Capítulo 10

Cleo estaba sentada entre un montón de cajas de zapatos y sonreía.

– Ya veo que cuando eres la futura reina, no sales en busca de accesorios sino que los accesorios vienen a ti.

Daphne se paseaba entre los muestrarios de ropa que habían enviado a palacio varias tiendas y diseñadores de moda.

– Con la ropa, pasa lo mismo -comentó estudiando una chaqueta de cachemir azul pálido-. Esto es increíble.

– Para que lo sepas, te odio por no tener la misma talla de zapatos que yo -bromeó su ahora cuñada admirando un par de preciosas sandalias.

La ropa había comenzado a llegar hacía tres días. Al principio, Daphne la había almacenado en la habitación vacía que había junto a la suite que compartía con Murat, pero esa estancia pronto se llenó.

Al final, pidió permiso para utilizar un salón de conferencias que no se usaba e hizo que llevaran allí todas las ropas junto con algunos sofás y varios espejos.

Vestirse como la esposa del príncipe heredero era algo muy serio.

– Deberías estar muy contenta. Esta ropa es preciosa -comentó Cleo.

– Sí -sonrió Daphne levemente.

Sin su hija cerca, que en aquellos momentos estaba durmiendo la siesta, aquella mujer era demasiado observadora. Daphne no sabía qué decir. Había pasado una semana desde que se había casado con Murat y seguía sintiéndose engañada y atrapada.

Fiel a su palabra, había evitado a Murat todo lo que había podido y estaba durmiendo en la habitación de invitados. Él lo había aceptado y se comportaba como si no hubiera sucedido nada, insistiendo en hablar de su futuro en términos de décadas.

– ¿Quieres que hablemos? -le preguntó su cuñada.

– No sé si hay mucho que decir -contestó Daphne.

– Sé que tu boda ha sido muy rápida -comentó Cleo sentándose en el mismo sofá que ella-. Ha habido rumores, ¿sabes?

– Ya me imagino -contestó Daphne suspirando-. Yo no quería esto. Sí, ya sé que una mujer que se ha casado con el príncipe heredero y que algún día será reina no debería quejarse, pero yo no quería casarme con Murat.

– Si no eres feliz tienes todo el derecho del mundo a quejarte.

– Ojalá fuera así de sencillo -comentó Daphne.

No quería hablar de lo que había hecho Murat. Suponía que a su cuñada no le haría ninguna gracia saberlo y Daphne no quería meter cizaña.

– ¿Has pensado en darle una oportunidad a vuestra relación? -le propuso Cleo-. Ya sé que estos chicos son muy déspotas y actúan por su cuenta, pero bajo esa fachada son unos maridos increíbles. Lo único que tienes que hacer es llegar hasta su corazón.

– Yo no creo que Murat tenga corazón.

– ¿Lo dices en serio?

– No -contestó Daphne -. Lo que pasa es que esta situación me está desbordando. Por lo visto, todo el mundo quiere conocerme. No paran de llegar invitaciones y yo no quiero aceptar ninguna, pero Murat tiene que ir, así que eso significa…

Daphne todavía no había decidido qué significaba aquello. ¿Tendría que ir con él? ¿Tendría que fingir que era una esposa feliz? ¿Y si se negaba? Aunque la molestaba sobremanera la actitud de Murat hacia ella, Murat no era el único involucrado en todo aquel asunto. De alguna manera, Daphne se sentía responsable hacia los ciudadanos de Bahania y no quería que se sintieran avergonzados por su comportamiento.

– No le quiero hacer la vida fácil -admitió-, pero mi ética me obliga a hacer lo que a él le viene bien. Qué situación tan penosa.

– Me parece que le das demasiadas vueltas a la cabeza. Te aconsejo que te relajes y que disfrutes del presente. Tú por lo menos te has criado en un entorno de dinero y los asuntos de etiqueta no te son desconocidos. Tendrías que haber visto mi primera lección de protocolo. Al profesor se le pusieron los pelos de punta.

Aquello hizo reír a Daphne.

– Los príncipes merecen la pena. Yo doy gracias al cielo todos los días por haber conocido a Sadik y haberme enamorado de él. No fue fácil, pero ahora… aunque suene cursi, mi vida es perfecta – sonrió Cleo.

– Cuánto me alegro por ti -contestó Daphne sinceramente.

Cleo había tenido una vida muy dura y se merecía aquel final feliz, pero no todo el mundo tenía la misma historia.

Daphne se preguntó qué debía hacer. ¿Debía ignorar sus responsabilidades porque ella lo único que quería era irse de allí o debía desempeñar su papel mientras estuviera Bahania? ¿Aun a riesgo de desempeñarlo con demasiado ahínco y corriendo el riesgo de que, al final, terminara gustándole?

Jamás se lo perdonaría a sí misma si terminara entregándose a Murat. Eso querría decir que lo perdonaba por haberla tratado mal y que no les daba importancia a sus prácticas cavernícolas. ¿Acaso quería estar casada con un hombre que la tenía en tan poca estima?

– Bueno, te tengo que dejar porque Calah debe de estar a punto de despertarse -se despidió Cleo-. Si quieres hablar, ya sabes dónde vivo.

– Gracias.

– Anda, mira quién está aquí -comentó Cleo desde la puerta agarrando a Murat del brazo-. Tu esposa necesita ayuda para elegir ropa. A ver si la convences para que te haga un pase de modelos.

Murat miró a ambas mujeres.

– Me parece una propuesta muy interesante. La tendré en cuenta.

Cleo se fue y Daphne se quedó sentada en el sofá mientras Murat se abría paso entre los muestrarios de ropa, zapatos, bolsos y accesorios.

– ¿Has elegido lo que te vas a quedar? -le preguntó a su mujer.

– No -contestó Daphne-. Lo cierto es que tener mi agenda con las actividades a las que debo acudir me facilitaría elegir qué ropa voy a necesitar.

– Claro, pero no quieres que te traigan la agenda fijada porque eso sería como rendirte.

Daphne se encogió de hombros a pesar de que Murat le había leído el pensamiento.

– Tómate tu tiempo. Nadie espera que tengas la agenda llena tan pronto.

– ¿Y si no quiero tenerla nunca?

Murat se sentó frente a ella.

– En esta vida, cualquier postura tiene ventajas y desventajas.

– Tu postura no tiene más que ventajas para ti. Tú siempre quieres salirte con la tuya y ya está.

– Cierto, me gusta salirme con la mía, pero siempre pago un precio por ello.

– ¿Cuál es en mi caso?

– Te ofrezco mucho. Favores, conocimientos, un interesante círculo de contactos. Hay quien viene a verme única y exclusivamente por ser quien soy. Ahora detecto a esas personas en el primer encuentro, pero cuando era más joven no me era tan fácil saber en quién podía fiar.

– A escala más pequeña entiendo perfectamente lo que me estás diciendo. A mí en el colegio me pasó con un par de profesores, que estaban tan impresionados por quiénes eran mis padres, que no sabían ni cómo tratarme.

– Exacto. Reyhan, Sadik y Jefri podían salir por ahí libremente y pasárselo bien, pero yo, no. Mientras ellos jugaban, yo tenía que aprenderme todos los gobiernos y gobernantes de la Historia.

Todos los días me recordaban la responsabilidad que tenía para con mi pueblo. Te aseguro que a veces llegué a odiarlo.

Daphne se imaginó a aquel niño cansado y nervioso al que obligaban a estudiar sin descanso cuando lo que él quería era salir a jugar con sus hermanos y sintió una tremenda compasión por él.

– Por cierto, me ha llamado tu padre. Por lo visto, quiere expandir vuestro negocio familiar a Bahania y, desde aquí, a El Bahar y a Oriente Medio.

Daphne no se lo podía creer. ¿Su propio padre? Al instante, se sonrojó de pies a cabeza.

– Lo siento. Ahora mismo lo llamo por teléfono.

Murat negó con la cabeza.

– No hace falta. Es mi suegro y le debo algún tipo de consideración, así que voy a poner a un par de mis ayudantes a su servicio.

– No me lo puedo creer -comentó Daphne enfadada.

Tan sólo hacía una semana que se había casado. Después de años ignorándola, su padre quería servirse de ella en su propio beneficio.

– Podía haber disimulado y haber esperado un poquito más, ¿no?

– Sí, pero te aconsejo que no te enfades con todo el mundo que viene buscando algo. Si lo haces, te vas a pasar la vida en un estado de terrible ansiedad. No significa nada, Daphne. Olvídate.

A lo mejor para Murat no significaba nada, pero para ella significaba mucho y, aunque quería odiar a Murat con todo su corazón, resultaba que precisamente él era la única persona que podía entender lo que le estaba sucediendo.

Daphne no quería vivir en un mundo en el que la gente la utilizara para conseguir lo que querían, pero siempre había sido ése el mundo en el que había habitado.

– ¿Has podido fiarte alguna vez de alguien? – le preguntó a Murat-. ¿Cómo sabes cuándo una persona está verdaderamente interesada en ti y no en lo que tienes?

– A veces la situación está muy clara y yo lo prefiero así. Cuando sé desde el principio lo que quiere una persona puedo decidir si se lo doy o no, pero cuando son buenos con esos jueguecitos… cuando era más joven, era más fácil engañarme. Cuando terminé la universidad, unas cuantas mujeres consiguieron convencerme de que su amor por mí era más grande que el universo y, en realidad, lo que querían era el título y el dinero.

Daphne hizo una mueca de disgusto.

– Supongo que lo pasarías mal.

– Sí, pero también había chicas sinceras a las que no les importaba o no sabía quién era. Por ejemplo, tú.

Daphne sonrió al recordarlo.

– Yo no tenía ni idea de quién eras.

– Ya lo sé. Yo creía que, cuando lo descubrieras, ibas a salir corriendo y jamás podría alcanzarte.

A Daphne se le borró la sonrisa de la cara.

– Cuando salí corriendo, no viniste a buscarme.

Murat bajó la mirada y le miró la mano izquierda.

– Ya veo que sigues negándote a llevar el anillo.

– ¿Te sorprende?

– No, simplemente me entristece.

– ¿Quieres que hablemos de cómo me siento yo?

– Si tú quieres.

– Vaya, eso es nuevo. ¿Desde cuándo te preocupas por mis sentimientos?

– Quiero que seas feliz.

Daphne no se lo podía creer.

– Me has tenido prisionera y te has casado conmigo en contra de mi voluntad. No me parece que eso sea querer que una persona sea feliz.

– Ahora estamos casados, somos marido y mujer y me gustaría que disfrutaras de la situación. A lo mejor resulta que te sorprende gratamente.

– Murat, ¿cuándo te vas a dar cuenta de que lo que has hecho no es correcto? ¿Por qué no lo admites por lo menos? Te digo en serio que me quiero ir.

– Y yo te digo que jamás nos divorciaremos porque el rey no lo permitirá.

Daphne se puso en pie con la idea de escapar, pero siendo consciente de que no tenía ningún sitio adonde ir, miró a su alrededor, a toda aquella ropa que tenía que probarse y recordó todas las entrevistas que tenía concertadas y la cantidad de libros de historia y protocolo que tenía que leer.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que lo que has hecho ha dado al traste con cualquier posibilidad de ser felices que teníamos? -le preguntó con voz queda.

Murat se puso en pie, se acercó a ella y le acarició la mejilla.

– Con el tiempo, te olvidarás del pasado y mirarás hacia el futuro. Soy un hombre paciente y sabré esperar. Mientras tanto, te tengo que dejar porque tengo una reunión y ya llego tarde.

– Seguro que nadie te lo echa en cara -se burló Daphne.

– No, no creo -sonrió Murat avanzando hacia la puerta-. ¿De verdad que todo esto te está resultando tan penoso?

– Sí.

– ¿Te gustaría olvidarte de la ropa durante unos días?

– ¿Sería posible?

– Sí, pero tendrías que volver a montar a caballo.

– No hay problema.

– Bien. Estáte preparada mañana al amanecer. Vístete de manera tradicional. Ya le diré a alguien que te lleve la ropa apropiada a tu habitación.

– ¿Adonde vamos?

– Es una sorpresa.


Daphne no durmió bien aquella noche. No podía dejar de pensar en Murat, algo que le sucedía muy a menudo últimamente, pero la diferencia ahora era que no estaba tan enfadada con él como en otras ocasiones.

El que le hubiera contado algo de su pasado, el que lo hubiera dejado entrar en su intimidad, había hecho que Daphne entendiera que, aunque era muy apetecible ser rey, crecer siendo el príncipe heredero no debía de haber sido fácil en absoluto para él.

¿Nadie lo había amado por ser quién era como ser humano? ¿Acaso ninguna mujer se había fijado en él como hombre a secas?

Daphne se preguntó qué habría sucedido diez años atrás si se hubiera casado con él. ¿Lo habría amado más que a nadie? Por supuesto que sí.

No lo había abandonado porque no lo amara sino porque él no la amaba a ella y Daphne, a los veinte años, necesitaba sentirse importante, necesitaba saber que era amada y, diez años después, le sucedía exactamente lo mismo.

Eso era lo que Murat no entendía. Por supuesto que estaba furiosa por haberla obligado a casarse con él de aquella manera, pero lo que parecía que a Murat no le entraba en la cabeza era que, si hubiera dicho que la quería, a lo mejor ella se habría planteado volver a intentarlo.

Claro que eso era como pedir imposibles porque Murat jamás admitiría haberse equivocado en nada y, mucho menos, pedía perdón.

Cuando sonó el despertador, Daphne se duchó y se vistió, poniéndose una camiseta y vaqueros bajo la ropa tradicional de las mujeres del desierto. Lo único que quedó al descubierto fueron sus preciosos ojos azules.

Al salir de la habitación, encontró a Murat esperándola en el salón. Tras saludarla, le entregó el anillo de diamantes.

– Estamos casados y no quiero que mi gente haga preguntas.

Daphne miró el anillo y luego a Murat a los ojos. Ella tampoco quería que nadie se metiera en su vida privada, así que se puso el anillo y siguió a Murat a los establos.


– Vaya, creía que íbamos a ser solamente tú y yo, un par de caballos y un camello con los víveres -comentó Daphne al ver que llevaban un séquito de unas cincuenta personas.

Murat sonrió y Daphne lo imitó.

Murat la prefería así. Feliz. La última semana había sido terrible. Verla triste y furiosa era horrible.

¿Por qué no entendía aquella mujer que lo que estaba hecho, hecho estaba, y que lo que tenían que hacer ahora era concentrarse en mirar hacia delante? ¿De verdad estar casada con él se le hacía tan cuesta arriba?

– Daphne, me gustaría que mientras estemos en el desierto hiciéramos una tregua.

– Muy bien. Accedo a firmar la paz contigo, pero que sepas que lo hago por tu gente, no por ti.

Murat asintió.

De momento, era suficiente. Si Daphne pasaba tiempo con él y se olvidaba de que estaba enfadada, Murat sabía que podría ganársela y, así, cuando volvieran a palacio, todo se habría solucionado.

– Ven -le dijo agarrándola de la mano y conduciéndola hacia una yegua blanca como la nieve-. Intenta no caerte esta vez.

– Intenta no hacerme enfadar -sonrió Daphne mirándolo desde arriba.

– Nunca es ésa mi intención.

– Pues se te da muy bien.

– Eso es porque soy un hombre de muchos talentos.

Algo brilló en los ojos de Daphne, algo oscuro y sensual que hizo que Murat sintiera que se le aceleraba el pulso.

– No vamos a hablar de eso. Que ni se te pase por la cabeza que va a haber entre nosotros nada divertido.

– Vaya, qué pena, porque a ti te encanta reírte, ¿no?

– No me refiero a eso y lo sabes perfectamente.

Murat asintió, pero en su fuero interno tenía la esperanza de que el desierto hiciera que Daphne cambiara de opinión. El desierto era un lugar romántico y Murat tenía la intención de valerse de ello en su provecho.

Para empezar, aunque la tienda de campaña estilo jaima en la que iban a dormir era muy grande y estaba amueblada, sólo tenía un dormitorio.

¡Y una cama!


– Dime adonde vamos -dijo Daphne al cabo de una hora cabalgando-. ¿Estamos siguiendo una ruta específica?

– Sí -contestó Murat-. Este camino lleva a hacia el norte, hacia la antigua Ruta de la Seda. No vamos a ir tan lejos, simplemente nos vamos a adentrar en el desierto.

La Ruta de la Seda. Daphne había oído hablar de ella y siempre le había apasionado. ¡Cuánta historia había en Bahania! ¡Cuántos tesoros por explorar!

– ¿Vamos a acampar en un oasis?

– Sí, todas las noches hasta que lleguemos a…

– ¿Adonde?

– Nos dirigimos a un lugar muy misterioso. He pensado que te gustaría volver a ver a mi hermana Sabrina.

– ¿Tu hermana vive en el desierto?

– Sí, con su marido. Mi otra hermana, Zara, también.

– Zara. Sí, sé que es la hija de la bailarina, la chica estadounidense que se enteró de que era hija de un rey hace unos años.

– Exacto. Está casada con un jeque americano que se llama Rafe y que es jefe de seguridad.

– ¿De qué?

– Eso es secreto. Me tienes que prometer que jamás se lo contarás a nadie -contestó muy serio.

– Sabes que me quiero ir.

– Hemos dicho que no íbamos a hablar de eso.

– El hecho de que no hablemos no quiere decir que no sea así, pero te prometo que jamás traicionaré al pueblo de Bahania ni a ti.

Murat asintió como si no esperara menos de ella.

– ¿Has oído hablar de la Ciudad de los Ladrones?

Daphne se quedó pensativa.

– Es un mito, como la Atlántida, una preciosa ciudad situada en mitad del desierto que sirve de santuario a las personas que roban. Se supone que allí están algunos de los tesoros más increíbles del mundo que nunca han aparecido. Joyas, cuadros, estatuas, tapices. Si un país ha perdido algo de gran valor en los últimos mil años, probablemente esté en la Ciudad de los Ladrones.

– Todo eso es cierto.

– ¿Cómo?

– Sí, la ciudad existe.

– ¿Me estás diciendo que es una ciudad de verdad con edificios y gente?

– Sí, es una ciudad asentada alrededor de un castillo que se construyó en el siglo XII. Las edificaciones son de arena del desierto, lo que les permite estar completamente camufladas en el entorno y no ser visibles desde el cielo ni desde una cierta distancia. Cuando nos estemos acercando, nos alejaremos del grupo.

– No me lo puedo creer -comentó Daphne emocionada.

– Sabrina es toda una experta en antigüedades. Gracias a su influencia, varias piezas han sido devueltas a los países de los que provenían. Si te apetece, te acompañará a dar una vuelta por ahí.

– Claro que me apetece. ¿Cuándo llegamos?

Aquello hizo reír a Murat.

– No tan rápido. Primero, tenemos que llegar al corazón del desierto y situarnos en el límite del mundo conocido.

– Nunca he estado en un lugar así.

– Te va a gustar.

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