32. LA AVENTURA AMERICANA

Hemos visto en el capítulo anterior lo que Ramón aporta al periodismo: literatura. Pudiéramos considerar, a la inversa, lo que la literatura de Ramón tiene de periodística. Y es, ya lo hemos dicho en otro capítulo, lo que Ramón tiene de cronista. Cronista del tiempo y cronista de su tiempo.

Cronista del tiempo, como Proust, como Azorín en España, porque el tiempo es lo único que realmente le importa y emociona, como a todo lírico. La emoción que no sea afectiva, dramática, visceral, es emoción del tiempo. La pura emoción poética y la poesía pura puede que no sean sino la emoción del tiempo. Y cronista de su tiempo, Ramón, porque, como ya hemos visto, está atento a todo lo que pasa en su época, desde los ismos hasta las modas femeninas, desde los sucesos hasta la calle, y, por supuesto, la fisonomía per-sonal e intrapersonal de casi todos sus contemporáneos, que le lleva, en último extremo, a una especie de industrialización de la biografía y el retrato literario.

Pero cronista de su tiempo, sobre todo -escritor de época le hemos llamado-, porque acierta a darnos el sabor y el perfume de unos años, la luz de unos días, sin demasiadas referencias a lo anecdótico periodístico, sino mediante una sutil combinación temporalidad/intemporalidad que quizá sea la clave última de todo su estilo.

El periodismo, en fin, es lo que permite a Ramón consolidar su aventura americana. Ramón va a América en 1931, por primera vez, y ya en este viaje, que hace como conferenciante, conoce a Luisa Sofovich, judía, que será su mujer y sobre la qué tanto escribió. Ramón se aficiona a la Argentina y a otros países americanos, como Chile. En 1936, estando sentado en un café de la madrileña calle de Alcalá, ve pasar a un viejo bohemio literario y frustrado, que se ha cruzado de cartucheras y escopetas, y entonces comprende que hay que irse y vuelve a América.

Ramón, carente del instinto político hasta extremos alarmantes, sólo visualiza la inminencia de la guerra cuando ve al viejo bohemio armado y amenazador. Necesita una imagen, como siempre, para hacerse una idea de las ideas, y la imagen se la da aquel energúmeno. (Sobraron muchos por Madrid, falseando y perjudicando la imagen de la República.) Ramón vuelve a Buenos Aires con su mujer y ya se quedaría allí hasta la muerte, salvo una visita fugaz a Madrid, en los años cuarenta, en la que le rinde homenaje la intelectualidad franquista. (Qué difícil que un apolítico no acabe en poder de la derecha.)



Dibujo de Rivero Gil para la primera edición (1932) de Policéfalo y señora


En Buenos Aires le visita su viejo amigo Pitigrilli, compañero de la aventura vanguardista y humorística de los felices veinte en Europa. Allí se le ve por las esquinas de la ciudad, diciendo a los que se encuentra y le preguntan qué hace:

– Aquí, esperando mi cáncer.

El cáncer le llegaría en 1963. Escribe un ensayo sobre el tango, un libro de artículos que se titula Explicación de Buenos Aires y una novela ambientada en el suburbio cosmopolita de la gran ciudad, suburbio tramado por el cruce de razas. Es una de sus mejores novelas. Colabora en La Nación de Buenos Aires casi de toda la vida. Ramón tiene en Argentina dos hermanos literarios: Macedonio Fernández y Oliverio Girondo. Con ambos mantiene amistad y co-rrespondencia durante mucho tiempo. En su piso de Buenos Aires escribe de todo, incluso solapas para libros, y en su Automoribundia hay un capítulo magistral dedicado a su profesión de solapista, que, según él, le emparenta con las costureras que hacen solapas a las chaquetas. Él se las hace a los libros.

Un escritor genial, uno de los primeros del siglo en lengua castellana, se gana la vida humildemente, trabajosamente, haciendo solapas de libros, ya muy entrado en la edad y en la gloria, pero en lugar de dramatizar con esto, escribe una prosa entrañable y emocionante sobre la humildad de su menester. Aquí sí que asoma el dandismo, por debajo del payasismo.

En su piso de Buenos Aires, como en los de Madrid, tiene Ramón lo que él llama su estampario, que es una colección impresionante de fotos, grabados, postales e imágenes recortados de todas partes, y con los cuales gustaba de empapelar sus casas, incluidos el techo y las puertas. Sobre el estampario -cuyos restos yo he visitado en el olvidado Museo de Ramón que hay en la Plaza Mayor de Madrid, en las oficinas municipales-, también escribe Ramón páginas admirables, de las que deducimos una vez más que el mundo, para él, tiene que entrar por los ojos, que sólo entiende las ideas mediante imágenes y que es un primitivo y, por lo tanto, como los primitivos y los niños, un animista.

Sobre el animismo de Ramón escribiremos algo a propósito de las greguerías, más adelante.

Si la aventura europea fue para Ramón ocasión de gloria, apogeo de las vanguardias y ensanchamiento de su óptica de escritor, la aventura americana complementa eso en su primera etapa, y se convierte luego en confinamiento, a raíz de la guerra española, cuando Ramón es ya un exiliado voluntario.

He escrito alguna vez que el exilio seca al escritor, o lo paraliza o lo transforma. Hay escritores que, trasplantados de su origen, no vuelven a escribir. Hay escritores que se adaptan, se transforman y se convierten en un híbrido más o menos afortunado. Y hay, finalmente, escritores que se paran en la hora de su exilio, se convierten en la mujer de Lot, se repiten a sí mismos interminablemente, por cuanto la lengua es una cosa viva y ellos han de escribir en la lengua ya muerta que es la de su partida.

Esto último cuenta igualmente para el que emigra a un país de su misma lengua, como es el caso de Ramón, porque el castellano que se habla en Argentina, y concretamente el porteño, poco tiene que ver con el castellano de Madrid.

Ramón es el escritor que no se seca ni se transforma, que sigue escribiendo como había escrito siempre (con leves influencias del porteño), y esta detención de su estilo también contribuye al sabor de época que hoy encontramos en él como arcaísmo. Ramón, en una España cotidiana y continuada, habría hecho evolucionar su castellano y su estilo, aunque lo suyo es casi un dialecto, como ya hemos dicho de todo estilo literario muy peculiar.

De modo que la aventura americana deja de ser aventura, se convierte en la situación estable de su vida, y Ramón, sin otra salida que ser fiel a sí mismo, escribe y escribe, unas veces inspirado en la nostalgia española -un libro suyo se ha titulado Nostalgias madrileñas-, y otras en la realidad americana que le circunda o en la pura intimidad, que a fin de cuentas es lo suyo y es igual en todas partes.

Hace su gran Automoribundia. Escribe durante toda la noche. Acecha el alba de Buenos Aires, como ha acechado siempre el alba de las ciudades. Qué urbano es Ramón, qué escritor de ciudad y de ciudades, qué poco campestre. Ya hemos dicho en otro momento que, si Baudelaire eligió no ser naturaleza, Ramón eligió ser literatura. Eligió también no ser naturaleza. Hay que entender a Ramón como escritor de capital, como hombre de ciudad, y de esto ya hemos hablado en otro momento. El hombre que necesita vivir dentro de un círculo, trazar siempre un círculo en torno suyo, se aviene mal con el campo, donde es más difícil trazar círculos. Toda la literatura de Ramón es eminentemente capitalina. Como lo fueron las vanguardias, que se proponían cantar los avan-ces de la ciencia y la técnica, ignorando el bucolismo de la poesía tradicional.

La aventura americana, en fin, ya sabemos cómo termina. Termina con la muerte. Ramón, en Buenos Aires, se mueve dentro de tres círculos concéntricos. El más amplio es la propia ciudad de Buenos Aires, sobre la que escribe cosas muy certeras, siempre según la fórmula -que ya hemos estudiado- de reducir lo uno a lo otro, de entender Buenos Aires como un Madrid y Madrid como una Segovia, para encontrar lo esencial aldeano de cada ciudad. Hay un círculo más reducido, que es el de la nostalgia española, desde la cual escribe memorias, novelas, artículos. Y, finalmente, el círculo puramente intimista, el que va manuscribiendo entre la ironía de vivir y la tragedia de morir, en un Diario que se publicaría como póstumo -y muy mutilado-, para el cual utiliza un libro mayor de contabilidad comercial.

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