Gilles de Rais, barón de Rais,...






Gilles de Rais, barón de Rais, nació en 1404 en el seno de una de las familias más poderosas de Francia, y cuando acababa de cumplir veinticinco años fue nombrado mariscal por el valor demostrado en la batalla de Orleans, en la que luchó al frente de las tropas de Juana de Arco. Evidentemente influyó en su nombramiento el hecho de que junto a la Doncella de Orleans elevó a Carlos VII, apodado el Bastardo, al trono de Francia. ¿Nunca habías oído hablar de él?

—Nunca.

—Curioso... —dijo el Monstruo—. Es uno de esos personajes que se supone que están en boca de todos.

—Pues ni la más remota idea.

—En ese caso presta atención porque su historia te ayudará a entender muchas cosas. El padre de Gilles tuvo una muerte horrible; atacado por un jabalí en una partida de caza y herido en el vientre resistió varios días con los intestinos fuera del cuerpo y parece ser que el chicuelo, que debía de tener por aquel entonces unos seis años, no se movió de la cabecera de su cama hasta que murió en medio de atroces sufrimientos. En el proceso que años más tarde se seguiría contra él se señaló que estaba fascinado por el dolor y por las tremendas heridas de su padre.

—Comprensible en un niño.

—Y más cuando al mes falleció su madre, por lo que quedó bajo la tutela de su abuelo materno, quien aumentó su fortuna de forma espectacular permitiéndole hacer cuanto le viniera en gana con la teoría, propia de aquella época, de que las leyes del resto de los humanos no regían para los de su clase y condición. Fue su abuelo quien convino su matrimonio con Catalina de Thouards, una prima lejana inmensamente rica, y se asegura que, como se daba la curiosa circunstancia de que Catalina no deseaba dicha boda, alentó a su nieto para que la secuestrara, la violara y la mantuviera encerrada a pan y agua hasta que aceptara ser su esposa.

—Está claro que no era el abuelito de Heidi...

—Desde luego, pero pese a que era un auténtico tirano por el que Gilles sentía pavor, además de una inmensa fortuna le proporcionó una esmeradísima educación intelectual y militar, por lo que se convirtió en un hábil general de increíble valor rayando la temeridad, hasta el punto de que no dudó en lanzarse por sí solo a la aventura de intentar rescatar de la hoguera a Juana de Arco. Al fracasar en su empeño, aseguró que la «pureza había muerto», por lo que renunció al honor de ser el mariscal más joven de la historia de Francia para retirarse a sus posesiones de Tiffauges, donde dejó de luchar por el bien para pasarse casi sin transición a los dominios del mal.

—¿Qué has querido decir con una frase tan rebuscada?

—Que enamorado en secreto, como al parecer estaba, de la mítica y ya difunta y por lo tanto inalcanzable Doncella de Orleans, su mundo se vino abajo, por lo que abandonó a su esposa, se negó a tener cualquier relación de tipo sentimental con mujeres y al poco comenzó a buscar caminos de satisfacción que tan solo encontró en la crueldad.

—¿Cómo?

—Gastándose gran parte de su fortuna en fabulosas orgías, y tal fue el derroche que acabó vendiendo algunas de sus posesiones, por lo que a la larga la preocupación por tales pérdidas hizo que se fuera aficionando a la alquimia llegando a instalar un laboratorio en el que trabajaba sin apenas dormir a la búsqueda de la piedra filosofal, capaz de transformar los metales en oro.

—No me parece muy propio de alguien que había demostrado ser tan inteligente como para convertirse en el mariscal más joven de la historia de Francia.

—Se puede ser muy inteligente para ciertas cosas y muy torpe para otras. Gilles de Reis cometió el error de tomar a su servicio a un clérigo de nombre Blanchart, iniciado en artes alquímicas, quien le presentó a su colega italiano, Prelati, y entre los dos le hicieron creer que podría transmutar el plomo en oro.

—¡Qué estupidez!

—No para aquellos tiempos precientíficos. Pero dado que el empeño no fructificaba, Prelati y Blanchart iniciaron al barón en «artes tenebrosas» como la adoración al diablo y las misas negras hasta el punto de que puso parte de su testamento a nombre del demonio aunque, ¡eso sí!, con la condición de no cederle su alma.

—Admito que semejante comportamiento tan solo se puede aceptar teniendo en cuenta que sucedió a principios del siglo XV. Una época en la que hasta los más inteligentes demostraban ser tremendamente supersticiosos.

—Así es, por lo que las cosas se fueron complicando más y más hasta que el primer asesinato ritual en que participó el barón fue consecuencia de sus pactos con el demonio. A su víctima, un joven mendigo, le sacó los ojos y el corazón, y aunque pese a ello lógicamente el plomo no se convirtió en oro, Gilles de Reis descubrió el placer del sadismo. A partir de ese día se dedicó a violar y asesinar a niños y niñas a los que hacía colgar de ganchos, los escuchaba suplicar, simulaba salvarlos del horror y a continuación los degollaba con el fin de violar los cadáveres.

—¡No puedo creerlo!

—Recuerda que los muertos nunca mentimos. Se le atribuyen más de doscientas ejecuciones de niños y adolescentes; algunos desaparecían de la ciudad de Nantes y pueblos colindantes, y otros eran pobres mendigos a los que llevaba a su casa mediante la promesa de darles de comer.

—Todo cuanto me estás contando se me antoja espeluznante. Pero no entiendo a qué viene que te regodees de ese modo con los absurdos crímenes de semejante loco.

—Lo sabrás a su tiempo. Cuando el pueblo no pudo más, y aun sabiendo que el barón seguía siendo muy poderoso a pesar de haber perdido gran parte de su fortuna, se alzaron voces que al fin llegaron a los oídos del obispo de Nantes, quien instruyó un expediente según el cual Gilles de Rais había ofrecido al demonio los ojos y la sangre de un chiquillo para conseguir sus favores. Fue detenido y juzgado por la desaparición de ciento cincuenta niños, aunque no se sabe con seguridad cuántos sacrificó. En el proceso se habló de doscientos, pero otras fuentes hablan de más de trescientos. En una torre del castillo de Tiffauges se encontraron cuarenta esqueletos de pequeños, y un montón de cabezas en el castillo de Champtocé. Cuando fue detenido en Machecoul, los soldados se encontraron con el espectáculo de cincuenta cadáveres de niños mutilados.

—¡Qué bestia!

—¡Tú lo has dicho! La primera Bestia, pero que, curiosamente, había hecho construir una iglesia dedicada a los Santos Inocentes que por su riqueza y boato se convirtió en la más rica de la cristiandad; a tanto llegó su excentricidad que fue llamado al orden por el Papa, ya que cubrió las paredes y techos con paneles de oro puro. Pese a que se la ofreció al obispo a cambio de que retirara las acusaciones, este investigó los casos de desapariciones en la comarca y acabó acusándole de hereje, brujo, sodomita, conjurador, espíritu malvado, adivino, asesino de niños, apóstata, servidor de fetiches, desviado de la fe, vaticinador y maestro de brujos.

—Por lo que veo solo le faltaba que le acusaran de conducir borracho y de evasión de impuestos. Pero sigo sin entender adónde pretendes llegar con todo esto, y de qué puede servirme a la hora de atrapar a la Bestia Perfecta.

—¿Lo entenderías mejor si te dijera que el barón Gilles de Rais fue en realidad la primera Bestia Perfecta, el iniciador de una auténtica «dinastía» de pederastas asesinos?

—¿Pretendes hacerme creer que las Bestias actuales son seguidores del barón? ¡Pero qué bobada dices!

—Ninguna bobada. ¿A cuánta gente asesinó Adolf Hitler?

—A mucha, supongo...

—Se asegura que casi cien millones de personas murieron directa o indirectamente por su culpa, y sin embargo existen miles de fanáticos dispuestos a seguir sus pasos resucitando los peores horrores del nazismo. Los encontramos entre los paramilitares, los gamberros que acuden a los campos de fútbol o los intelectuales de las más famosas universidades. Y lo más curioso del caso es que Hitler ni siquiera disfrutaba sexualmente al ordenar que gasearan indiscriminadamente a judíos o gitanos. ¿Te sorprende que en un mundo en el que el mayor genocida de la historia, que actuaba impulsado por absurdas y trasnochadas convicciones políticas, cuente con legiones de admiradores, subsista de igual modo un grupúsculo de seguidores de alguien que «únicamente» asesinó a trescientos niños arrastrado por un impulso sexual incontrolable?

—Visto de ese modo...

—El modo de verlo es que la mente humana resulta inescrutable, y te lo está diciendo alguien como yo, que disfrutaba, tal como podía disfrutar el barón de Rais, violando y asesinando arrastrado por ese impulso irrefrenable. Él mismo contó, con todo lujo de detalles, el inmenso placer que le producía entrar en la sala donde estaban los chicos, escuchar sus lamentos y contemplar sus heridas. Les cortaba las ligaduras, les cogía en brazos y les secaba las lágrimas reconfortándolos, pero una vez que se había ganado su confianza, sacaba un cuchillo y les cortaba la cabeza.

—¡Para ya! Me está enfermando escucharte.

—No es momento de parar. Si pretendes penetrar en nuestro mundo tienes que conocerlo en la inconcebible magnitud de sus miserias o continuarás avanzando a ciegas. En ocasiones, Gilles de Rais llamaba a su peluquero para que ondulara el cabello de la cabeza cortada de un niño y le maquillara los labios y las mejillas. Cuando tenía bastantes cabezas se celebraba una especie de concurso de belleza, en el cual los invitados votaban a la que les parecía la más deseable.

—Por lo que veo, incluso en vida contaba con partidarios tan degenerados como él, que le seguían el juego y le reían las gracias.

—Unos lo hacían por dinero; otros, por miedo; y supongo que algunos, porque compartían sus aberraciones. El barón reconoció ante los magistrados que su mayor placer era ver cómo los niños agonizaban lentamente, pero que en los cargos que se le imputaban no había intervenido nadie más que él, ni había obrado bajo la influencia de otras personas, sino que siguió el dictado de su propia imaginación con el único fin de procurarse placer. Fue condenado a morir en la hoguera, pero por su condición de noble, y dado que mostró arrepentimiento de los cargos de herejía, ¡no de los de asesinato!, primero fue colgado y su cadáver, incinerado. Su testamento concluye con una frase que muestra mejor que ninguna otra su carácter: «Yo hice lo que otros hombres sueñan.»

—¿Estás de acuerdo con eso?

—¿Qué quieres decir?

—¿Que si como asesino de niñas compartes sus ideas?

—Sí y no. Sí, en cuanto que fue capaz de hacer lo que le apeteció; no en cuando al hecho de hacer sufrir sin experimentar ningún tipo de arrepentimiento. Yo fui un pederasta, no un sádico; sentía ternura y una especie de amor por las niñas a las que violé y asesiné, a las que procuraba apartar luego de mi mente; Gilles de Rais no disfrutaba con el placer del sexo, sino de la violencia más absurda y gratuita y se regodeaba con su horrenda obra conservando las cabezas de sus víctimas.

—¿Es eso lo que le convierte en Bestia? ¿En la Bestia Perfecta?

—Más o menos... Digamos que la diferencia entre Gilles de Rais y los de mi condición es semejante a la que pudiera existir entre Adolf Hitler y Benito Mussolini. Medio siglo después de su desaparición miles de retrasados mentales continúan adorando a un psicópata asesino alemán, pero casi nadie se acuerda de un vociferante fantoche italiano.

—¿Y a qué lo atribuyes?

—A que los dos tenían un indudable carisma, pero Hitler era absolutamente inhumano, y eso es lo que en verdad atrae a los más degenerados.

—¿O sea que el mal, para resultar atractivo tiene que llegar a sus últimos extremos?

—Los nazis tenían muy claro que las medias tintas nunca han arrastrado a las masas. Para sentirse motivado el hombre mediocre necesita del exceso; tan solo los muy inteligentes se encuentran cómodos en una situación de equilibrio.

—No obstante, como posible seguidor del barón de Rais, la Bestia Perfecta está demostrando no ser en absoluto mediocre, sino más bien inteligente.

—Por eso es quien es y continúa en libertad burlándose de todos; de otro modo hace tiempo que estaría entre rejas. Asesinos de niños que se conectan a internet hay muchos, pero a casi todos acaban cazándolos. Él es «especial» y por lo tanto nunca comete errores.

—Yo le he obligado a cometer uno al contestarme. Y cometerá muchos más cuando se sienta acosado.

—¿Y cómo piensas acosarle?

—Le he enviado un nuevo mensaje:

¿Cómo puede alguien que se autodenomina la Bestia Perfecta

utilizar un reloj con el escudo de un equipo de fútbol...?

¡Hace falta ser imbécil!


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