jimena.

—Tienes que intentar recordar todo cuanto puedas, pequeña... —musitó con voz quebrada—. Supongo que te resultará muy doloroso porque lo único que desearás es olvidar tanto horror, pero te conozco bien, siempre fuiste una niña valiente, y tienes que hacer un esfuerzo porque eres la única que nos puede conducir hasta ese depravado. Y no te lo pido por ti o por mí, que lo nuestro ya no tiene remedio, sino para evitar que otras niñas y otros padres sufran lo que nosotras estamos sufriendo.

De improviso dejó escapar un ronco sollozo y corrió a la estancia vecina cerrando la puerta a sus espaldas, por lo que me quedé allí sentado preguntándome por enésima vez cómo diablos era posible que hubiera llegado a encontrarme en situaciones tan absolutamente disparatadas. Que una madre le pidiera valor a una hija muerta a la que ni siquiera veía era más de lo que cualquier mente equilibrada pudiera soportar, pero me estaba sucediendo.

—¿Harás lo que te ha dicho?

—Lo intentaré... Pero de aquel tiempo lo único que recuerdo con claridad es el dolor, el miedo y que comenzaba a temblar en cuanto sonaba la música.

—¿Música? ¿Qué clase de música?

—Música de gente mayor.

—¿Ópera?

Negó con un gesto de desagrado al puntualizar:

—Piano; cuando comenzaba a sonar el piano yo sabía que muy pronto vendría a hacerme daño, pero ahora no quiero hablar de eso; ahora quiero que te ocupes de mi madre.

Desapareció, por lo que Coco comenzó a agitarse inquieto, y tras permanecer un rato contemplando las fotos de lo que fuera en un tiempo una familia feliz sobre la que las peores desgracias imaginables se habían cebado, advertí que tenía seca la garganta, por lo que me encaminé a la cocina que se abría al fondo de la estancia.

La desolación de la nevera resultaba patética: un cartón de leche y un triste pedazo de queso rancio. Sobre la mesa, pan de molde y unas galletas, y en la despensa, tres sobres de sopa instantánea. Y café; mucho café.

No era de extrañar que Alicia Jiménez semejara un cadáver ambulante; debía de llevar semanas sin comer nada decente.

Bebí agua del grifo, me encaminé a la puerta tras la que había desaparecido y la golpeé repetidas veces.

Cuando al fin abrió tenía los ojos rojos y lo primero que hizo fue inquirir:

—Ya se ha ido, ¿verdad?

—Sí; se ha ido. Y ahora vístase que nos vamos a cenar.

—No tengo hambre.

—Lo supongo, pero no importa. Tiene que comer porque tiene que vivir para poder castigar al asesino de su hija. Le prometí que lo atraparía y lo haré, pero si no colabora, resultará mucho más difícil. —Hice un gesto hacia donde instantes antes se encontraba sentada su hija para añadir—: Lo que le ha dicho ha servido de mucho.

—¿De veras?

—Ya sabemos algo más: ese pervertido toca el piano.

—¿Cree que eso es importante? Mucha gente toca el piano.

—Cada detalle, por pequeño que parezca, resulta importante. Se trata de un hombre elegante, de mediana edad, que tiene una casa enorme y toca el piano. Con esos datos ya podemos empezar a descartar sospechosos, y estoy seguro de que poco a poco tanto Jimena como Andrea me irán proporcionando mas pistas.

—¿Quién es Andrea?

—Otra niña asesinada. Pero no le diré nada más hasta que se haya comido una paletilla de cordero al horno con una buena ensalada.

—Ya le he dicho que no tengo hambre.

—En ese caso no hay más que hablar.

Fue como darle de comer a un niño caprichoso, puesto que masticaba una u otra vez cada bocado antes de tragarlo, pero me mantuve firme, y sobre todo paciente, observando a través del balcón cómo caía la noche sobre Cuenca mientras la infeliz mujer hacía innegables esfuerzos a la hora de acabar con un enorme y apetitoso trozo de carne.

Se mostró de acuerdo en que era preferible que no le dijera a los Villalba que su hija había muerto, y a la hora del café procuré que la conversación discurriera por otros derroteros, centrándome más en ella y en la necesidad que tenía de reanudar su vida por muy difícil que pudiera resultarle.

—¿Qué hacía antes?

—Traducciones.

—¿De qué idioma?

—Inglés y francés; mi padre era embajador y pasé casi toda mi infancia en el extranjero. Hasta hace un par de años daba clases en un instituto pero tras la muerte de Germán acabaron echándome porque, como habrá podido advertir, a menudo me quedo en blanco y eso asustaba a los chicos.

—¿Y a qué lo atribuye?

—No lo sé.

—¿No ha consultado con un médico?

—Unos creen que se trata de un principio de Alzheimer, aunque otros opinan que se trata de un trauma provocado por la muerte de mi marido. Sufrió demasiado.

—¿Personalmente usted qué opina?

—¿Y qué más da? Lo único que sé es que en ciertos momentos me siento bien, como si todo volviera a ser como años atrás pero advierto que el simple hecho de regresar a la realidad me aterroriza. Y con la desaparición de Jimena, esa realidad se ha vuelto del todo insoportable.

—Lo comprendo. Pero como se suele decir en estos casos, aunque se trate de una estupidez, «la vida continúa» y su obligación es seguir adelante.

—¿Obligación para con quién? —espetó casi agresivamente—. No para con mi familia, que ya no tengo, ni para con un Dios al que siempre respeté pero que me ha pagado con las monedas más amargas que nadie haya podido recibir jamás. He pensado a menudo en quitarme la vida, pero en los momentos en que me encuentro más lúcida me digo a mí misma que si me suicido y me condenan por ello, seré yo quien más tenga que reclamar a quien me juzgue. Quien ha sido parte de mis desgracias no tiene derecho a ser juez de mis actos.

—No creo que Dios tenga mucho que ver con lo que pasa por la mente de un asesino de niños.

—¿Entonces quién?

—Supongo que la naturaleza. Dios creó la naturaleza pero imagino que no puede evitar que cometa errores. Probablemente los padres de la Bestia Perfecta son personas decentes que tampoco tienen culpa de haber engendrado semejante aberración.

—¿Pretende hacerme creer que no interviene para nada la genética y un ser tan canallesco puede darse por generación espontánea?

—De la misma manera que los genios no suelen nacer de padres geniales, ni producir hijos geniales, los degenerados no tienen por qué haber nacido de padres degenerados, ni traer al mundo descendientes con sus mismas taras... La genialidad, o este tipo de perversiones, tienen su origen en el cerebro, y por desgracia esa es la parte del ser humano, e incluso del Universo, que menos conocemos.

—¿Del Universo?

—Del Universo. Conozco a un astrónomo capaz de enumerar cientos de constelaciones que se encuentran a millones de años luz, pero que abriga serias dudas sobre sí mismo y sus más íntimas convicciones.

—¿Y a qué lo atribuye?

—A que un cerebro humano, incluso el más elemental, es infinitamente más complejo, caótico, imprevisible y anárquico que mil millones de estrellas que, al fin y al cabo, suelen moverse dentro de unos parámetros que conseguiremos entender cuando aprendamos a analizarlos.

—Y en su opinión, ¿mi cerebro es anárquico, caótico o imprevisible?

—Sí, supongo que será tan anárquico, caótico o imprevisible como cualquier otro, con el agravante de que a causa de la muerte de su marido y de su hija se encuentra sometido a una excesiva presión...

Permaneció largo rato en silencio, no ausente, sino tan solo meditabunda mientras contemplaba las luces lejanas, y al fin me miró directamente a los ojos para decir:

—¿Cree que me estoy volviendo loca?

Negué con la cabeza, seguro de lo que decía:

—Creo que está buscando en algún tipo de locura una especie de refugio contra el dolor, pero no acaba de encontrarlo.

—Probablemente se debe al hecho de que mi dolor es tan grande que ni la mayor de las locuras consigue abarcarlo —me replicó con lo que pretendía ser un esbozo de amarga sonrisa—. Tiene razón, y lo que realmente desearía es que la locura me invadiera hasta el punto de hacer desaparecer el dolor, pero dudo que lo consiga.

—En ello confío. Siendo sincero admito que en ocasiones le pase por la cabeza la idea de poner fin a su vida como la mejor forma de dejar de sufrir; es una vía de escape que a diario eligen miles de seres humanos, y aceptarla o no tan solo depende de la propia conciencia. Pero lo que no admito es que se plantee el camino de la locura, porque es un castigo mil veces peor que la muerte.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque he tratado con muchos difuntos, y aunque algunos opinan que lo peor de todo es estar muertos, a pesar de llevar años bajo tierra continúan siendo en cierto modo seres humanos, mientras que quien ha perdido la capacidad de razonar ha dejado de serlo.

—A mí ya poco me importa considerarme o no un ser humano si por el hecho de serlo tengo que pasar por lo que estoy pasando. Y al fin y al cabo, ¿qué significa que te consideren un ser humano? ¿Pertenecer a la única especie animal capaz de violar y asesinar por mero placer, o tener una genética casi idéntica a la de Hitler, Franco, Stalin, Bush, o tantos otros que no dudaron en masacrar a millones de inocentes? Pese a lo que usted opine, esto de formar parte de la especie humana no es algo como para tirar cohetes o sentirse especialmente orgulloso, sino más bien todo lo contrario.

—Visto de ese modo...

—¿Y qué otro modo existe? Siempre me ha molestado esa frase tan socorrida: «El hombre es un lobo para el hombre.» Ojalá lo fuera, porque eso eliminaría la mayor parte de nuestros problemas.

—No acabo de entender a qué se refiere...

—Me refiero a que si el hombre se comportara como un auténtico lobo, tan solo haría daño a otros hombres cuando su hambre le acuciara en exceso; en ese caso se limitaría a devorar a un par de ellos, pero al resto los dejaría en paz. La triste realidad es que los seres humanos nos devoramos sin razón los unos a los otros incluso cuando no tenemos hambre.

—En eso admito que tiene razón. Con demasiada frecuencia nos hacemos daño por envidia, por racismo, por el simple placer de demostrar nuestra superioridad o por vengar lo que suponíamos una ofensa.

—O sea que, volviendo al principio, a veces creo que más vale estar loca que continuar considerándose un ser humano, y por ello no me importa que de tanto en tanto «me marche a otra ciudad», tal como solía decir Jimena.


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