LIBRO TERCERO.LA FIEBRE DE TEBAS

1

Una muchedumbre de nobles y plebeyos se agrupaba delante de las murallas de la casa de oro, e incluso la ribera prohibida estaba atestada de embarcaciones; las barcas de los ricos, de madera y con remeros, y los modestos esquifes de los pobres, de cañas embreadas. Cuando nos vieron, un largo murmullo parecido al ruido lejano del agua recorrió la muchedumbre, y de boca en boca se esparció la noticia de que había llegado el trepanador real. Las gentes levantaron los brazos en signo de luto y los gemidos y las lamentaciones nos precedieron hacia el palacio, porque todos sabían que ningún faraón había sobrevivido tres días a una trepanación.

De la Puerta de los Lirios nos llevaron a las estancias reales y los altos dignatarios de la Corte estaban a nuestro servicio y se inclinaban hasta el suelo a nuestro paso porque llevábamos la muerte en nuestras manos. Nos habían preparado una cámara especial para purificarnos, pero después de haber cambiado algunas palabras con el médico real, Ptahor levantó el brazo en señal de luto y ejecutó distraídamente las ceremonias de la purificación. El fuego sagrado fue llevado detrás de nosotros y a través de las maravillosas estancias reales penetramos en el dormitorio.

El gran faraón reposaba en su lecho bajo un alto baldaquino dorado; los dioses formaban las columnas de su cama protegiéndolo y unos leones la soportaban. Estaba extendido sin ninguno de los emblemas de su poderío, el cuerpo tumefacto y desnudo, sin conocimiento, la cabeza inclinada hacia un lado, jadeando penosamente, mientras la saliva caía por la comisura de sus labios. El poderío y la gloria son tan efímeros que el faraón no se distinguía en nada de un agonizante cualquiera de la Casa de la Vida. Pero en las paredes de la estancia los caballos empenachados seguían arrastrándolo en su carro real, su mano potente tendía el arco y los leones perecían bajo sus dardos. El rojo, el oro y el azul brillaban sobre los muros y por el suelo nadaban los peces, los patos volaban con sus alas rápidas y los cañaverales se inclinaban bajo el viento. Hicimos una profunda reverencia delante del faraón moribundo y todos nos dimos cuenta de que todo el arte de Ptahor sería vano. Pero desde todos los tiempos el faraón ha sido trepanado durante sus últimos instantes si no ha muerto de muerte natural, y esa vez había que seguir el rito. Yo abrí la caja de ébano, purifiqué de nuevo los instrumentos al fuego y tendí a Ptahor su cuchillo de sílex. El médico del rey había afeitado ya el cráneo, de manera que Ptahor ordenó al hombre hemostático que se sentase en la cama y pusiese la cabeza del faraón sobre sus rodillas. En aquel momento la gran esposa real Tii se acercó a la cama y dijo: -¡No! Hasta entonces había permanecido junto a la pared, con los brazos levantados en señal de luto, inmóvil como una estatua. Detrás de ella se veía al joven heredero del trono y a su hermana Baketamon, pero yo no había osado todavía levantar los ojos hacia ellos. Ahora, gracias a la confusión, los reconocí por sus retratos en los templos. El heredero tenía mi edad, pero era más alto que yo. Mantenía erguida la cabeza de barbilla prominente y los ojos cerrados. Sus miembros tenían una debilidad enfermiza, sus párpados y sus mejillas temblaban. La princesa Baketamon tenía unos rasgos nobles y unos grandes ojos ovalados. Su boca y sus mejillas estaban pintadas de rojo, iba vestida con lino real, de manera que sus miembros se transparentaban como los de las diosas. Pero más imponente todavía era la esposa real Tii, pese a ser pequeña y corpulenta. Su tez era oscura y sus pómulos pronunciados. Se decía que había sido una vulgar mujer del pueblo y que tenía sangre negra, pero no puedo afirmarlo. Lo único que sé es que, a pesar de que en las inscripciones no se indicasen los títulos de sus padres, tenía unos ojos inteligentes, vivos y penetrantes y todo su porte era majestuoso. Cuando levantó la mano y miró al esclavo hemostático, éste no fue más que polvo ante sus grandes pies de un pardo subido. Yo la comprendí, porque el hombre no era más que un vulgar boyero y no sabía leer ni escribir. Tenía la nuca abombada, los brazos colgantes, la boca bestialmente abierta y una expresión estúpida. No tenía mérito alguno ni talento, pero poseía el don de parar la sangre con su mera presencia y por esto se le había arrancado de su arado para llevarlo al servicio del templo. A pesar de todas las purificaciones despedía sin cesar un olor a estiércol y era incapaz de decir de dónde le venía su virtud. No era un arte, ni siquiera el ejercicio de su voluntad. Era un don que estaba en él como la piedra preciosa en su ganga, y no podía adquirirse ni por el estudio ni por un ejercicio espiritual.

– No permito que toque a un ser divino -dijo la reina-. Yo sostendré la cabeza del dios si es necesario.

Ptahor protestó arguyendo que la operación era cruenta y desagradable para ser presenciada. A pesar de esto la esposa real tomó asiento en el borde de la cama y cogió la cabeza de su moribundo esposo sin ocuparse de la saliva que le mojaba las manos.

– Es mío -añadió-. Que nadie más lo toque. Sobre mis rodillas entrará en el reino de la muerte.

– El dios subirá en la barca del sol, su padre, y llegará directamente al país de los bienaventurados -dijo Ptahor, cortando con su cuchillo de sílex el cuero cabelludo-. Descendió del sol y a él volverá, y su nombre será celebrado por todos los pueblos de eternidad en eternidad. En nombre de Seth y de todos los diablos, ¿qué hace, pues, nuestro hemostático?

Su propósito era hablar para distraer la atención de la esposa real, como hace un médico con su paciente cuando le hace daño. La última frase, dicha a media voz, se dirigía al hombre que estaba apoyado contra la puerta, la expresión medio dormida, al ver la sangre correr sobre las rodillas de la reina, que palideció estremeciéndose. El hombre tuvo un sobresalto, estaba quizá pensando en sus bueyes y sus canales de irrigación, pero de repente se acordó de su cometido, se acercó y miró al faraón con los brazos levantados. La sangre dejó en el acto de manar y pude lavar y limpiar la cabeza.

– Perdona, señora -dijo Ptahor, tomando el taladro-. Hacia el sol, derecho hacia su padre en una barca dorada y que Amón lo bendiga. Mientras hablaba, iba hundiendo el taladro en el hueso con rápidos y precisos ademanes. Entonces el heredero abrió los ojos, avanzó un paso y dijo con el temblor en el rostro:

– No es Amón, sino Re-Herakthi quien le bendecirá y Atón es su manifestación.

Yo levanté la mano respetuosamente pese a que no supiese de quién hablaba, porque, ¿quién puede vanagloriarse de conocer los mil dioses de Egipto? Sobre todo un sacerdote de Amón, que bastante trabajo tiene con las santas tríadas y enéadas.

– Sí, Atón -murmuró Ptahor, plácidamente-. ¿Por qué no Atón? He tenido un descuido.

Volvió a coger el cuchillo de sílex y un martillo de mango de ébano y a golpecitos separó el hueso.

– Es verdad, había olvidado que en su divina sabiduría elevó un templo a Atón. Fue poco después del nacimiento del príncipe, ¿no es cierto, bella Tii? Bien, bien, un momento todavía…

Dirigió una mirada inquieta al príncipe que, de pie al lado de la cama, cerraba los puños y sollozaba.

– En el fondo, una gota de vino afirmaría mi mano y no le haría ningún daño al príncipe tampoco. Para esta ocasión valdría la pena romper el precinto de un ánfora real. ¡Hop!

Yo le tendí las pinzas y sacó el trozo de hueso, de manera que la cabeza osciló de pronto sobre las rodillas de la reina.

– Un poco de luz, Sinuhé.

Ptahor suspiró, porque lo peor había pasado. Yo suspiré también instintivamente y el mismo sentimiento de alivio pareció extenderse asimismo sobre el rostro del faraón desvanecido, porque movió los miembros, la respiración se calmó y cayó en una inconsciencia más profunda. Bajo la luz, Ptahor examinó un instante el real cerebro cuya materia era de un bello color gris y palpitaba.

– ¡Hum…! -dijo Ptahor con aire abstraído-. Lo hecho, hecho. Atón es quien debe hacer ahora el resto, porque es cosa de los dioses y no de los hombres.

Ligera y cautelosamente puso de nuevo en su sitio el trozo de hueso, tapó la grieta con una pomada y volvió a poner la piel en su sitio; después curó la herida. La esposa real colocó la cabeza sobre una almohada de madera ricamente tallada y miró a Ptahor. La sangre se había secado sobre sus rodillas, pero le era indiferente.

Ptahor cruzó su mirada impávida con ella sin inclinarse y en voz baja dijo:

– Vivirá hasta el nacimiento del día si su dios lo permite.

Levantó los brazos en signo de luto y yo hice como él. Después limpié los instrumentos a la llama y los metí en la caja de ébano.

– Tu regalo será importante -dijo la gran reina, que con un ademán de su mano nos autorizó a retirarnos.

Nos habían servido una comida en una sala del palacio y Ptahor vio con júbilo un gran número de jarras de vino a lo largo de las paredes. Hizo abrir una después de haber examinado atentamente el precinto, y los esclavos nos vertieron agua sobre las manos.

Al quedarme solo con Ptahor lo interrogué acerca de Atón, porque verdaderamente ignoraba que Amenhotep III hubiese hecho construir un templo a este dios. Ptahor me explicó que Re-Herakthi era el dios familiar de los Amenhotep porque el más grande de los reyes guerreros, el primer Thotmés, había tenido un sueño en el desierto, al lado de la Esfinge, en el cual este dios se le apareció para anunciarle que un día ceñiría la corona de dos reinos, lo que en aquel momento parecía increíble, porque había varios herederos delante de él. Durante los días de su loca juventud, Ptahor había visto personalmente entre las patas de la Esfinge el templo elevado en memoria del sueño de Thotmés y la tablilla donde se daba cuenta de la aparición. Desde entonces la familia había venerado a Re-Herakthi, que habitaba en Heliópolis y cuya forma de aparición era Atón. Por esto también en Tebas se había erigido un templo a ese dios, pese a que estaba representado por un toro que llevaba un sol entre los cuernos y Horus bajo la forma de un halcón. Este Atón era un dios antiguo, más antiguo que Amón, pero olvidado hasta el día en que la esposa real había puesto un hijo en el mundo después de haber ido a implorar a Atón en Heliópolis.

– Así es como el príncipe heredero es el hijo celeste de este Atón -dijo Ptahor después de un largo rato-. La real esposa tuvo su visión en el templo de Re-Herakthi y dio un hijo al mundo. Trajo de allí también un sacerdote muy ambicioso que había conseguido ganar su favor. Se llamaba Ai y su esposa fue la nodriza del príncipe. Tiene una hija cuyo nombre es Nefertiti, que ha mamado la misma leche que el príncipe heredero del trono y ha jugado con él como una hermana, de manera que ya puedes imaginarte lo que ocurrirá.

Ptahor bebió más vino, lanzó un suspiro y añadió:

– ¡Ah, nada es tan agradable para un anciano como beber buen vino y charlar de cosas que no le importan! ¡Sinuhé, hijo mío, si supieses cuántos secretos se ocultan tras la frente de este viejo trepanador! Encontrarías incluso secretos reales; mucha gente se pregunta por qué los niños no nacen nunca vivos en el gineceo del palacio, porque es contrario a todas las leyes de la Medicina. Y, sin embargo, el soberano actualmente trepanado no se andaba con remilgos en los días de su fuerza y de su goce. Fue un gran cazador que derribó mil leones y quinientos búfalos; pero el número de mujeres que derribó bajo la sombra de su baldaquino, ni el guardián del harén sería capaz de decirlo; sin embargo no tuvo más que un hijo único con Tii.

Yo me sentía excitado porque había bebido bastante vino también. Por esto suspiré al contemplar la piedra verde que llevaba en el dedo. Pero Ptahor prosiguió implacablemente:

– Conoció a su real esposa durante una cacería. Dicen que era hija de un pajarero de los cañaverales del Nilo, pero el rey la crió a su lado a causa de su pureza y honró de esta forma a su indignos padres cuyas tumbas llenó de regios presentes. Tii no tenía nada que objetar a las licencias de su esposo con tal de que las odaliscas del harén no pusiesen en el mundo más que hijas. Y sobre este punto se vio favorecida por una suerte maravillosa. Pero si el hombre que reposa allá sostenía el látigo y el cetro, era la real esposa quien dirigía la mano y el brazo. Cuando por razones políticas el rey se desposó con la hija del rey de Mitanni para evitar para siempre jamás las guerras con el país de los ríos que corren hacia arriba, Tii consiguió hacerle creer que la princesa tenía una pezuña de cabra en el sitio a que se dirige el miembro del hombre y que apestaba a macho cabrío, según se decía, y finalmente esta princesa acabó loca. -Ptahor me dirigió una mirada y añadió precipitadamente-: Sinuhé, no des nunca crédito a estos rumores porque han sido inventados por gentes malevolentes, y todo el mundo sabe la dulzura y la prudencia de la real esposa, así como su inteligencia en rodearse de hombres capaces. Es cierto.

Y Ptahor dijo:

– Condúceme, Sinuhé, hijo mío, porque soy ya viejo y mis piernas son débiles.

Lo llevé afuera; la noche había cerrado y al Este el resplandor de las luces de Tebas teñía el cielo de un color rojo. Yo había bebido vino y sentía en mis venas de nuevo la pasión y la fiebre de Tebas, mientras las flores embalsamaban el aire y las estrellas fulguraban sobre mi cabeza.

– Ptahor, tengo sed de amor cuando el reflejo de las luces de Tebas tiñe de rojo el cielo nocturno.

– El amor no existe. El hombre está triste si no tiene una mujer con quien acostarse. Pero cuando se ha acostado con una mujer está todavía más triste que antes. Así es y así será siempre.

– ¿Por qué?

– Ni aun los dioses lo saben. No me hables de amor o te partiré el cráneo. Lo haré gratuitamente y sin la menor

retribución, porque así te evitaré un buen número de contrariedades.

Entonces consideré oportuno hacer el oficio de esclavo; lo cogí en mis brazos y lo llevé a la habitación que nos estaba destinada. Era tan pequeño y tan viejo que pude llevarlo sin jadear. En cuanto estuvo en su cama se quedó dormido después de haber buscado en vano una copa a su lado. Lo cubrí cuidadosamente, porque la noche era fresca, y regresé a los parterres de flores, porque era joven y la juventud no necesita sueño la noche en que se muere un rey.

Las voces bajas de la gente congregada para toda la noche al pie de las murallas de palacio, llegaban a mí como el susurro de los lejanos cañaverales traídos por el viento.

2

Velaba en la terraza florida mientras las luces de Tebas enrojecían el cielo oriental y yo pensaba en unos ojos verdes como el Nilo bajo el cielo de verano, cuando me di cuenta de que no estaba solo.

La luna era delgada y la luz de las estrellas débil y temblorosa, de manera que no sabía si era un hombre o una mujer quien se acercaba a mí. Pero venía alguien que trataba de ver mi rostro para reconocerme. Me moví, y el desconocido dijo con una voz infantil e imperativa a la vez:

– ¿Eres tú, Solitario?

Entonces reconocí por su voz y su cuerpo frágil al heredero del trono y me incliné hasta tierra sin osar abrir la boca. Pero él me empujó con el pie, impaciente, y dijo:

– Levántate y no seas imbécil. Nadie nos ve y no tienes necesidad de postrarte ante mí. Guarda tus devociones para el dios del cual soy hijo, porque no hay más que un solo dios, y todos los demás son meras formas de aparición. ¿No lo sabes acaso? -Sin esperar mi respuesta, al cabo de un instante de reflexión continuó-: Todos los dioses, salvo quizás Amón, que es un falso dios. -Yo hice con la mano un ademán de reprobación para indicar que temía tales afirmaciones-. Está bien -dijo-. He visto a mi padre de cerca cuando entregabas el martillo y el cuchillo a ese viejo loco de Ptahor. Por esto te he llamado el Solitario. Mi madre llamó a Ptahor el Viejo Mono. Serán vuestros nombres si debéis morir antes de abandonar el palacio. Pero he sido yo quien he encontrado el tuyo.

Me dije que debía de estar verdaderamente enfermo y perturbado para proferir tales monstruosidades, pero Ptahor me había dicho también que deberíamos perecer si el faraón moría. Por esto mis cabellos se erizaron y levanté el brazo, porque no tenía deseos de morir.

El heredero respiraba irregularmente a mi lado; agitaba los brazos y hablaba con exaltación.

– Estoy inquieto, quisiera estar fuera de aquí. Mi dios se me aparecerá, lo sé, pero lo temo. Quédate conmigo, Solitario, porque el dios destrozará mi cuerpo con su fuerza y mi lengua enfermará cuando se me haya aparecido. -Fui presa de un temblor porque creía que deliraba. Pero con un tono imperativo me dijo-: ¡Ven!

Lo seguí. Me hizo bajar de la terraza y avanzar por el lago real mientras los murmullos de la muchedumbre llegaban a nosotros como un lúgubre susurro. Pasamos por delante de las caballerizas y las perreras y salimos por la puerta de servicio sin ser detenidos por los guardias. Yo sentía miedo porque Ptahor me había dicho que no debíamos abandonar el palacio antes de la muerte del rey; pero no podía resistirme al heredero.

Caminaba con el cuerpo en tensión, a pasos rápidos y resbaladizos, de manera que tenía dificultad en seguirlo. No llevaba más que el diminuto delantal y la luna iluminaba su cuerpo blanco y sus muslos delgados como los de una mujer. La luna iluminaba también sus orejas abiertas y su rostro demudado por el sufrimiento, como si estuviese perseguido por una visión imperceptible para los demás.

Al llegar a la ribera me dijo:

– Tomemos una barca; debo ir hacia Oriente al encuentro de mi padre. Tomó la primera barcaza que vimos y yo le seguí; atravesamos el río sin que nadie nos lo impidiese, a pesar de que habíamos robado la barca. La noche no era apacible; numerosas embarcaciones surcaban el río y delante de nosotros el resplandor de las luces de Tebas enrojecía el cielo con un esplendor grandioso. Apenas desembarcó abandonó la barca a su suerte y echó a andar hacia delante sin volverse, como si hubiese realizado ya muchas veces aquel trayecto. No pudiendo hacer otra cosa, yo lo seguí temblando.

Caminaba con pasos rápidos y yo admiraba la resistencia de su cuerpo frágil porque, a pesar de que la noche fuese fría, el sudor corría por mi espalda. La posición de las estrellas cambió y la luna descendió, pero él seguía caminando y salimos del valle hacia una soledad estéril hasta que Tebas desapareció en la lejanía, mientras las tres montañas orientales, guardianas de la ciudad, se destacaban en negro sobre el cielo. Yo me preguntaba dónde y cómo encontraríamos una silla de manos, porque pensaba que no tendría fuerzas para regresar a pie.

Acabó sentándose sobre la arena y con tono temeroso dijo: -Cógeme las manos, Sinuhé, porque tiemblan y mi corazón late con fuerza. El instante se acerca, porque el mundo está desierto y no hay en él más que tú y yo, pero no podrás seguirme adonde voy. Y, sin embargo, no quiero quedarme solo.

Lo cogí por las muñecas y sentí que todo su cuerpo temblaba y estaba cubierto de un sudor frío. El mundo desierto a nuestro alrededor y a lo lejos un chacal comenzó a aullar a la muerte. Las estrellas palidecían lentamente y todo el ambiente se volvía gris como la muerte. Súbitamente el heredero liberó sus manos, se levantó y volvió el rostro hacia las colinas de Levante.

– ¡El dios viene! -dijo en voz baja. Y su rostro adquirió una expresión enfermiza-. ¡El dios viene! -gritó en el desierto.

Y la luz brotó alrededor de nosotros incendiando y dorando las montañas. El sol se levantó y el muchacho lanzó un grito y se desvaneció. Pero sus miembros se agitaban todavía, su boca se abrió y sus pies golpeaban la arena. Yo no sentía miedo porque había oído ya estos gritos en la Casa de la Vida y sabía lo que había que hacer. No tenía ningún trozo de madera que ponerle entre los dientes, pero desgarré mi delantal y se lo metí en la boca; después le hice masaje en los miembros. Sabía que se sentiría enfermo y confuso al recobrar el conocimiento y miraba a mi alrededor en busca de ayuda. Pero Tebas estaba lejos y no veía la menor cabaña por los alrededores.

En el mismo instante un halcón voló cerca de mí lanzando gritos. Parecía salir directamente de los rayos brillantes del sol y describió un gran círculo alrededor de nosotros. Después descendió como si hubiese querido posarse sobre la cabeza del heredero. Me sentí tan sobrecogido que hice instintivamente el signo sagrado de Amón. Acaso el príncipe hubiese pensado en Horus al hablarme de su dios y éste se nos aparecía bajo la forma de un halcón. El heredero gemía y yo me incliné para cuidarle. Cuando volví a levantar la cabeza vi que el pájaro se había transformado en un hombre joven que estaba de pie delante de mí, bello como un dios bajo los rayos del sol. Llevaba una lanza en la mano y sobre el hombro la tosca ropa de los pobres. Yo no creía realmente en los dioses, pero por si acaso me prosterné delante de él.

– ¿Qué ocurre? -preguntó en el dialecto del bajo país, mostrándome al heredero-. ¿Está enfermo?

Yo sentí vergüenza y me puse de rodillas saludándolo.

– Si eres un bandido tu botín será mezquino, pero este muchacho está enfermo y los dioses te bendecirán quizá si nos prestas ayuda.

Lanzó un grito violento y en el acto un halcón bajó del cielo posándose sobre su hombro. Yo me dije que era mejor ser prudente por si acaso era un dios, aun cuando fuese un dios menor. Por esto le hablé cortésmente y le pregunté quién era, de dónde venía y adónde iba.

– Soy Horemheb, hijo del halcón -dijo con orgullo-. Mis padres son simples fabricantes de quesos, pero me han predicho desde mi nacimiento que mandaría a muchos hombres. El halcón volaba delante de mí, por esto he venido aquí no habiendo encontrado albergue en la villa. Los habitantes de Tebas temen la lanza después de la caída de la noche. Pero me propongo alistarme como soldado, porque dicen que el faraón está enfermo y necesitará brazos sólidos para protegerle.

Su cuerpo era bello como el de un león joven y su mirada penetrante como una flecha alada. Pensé con cierta envidia en que más de una mujer le diría: “Bello muchacho, ¿quieres divertir mi soledad?”

El heredero del trono lanzó un gemido, se pasó la mano por el rostro y movió los pies. Le quité la mordaza de la boca y hubiera querido tener agua para darle. Horemheb lo observaba todo con curiosidad y preguntó fríamente:

– ¿Va a morir?

– No, no morirá -dije yo con impaciencia-. Sufre del mal sagrado. Horemheb me miró y estrechó el venablo que llevaba en la mano.

– No debes menospreciarme -dijo- pese a que vaya descalzo y sea todavía pobre. Sé escribir convenientemente y leer las inscripciones y mandaré a mucha gente. ¿Qué dios lo ha poseído?

Hizo esta pregunta porque el pueblo cree que el dios habla por boca de los epilépticos.

– Tiene un dios particular -dije-. Creo que está un poco loco. Cuando haya recobrado el conocimiento me ayudarás a llevarlo hasta la villa, donde encontraré una litera para transportarlo a su casa.

– Tiene frío -dijo Horemheb, que se quitó la capa para cubrir al heredero-. Los amaneceres de Tebas son fríos, pero yo tengo mi sangre para calentarme. Conozco, además, muchos dioses y podría citarte el nombre de muchos que me han sido propicios. Pero mi dios particular es Horus. Este muchacho es seguramente hijo de ricos porque su piel es blanca y sus manos no han trabajado. Y tú, ¿quién eres?

Hablaba mucho y con vivacidad, porque era un pobre muchacho que había recorrido un gran trayecto para llegar a Tebas y había sufrido durante su camino muchos contratiempos y desdichas.

– Soy médico. He sido ordenado también sacerdote de primer grado en el templo de Amón de Tebas.

– Lo has traído seguramente al desierto para curarlo -declaró Horemheb-. Pero hubieras debido vestirlo más. Sin embargo, no pienses que quiero censurarte -añadió en seguida.

La arena roja brillaba bajo la luz del sol levante, la punta de su lanza se enrojecía y el halcón describía grandes órbitas por encima de la cabeza del muchacho. El heredero del trono se sentó, sus dientes castañeteaban, gemía dulcemente y miró a su alrededor con sorpresa.

– Lo he visto -dijo-. Este instante es como un siglo; yo no tenía edad y ha tendido mil manos benefactoras sobre mi cabeza y cada una de ellas me daba una garantía de vida eterna. ¿No creería, acaso? -Espero que no te hayas mordido la lengua -dije yo, preocupado-. Quise cuidarte, pero no tenía un pedazo de madera para ponértela entre los dientes.

Pero mi voz no era más que un zumbido de mosquitos en sus oídos. Miraba a Horemheb con los ojos muy abiertos y brillantes, y aquella sonrisa de asombro le daba cierta belleza.

– ¿Es a ti a quien Atón, el único, ha enviado? -preguntó con sorpresa. -Un halcón ha volado delante de mí y he seguido al halcón -dijo Horemheb-. Por esto estoy aquí. No sé nada más.

Pero el heredero vio la lanza y su rostro se ensombreció. -Tienes una lanza -dijo con tono de reproche. Horemheb se la mostró.

– El asta es de madera excelente -dijo-. Su punta es de cobre y tiene sed de beber la sangre de los enemigos del faraón. Mi lanza tiene sed y su nombre es Degolladora.

– Nada de sangre -dijo el heredero-. Atón siente horror de la sangre. No hay nada más horrible que la sangre vertida.

Aun cuando había visto cómo el heredero cerraba los ojos mientras Ptahor trepanaba a su padre, no sabía todavía que era una de esas personas a quienes la vista de la sangre enferma hasta el desvanecimiento.

– La sangre purifica a los pueblos y los hace fuertes -afirmó Horemheb-. Es la sangre lo que engorda a los dioses y les asegura la salud. Mientras haya guerras, correrá la sangre.

– No habrá nunca más guerras -dijo el heredero.

– Este muchacho está loco -dijo Horemheb-. Ha habido siempre guerras y las habrá siempre, porque los pueblos necesitan poner sus fuerzas a prueba para vivir.

– Todos los pueblos son sus hijos, las lenguas y los colores, la tierra roja y la tierra negra -dijo el heredero al sol-. Yo edificaré su templo en todos los países y enviaré a los reyes el símbolo de vida, porque lo veo, he nacido de él y a él debo volver.

– Está verdaderamente loco -dijo Horemheb, moviendo la cabeza-. Comprendo que necesite cuidados.

– Su dios acaba de aparecérsele -dije yo para ponerlo en guardia, porque sentía ya simpatía por él-. El mal grande le ha hecho ver a su dios y no tenemos competencia para discutir lo que le ha dicho. Cada cual busca su salvación a su manera.

– Yo creo en mi lanza y en mi halcón -dijo Horemheb.

Pero el heredero levantó la mano para saludar al sol y su rostro recobró belleza y brillantez como si contemplase un mundo diferente del nuestro. Después de haberlo dejado orar a su gusto nos lo llevamos hacia la villa sin que opusiese resistencia. El ataque de la enfermedad lo había agotado y caminaba difícilmente. Por esto lo llevábamos entre los dos, precedidos del halcón.

Llegados al lindero de los campos cultivados hasta donde se extendían los canales de irrigación, vimos que una litera real nos esperaba. Los esclavos se habían tendido en el suelo y un imponente sacerdote avanzó hacia nosotros. Llevaba la cabeza afeitada y sus facciones sombrías eran bellas. Yo llevé mis manos a la altura de las rodillas porque adiviné que era el sacerdote de Re-Herakthi, de quien Ptahor me había hablado. Pero no se ocupó de mí. Se postró ante el heredero y lo saludó con el nombre de rey. Así fue como supe que el faraón Amenhotep III había muerto. Los esclavos se precipitaron alrededor del nuevo rey, le lavaron los miembros, le dieron masaje y lo ungieron, lo vistieron con lino real y colocaron sobre su cabeza un emblema real.

Entonces Ai me dirigió la palabra: -¿Ha encontrado a su dios, Sinuhé?

– Ha encontrado a su dios -respondí-. Pero he velado por él para que no le ocurriese nada malo. ¿Cómo sabes mi nombre?

El sacerdote sonrió y dijo:

– Es mi deber saber cuanto ocurre dentro del palacio hasta que haya sonado mi hora. Sé tu nombre y que eres médico. Por esto lo he confiado a tu guardia. Sé también que eres sacerdote de Amón y que le has prestado juramento.

Dijo estas últimas palabras con tono de amenaza, pero yo levanté el brazo diciendo:

– ¿Qué significa un juramento para Amón?

– Tienes razón -dijo-, y no tienes necesidad de arrepentirte. Debes saber que se siente inquieto cuando el dios se acerca a él. Nada puede retenerlo entonces y no permite que los guardias lo sigan. Sin embargo, habéis estado en seguridad toda la noche; ningún peligro os ha amenazado y ya ves que una litera os espera. Pero, ¿quién es este lancero? -Me mostró a Horemheb que, un poco a distancia, probaba el cobre de su lanza, con el halcón posado sobre el hombro-. Sería quizá mejor hacerle perecer porque no es conveniente que los sacerdotes de los faraones sean demasiado conocidos.

– Ha cubierto al faraón con sus vestiduras porque hacía frío -dije-. Está dispuesto a blandir su lanza contra los enemigos del faraón. Creo que te será de mayor utilidad vivo que muerto, sacerdote Ai.

Entonces Al le arrojó un brazalete de oro diciéndole: -Ve un día a verme a la casa dorada, lancero.

Pero Horemheb dejó que el brazalete cayese a sus pies sobre la arena y lanzó a Ai una mirada de reto.

– No recibo órdenes más que del faraón -dijo-. Si no me equivoco, el faraón es este que lleva la corona. Mi halcón me ha conducido a él; es un signo suficiente.

Ai no se enojó.

– El oro es precioso y se tiene siempre necesidad de él -dijo recogiendo el brazalete y poniéndoselo otra vez en el brazo-. Inclínate delante del faraón, pero depón la lanza en su presencia.

El heredero se acercó a nosotros. Su rostro estaba pálido y cansado, pero subsistía en él un destello extraño que calentaba el corazón. -Seguidme todos -dijo-, seguidme por el nuevo camino, porque la verdad me ha sido revelada.

Lo seguimos hacia la litera, pero Horemheb murmuró en voz baja: -La verdad está en la lanza.

Consintió, sin embargo, en confiarla al corredor y pudimos sentarnos sobre los brazos cuando la litera emprendió el camino. Los portadores comenzaron a correr. Una barca nos esperaba en la ribera del Nilo y regresamos a palacio como habíamos salido, sin llamar la atención, pese a que la muchedumbre se apretujaba alrededor de sus muros.

Fuimos recibidos en la estancia del heredero, que nos mostró unos grandes vasos cretenses sobre los que había peces y animales pintados. Yo hubiera querido que Thotmés hubiese podido admirarlos, porque demostraban que el arte podía ser otra cosa que lo que era en Egipto. Ahora que estaba restablecido y calmado, el heredero se comportaba como un muchacho razonable, sin exigir de nosotros una cortesía excesiva ni señales de respeto.

Pronto le anunciaron que la reina madre iba a acudir a prestarle acatamiento y se despidió de nosotros prometiendo no olvidarnos.

Una vez fuera, Horemheb me miró desconcertado.

– Estoy inquieto -dijo-, porque no sé adónde ir.

– Quédate tranquilamente aquí. Ha prometido no olvidarte. Por esto es conveniente que estés a su alcance cuando se acuerde de ti. Los dioses son caprichosos y olvidan pronto.

– ¿Quedarme aquí en medio de este enjambre de moscas? -dijo, mostrándome los cortesanos que se precipitaban hacia las puertas que daban a las estancias reales-. No, estoy inquieto -añadió-. ¿Qué va a ser de Egipto bajo un faraón que tiene miedo a la sangre y para quien todos los pueblos, cualesquiera que sean su lengua y su color, son iguales? Nací soldado y mi buen sentido de soldado me dice que es enojoso para los soldados. En todo caso, voy a recuperar mi lanza; el corredor se ha quedado con ella.

Nos separamos después de haberlo invitado a preguntar por mí en la Casa de la Vida, si necesitaba un amigo.

Ptahor me esperaba en nuestra habitación, con los ojos rojos y malhumorado.

– Estabas ausente cuando el faraón ha entregado el alma al alba. Tú estabas ausente y yo dormía, de manera que ninguno de los dos ha visto cómo le salía el alma por la nariz en forma de pájaro para volar directamente al sol. Numerosos testigos lo certifican. También yo hubiese querido estar presente, porque me gusta ver estos milagros, pero tú estabas ausente y no me has despertado. ¿Con qué mujer has pasado la noche?

Le conté todo lo ocurrido y levantó la mano en señal de gran sorpresa.

– ¡Que Amón nos proteja! -dijo-. Este nuevo faraón está loco.

– No lo creo -dije, vacilando, porque mi corazón sentía simpatía hacia aquel muchacho enfermizo a quien había protegido y que tanta benevolencia me había demostrado-. Creo que ha encontrado un nuevo dios. Cuando sus ideas se hayan aclarado, veremos quizá milagros en el país de Kemi.

– Que Amón nos proteja de ellos -dijo Ptahor, asustado-. Escánciame vino, porque mi garganta está seca como el polvo del camino. Entonces vinieron a buscarnos para llevarnos a la Casa de la justicia, donde el viejo guardasellos estaba sentado delante de cuarenta rollos de cuero donde estaba consignada la ley. Soldados armados nos rodeaban de manera que no podíamos escaparnos, y el guardasellos nos leyó la ley por la que nos informaba que debíamos morir, puesto que el faraón no se había repuesto de la trepanación. Yo miré a Ptahor, pero él se limitó a sonreír cuando entró el verdugo con su espada.

– Comienza por el hombre hemostático -dijo-; lleva más prisa que nosotros, porque su madre le prepara ya una sopa de guisantes en el país del Occidente.

El verdugo se despidió amablemente de nosotros, hizo los signos sagrados de Amón, blandió la espada y la hizo girar por encima de la cabeza de la víctima; después le tocó ligeramente el cuello. El boyero se desplomó sobre el suelo y creíamos que el miedo le había hecho perder el conocimiento, porque no tenía la menor herida. Cuando vino mi vez, me arrodillé sin miedo, el verdugo me sonrió y se limitó a rozarme el cuello. Ptahor se juzgó tan pequeño que no se dignó siquiera arrodillarse y el verdugo no hizo más que un simulacro de decapitación. Así estábamos, pues, muertos, la sentencia había sido cumplida y nos dieron nuevos nombres que habían sido grabados en unos brazaletes de oro. El de Ptahor llevaba estas palabras: «El que parece un babuino», y el mío: «El que es solitario.» Después de esto se pesó para Ptahor una retribución en oro y yo recibí también una buena cantidad de él. Nos dieron vestiduras nuevas y por primera vez tuve una túnica plisada de lino real y un cuello al que daban peso la plata y las piedras preciosas. Pero cuando los servidores trataron de levantar al hombre hemostático para reanimarlo, todo fue inútil: estaba realmente muerto. Esto es lo que he visto con mis propios ojos. En cuanto a decir de qué había muerto, no podía comprenderlo, a menos que muriese porque creyó que iba a morir. Porque, pese a su bestialidad, tenía el poder de detener las hemorragias y un hombre así no es parecido a los demás.

La noticia de aquella muerte se esparció rápidamente y los que la oyeron no podían evitar reírse. Se golpeaban los muslos soltando la carcajada, porque, verdaderamente, la cosa era risible.

En cuanto a mí estaba oficialmente muerto y a partir de entonces no pude firmar ningún documento sin añadir a mi nombre de Sinuhé las palabras «El que es solitario». Únicamente por este nombre se me conocía en la Corte.

3

A mi regreso a la Casa de la Vida, con mis vestidos nuevos y mi pequeño brazalete de oro, mis maestros se inclinaron ante mí poniendo las manos a la altura de las rodillas. Pero no era más que un estudiante y tuve que redactar un minucioso informe sobre la trepanación y la muerte del faraón, atestiguando su exactitud. Este trabajo exigió bastante tiempo y terminé mi relato explicando cómo el espíritu se había escapado por la nariz en forma de pájaro para volar directamente hacia el sol. Insistieron en hacerme decir si el faraón no había recuperado el conocimiento pocos instantes antes de morir, para decir: «Que Amón sea bendito», como lo certificaban varios testigos. Después de haber reflexionado decidí atestiguar también la exactitud de este hecho, y tuve el goce de oír leer mi informe al pueblo en los patios del templo durante los setenta días en que el cuerpo del faraón se preparaba para la eternidad en la Casa de la Muerte. Durante todo el duelo las casas de placer, las tabernas y demás sitios de este género fueron cerrados en la villa de Tebas de manera que no se podía beber vino ni oír música más que entrando por la puerta trasera.

Durante este tiempo fui informado de que había llegado al término de mis estudios y podía ya ejercer mi arte en el barrio de la ciudad que quisiera. Si deseaba continuar mis estudios y especializarme para ser médico de las orejas o de los dientes, vigilar los partos, imponer las manos, manejar el cuchillo salvador o ejercer una de las catorce especialidades que se enseñaban bajo la dirección de los médicos, no tenía más que decir qué rama elegía. Aquél era un favor especial que demostraba cuánto sabía Amón recompensar a sus servidores.

Yo era joven y la ciencia de la Casa de la Vida no me interesaba ya. Había sido dominado por la fiebre de Tebas y quería enriquecerme, llegar a ser célebre y aprovechar el tiempo en que todos me conocían todavía por el nombre de Sinuhé, «El que es solitario». Tenía oro y compré una casa situada a la entrada del barrio de los ricos, la amueblé según mis posibilidades y adquirí un esclavo que, a decir verdad, era flaco y tuerto, pero que me convenía por todo lo demás. Se llamaba Kaptah y afirmaba que era una suerte que fuese tuerto, porque podría afirmar a mis clientes que lo había comprado ciego y había devuelto la vista a uno de sus ojos. Por esto lo compré. Hice ejecutar algunas pinturas en la sala de espera. Una de ellas mostraba cómo Imhotep, el dios de los médicos, daba lecciones a Sinuhé. Yo era pequeño a su lado, como convenía, pero bajo la imagen podían leerse estas palabras: «El más sabio y más hábil de mis discípulos es Sinuhé, hijo de Senmut, el que es solitario.» En otra imagen ofrecía un sacrificio a Amón, para dar a Amón lo que es de Amón, y para que los clientes tuviesen confianza en mí. Y en una tercera imagen, el faraón me contemplaba desde lo alto de los cielos bajo la forma de un pájaro y sus servidores pesaban oro para mí y me cubrían de vestiduras nuevas. Fue Thotmés quien pintó estas imágenes, pese a que no era artista legalizado y su nombre no figurase en el registro del templo de Ptah. Pero era mi amigo. En nombre de nuestra vieja amistad consintió en pintar a la moda antigua y su obra fue tan hábilmente ejecutada, y el rojo y el amarillo, los dos colores menos caros, resplandecían con un brillo tal que los que veían aquellas pinturas por primera vez exclamaban maravillados:

– Verdaderamente, Sinuhé, hijo de Senmut, «El que es solitario», inspira confianza y cura hábilmente a sus enfermos.

Cuando todo estuvo terminado, me senté esperando a mis clientes y enfermos, pero nadie apareció. Por la noche fui a la taberna y animé mi corazón con vino, porque me quedaba todavía un poco de oro y plata. Era joven, me creía un médico hábil y tenía confianza en el porvenir. Por esto bebía con Thotmés y hablábamos en voz alta de los asuntos de los dos países, porque en aquella época, en las plazas, delante de los almacenes, en las tabernas y en las casas de placer todo el mundo hablaba de los asuntos de los dos países.

En efecto, cuando el cuerpo del faraón hubo estado preparado para durar una eternidad y sido depositado en el Valle de los Reyes y las puertas de la tumba cerradas con los sellos reales, la real esposa subió al trono provista del látigo y el cetro, una barba postiza en el mentón y una cola de león en la cintura. El heredero no fue coronado faraón porque se decía que quería purificarse e implorar a los dioses antes de asumir el poder. Pero cuando la reina madre despidió al viejo guardasellos y elevó a este cargo al sacerdote desconocido, Ai, que se encontró de esta forma elevado por encima de todos los grandes de Egipto, que actuó en el pabellón de la justicia ante cuarenta libros de cuero de la ley para nombrar los preceptores y los constructores del faraón, todo el templo de Amón comenzó a zumbar como una colmena; se vieron numerosos presagios funestos y los sacrificios regios no dieron ningún resultado. Los vientos cambiaron de dirección contra todas las reglas de la Naturaleza, hasta el punto de que llovió dos días consecutivos en Egipto, las mercancías se estropearon en los almacenes y los montones de trigo se pudrieron en los muelles. En las afueras de Tebas, algunos estanques se convirtieron en charcas de sangre y mucha gente fue

a verlas. Pero nadie experimentaba temor alguno, porque eran cosas que se habían visto otras veces cuando los sacerdotes estaban encolerizados. Pero reinaba una sorda inquietud y circulaban muchos rumores. Entretanto, los mercenarios del faraón, egipcios, sirios y negros, recibían de la reina madre abundantes salarios; sus jefes se repartían en la terraza del palacio los collares de oro y las condecoraciones, y el orden era mantenido. Nada amenazaba el poderío de Egipto porque en Siria las guarniciones velaban también por el orden, y los príncipes de Biblos, Simyra, Sidón y Ghaza, que habían pasado su infancia a los pies del faraón y recibido su educación en la casa dorada, lamentaron su muerte como si hubiese sido la de su padre y escribían a la reina madre unas cartas en las que declaraban no ser más que polvo a su lado. En el país de Kush, en Nubia y en las fronteras del Sudán había desde los tiempos más remotos la costumbre de guerrear a la muerte del faraón, como si los negros quisieran poner a prueba la longanimidad del nuevo soberano. Por esto el virrey de las tierras del Sur, el hijo de dios en las guarniciones del Sur, movilizó sus tropas en cuanto se enteró de la muerte del faraón y sus hombres cruzaron la frontera e incendiaron numerosos poblados después de haber capturado un rico botín de ganado, esclavos, colas de león y plumas de avestruz, de manera que las rutas hacia el país de Kush fueron de nuevo seguras y todas las tribus que se dedicaban al pillaje deploraron vivamente la muerte del faraón al ver a sus jefes colgados en los muros de los puestos fronterizos.

Incluso en las islas del mar se lloró la muerte del gran faraón, y el rey de Babilonia y el del país de los Khattis, que reinaba sobre los hititas, enviaron a la reina madre unas tablillas de arcilla lamentando la muerte del faraón y pidiendo oro a fin de poder levantar su imagen en los templos, porque el faraón había sido para ellos como un padre y un hermano. En cuanto al rey de Mitanni, en Naharina, envió a su hija para que se casase con el futuro faraón, como lo había hecho su padre antes que él y conforme había sido convenido con el faraón celeste antes de su muerte. Tadu-Hepa, que tal era el nombre de la princesa, llegó a Tebas con sus servidores, esclavos y asnos cargados con mercancías preciosas; la princesa era una chiquilla de seis años y el heredero la tomó por mujer, porque el país de Mitanni era un muro de separación entre la rica Siria y los países del Norte y protegía todas las rutas de las caravanas del país de los dos ríos hasta el mar. Así fue como los sacerdotes de la celeste hija de Amón, Sekhmet, de cabeza de leona, perdieron su júbilo, y se enmohecieron los goznes de las puertas de su templo.

He aquí de lo que hablábamos Thotmés y yo en alta voz, regocijando nuestros corazones con vino, escuchando música siria y contemplando bellas danzarinas. La fiebre de Tebas me dominaba y cada mañana mi esclavo tuerto se acercaba a la cama, ponía sus manos a la altura de las rodillas y me tendía un pan, pescado seco y un vaso de cerveza. Yo me lavaba y me sentaba a esperar a los clientes, los recibía, escuchando sus dolencias y los curaba.

Algunas veces las mujeres me traían a sus hijos, y si las madres estaban delgadas y sus hijos débiles, con los párpados devorados por las moscas, enviaba a Kaptah a comprarles carne y frutas y se los regalaba, pero de esta forma no me enriquecía y al día siguiente, delante de mi puerta, me esperaban cinco o seis madres con sus hijos y yo no podía recibirlas y tenía que ordenar a mi esclavo que les cerrase la puerta y las mandase al templo donde, los días de los grandes sacrificios, se distribuía entre los pobres los restos de lo que dejaban los sacerdotes, ahítos. Cada noche las antorchas brillaban en las calles de Tebas, la música resonaba en las casas de placer y en las tabernas, y el cielo se enrojecía sobre la ciudad. Yo quería alegrar mi corazón con el vino, pero mi corazón no se alegraba ya, mis recursos se acababan y tuve que pedir prestado oro al templo para poder vestirme decentemente y tratar de olvidar mis preocupaciones.

4

Era de nuevo la época de la crecida del río y las aguas alcanzaban los muros del templo. Cuando se retiraron, la tierra se puso verde, los pájaros hicieron sus nidos y los lotos florecieron en los estanques mientras las acacias embalsamaban el aire. Un día, Horemheb fue a verme. Iba vestido de lino real, llevaba un collar de oro y una fusta en la mano, insignia de su dignidad de oficial del faraón. Pero no llevaba lanza ya. Levanté el brazo para testimoniarle mi alegría al verlo y él repitió mi ademán y sonrió.

– He venido a pedirte consejo, Sinuhé solitario -me dijo.

– No te comprendo. Eres fuerte como un toro y osado como un león. ¿Cómo puede ayudarte un médico?

– Vengo a consultar al amigo y no al médico -dijo, sentándose.

Mi servidor vertió agua sobre sus manos y yo le ofrecí bizcochos enviados por mi madre Kipa y vino de precio, porque mi corazón estaba contento de verlo.

– Has alzanzado un grado superior, eres oficial del rey y seguramente las mujeres te sonríen.

Pero él se ensombreció y dijo:

– ¡Nada de eso! -Y excitado, prosiguió-: El palacio está lleno de moscas que me cubren de excrementos. Las calles de Tebas son duras y me hieren los pies y las sandalias me aprietan los dedos. -Se quitó las sandalias y se dio masaje en los pies-. Soy oficial de la guardia de corps, pero mis camaradas se mofan de mí porque son chiquillos de dieciocho años y de alta estirpe. Su brazo es demasiado débil para tensar un arco, sus espadas son juguetes dorados llenos de incrustaciones, buenas para cortar el asado, pero no para verter la sangre del enemigo. Pasan sobre sus carros de guerra incapaces de mantener el orden, enredan las riendas y las ruedas de sus carros chocan contra las de sus vecinos. Los soldados se emborrachan y se acuestan con las esclavas del palacio y no obedecen las órdenes. En la escuela de guerra los hombres no han visto nunca una batalla ni han conocido el hambre, la sed ni el miedo delante del enemigo y leen viejas narraciones. -Sacudió furiosamente su collar de oro y continuó-: ¿Qué me importan los collares y las condecoraciones, puesto que no se ganan en los campos de batalla, sino postrándose ante el faraón?

La reina madre ha fijado una barba a su mentón y ceñido su cintura con una cola de león, pero ¿cómo podrá jamás un soldado respetar a una mujer como soberano? Lo sé, lo sé… -dijo cuando hice alusión a la gran reina que había mandado una gran flota al país de Punt-. Lo que ha sido antes debe ser ahora también. Pero en los tiempos de los grandes faraones los soldados no eran menospreciados como ahora. A los ojos de los tebanos la profesión militar es la más vil de todas y cierran la puerta a los soldados. Pierdo el tiempo. Pierdo mi juventud y mis fuerzas aprendiendo el arte militar entre hombres que huirían aullando al oír los gritos de guerra de los negros. Sí, se desvanecerían de miedo si la flecha de un habitante de los desiertos silbase a sus oídos. Se esconderían bajo las ropas de sus madres si oyeran el estruendo de los carros lanzados al ataque. ¡Por mi halcón, sólo la guerra forma al soldado, y al ruido de las armas se ve de lo que es capaz! Por esto he venido a hablarte.

Dio un golpe con la fusta sobre la mesa, derribó los vasos, y mi servidor huyó gritando.

– Estás verdaderamente enfermo, Horemheb, amigo mío -le dije-. Tienes los ojos febriles y sudas.

– ¿No soy acaso un hombre? -gritó, golpeándose el pecho con los puños-. Soy capaz de levantar un esclavo con cada mano y hacer chocar sus cabezas. Puedo llevar pesados fardos como conviene a un soldado; no me ahogo corriendo; no temo el hambre ni la sed, ni el ardor del desierto. Pero para ellos todo es despreciable y las mujeres de la casa no admiran más que a los chiquillos que no se afeitan todavía. Admiran a los hombres de brazos delgados y que tienen caderas de mujer. Admiran a los hombres que usan parasol, que se pintan la boca de colorado y pían como los pájaros en la rama. A mí me desprecian porque soy robusto y el sol ha curtido mi piel y se ve en mis manos que soy capaz de trabajar con ellas. -Se calló, la mirada fija, y bebió vino-. Tú eres solitario, Sinuhé -dijo-. Yo también lo soy; más solitario que nadie, porque adivino lo que va a ocurrir y sé que estoy destinado a mandar las muchedumbres y que los dos reinos tendrán necesidad de mí. Por esto soy más solitario que nadie, pero tengo la fuerza de continuar solo, Sinuhé, porque mi corazón está lleno de centellas de fuego; siento mi garganta cerrada y no duermo por la noche.

Siendo médico, creía tener cierto conocimiento de los hombres y las mujeres. Por esto le dije:

– Seguramente debe de ser casada y su marido la vigila mucho… Horemheb me dirigió una mirada tan sombría que me precipité a coger una copa y ofrecerle vino. En el acto se calmó, y tocándose el pecho y la garganta, dijo:

– Tengo que abandonar Tebas; me ahogo en este estercolero y las moscas me ensucian. -Y súbitamente se desplomó, diciéndome en voz baja-: Sinuhé, eres médico; dame un filtro que me permita vencer el amor.

– Es muy fácil. Puedo darte unas píldoras que disueltas en el vino te volverán fuerte y apasionado como un babuino, de forma que las mujeres suspirarán y se desvanecerán en tus brazos. Es muy fácil.

– No, no, me has entendido mal, Sinuhé. No soy importante. Pero deseo un remedio que me cure de mi locura. Quiero un remedio que calme mi corazón y lo haga duro como la roca.

– No existe tal remedio. Basta una sonrisa y la mirada de unos ojos verdes para reducir la medicina a la impotencia. Lo sé por mí mismo. Pero los sabios han dicho que un diablo arroja a otro. No sé si es verdad, pero algunas veces el segundo diablo es peor que el primero.

– ¿Qué quieres decir? -dijo con tono irritado-. Estoy cansado de las frases que no hacen más que complicar las cosas y enredarlas.

– Debes encontrar una nueva mujer que arroje de tu corazón ala primera. He aquí mi idea. Tebas está llena de mujeres bellísimas y seductoras que se arreglan y se visten con el más fino lino. Habrá seguramente una que estará dispuesta a sonreírte. Eres joven y fuerte, tienes los miembros largos y llevas una cadena de oro en el cuello. Pero no comprendo qué te separa de la mujer que deseas. Incluso si está casada, no hay muro suficientemente alto para detener el amor, y la astucia de la mujer que desea al hombre vence todos los obstáculos. Las leyendas de los dos países lo demuestran. Se dice también que la fidelidad de la mujer es como el viento; continúa siendo la misma, pero puede cambiar de dirección. Se dice también que la virtud de la mujer es como la cera, se funde cuando se calienta. El galán no sufre vergüenza alguna, pero el marido cornudo es objeto de mofa. Así ha sido y así será siempre.

– No está casada -dijo Horemheb con impaciencia-. Deja ya de hablar de fidelidad, de virtud y de vergüenza. No se digna siquiera mirarme, pese a que esté bajo sus ojos. No toca mi mano si se la tiendo para ayudarla a subir a la litera. Acaso me cree sucio porque el sol me ha bronceado. -¿Es, pues, una mujer noble?

– Es inútil hablar de ella. Es más bella que la luna y las estrellas; como ellas está alejada de mí. Me sería más fácil estrechar la luna entre mis brazos; por esto debo olvidarla. Por esto debo abandonar Tebas. Si no, moriré.

– ¿No habrás puesto tus ojos en la reina madre? -dije bromeando, porque quería hacerlo reír-. La creía vieja y regordeta, por lo menos para el gusto de un hombre joven.

– Tiene su sacerdote -dijo él con desprecio-. Creo que fornicaban ya en vida del rey.

Pero yo levanté rápidamente el brazo para interrumpirlo y dije: -Verdaderamente, has saciado tu sed en algún pozo envenenado desde tu llegada a Tebas.

– La que es objeto de mis ardores -dijo Horemheb- se pinta los labios y las mejillas con ocre rojo, sus ojos son ovalados y oscuros y nadie ha acariciado jamás sus miembros bajo el lino real. Se llama Baketamon y por sus venas corre sangre de los faraones. Ya conoces ahora mi locura, Sinuhé. Pero si hablas de ella a alguien, aun cuando sea a mí mismo, te mataré doquiera estés, pondré tu cabeza entre tus piernas y te arrojaré al río. Guárdate mucho de pronunciar jamás su nombre en mi presencia; si no, te mataré.

Me sentí presa de horror, porque era espantoso pensar que un villano hubiera osado levantar los ojos hasta la hija de un faraón y desearla en lo más hondo de su corazón. Por esto le dije:

– Ningún mortal puede levantar las manos sobre ella y si alguien se desposa con ella no puede ser más que su hermano, heredero del trono, para elevarla a su lado como esposa real. Es lo que ocurrirá, porque lo he leído en los ojos de la princesa junto al lecho de muerte de su padre, porque no miraba a nadie más que a su hermano. Yo lo temía, porque es una mujer cuyos miembros no calientan a nadie y en sus ojos ovalados se lee el vacío y la muerte. Por esto te digo: vete, Horemheb, amigo mío, porque Tebas no es para ti.

Pero con impaciencia me respondió:

– Todo esto lo sé tan bien o mejor que tú, de manera que tus palabras son como un zumbido de moscas en mis oídos. Pero volvamos a lo que decías hace poco de los diablos, porque mi corazón está vacío y una vez que he bebido quisiera que una mujer me sonriese. Pero debe ir vestida de lino real y llevar una peluca, debe pintarse los labios y las mejillas de ocre rojo y mi deseo no se despertará más que si sus ojos son ovalados como el arco de la luna en el cielo.

Sonreí y dije:

– Tus palabras son cuerdas, amigo. Examinemos juntos, si quieres, cómo debes comportarte. ¿Tienes oro?

Con jactancia respondió:

– No me importa pesar mi oro, porque el oro no es más que estiércol a mis pies. Pero tengo un collar y brazaletes. ¿Es suficiente?

– No es seguro. Es quizá más seguro que te limites a sonreír, porque las mujeres que visten lino real son caprichosas y tu sonrisa puede inflamar a una de ellas. ¿No existe alguna en el palacio? ¿Por qué ir a derrochar un oro del que puedes más tarde tener necesidad?

– No me importan las mujeres de palacio -respondió Horemheb-. Pero conozco otro remedio. Entre mis camaradas hay un tal Kefta, un cretense, a quien di un día de puntapiés porque se había burlado de mí y ahora me respeta. Me ha invitado a acompañarlo hoy a una fiesta en casa de unos nobles situada cerca del templo de un dios de cabeza de gato, cuyo nombre no recuerdo porque no pensaba, ir.

– Se trata de Bastet -dije yo-. Conozco el templo y es un lugar propicio a tus intenciones, porque las mujeres ligeras invocan a menudo a la diosa de cabeza de gato y le ofrecen sacrificios con el objeto de que les proporcione amantes ricos.

– Pero no iré si tú no me acompañas -dijo Horemheb, desconcertado-. Soy de bajo origen, sé dar puntapiés y latigazos, pero no sé cómo comportarme en Tebas ni, sobre todo, cómo tratar a las mujeres. Tú eres un hombre de mundo, Sinuhé, y has nacido en Tebas. Por esto debes ayudarme.

Yo había bebido vino y su confianza me halagaba, pero no quería confesarle que conocía a las mujeres tan poco como él. Pero había bebido tanto vino que mandé a Kaptah a buscar una litera y ajusté el precio de la carrera mientras Horemheb seguía bebiendo para darse ánimos. Los portadores nos depositaron cerca del templo de Bastet, y viendo antorchas y lámparas delante de la casa adonde íbamos, comenzaron a discutir el precio de la carrera hasta que Horemheb les administró unos cuantos latigazos que les impusieron silencio. Delante del templo algunas muchachas nos sonrieron pidiéndonos que sacrificásemos con ellas; pero no iban vestidas de lino real, llevaban el cabello natural y no quisimos saber nada de ellas.

Entramos; yo caminando delante, y nadie se extrañó de nuestra llegada; los servidores nos echaron agua sobre las manos, y el aroma de los platos calientes, de los ungüentos y de las flores llegaba hasta la cancela. Los esclavos nos adornaron con coronas de flores y penetramos en la sala porque el vino nos había hecho osados.

En cuanto entramos, no tuve ojos más que para una mujer que acudió a nuestro encuentro. Iba vestida con lino real, de manera que sus miembros aparecían a través de la tela como los de una diosa. Llevaba una gruesa peluca azul adornada con numerosas joyas coloradas, sus párpados estaban pintados de negro y verde bajo los ojos. Pero más verdes que todos los verdes eran sus pupilas, que eran como el Nilo bajo los ardores del sol estival, porque era Nefernefernefer, a quien había encontrado un día en el templo de Amón. No me reconoció; nos miró con curiosidad y dirigió una sonrisa a Horemheb, quien levantó el látigo para saludarla. Un muchacho joven, el cretense Kefta, vio también a Horemheb y acudió titubeante, lo abrazó y lo llamó amigo. Nadie me prestó atención, de manera que pude contemplar a placer a la hermana de mi corazón. Era de más edad de lo que pensaba y sus ojos no sonreían ya y eran duros como las piedras verdes. Sus ojos no sonreían, pero su boca sí, y ante todo miraba la cadena de oro que Horemheb llevaba al cuello. Pero, a pesar de todo, mis rodillas flaqueaban.

Los muros del salón estaban pintados por los mejores artistas y unas columnas abigarradas sostenían el techo. Había mujeres casadas y solteras y todas llevaban vestidos de lino real, pelucas y muchas joyas. Sonreían a los hombres que se agolpaban alrededor de ellas y eran jóvenes o viejos, bellos o feos, y tenían también joyas de oro y sus cabellos estaban recargados de piedras preciosas y oro. Gritaban o reían; copas y jarras llenaban el suelo; se caminaba sobre flores y los músicos sirios agitaban sus ruidosos instrumentos y apagaban el ruido de las palabras. Habían bebido mucho vino, porque una mujer se sintió indispuesta y el esclavo le tendió demasiado tarde la jofaina, de manera que se manchó el traje y todo el mundo se rió de ella.

Kefta, el cretense, me besó también llamándome su amigo y me manchó la cara con sus afeites. Pero Nefernefernefer me miró y dijo: -iSinuhé!… Conocí una vez a un Sinuhé que, como tú, quería ser médico.

– Yo soy este Sinuhé -dije, mirándola fijamente y temblando.

– No, tú no eres el mismo Sinuhé -me replicó, haciendo un ademán con la mano para alejarme-. El Sinuhé que yo conocí era joven y sus ojos eran claros como los de la gacela. Pero tú eres un hombre, entre tus cejas pasan dos surcos y tu rostro no es tan liso como el suyo.

Le mostré la sortija con la piedra verde en mi dedo, pero ella movió la cabeza y dijo:

– He acogido a un bandido en mi casa, porque seguramente has matado a Sinuhé cuya vista alegraba mi corazón. Lo has matado y le has robado la sortija que me quité del pulgar para dársela en prenda de amistad. Le has robado incluso su nombre; el Sinuhé que me gustaba no existe ya.

Levantó el brazo para mostrarme su dolor. Entonces mi corazón se llenó de amargura y el dolor invadió mis miembros. Me quité la sortija y se la tendí diciéndole:

– Recobra tu sortija. Voy a marcharme; no quiero ser importuno. Pero ella dijo:

– No te marches. -Puso ligeramente su mano sobre mi hombro como la otra vez y repitió en voz baja-: No te marches.

En aquel instante supe que su seno me quemaría más que el fuego y que no podría ser nunca feliz sin ella. Pero los servidores nos trajeron vino y bebimos para reconfortar nuestros corazones, y jamás vino alguno fue tan delicioso a mi paladar.

La mujer que se había sentido indispuesta se enjuagó la boca y volvió a beber. Después se quitó el traje manchado y lo lanzó a lo lejos, y se quitó también la peluca, de manera que estaba desnuda, y apretándose los pechos con las manos mandó a los esclavos que vertiesen vino entre ellos de manera que todos pudiesen beber a gusto. Con el paso vacilante andaba de un lado a otro de la sala, riéndose en voz alta. Era joven, bella y ardiente, y deteniéndose delante de Horemheb le ofreció de beber entre sus pechos. Horemheb se inclinó y bebió, y cuando levantó la cabeza su rostro estaba congestionado; miró a la mujer a los ojos, cogió su cabeza entre sus manos y la besó. Todo el mundo se reía y la mujer también, pero de repente se enojó y pidió ropas limpias. Los servidores la vistieron, se puso la peluca y, sentándose al lado de Horemheb, no bebió más vino. Los músicos sirios seguían tocando; yo sentía en mis miembros y en mi sangre el ardor de Tebas y sabía que había visto el día en declive del mundo; nada me importaba ya con tal de poder sentarme al lado de la hermana de mi corazón y contemplar el verde de sus ojos y el rojo de sus labios.

Así fue como, a causa de Horemheb, volví a encontrar a Nefernefernefer, mi adorada; pero hubiera sido mejor para mí no volver a verla.

5

– ¿Es tuya esta casa? -le pregunté, mientras, sentada a mi lado, me examinaba con sus ojos duros y verdes.

– Es mía y estos invitados son mis huéspedes; todas las noches vienen porque no me gusta estar sola.

– Serás seguramente muy rica -dije yo, descorazonado porque temía no ser digno de ella.

Pero ella me sonrió como a un niño y contestó con las palabras de la leyenda:

– Soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. ¿Qué quieres de mí?

Pero yo no entendí qué quería decir con estas palabras.

– ¿Y Metufer? -pregunté, porque quería saberlo todo aun a riesgo de sufrir.

Me lanzó una mirada interrogadora y me miró frunciendo ligeramente sus cejas pintadas.

– ¿No sabes que murió? Robó los fondos que el faraón había confiado a su padre para construir templos, Metufer ha muerto y su padre no es ya arquitecto real. ¿No lo sabes?

– Sí, es verdad -dije yo, sonriendo-, casi creería que Amón lo ha castigado por haberse mofado de él.

Y le conté cómo él y el sacerdote habían escupido al rostro del dios y se ungieron con óleos sagrados. Ella sonrió también, pero sus ojos permanecían duros y fijos en la lejanía.

Bruscamente, dijo:

– ¿Por qué no fuiste a mi casa entonces, Sinuhé? Si me hubieses buscado me hubieras hallado. Hiciste mal en no haber ido a mi casa, en lugar de correr tras otras mujeres con mi sortija en el dedo.

– Era todavía un chiquillo y tenía miedo de ti. Pero en mis sueños eras mi hermana. Te burlarás de mí cuando te diga que no me he divertido todavía nunca con una mujer, porque esperaba volver a encontrarte un día.

Ella sonrió e hizo un ademán con la mano.

– Mientes con desfachatez -dijo-. Para ti soy una mujer vieja y fea y te diviertes mofándote de mí y engañándome.

Me miró y sus ojos me sonreían como en otros tiempos y a mis ojos se rejuvenecía como antaño, de manera que mi corazón se henchía de alegría.

– Es verdad que no he tocado nunca a ninguna mujer -dije-. Pero acaso no sea verdad no haberte esperado más que a ti porque quiero ser franco. Muchas mujeres han pasado cerca de mí, jóvenes y viejas, inteligentes y estúpidas, pero las he mirado sólo con los ojos del médico y mi corazón no se ha inflamado por ninguna de ellas. ¿Por qué? Lo ignoro. -Y añadí-: Me sería fácil decirte que es a causa de la piedra que me diste como prenda de amistad. Sin que yo lo supiese, acaso me has encantado al poner tus labios sobre los míos, porque tus labios eran dulces. Pero no es una explicación. Por esto podrías preguntarme millares de veces «¿Por qué?». Yo no sabría contestarte.

– Acaso de muchacho te caíste a horcajadas sobre el brazo de una litera y te volviste triste y solitario -dijo, bromeando y tocándome la mano con una dulzura que no había conocido en ninguna mujer.

No tuve necesidad de responder, porque sabía que había bromeado. Entonces retiró la mano y susurró:

– Bebamos juntos y alegremos nuestros corazones. Quizá me divertiré contigo, Sinuhé.

Bebimos más vino; los esclavos se llevaron a algunos invitados en sus literas y Horemheb pasó su brazo alrededor de su compañera llamándola hermana. La mujer sonreía, le cerró la boca con una mano y le dijo que no contase tonterías de las que se arrepentiría al día siguiente. Pero Horemheb se levantó y con un vaso en la mano gritó:

– De cualquier cosa que haga no me arrepentiré nunca, porque a partir de hoy quiero mirar solamente hacia delante y nunca hacia atrás. Lo juro por mi halcón y los mil dioses de los reinos cuyos nombres soy incapaz de enumerar, pero que pueden recoger mi juramento.

Se quitó el collar de oro y quiso pasarlo al cuello de su compañera, pero ésta rehusó.

– Soy una mujer respetable, y no una prostituta.

Se levantó irritada y salió, pero al llegar a la puerta le hizo un signo disimulado a Horemheb, que salió tras ella, y no volvimos a verlos en toda la noche.

Pero esta marcha pasó inadvertida, porque la velada estaba ya avanzada y los invitados hubieran debido marcharse ya. Sin embargo, continuaban bebiendo y tambaleándose y agitando los instrumentos que habían quitado a los músicos.

Se besaban llamándose hermanos y amigos y un instante después se golpeaban tratándose de cerdos y de castrados. Las mujeres se quitaban impúdicamente las pelucas y dejaban que los hombres les acariciasen los cráneos desnudos, porque desde que las mujeres ricas y nobles han empezado a afeitarse la cabeza no hay caricia tan excitante para el hombre. Algunos hombres se acercaron a Nefernefernefer, pero ella los rechazó con ambas manos, y yo les pisaba los dedos de los pies cuando insistían, sin fijarme en su rango ni condición, pues estaban todos borrachos.

Y yo no estaba embriagado de vino, sino de su presencia y del contacto de sus manos. Hizo, por fin, un signo y los esclavos apagaron las luces, se llevaron las mesas y los taburetes, recogieron las flores aplastadas y las coronas y se llevaron en las literas a los hombres que se habían dormido delante de su copa de vino. Entonces le dije:

– Tengo, indudablemente, que marcharme.

Pero cada una de estas palabras me quemaba como la sal vertida sobre una herida, porque no quería perderla y todo instante pasado lejos de ella habría de estar completamente vacío para mí.

– ¿Adónde quieres ir? -me preguntó con fingida sorpresa.

– Velaré toda la noche delante de tu puerta. Iré a hacer sacrificios a todos los templos de Tebas para dar gracias a los dioses por haberte encontrado al fin, porque desde que te he visto vuelvo a creer en los dioses. Iré a coger flores para sembrarlas a tu paso, cuando salgas de tu casa. Iré a comprar mirra para ungir los montantes de tu puerta.

Pero ella sonrió y dijo:

– Es mejor que no salgas, porque tengo ya flores y mirra. Es mejor que no salgas, porque excitado por el vino, podrías caer en manos de otras mujeres y no lo quiero.

Estas palabras me entusiasmaron hasta tal punto que quise poseerla, pero ella me rechazó diciendo:

– ¡Déjame! Mis servidores nos ven y no quiero que, a pesar de que vivo sola, me tomen por una mujer despreciable. Pero puesto que has sido franco conmigo, quiero serlo yo también. No haremos, pues, todavía, lo que te ha traído aquí, pero iremos al jardín, donde te contaré una bonita leyenda.

Me llevó al jardín iluminado por la luna, y los mirtos y las acacias embalsamaban el aire; los lotos habían cerrado sus flores para la noche en el agua del estanque de bordes de piedras de colores. Los servidores nos vertieron agua sobre las manos y nos trajeron una oca asada y frutos con miel, y Nefernefernefer dijo:

– Come y goza de mí, Sinuhé.

Pero la pasión me estrujaba la garganta y no hubiera podido tragar un bocado. Ella me observaba con aire malicioso y se divertía, y cada vez que me miraba la luna se reflejaba en sus ojos. Cuando hubo terminado de comer, me dijo:

– Te he prometido una leyenda y te la voy a contar, porque el alba está lejana todavía y no tengo sueño. Es la leyenda de Satné y Tabubué, sacerdotisa de Bastet.

– Conozco ya esta leyenda -dije con impaciencia-. La he oído contar muchas veces, hermana. Ven conmigo para que te coja en mis brazos en tu lecho y duermas conmigo. Ven, hermana mía, porque mi corazón está enfermo de languidez y, si no vienes, me heriré el rostro contra las piedras y aullaré de pasión.

– Silencio, silencio, Sinuhé… -dijo, tocándome con la mano-. Eres demasiado violento, me das miedo. Quiero contarte una leyenda para calmarte. Ocurrió que Satné, hijo de Kemvesé, buscando el libro encadenado de Thot, vio en el templo a Tabubué, sacerdotisa de Bastet, y quedó tan impresionado que mandó a su servidor a ofrecerle diez deben de oro para que pasase una hora divirtiéndose con él. Pero ella le respondió: «Soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Si tu dueño quiere lo que dices, que acuda a mi casa, donde nadie nos verá, de manera que no tendré que conducirme como una hija de la calle.» Satné quedó encantado y fue en el acto a casa de Tabubué, donde ésta le dio la bienvenida y le ofreció vino. Después de haber alegrado su corazón quiso realizar lo que lo había llevado a ella, pero le dijo: «No olvides que soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Si verdaderamente deseas hallar tu placer en mí, debes darme tus bienes y tu fortuna, tu casa y tus campos y cuanto posees.» Satné la miró y mandó a buscar un escriba para que redactase un acta por la cual le cedía todo cuanto poseía. Entonces ella se levantó, se vistió de lino real transparente, a través del cual se veían sus miembros como los de las diosas, y se embelleció. Pero cuando él quiso pasar a lo que había venido, ella lo rechazó diciendo: «No olvides que soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Por esto debes repudiar a tu esposa a fin de que no tenga que temer que tu corazón se vuelva hacia ella.» El la miró y envió a sus servidores a que arrojasen a su mujer de la cama. Entonces ella le dijo: «Entra en la habitación y échate sobre la cama; recibirás tu recompensa.» El se tendió sobre la cama, pero entonces entró un esclavo que le dijo: «Tus hijos están aquí y reclaman a su madre llorando.» Pero él se hizo el sordo y quiso pasar a lo que había venido. Entonces Tabubué dijo: «Soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Por esto te digo que tus hijos podrían buscar querella a los míos por tu herencia. Esto no debe ser y tienes que permitirme que mate a tus hijos.» Satné le dio permiso para matar a sus hijos en su presencia y arrojar los cuerpos por la ventana a los perros y a los gatos. Bebiendo vino con ella oyó los perros disputarse los cuerpos de sus hijos.

Entonces la interrumpí y mi corazón se oprimió en mi pecho como en los días de mi infancia cuando mi madre me contaba esta leyenda, y dije:

_Pero esto no es más que un sueño, porque al acostarse en el lecho de Tabubué, Satné oyó un grito y se despertó. Y era como si hubiese pasado por un horno ardiente y no tenía ni un solo pedazo de tela sobre el cuerpo. Todo había sido un sueño.

Pero Nefernefernefer dijo tranquilamente:

– Satné tuvo un sueño y se despertó, pero muchos otros no se han despertado hasta la Casa de la Muerte. Sinuhé, también yo debo decirte que soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Mi nombre podría ser también Tabubué.

Pero el claro de luna jugaba con sus ojos y no la creí. Por esto la tomé en mis brazos, pero ella se soltó y me hizo esta pregunta:

– ¿Sabes por qué Bastet, la diosa del amor, está representada con cabeza de gato?

– Me burlo de los dioses y de los gatos -dije yo, tratando de poseerla, con los ojos mudos de pasión.

Pero ella me rechazó y dijo:

– Podrás pronto tocar mis miembros y poner tu mano sobre mi pecho si esto puede calmarte, pero debes antes escucharme y saber que la mujer es como el gato y la pasión es como un gato también. Sus patas son dulces, pero ocultan unas garras aceradas que penetran sin piedad hasta el corazón. Verdaderamente, la mujer es como el gato, porque también el gato goza atormentando a su víctima y haciéndola sufrir con sus garras, sin cansarse jamás de este juego. Una vez paralizada su víctima, la devora y busca otra. Te cuento esto para ser franca contigo, porque no quisiera hacerte daño. No, en verdad, no quisiera hacerte el menor daño -repitió.

Con aire distraído cogió mis manos y puso una de ellas sobre su pecho y la otra sobre su muslo. Yo empecé a temblar y las lágrimas brotaron de mis ojos. Pero bruscamente rechazó mis manos y dijo:

– Me llamo Tabubué. Ahora que lo sabes, vete y no vuelvas nunca más a fin de que no te pueda hacer daño. Pero si te quedas no podrás reprocharme nunca los contratiempos que te puedan ocurrir.

Me dejó tiempo para reflexionar, pero no me marché. Entonces lanzó un leve suspiro como si estuviese cansada de este juego y dijo:

– De acuerdo. Debo, ciertamente, darte lo que has venido a buscar. Pero no seas demasiado ardiente, porque estoy cansada y temo quedarme dormida en tus brazos.

Me llevó a su dormitorio. Su lecho era de marfil y madera negra. Se desnudó y me abrió los brazos. Yo tenía la sensación de que mi cuerpo y mi corazón y todo mi ser estaban reducidos a cenizas. Pero no tardó en bostezar y dijo:

– Estoy verdaderamente cansada y creo realmente que no has tocado mujer, porque eres muy inhábil y no me causas el menor placer. Pero un hombre que viene por primera vez a casa de una mujer le hace un don irremplazable. Por esto no te pido nada más. Vete ahora y déjame dormir, porque has recibido ya lo que viniste a buscar.

Quise besarla de nuevo, pero ella me rechazó, de manera que regresé a mi casa. Pero mi cuerpo estaba inflamado; en mí bullía todo, y sabía que no podría olvidarla jamás.

6

Al día siguiente le dije a mi servidor Kaptah que despidiese a todos los enfermos que se presentasen, diciéndoles que buscasen otro médico. Yo fui a casa del peluquero, me lavé y purifiqué y me ungí con ungüentos perfumados.

Encargué una silla de manos para ir a casa de Nefernefernefer sin mancillar mis pies y mis ropas con el polvo de las calles. Mi esclavo tuerto me seguía con la mirada inquieta, moviendo la cabeza, porque era la primera vez que yo abandonaba mi trabajo en pleno día y temía ver disminuir mis regalos si abandonaba a mis enfermos. Pero mi mente estaba obsesionada por una idea única y mi corazón ardía como un brasero. Y, sin embargo, esta llama era deliciosa.

Un servidor me hizo entrar y me llevó a la habitación de su dueña. Estaba arreglándose delante de un espejo y me miró con unos ojos fríos y duros como las piedras verdes.

– ¿Qué quieres, Sinuhé? -preguntó-. Tu presencia me importuna.

– Bien sabes lo que quiero -dije yo, tratando de besarla porque recordaba su complacencia de la noche pasada.

Pero ella me rechazó con impaciencia.

– Eres malvado y tienes malas intenciones, puesto que me molestas -dijo con viveza-. ¿No ves que debo embellecerme porque espero a un rico mercader de Sidón que posee una joya de reina encontrada en una tumba? Esta noche me ofrecerá esta joya que anhelo, porque nadie tiene una igual. Por esto debo arreglarme y darme masaje.

Sin pudor, se desnudó extendiéndose sobre la cama para que una esclava pudiese darle masaje y ungirla. El corazón se me subió a la garganta y mis manos se cubrieron de sudor mientras admiraba su belleza.

– ¿Qué haces aquí, Sinuhé? -me preguntó cuando la esclava se hubo marchado-. ¿Por qué no te has marchado? Tengo que vestirme. Entonces la pasión se apoderó de mí y me arrojé sobre ella, pero supo defenderse hábilmente y me sumí en lágrimas ante mi ardor impotente. Para terminar le dije:

– Si tuviese medios te compraría esta joya, bien lo sabes… Pero no quiero que otro te toque. Prefiero morir. -¿De veras?-dijo ella, cerrando los ojos-. ¿No quieres que nadie me bese? ¿Y si te sacrificase el día? ¿Si bebiese hoy contigo y gozase de tí porque mañana no hay nada cierto? ¿Qué me darías?

Abrió los brazos desperezándose sobre la cama, y todo su bello cuerpo estaba cuidadosamente depilado.

– ¿Qué me darías? -repitió mirándome.

– No tengo nada que darte -dije yo, admirando su cama de marfil y ébano, el suelo de lapislázuli adornado con turquesa y numerosas capas de oro-. No, no poseo nada verdaderamente que pueda darte.

Y mis rodillas flaqueaban. Hice ademán de retirarme, pero ella me retuvo.

– Tengo piedad de ti, Sinuhé -dijo, desperezándose voluptuosamente-. Me has dado ya lo más precioso que poseí, si bien, una vez analizado, encuentro que se exagera mucho su importancia. Pero tienes todavía una casa, ropas y tus instrumentos de médico. No eres totalmente pobre.

Yo temblaba de pies a cabeza, pero respondí, sin embargo:

– Todo será tuyo. Nefernefernefer, si lo deseas. Todo será tuyo si quieres gozar conmigo. Poco vale, desde luego, pero mi casa está instalada para ejercer la profesión de médico y un alumno de la Casa de la Vida puede darte un buen precio por ella si sus padres son ricos.

– ¿De veras? -dijo ella, volviéndose desnuda para mirarse en su espejo y corregir con sus dedos finos la línea negra de sus cejas-. Sea, pues, como quieres. Ve a buscar un escriba que redacte el acta a fin de transferir a mi nombre cuanto posees. Porque si bien vivo sola, no soy una mujer despreciable y debo pensar en el porvenir si me abandonas, Sinuhé.

Yo contemplaba su espalda desnuda y mi corazón latía tan locamente que me aparté de su lado y fui a buscar un escriba que redactó rápidamente los papeles necesarios y fue a depositarlos en los archivos reales. Cuando regresé, Nefernefernefer estaba vestida con lino real y llevaba una peluca roja como el fuego; sus muñecas y sus tobillos se adornaban con maravillosos brazaletes y una espléndida litera la esperaba delante de la casa.

Le di el documento del escriba y dije:

– Todo cuanto poseo es ahora tuyo, Nefernefernefer, incluso los vestidos que llevo. Comamos y bebamos y divirtámonos hoy, porque mañana no hay nada seguro.

Ella tomó el papel, lo encerró cuidadosamente en un cofre de ébano y dijo:

– Estoy desconsolada, Sinuhé, pero acabo de darme cuenta de que tengo mis reglas, de manera que no puedes tocarme. Por eso es mejor que te retires para que pueda purificarme, porque tengo la cabeza pesada y dolor en los riñones. Ven otra vez y obtendrás lo que deseas.

Yo la miré, con la muerte en el alma, sin poder hablar. Ella se impacientó Y golpeando el suelo con el pie exclamó:

– Vete, porque tengo prisa. Cuando quise tocarla exclamó:

– Vas a estropear mis afeites…

Regresé a mi casa y lo puse todo en orden para el nuevo propietario. Mi esclavo tuerto me seguía paso a paso, moviendo la cabeza; su presencia acabó por exasperarme y le grité con violencia:

– ¡Deja de seguirme, porque no soy ya tu dueño! Obedece a tu nuevo amo cuando venga y no le robes tanto como me has robado a mí, porque su bastón será quizá más duro que el mío.

Entonces se postró a mis pies y levantó la mano en señal de duelo, y vertiendo amargas lágrimas dijo:

– No me despidas, oh amo mío, porque mi viejo corazón está unido al tuyo y me lo destrozarás si me echas. Te he sido siempre fiel, pese a que seas joven y simple, y si te he robado lo he hecho teniendo en cuenta tu propio interés y calculando lo que valía la pena de robarte. Con mis viejas piernas he recorrido las calles durante las horas calurosas de la jornada cantando tu nombre y tu reputación de curador, pese a los servidores de los demás médicos que me daban bastonazos o me arrojaban excrementos.

Mi corazón estaba saturado de sal; un gusto amargo me apestaba la boca; sin embargo, me sentí emocionado y le puse la mano en el hombro diciéndole:

– ¡Levántate, Kaptah!

Este era su nombre, pero yo no lo llamaba nunca así para que no se sientiese halagado y se creyese mi igual. Cuando lo llamaba, le daba habitualmente los nombres de «esclavo», «canalla», «imbécil» o «ladrón».

Al oír su nombre aumentó su antojo y tocó con su frente mis manos y mis piernas y puso mi pie sobre su cabeza. Pero yo acabé enfadándome y le di un bastonazo ordenándole que se levantara.

– De nada sirve llorar -le dije-. Pero debes saber que no te he cedido a otro por despecho, porque estoy contento de tus servicios pese a tu frecuente impertinencia al cerrar con ruidos las puertas y romper mi vajilla. En cuanto a tus hurtos, no te guardo rencor, porque es el derecho del esclavo. Siempre fue y siempre será así. Pero tengo que renunciar a tus servicios porque no tengo nada que darte. He cedido mi casa y cuanto poseo, de manera que ni aun mis vestidos son míos. Por esto es inútil que llores delante de mí.

Entonces Kaptah se levantó, se rascó la cabeza y dijo:

– Es un día nefasto. -Reflexionó un momento y añadió-: Eres un gran médico, Sinuhé, pese a que seas joven, y el mundo entero se abre ante ti. Por esto harías bien en reunir todos tus bienes más preciosos y huir esta noche conmigo, en la oscuridad, para ocultarnos en un barco cuyo capitán no sea demasiado minucioso y descenderíamos por el río.

En los dos países existen numerosas villas y si te reconocen como un hombre buscado por la justicia y a mí como un esclavo fugitivo, iremos a los países rojos donde nadie sabrá quiénes somos. Podremos alcanzar las islas del mar, donde los vinos son fuertes y las mujeres alegres. En el país de Mitanni y en Babilonia, donde los ríos corren curso arriba, se honra mucho la medicina egipcia, de manera que podrías enriquecerte y yo seré el servidor de un hombre considerado. Date prisa, dueño mío, a fin de que lo tengamos todo dispuesto para la noche. Y me tiraba de la manga.

– ¡Kaptah, deja de importunarme con tus necias palabras! Mi corazón está sombrío como la muerte y mi cuerpo ya no me pertenece. Estoy ligado por unos lazos más sólidos que los hilos de cobre, pese a que tú no lo veas. Por esto no puedo huir, porque todo instante pasado lejos de Tebas sería para mí peor que un horno caliente.

Mi servidor se sentó en el suelo, porque sus piernas estaban llenas de varices, que yo le cuidaba de vez en cuando. Dijo:

– Amón nos ha visiblemente abandonado, lo cual no me extraña, porque vas raramente a llevarle ofrendas. Yo, en cambio, le he ofrecido siempre la quinta parte de lo que te robaba, para darle gracias por haberme deparado un dueño tan joven y simple, pero a pesar de todo me ha abandonado también. Poco importa. Nos basta sencillamente cambiar de dios y hacerle rápidamente nuestras ofrendas; acaso aparte el mal de nosotros y ponga las cosas en orden.

– Cesa ya de decir estupideces -dije yo, lamentando haberlo llamado por su nombre al verlo tan familiar-. Tus palabras son como un zumbido de moscas en mis oídos y olvidas que no tenemos nada que ofrecer, puesto que es otro quien posee cuanto teníamos.

– ¿Es un hombre o una mujer? -preguntó con curiosidad. -Una mujer -respondí.

¿Por qué se lo habría ocultado? Al oír mis palabras se echó de nuevo a llorar, se arrancó los cabellos y gritó:

– ¿Por qué he venido a este mundo? ¡Oh, madre mía! ¿Por qué no me estrangulaste con el cordón umbilical el día de mi nacimiento? No hay peor destino para un esclavo que servir a una dueña sin corazón, porque sin corazón tiene que ser la mujer que así te ha tratado. Me mandará saltar y trotar todo el día con mis piernas enfermas, me clavará agujas en el cuerpo y me molerá a palos. Eso es lo que me espera, pese a que haya sacrificado a Amón para darle las gracias por haberme deparado un dueño joven y sin experiencia.

– No le falta corazón -dije (porque el hombre es tan insensato, que me rebajaba a hablar de ella con un esclavo en vista de que no tenía otro confidente)-. Desnuda sobre su lecho es más bella que la luna y sus miembros son lisos bajo los ungüentos y sus ojos son verdes como el Nilo bajo el sol estival. Tu suerte es digna de envidia, Kaptah, porque podrás vivir cerca de ella y respirar el aire que ella respira.

Kaptah redobló sus gritos:

– Me venderá seguramente como portador de mortero u obrero de minas, mis pulmones jadearán y la sangre brotará debajo de mis uñas Y reventaré en el fango como un asno agotado.

Yo sabía en el fondo de mi corazón que decía la verdad, porque en casa de Nefernefernefer no había sitio ni pan para un hombre de su suerte. Las lágrimas acudían a mis ojos, pero no sé si lloraba por él o por mí. Al verme, se detuvo y me miró con ansiedad. Pero yo cogí mi cabeza entre las manos y lloré sin importarme ser visto por mi esclavo. Kaptah me tocó la cabeza con su enorme mano y dijo melancólicamente:

– Todo esto es culpa mía por no haber velado mejor sobre mi dueño. Pero no sabía que fuese tan cándido y puro como una tela jamás lavada. De lo contrario, no entiendo lo que ha ocurrido. En verdad que siempre me ha extrañado que mi dueño no me mandase nunca en busca de una mujer al volver de la taberna. Y las mujeres que te mandaba para que se desnudasen delante de ti y te incitasen a divertirte con ellas las despedías insatisfechas y me trataban de rata y de cucaracha. Y, sin embargo, hubo entre ellas alguna joven y bonita. Pero toda mi solicitud fue vana y en mi estupidez me felicitaba de que no trajeses a casa una mujer que me apaleara y me lanzase agua caliente a mis pies al disputar contigo. ¡Cuán bestia era! Cuando se arroja una primera antorcha a una cabaña de tierra arde en seguida.

Y añadió aún:

– ¿Por qué no me has pedido consejo en tu inexperiencia? Porque he visto y sé muchas cosas, a pesar de que no lo creas. Yo también me he acostado con mujeres, verdad es que hace ya mucho tiempo, y puedo asegurarte que el pan, la cerveza y la panza valen más que el seno de la mujer más bonita. Cuando un hombre va a casa de una mujer, amo mío, tiene que llevarse un palo, de lo contrario ella lo domina y lo sujeta con ligaduras que se hunden en la carne como un alambre delgado y frotan el corazón; como una piedra en la sandalia lastima el pie. ¡Por Amón, amo y señor, hubieras debido traer mujeres aquí y toda esta miseria nos hubiera sido evitada! Has perdido el tiempo en las tabernas y las casas de placer, puesto que una mujer ha hecho de ti su esclavo.

Durante largo rato siguió hablando así, pero sus palabras eran como un zumbido de moscas a mis oídos. Acabó calmándose y me preparó comida y me vertió agua sobre las mano. Pero no pude comer, porque mi cuerpo ardía y un solo y único pensamiento acaparó durante toda la noche mi espíritu.

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