La vida había dejado...






La vida había dejado de tener sentido desde hacía meses. Ya únicamente era vida. A mi alrededor la gente hablaba, reía, comía, lloraba, mentía, bebía, hacía el amor o se drogaba. Algunos incluso se morían, pero eran difuntos que no necesitaban que les cruzara en mi barca a la otra orilla. Ya no tenía «familia».

Lo único que deseaba era emprender un largo viaje que me permitiera reunirme con quienes habían hecho de mi gris existencia algo especial. Me hundí en una profunda depresión de la que llegué a pensar que no emergería, hasta que una mañana, casi un año más tarde, descubrí a una niña sentada en la puerta de mi casa.

—¿Qué haces aquí?

—No lo sé.

—¿Quién te ha traído?

—Tampoco lo sé. Al salir del colegio, un señor me dio un caramelo asegurando que mi madre le había enviado a buscarme; me llevó a una casa enorme donde me mantuvo encerrada mucho tiempo, me hizo mucho daño y un día me apretó el cuello hasta que no conseguía respirar. Al despertar me encontré aquí.

La observé con atención; su mirada era plana, como si me estuviese observando a través de un espejo.

—Ya no volverá a hacerte daño —le dije—. Yo cuidaré de ti. ¿Cómo te llamas?

—Jimena.

—¿Jimena qué más?

—Jimena Jimeno Jiménez.

—Curioso nombre o, más bien, curioso nombre y apellidos.

—A mí me gusta.

—¿Dónde vives?

—En Cuenca.

Me había respondido con absoluta naturalidad, sin tan siquiera detenerse un segundo a especificar en pasado: «Vivía en Cuenca», lo que me dio a entender que aún no había tomado conciencia de que la habían asesinado.

Yo ya tenía, por suerte o por desgracia, una larga experiencia en todo cuanto se refería a convivir con muertos, no en vano había compartido mi casa con cuarenta de ellos durante casi dos años, y me constaba que con excesiva frecuencia ni siquiera los difuntos tienen plena conciencia de haber cruzado definitivamente a la otra orilla del último de los ríos. Menos aún podría imaginarlo una criatura que apenas había empezado a vivir.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—¡Doce! Dios mío...

Le habían apretado el cuello hasta el punto de arrebatarle más de medio siglo de vida, destruyendo al propio tiempo las otras muchas vidas que su vientre pudiera haber engendrado en el futuro, porque lo peor de los asesinos no es que acaben con un ser humano: es que cortan una rama destinada a generar nuevas ramas, nuevos frutos y tal vez nuevos árboles.

El hecho de haber atravesado una y otra vez el oscuro río con el fin de visitar a los que se encontraban en la otra orilla, pero no habían iniciado aún el largo camino hacia un destino del que nadie sabía nada, me ayudaba a comprender que la mayoría de los difuntos aceptaban la muerte como el lógico final de una existencia, pero se revelaban contra ella cuando se trataba de una prematura y antinatural interrupción de esa existencia. Y es que imagino que lo verdaderamente triste no debe de ser mirar hacia atrás y ver lo que has hecho, sino mirar hacia delante y no ver lo que podrías haber hecho.

Aquella niña, pecosa, espigada y ligeramente pelirroja, cuyo delgado y estilizado cuerpo era como el apunte a lápiz del hermoso cuadro en que acabaría por convertirse con el paso del tiempo, abría sus enormes ojos azules a un inexistente futuro que le había sido robado por un sucio degenerado.

—¿Qué pasa por la mente de un hombre en el momento de violar y asesinar a una criatura indefensa?

—Nada.

Observé sorprendido al demacrado cuarentón, fuerte, de ancha calva y cerrada barba que había tomado asiento en la butaca que se encontraba frente a mí, y no puedo negar que me impresionó la profunda amargura que parecía emanar del tono de su voz y cada uno de sus gestos.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque asesiné a tres niñas, y aún hoy, tantos años más tarde, no consigo explicarme por qué lo hice, ni qué fue lo que experimenté en aquellos momentos.

—¿Quién eres?

—Eso no pienso decírtelo porque mi mujer y mis hijos ignoran que fui yo quien cometió aquellos crímenes. Puedes llamarme «Monstruo», porque como un auténtico monstruo me comporté en vida, y tan asumido lo tengo que cuando comprendí que nunca conseguiría dejar de serlo me arrojé con el coche desde un puente.

—¿Y qué haces aquí? Si en realidad has hecho lo que cuentas, deberías estar en el infierno.

—Mi infierno particular, y te aseguro que no existe otro peor, se centra en rememorar, hora tras hora, día tras día, año tras año, y supongo que siglo tras siglo, el horror de aquellos momentos —replicó con absoluta naturalidad—. Mi castigo se concreta en escuchar gritos y llantos, tener ante mis ojos aquellos aterrorizados rostros, ver la sangre empapando mis muslos, sentir el dolor que sentía al penetrar cuerpos que se desgarraban, y asistir luego, impasible, a la larga agonía de mis víctimas. Ningún fuego conseguiría superar los justos padecimientos que todo ello me produce desde entonces.

—¿«Justos»?

—Justos. Aunque en ocasiones me pregunto por qué extraña razón fui engendrado con una mente desviada, y por qué debo pagar tan alto precio por haber sido creado así; de haber sabido la magnitud de lo que sufriría y haría sufrir, hubiera preferido no haber nacido.

—Puedo entenderlo, pero no has respondido a mi pregunta: ¿qué haces aquí?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Eres tú quien me ha llamado.

—¿Yo?

—Hiciste una pregunta: ¿qué se siente al violar y asesinar a una niña?, y yo te he respondido: nada.

El que se consideraba a sí mismo un Monstruo abrió las manos en un ademán que pretendía abarcar cuanto le rodeaba al añadir:

—Ese es mi caso particular, pero entra dentro de lo posible que otros que se han comportado de igual modo sientan, no obstante, de otra forma.

Le observé largo rato; aparentemente era un hombre normal, de los que se nos cruzan cada día por la calle o nos atienden en unos grandes almacenes, y tal vez únicamente sus ojos, pese a ser ojos de muerto —de aquellos que miraban como si todo lo vieran plano— permitían intuir el fuego interior que parecía abrasarle.

Me hice una vez más la pregunta que me venía obsesionando desde hacía ya mucho tiempo: ¿se trataba tan solo de una creación de mi mente enferma, o era realmente el espíritu de un asesino el que había acudido a mi demanda de ayuda?

¿Qué clase de ayuda?

Aquella que me permitiera entender por qué razón existían hombres que se comportaban como fieras.

—¿Has conocido a otros como tú?

—¿Cómo podría conocerlos? Desde el día en que cometí mi tercer crimen permanezco encerrado en el laberinto de mi propio horror, y eres la primera persona, viva o muerta, a la que veo desde el momento en que mi coche se precipitó al abismo.

—¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Porque eres tú quien ha hecho esa pregunta, y algún poder de convocatoria debes tener sobre quienes estamos muertos.

—Al parecer lo tengo. O al menos lo tenía en un tiempo en que fueron legión los que acudieron a mí pidiendo justicia, pero nunca he conseguido averiguar si el mérito es realmente mío.

—¿De quién si no?

—Es muy posible que se deba al hecho de que bajo esta casa se encuentra la que antaño fuera la famosa Gruta de las Reclamaciones, a la que peregrinaban como último recurso aquellos a los que nadie había escuchado cuando exponían sus reivindicaciones.

—¿Vivos o muertos?

—Por lo que sé, tanto vivos como muertos, aunque ya no quedan vivos que recuerden su existencia.

Le observé de nuevo con profunda atención, reparando por primera vez en el hecho de que a su mano izquierda le faltaban dos dedos, antes de añadir:

—Supongo que no has venido a presentar ningún tipo de reclamación.

—No, en efecto...

Al advertir la dirección de mi mirada, comentó con naturalidad:

—El meñique me lo corté al día siguiente de matar a Graciela, y el anular, al asfixiar a Carolina. Abrigaba la esperanza, estúpido de mí, de que el hecho de mutilarme me frenaría a la hora de reincidir, pero no fue así.

—Lo que tenías que haber hecho era cortarte el pene.

Se encogió de hombros y resultó evidente, por el tono de voz y por el hecho de que yo sabía que los muertos no pueden mentir, que era absolutamente sincero al señalar:

—No hubiera servido de nada; la necesidad de violar no radica en el pene, se esconde en la cabeza.

—Explícate.

—¿Y qué puedo decir? Yo era un hombre normal, con una familia normal y un trabajo normal, tan pacífico que no recuerdo haber discutido nunca con nadie. Solía llevar una vida tranquila, sin aventuras ni sobresaltos, hasta que una adolescente con un libro en la mano se cruzaba en mi camino. A partir de ese instante me invadía una espantosa sensación de angustia, como si no fuera capaz de respirar hasta el momento en que la volviese a ver, desnuda, y con un libro abierto cubriéndole la cara.

—¡Qué absurdo!

—¡No! No lo es tanto. Todo empezó la tarde en que, siendo aún casi un niño, entré en la habitación de mi hermana y me la encontré desnuda sobre la cama. Se había quedado dormida con un libro cubriéndole la cara. La contemplé durante mucho rato y llegué a la conclusión de que aquel pubis tan abultado y blanco, con apenas una sombra de suave vello dorado que no alcanzaba a ocultarlo, era lo más hermoso que hubiera visto nunca.

Chasqueó la lengua al tiempo que agitaba negativamente la cabeza al concluir:

—Ninguna mujer adulta tiene, ni tendrá nunca, un pubis semejante.

¿Qué se le podía decir a un difunto que por volver a contemplar un pubis como el de su hermana adolescente había asesinado a tres muchachas para acabar suicidándose?

¿Que estaba loco?

Los muertos no están locos; están muertos, lo que a mi modo de ver ya es bastante. Y bastante peor.

¿O no?

—En mi opinión es peor estar muerto —dijo, respondiendo a mi pregunta pese a que yo no la hubiera formulado—. Y no por el hecho de estar muerto, sino por el hecho de no dormir. Tan culpable me siento como muerto que como vivo; pero, mientras estaba vivo, algunos ratos, pocos, conseguía descansar, con lo que los remordimientos me dejaban en paz por unas horas. Pero ahora no; ahora no me libro del castigo ni por un segundo.

—De acuerdo. Supongo que lo peor de todo es estar muerto, pero hay algo que, insisto, no acabo de entender: ¿por qué has venido? Si cada vez que me planteo una cuestión se presentase un difunto a aclararme las dudas, acabaría por ser el hombre más sabio del planeta, y evidentemente no es así. ¿Cuál es ahora la diferencia?

—También yo insisto en que no lo sé. Aunque tal vez lo que pretendo al estar aquí es que me comprendas y de ese modo consigas aprender algo sobre la Bestia Perfecta.

—¿«La Bestia Perfecta»? ¿Qué es eso?

—No es «eso»; es «quién».

—¿Quién? ¿Te refieres a una persona?

—¡Si se le puede llamar persona...! Dentro del mundo de los pederastas extremos, aquellos que se consideran auténticamente duros y se autodenominan «las Bestias», existe uno, el duro entre los duros, al que llaman «la Bestia Perfecta», porque es el único capaz de colgar en internet las fotos de una niña en el momento de violarla y estrangularla.

—¡Bromeas!

—Los muertos no sabemos bromear. Y menos sobre esas cosas.

—¡Pero no es posible! ¡Nadie es capaz de semejante aberración!

—Se nota que sabes muy poco sobre los pederastas. Los hay que violan a niños de meses y luego venden las fotos de esa violación a través de la red. Y te garantizo que son centenares los que las compran.

—¿Tanto degenerado existe?

—Más de los que imaginas.

—¿Tú eras uno de los que compraban esas fotos?

—Las he visto, pero me repugnan. A mí tan solo me excitaban las adolescentes con un libro sobre la cara, pero he mantenido correspondencia con los que se interesan por ese tipo de material.

—¿A través de internet?

—Naturalmente.

—¿Por qué «naturalmente»?

—Porque la red se ha convertido en un intrincado laberinto por el que circulan impunemente los degenerados, y cuanto más intrincado, y por lo tanto más seguro se vuelve día tras día, más aumenta el número de aquellos a los que siempre reprimió el miedo. Antes corrían peligro buscando fuera de casa el modo de aplacar sus necesidades, pero ahora los cobardes se encierran en su habitación, conectan con el portal adecuado y al instante les sirven en primer plano todo cuanto pueda satisfacer sus más locas fantasías, masturbándose hasta quedar exhaustos.

—¿No te consideras uno de ellos?

—No especialmente, aunque si quieres que te diga la verdad hubo un tiempo en el que traté de sustituir con simples imágenes mis ansias de matar... —Hizo una brevísima pausa para añadir como con un lamento—: ¡Pero no dio resultado! Por desgracia, no dio resultado.

Acto seguido desapareció tal como había llegado, con aquella odiosa costumbre de algunos difuntos de entrar o salir de mi vida sin pedir permiso ni disculpas, y admito que esa noche apenas pude pegar ojo obsesionado con cuanto había ocurrido.

No era la presencia de un difunto lo que me desvelaba; ya no. Era la presencia de aquel en concreto, capaz de reconocer, con absoluta naturalidad, que había cometido los más atroces crímenes.

Si estaba muerto no podía mentir, y si no podía mentir, todo cuanto dijera tenía que hacerlo de forma natural.

¿Incluso que había violado y asesinado a tres niñas?

Dios mío. Ni encontrándose bajo dos metros de tierra se podía hablar con naturalidad de algo así.

La claridad del alba me sorprendió en la terraza, contemplando el hermoso paisaje del bosque aún cubierto por jirones de niebla que parecían enroscarse en torno a la lejana torre de la iglesia del pueblo, de tal modo que las cigüeñas parecían surgir de una bola de algodón cuando iniciaban sus primeros vuelos.

No podía por menos que preguntarme si eran aquellos —una niña asesinada y violada, y un asesino y violador de niñas— los muertos que durante tanto tiempo había estado rogando que volvieran a visitarme. No tenían nada que ver con mis viejos amigos, pobres infelices que habían perecido en un accidente de tren, y que lo único que pedían era justicia. Jimena ni siquiera me lo había pedido, porque en su inocencia aún ignoraba que se encontraba ya en la otra orilla del tenebroso río.

Durante aquel interminable año de soledad había echado de menos las largas charlas y las absurdas discusiones con cuarenta seres humanos perfectamente normales cuyo único defecto se centraba en el hecho de que estaban muertos, por lo que cambiar aquellos agradables momentos por la compañía de una niña ausente y un pervertido sexual no cubría en absoluto mis expectativas de retornar a los «buenos tiempos».

Admito que hay que estar bastante trastornado a la hora de considerar «buenos tiempos» aquellos en los que se ha convivido con difuntos, pero no creo que deba sorprenderme a estas alturas por considerarme verdaderamente «chiflado».

Tuve ocasión de vender la casa, ya restaurada, y marcharme a vivir a un lugar normal, lejos de la Gruta de las Reclamaciones, pero elegí quedarme a sabiendas o quizá más bien con la esperanza de que algún día «mis muertos» regresaran, pero no eran aquellos los muertos que esperaba. No, por Dios, ¡no aquellos!

Llegué a la conclusión de que prefería quedarme solo nuevamente, por amarga que se me antojara esa soledad, pero tres días más tarde cambié de opinión al descubrir a Jimena sentada sobre una piedra contemplando fijamente la extensa rosaleda.

Alzó el rostro, frunció los labios en un gesto que podía tomarse como de forzada resignación, y comentó con un tono de voz tan serio y tan profundo que no correspondía en absoluto a su corta edad:

—A mi madre le encantaban las rosas; las cuidaba y podaba durante horas. Ya no volveré a verla nunca, ¿verdad?

—«Nunca» es una palabra demasiado rotunda —alcancé a decir—. Solo Dios sabe si volverás a verla.

—Estoy muerta —musitó—. Ahora sé que lo estoy, pero a pesar de ser una niña que no había hecho mal a nadie, llevo ya varios días muerta y aún no he visto a Dios. Creo que si de él depende que vuelva a ver a mi madre, pocas esperanzas me quedan.

¿Cómo era posible que hubiera madurado tanto en tan poco tiempo?

¿Qué había visto en la otra orilla del río como para que empezara a hablar y comportarse como una persona adulta?

—Dios está ahí, en alguna parte, en el lugar en el que acabarás por marcharte, y él decidirá cuándo y cómo volverás a ver a tu madre. Tengo experiencia en esto y sé que lo único que puedes hacer es esperar. Tu día llegará.

—Mi día ya llegó —replicó segura de sí misma—. Demasiado pronto, pero llegó; ahora lo que necesito es saber por qué razón estoy aquí.

—Aún no estoy del todo seguro... Pero empiezo a creer que, tal como ya me ocurrió anteriormente, estás aquí porque no podrás descansar hasta que tu asesino pague por ello, o es posible que estés aquí porque pretendes evitar que vuelvan a hacer a otras niñas lo que hicieron contigo.

—Es posible... —Me miró de frente y por unos instantes su mirada no fue tan plana como solía ser en los difuntos—. ¿Serás tú quien lo impida?

—Lo intentaré si me ayudas.

—¿Y cómo puedo ayudarte?

—Contándome todo cuanto recuerdes sobre él.


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