Han pasado cinco años...






Han pasado cinco años. Erika se casó con el dueño del restaurante en el que trabajaba y por lo que afirma, y estoy seguro de que no miente, es muy feliz porque su marido le proporciona mucho amor, mucho respeto, una desahogada posición económica y un sincero cariño hacia unas niñas a las que ha dado su apellido librándolas del estigma del que llevaban.

A Erika le alegró mucho saber que al menos por una vez en la vida su ex esposo había demostrado ser una persona decente amén de un excelente padre, pero jamás me volvió a preguntar por Bernardo Gil del Rey.

Bartolomé Cisneros y María Luisa Molina tienen dos hijos que completan su innegable felicidad.

Andrea y Jimena desaparecieron de mi vida hace tres años.

Manuela, la agradecida viuda de Miguel López, me envía de tanto en tanto una caja de ostras o percebes, y mi relación con Alicia continúa siendo un misterio; nos sentimos a gusto el uno con el otro, pero ni tan siquiera el paso del tiempo ha conseguido romper una barrera que con el paso de ese mismo tiempo ha acabado por convertirse en un muro cada vez más infranqueable.

Entra dentro de lo posible que nos hagamos viejos juntos sin volver a tocarnos.

El ser humano puede llegar a ser tan extraño...

La Bestia Perfecta se ha convertido en una alimaña casi ciega porque rompió la bombilla de la cueva ya que por lo visto prefiere esperar su fin en la más absoluta oscuridad.

Tres veces por semana le bajo agua y comida que le entrego a través de un ventanuco, pero apenas me dirige la palabra pese a que cuando lo hace resulta evidente que se mantiene sorprendentemente lúcido.

¡Qué gran hombre hubiera sido de no haber encontrado a Yedra en su camino!

Hace unos meses fui a ver actuar a Yedra, que ha llegado a ser la estrella de un famoso musical de moda, y debo reconocer que me impresionó porque se trata de una mujer francamente espectacular que por lo que cuentan vuelve locos a los hombres y lleva camino de hacerse muy rica a costa de ellos.

Pero no se llama Yedra.

Ni siquiera ella supo nunca que se llamaba así.

Ese es uno de los tantos secretos que comparto con la Bestia Perfecta.


Admito que desde que Andrea y Jimena se fueron, mi vida volvió a dejar de tener sentido. Ya únicamente era vida. Como antaño a mi alrededor la gente hablaba, reía, comía, lloraba, mentía, bebía, hacía el amor o se drogaba. Algunos incluso se morían, pero eran difuntos que no necesitaban que los cruzara en mi barca a la otra orilla. Ya no tenía «familia»; ya nadie me necesitaba. Ni siquiera mi hijo, que se había establecido definitivamente en Tailandia. Lo único que deseaba una vez más era emprender un largo viaje que me permitiera reunirme con quienes habían hecho de mi gris existencia algo especial.

Me hundí de nuevo en una profunda depresión de la que llegué a pensar que no emergería jamás, hasta que un mal día todos los medios de comunicación destacaron que dos niñas, una española y la otra extranjera, habían sido raptadas de las habitaciones en que se encontraban durmiendo.

¡Una vez más!

¿Hasta cuándo?

Y estas eran aún más pequeñas, una de siete y la otra de apenas cinco años.

No importaba que la Bestia Perfecta se pudriera en una hedionda cueva, que el que se autodenominaba Monstruo se hubiera suicidado, o que el maldito Koriolano continuara en la cárcel.

Siempre aparecían nuevos pederastas, ¡miles de otros nuevos!, como si se tratara de una imparable marea que amenazaba con ahogarnos.

A fuer de ser sincero me veía obligado a admitir que nada había aprendido sobre semejante cuerda de depravados debido sobre todo al hecho de que empezaba a entender que tan solo tenían en común su aberración, sin que a veces ni tan siquiera ellos mismos fueran capaces de explicar por qué razón habían llegado a ser lo que eran.

Nada tenían que ver las motivaciones de quien de adolescente había visto a su hermana desnuda en una cama, con las de un respetable magistrado que ya de adulto descubría de improviso que lo que más placer le producía era masturbarse con el ojo pegado a un telescopio.

A menudo me asalta la sensación de que cada ser humano es un planeta que gira en el universo, y aunque se encuentre directamente relacionado con otros seres humanos, mantiene siempre su propia atmósfera, sus propias leyes y sus propios secretos.

Y dentro de ese universo los pederastas se desplazan como sombras por el interior de gigantescos y misteriosos «agujeros negros».

—Tienes que hacer algo...

El corazón me dio un vuelco al verla de nuevo allí, tan seria, tan segura de sí misma y tan aparentemente madura pese a su corta edad.

—¿Y qué puedo hacer?

—No lo sé, pero tu obligación es encontrar a esas niñas antes de que pasen a ser «uno de los nuestros».

—¿Mi obligación? —me escandalicé—. ¿Desde cuándo es mi obligación solucionar los problemas de los muertos?

—Desde que te elegimos, entre millones de posibles candidatos, para que los solucionaras —replicó como si se tratara de una verdad incuestionable—. Se te ha concedido algo que nadie más posee: la absoluta seguridad de que existe otra vida y una cordial relación con los que ya nos encontramos en ella. A cambio de esos dones que te convierten en un ser único, tan solo te pedimos que nos ayudes a resolver ciertos problemas que a decir verdad la mayoría de las veces, como en este caso, atañen a los vivos. No creo que sea pedir demasiado, teniendo en cuenta que en cuanto desaparecemos tu vida se te antoja tan insoportable que te deprimes e incluso empiezas a pensar en el suicidio.

Tenía razón y resultaba inútil negarlo: con demasiada frecuencia mi relación con los muertos me empujaba al abismo de la locura, pero de igual modo me desquiciaba mi falta de relación con ellos.

En una existencia tan gris y anodina como la mía, sin familiares cercanos, sin una situación sentimental consolidada y casi sin amigos, los difuntos se habían convertido en mi única vía de escape, y estaba convencido de que si me abandonaban me hundiría irremediablemente.

Yo era diferente porque ellos me hacían diferente.

Semejante distinción no me permitía ser mejor o peor que cualquier otro, pero me proporcionaba una razón para vivir y en algunos casos incluso conseguía que hasta el último de mis sentidos cobrara una fuerza inusitada. Por lo tanto me veía obligado a admitir que llevaba meses vegetando pero que de pronto la súbita aparición de Jimena me empujaba a vivir de nuevo.

—De acuerdo —acepté—. Pero aun en el caso de que intente evitar que maten a esas niñas, no veo que pueda hacer nada que no esté haciendo ya la policía.

—Tú tienes algo que la policía no tiene.

—¿Y es?

—Al rey de los pederastas, que es al propio tiempo quien más sabe sobre sus formas de actuar.

—¿La Bestia Perfecta?

—¿Quién mejor que él para ayudarte? —inquirió—. Resolvió en tres días el caso de la niña raptada por Koriolano, y estoy segura de que conoce a la mayoría de esos malnacidos. Si alguien puede encontrar a esas criaturas, es él.

—¿Me estás pidiendo que negocie con el hombre que te secuestró, torturó, violó y asesinó?

—Si con ello puedo evitar que le causen daño a otras niñas, sí. ¿Crees que se ha arrepentido?

—Yo ya no creo nada en cuanto se refiere a los seres humanos, pequeña. ¡Nada en absoluto! Pero si con lo que está sufriendo no se arrepiente incluso de haber nacido, es que el arrepentimiento no es más que una palabra hueca y sin sentido.

—En ese caso, habla con él y ofrécele incluso la libertad si nos ayuda.


Cuando le pedí a Bernardo Gil del Rey que abandonara la cueva, para pasar al sótano, y emergió como un cadáver ambulante, no pude por menos que horrorizarme y sentir vergüenza de mí mismo.

¡No era justo!

Por terribles que hubieran sido sus crímenes, y de hecho lo eran, no era justo, ya que apenas podía caminar sin apoyarse en las paredes, aparecía cubierto de los pies a la cabeza de inmundicia, supurantes llagas se abrían por todo su cuerpo como abiertas bocas por las que se le escapara la vida, y la escasa luz que penetraba por un ventanuco le hacía tanto daño que se veía obligado a cerrar los ojos.

Durante casi cinco minutos me sentí incapaz de hablar, asqueado por lo que veía, pero asqueado sobre todo por haber permitido que las cosas hubieran llegado a tal extremo.

Se dejó deslizar por la pared hasta quedar derrengado en el suelo, puesto que resultaba evidente que las piernas no le sostenían, y no pronunció una sola palabra ni hizo gesto alguno.

Había envejecido veinte años y parecía una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos que la mantenían erguida.

No vomité porque en buena ley tendría que haber vomitado en mi interior.

—No sé si has pagado o no por lo que hiciste... —acerté a decir al fin—. Tan monstruosos fueron tus actos como el castigo que te he impuesto, y lo único que espero es que no me pidan cuentas por ello.

Aguardé pero no obtuve respuesta.

Jimena, que se sentaba a mi lado, intentó darme los ánimos que estaba necesitando con un leve ademán de asentimiento.

—Si decides colaborar en lo que voy a pedirte, pasarás una temporada aquí, aseándote, recuperándote y acostumbrándote a la luz hasta que estés en disposición de salir a la calle. Luego te dejaré libre a condición de que te retires a vivir lejos de todo, dediques tu tiempo a luchar contra la pederastia, y hagas testamento a favor de una fundación dedicada a cuidar a niños. ¿Me estás escuchando?

Hizo un leve gesto de asentimiento, por lo que añadí:

—Si aceptas el trato nadie sabrá que fuiste tú quien cometió esos crímenes.

Por primera vez pude advertir en él un leve signo de reacción, tardó en hablar pero al fin inquirió con un hilo de voz y un tono de absoluta incredulidad:

—¿Es cierto eso?

—Te doy mi palabra; si me ayudas, no dices nada sobre dónde has estado todo este tiempo, y cumples el acuerdo, tu nombre quedará limpio.

Reflexionó un largo rato, abrió la boca para decir algo, volvió a cerrarla, se rascó las palmas de las manos en lo que parecía un gesto automático que repetía continuamente, y por último quiso saber:

—¿Y qué pasará si una vez libre no cumplo el trato?

—Que te escondas donde te escondas te atraparé y no volverás a salir de esa cueva hasta el fin de tus días.

Asintió una vez más con la cabeza para musitar al poco:

—«Tus difuntas amigas» me estarán vigilando, ¿no es cierto?

—Sigues siendo muy inteligente —repliqué—. Vayas adonde vayas, hagas lo que hagas, e incluso pienses lo que pienses, Andrea y Jimena estarán a tu lado y vendrán a contármelo.

Cabría asegurar que una amarga sonrisa asomaba a sus labios en el momento de comentar:

—Ningún asesino tuvo nunca mejor carcelero que sus propias víctimas, ¿no es cierto? ¿Qué necesitas?

—Información.

—¿Sobre?

—Pederastas.

—He pasado mucho tiempo ahí dentro, pero sin duda aún debo de ser quien más sabe sobre el tema. ¿Cuál es el problema?

—Dos niñas de entre cuatro y siete años han desaparecido.

—¿Dónde?

—Una en Benidorm y la otra en Torrevieja.

—Malos sitios son esos si por casualidad estamos en verano.

—Estamos en verano.

—Demasiada gente, y demasiados lugares en los que esconderlas... —musitó como para sí—. En esta época esas playas son como un hormiguero en el que los padres pierden de vista a los críos y siempre hay degenerados al acecho.

—Ocurrió de noche; mientras dormían, una en un hotel y la otra en un apartamento y en compañía de sus dos hermanos.

—¿De noche y en sus camas? —pareció sorprenderse.

—Eso he dicho.

Se advertía que le costaba un gran esfuerzo incluso pensar, y el simple hecho de hablar le fatigaba en exceso puesto que llevaba demasiado tiempo sin hacerlo.

De nuevo mostró intención de hablar pero experimentó una especie de vahído, por lo que apoyó la cabeza en la pared, cerró los ojos y se quedó dormido.

Le dejé allí limitándome a cerrar la puerta, consciente de que en su estado no podría ni tan siquiera aproximarse a la escalera.


Загрузка...