Los medios de comunicación...






Los medios de comunicación dedicaron una especial atención al insólito hecho de que un hombre —que respondía a las iniciales R. C.— se había suicidado de un tiro en la boca en el interior de su automóvil, en un rincón perdido de la Casa de Campo, dejando una nota en la que se confesaba autor del secuestro, violación y asesinato de las niñas Jimena Jiménez y Andrea Villalba.

A Bartolomé Cisneros no le costó más de un par de horas y varias llamadas telefónicas a gente que le debía favores aclarar que las iniciales R. C. correspondían en realidad a Roque Centeno, un delincuente de más que turbio pasado que había cumplido varias condenas por extorsión, tráfico de drogas o estafa, y que había ejercido como testaferro en algunos de los más sonados escándalos inmobiliarios de la Costa del Sol.

En su abultado expediente no figuraba ninguna nota que le relacionara con la pederastia, pero las pruebas caligráficas establecían sin lugar a dudas que la confesión era de su puño y letra, y los expertos afirmaban que evidentemente se encontraba solo y con las puertas de su viejo pero bien cuidado Mercedes negro aseguradas desde dentro en el momento de volarse los sesos.

La nota en que indicaba el lugar exacto en que se encontraba el pozo al que había arrojado el cadáver de Jimena, así como el punto de un bosque en que había enterrado a la pobre Andrea no dejaban lugar a dudas sobre la autoría de los hechos.

No obstante, en su detallada confesión no hacía la más mínima alusión al asesinato de una colombiana llamada Omaira.

Admito que me sentía especialmente orgulloso por los resultados de mis esfuerzos; pero, al mismo tiempo, un tanto decepcionado, como si tras conseguir acorralar a un gigantesco tiburón blanco este no hubiera ofrecido la resistencia que esperaba de una fiera tan peligrosa.

La Bestia Perfecta había demostrado ser muy bestia pero muy poco perfecta, puesto que el simple hecho de acosarla, no rodeándola con fuego sino tan solo con unas cuantas alusiones que eran más bien palos de ciego colgadas en una página de la red, había conseguido minar su confianza hasta el punto de que el tan temido escorpión se clavara en el lomo su propio aguijón a las primeras de cambio. No acababa de creérmelo. Demasiado fácil...

Y la experiencia me ha enseñado que cuando algo resulta demasiado fácil es porque oculta algo que desconcierta.

Era tal mi desconcierto que quizá no me detuve a reflexionar sobre el hecho de que alguien que comete las atrocidades que aquel malnacido había cometido sobre tantas criaturas indefensas tenía que ser necesariamente un cobarde incapaz de enfrentarse a las consecuencias de sus actos cuando imagina que están a punto de atraparle; Hitler se había pegado un tiro cuando comprendió que era cuestión de horas el hecho de caer en manos del ejército ruso. Al fin y al cabo, la cobardía es, a mi modo de ver, el más extendido, abundante y duradero de los sentimientos entre los de nuestra especie.

A lo largo de su vida hay momentos en los que los hombres y las mujeres aman, odian, son egoístas, generosos, felices o infelices, justos o injustos, apasionados o indiferentes, crueles o compasivos, y ello depende no solo del carácter de cada cual, sino también de unas determinadas circunstancias. Pero absolutamente todos los seres humanos llegan al mundo atemorizados por el trauma que significa abandonar la cálida seguridad del vientre materno para tener que abrir los ojos a una luz cegadora, y ese miedo les persigue hasta el lecho de muerte, donde les aterroriza la idea de sumirse en las eternas tinieblas.

El miedo es nuestra más fiel compañía a lo largo de cada día y sobre todo cada noche de nuestras vidas, y el valor no suele ser más que la excepción que causa admiración e incluso asombro cuando llega a los límites del heroísmo. El noventa y nueve por ciento de los seres humanos solemos ser cobardes el noventa y nueve por ciento del tiempo. La mejor prueba es que cuando no es así nos deshacemos en alabanzas cantando con todo lujo de detalles las increíbles hazañas y las gloriosas epopeyas de aquellos que demostraron ser diferentes. Y es que el miedo, o más bien «los miedos», son tantos, tan diferentes y con tan distintos grados de intensidad que no conozco a una sola persona que no los experimente.

Existe un miedo supremo; el miedo a la muerte, pero también existe el miedo a la enfermedad, el dolor, la incapacidad, la soledad, la oscuridad, la miseria, la locura, la ruina, la vejez, el amor, el rechazo social y tantos más que resulta casi imposible enumerarlos.Y de lo que no cabe la menor duda es que el mero hecho de mostrar valor en un determinado campo, no significa, ni por lo más remoto, ser valiente en todos ellos.

No me asusta la idea de morir, pero me horroriza la idea de padecer un cáncer que traiga aparejado un largo y doloroso camino hacia la muerte. Sin embargo, mi ex esposa, Macarena, admite que sería capaz de permanecer diez años en la cama, limitándose a leer o ver la televisión con tal de continuar respirando.

Nadie está exento de padecer algún tipo de miedo, incluso en ocasiones más bien de auténtico pánico, y debí tenerlo en cuenta a la hora de intentar entender por qué razón aquel ser despreciable e inmundo había decidido volarse los asquerosos sesos.

Aunque todo eso no evitó, sin embargo, que durante un tiempo me sintiera tan defraudado como quien se prepara con vistas a una difícil ascensión al Everest y descubre que tan solo se ha enfrentado al pico del Aneto.

Pero lo más desagradable y amargo que me ocurrió durante los días que siguieron a la aparición del cadáver de la Bestia Perfecta no fue esa evidente decepción, sino el hecho de que me vi obligado a acompañar a una destrozada Alicia Jiménez al reconocimiento de lo poco que quedaba de lo que había sido su adorada hija.

¿Pero cómo reconocer un cadáver que ha permanecido meses sumergida en el fondo de un pozo?

Desnuda, y desprovista incluso de la medalla de su primera comunión de la que jamás se separaba, tan solo las pruebas de ADN confirmaron que, en efecto, aquellos tristes despojos pertenecían a la pequeña Jimena Jimeno Jiménez.

Concluidos los macabros trámites, consideré, en lo que se me antojó buena lógica, que no resultaba conveniente que su destrozada madre se encerrara de nuevo en la pequeña casa de Cuenca, por lo que me aventuré a invitarla a acompañarme a Galicia en un desesperado intento por hacer algo en beneficio del difunto Miguel.

—¿Y qué esperas conseguir en Galicia? —fue lo primero que quiso saber cuando le conté la peculiar historia del infeliz viajante—. Si su cadáver no aparece, y se me antoja muy difícil que aparezca después de tanto tiempo, nunca podrás demostrar su inocencia.

—Hay algo que vale casi tanto como la demostración de inocencia.

—¿Y es?

—Una duda razonable sobre su culpabilidad. Y quiero suponer que al menos a su familia le bastará con eso.

—A mí me bastaría...

—¿Entonces...?

Me asaltó la sensación de que iba a «ausentarse» una vez más, pero al fin un remedo de sonrisa afloró a sus labios.

—¡Qué cojones! —exclamó—. Me pica la curiosidad. ¿Pero qué hago con Coco? No puedo dejarlo solo tantos días.

—Lo llevaremos con nosotros.

—¿En coche?

—¿Por qué no?

—Porque se tira unos pedos horribles.

—Abriremos las ventanillas.


Hacía mucho calor y resultaba ciertamente difícil elegir entre viajar con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado a toda potencia corriendo el peligro de asfixiarnos por culpa de las silenciosas y continuas ventosidades del chucho, o sudar a mares.

Quien no ha recorrido trescientos kilómetros en compañía de un perro pedorro nunca conseguirá entender de qué le estoy hablando, y el que lo haya hecho no necesita que se lo explique.

Al fin, convencido de que podía acabar teniendo un accidente, tomé la decisión de trasladar el equipaje al asiento posterior y acomodar al chucho en el maletero, dejándolo abierto de tal forma que pudiera respirar y no corriera el peligro de morir víctima de sus propios gases.

A decir verdad, las continuas «gracias» de Coco consiguieron que Alicia rompiera a reír o lanzara ruidosas protestas casi cada quince minutos, lo cual supongo que impidió que se «ausentara» tal como tenía por costumbre.

Almorzamos opíparamente en un conocido restaurante que se alzaba a unos quinientos metros de la carretera, y quien nos hubiera observado sin prestar excesiva atención podría habernos tomado por una feliz pareja que iniciaba unas agradables vacaciones permitiendo que su mascota correteara alegremente por un prado vecino.

Por suerte el viento soplaba en dirección opuesta.

Durante aquel largo, agitado, y a mi entender encantador día de verano, regresé a tiempos ya olvidados, tiempos felices, aquellos en que mis padres me llevaban a pasar el caluroso mes de agosto a un diminuto puerto de pescadores de la Costa da Morte.

¿Qué había sido del medio siglo transcurrido desde entonces?

¿Adónde habían ido a parar cincuenta años de mi vida si al contemplar el paisaje me asaltaba la sensación de que había pasado por el mismo lugar y había almorzado idéntico cordero en el viejo y acogedor restaurante el último verano?

En ocasiones llego a creer que me he quedado quieto, convertido en una estatua de sal incapaz de evitar que algún genio maligno me robara el tiempo que me correspondía, o que lo comprimiera como por arte de magia de tal modo que aquella montaña de días y de horas que al parecer en justicia me pertenecían habían pasado a convertirse en un montoncito de arena que, por si fuera poco, el viento amenaza con llevarse muy lejos.

El principal problema de los seres vivientes es que hemos aprendido a ir reponiendo las riquezas que vamos consumiendo, pero no hemos aprendido a reponer las horas que vamos perdiendo. Ni tan siquiera hemos conseguido alargarlas un minuto más de los sesenta establecidos.

Yo jugaba al fútbol en aquel mismo prado y no paraba de darle patadas a la pelota a la espera de un corto silbido con el que me indicaban que reanudábamos la marcha, mientras mi padre saboreaba su segundo café y se deleitaba fumando una pipa que mi madre no le permitía encender en el coche porque lo dejaba «apestando a diablos». Supongo que debería tener por aquel tiempo entre seis y nueve años.

¿Y el resto?

¿Adónde han ido a parar?

Hay quien asegura que la memoria evoluciona de tal modo que a medida que nos acercamos a los sesenta recordamos más cosas de la infancia que cuando teníamos treinta, y que de ahí en adelante cada vez se activan más los recuerdos lejanos mientras se van diluyendo los cercanos. Si es así, no debería sorprendernos ya que, al fin y al cabo, la memoria de cada cual se convierte en el único testigo fiel de su paso por la vida, y cuando llega la hora final es ella, más que la conciencia, la que dicta nuestra propia sentencia. Si no existiera la memoria no podría existir la conciencia, porque no se admite un juicio sin testigos: somos nosotros quienes nos juzgamos y lo hacemos en base a los recuerdos. Que luego seamos más o menos condescendientes con nuestros malos actos dependerá de cada individuo.

Lo cierto es que aquel día en compañía de una animada Alicia Jiménez me sentí tan feliz como cuando hacía el mismo recorrido en compañía de mis padres. La segunda parte del camino, libres ya de la continua amenaza de los traicioneros ataques de Coco, la empleamos en hablar de lo divino y lo humano, aunque procurando evitar a toda costa la más mínima referencia a los muertos. Aquel era un viaje en el que no necesitábamos pasajeros y la experiencia me dictaba que a algunos difuntos basta con nombrarlos para que hagan su aparición aun a sabiendas de que no son bienvenidos.

Resultaba harto relajante ser únicamente dos personas que compartían un vehículo y una serie de puntos de vista sin especial trascendencia, y eso era algo que había olvidado hacía muchísimo tiempo. Supongo que a todos nos gusta sentirnos diferentes, tan diferentes como el barquero Caronte, pero el hecho de volver a la normalidad de tanto en tanto trae aparejado indudables ventajas.

Alicia es una mujer culta y que ha leído mucho, aseguraría que incluso más que yo, pero hace años se desconectó de cuanto la rodeaba, como si a la muerte de su marido, al que evidentemente adoraba, el mundo hubiera dejado de tener sentido. Su hija era lo único que le mantenía en cierto modo unida al quehacer cotidiano, pero al faltar también se comportaba como el globo que se escapa de las manos de un niño y se pierde de vista dando saltos y tumbos sin que nadie pueda saber adónde irá a parar exactamente.

¿Y adónde van a parar exactamente?

Me gustaría que alguien me explicara cuál es el destino final de esos globos que casi a diario se elevan sobre los cielos de los parques de las ciudades, aunque a decir verdad tampoco debería preocuparme porque lo que importa es que esos globos han dejado de estar cautivos, son absolutamente libres y no existe mejor destino que ser libre por muy lejos que vayan a parar.

Sin embargo, pese a que Alicia Jimeno se comportaba como un globo infantil no era realmente libre, puesto que el insoportable peso de sus recuerdos lo evitaba. Tal como solía admitir, para ella el futuro sin su marido ni su hija no existía, el presente no podía ser más amargo de lo que era, por lo que tan solo le quedaba el pasado.

Quien únicamente vive del pasado, no vive, revive, y sabido es que revivir es tanto como alimentarse de las sobras ya frías y algo rancias que han permanecido semiocultas en un rincón de la nevera.


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