Capítulo 7

Daphne se acomodó en la silla de montar y respiró hondo. Había pasado mucho tiempo al aire libre en los jardines del harén, pero por alguna razón la vida le parecía mucho mejor y mucho más brillante ahora que estaba sentada sobre un caballo a punto de entrar en el desierto.

Tenía mil razones para seguir estando enfadada con Murat. Para empezar, por supuesto, que seguía manteniéndola prisionera e insistiendo en que se iban a casar, pero, por extraño que pareciera, ahora mismo nada de aquello importaba.

Lo único que deseaba Daphne en aquellos momentos era cabalgar a toda velocidad y sentir el viento en el pelo, quería dar vueltas sobre la arena con los brazos extendidos hasta marearse y beber agua fresca de un manantial subterráneo.

Después de haber hecho todo eso, ya tendría tiempo de estar enfadada con él.

– ¿Preparada? -le preguntó Murat.

Daphne asintió y se bajó el ala de sombrero hacia la punta de la nariz para evitar que el abrasador sol dañara su piel.

A su lado, Murat estaba más guapo que nunca ataviado con un pantalón de montar negro y una camisa blanca.

– ¿Cuándo has montado por última vez? -le preguntó Murat.

– Hace un par de meses. Suelo montar de manera regular, pero he estado un poco liada con el trabajo.

– Entonces, vamos a ir un poco despacito al principio.

– Yo prefiero ir rápido.

Murat sonrió.

– Ya lo sé, pero vamos a esperar un poco, hasta que te hayas hecho con tu yegua.

Las cuadras reales estaban situadas a cuarenta minutos en coche de palacio. Daphne era consciente de que podría vivir allí muy feliz estudiando los caballos pura sangre y planeando futuras generaciones de increíbles equinos árabes.

Por supuesto, no quería que Murat lo supiera ya que ya tenía suficiente poder sobre ella como para que descubriera otras de sus debilidades.

Mientras dejaban atrás los últimos símbolos de la civilización y se adentraban en la arena del desierto, Daphne no pudo evitar reír encantada.

– Lo que pienses de mí ya es otra cosa, pero no puedes negar que siempre te ha encantado Bahania -comentó Murat.

– No lo niego -contestó Daphne.

– Deberías haber vuelto antes a visitarnos.

– No me parecía lo más inteligente por mi parte.

– ¿Por qué? ¿Acaso creías que te iba a poner las cosas difíciles?

Daphne no estaba segura de qué contestar. Si decía que sí, implicaría que creía que Murat había estado enamorado de ella cuando se había ido y no lo creía así y, si decía que no, se arriesgaba a que Murat no le hiciera gracia.

Normalmente, le importaba muy poco que a Murat le hicieran gracia o no sus contestaciones, pero aquella tarde era diferente porque no le apetecía discutir.

– Me pareció que podría ser un poco raro.

– Podría haberlo sido, sí -admitió Murat sorprendiéndola-. Sin embargo, supongo que es muy triste que no hayas podido volver durante tanto tiempo.

Daphne miró a su alrededor, deleitándose en la belleza del desierto y se dijo que Murat tenía razón. Amaba aquellas colinas de arena rojiza que daban paso a kilómetros de vacío, amaba a las diminutas criaturas que eran capaces de vivir en un entorno tan hostil y, sobre todo, amaba la sensación de llegar a un oasis, un regalo divino.

– Aquí se respira historia -comentó Daphne pensando en todas las generaciones que habían andado por aquellos mismos caminos y que habían disfrutado con aquellos mismos paisajes.

– Es cierto que en el desierto estamos más próximos al pasado. Yo, aquí, me siento más cerca de mis antepasados.

Daphne sonrió.

– Provienes de un linaje de hombres inclinados a secuestrar a sus mujeres. ¿Por qué era así? ¿Es que acaso genéticamente no podéis convencer a una mujer por las buenas?

– Ten cuidado. Estás jugando con fuego.

Fuego era lo que Daphne sentía en aquellos momentos en su interior al mirar a Murat e imaginarse con él protagonizando escenas de cuerpos desnudos acariciándose y tocándose llevados por exquisitos sentimientos de pasión.

Daphne se revolvió incómoda en la silla y se dijo que era mejor no pensar en aquellos asuntos ya que, tal y como estaban las cosas entre ellos, acostarse con Murat sería un desastre porque creería que le estaba diciendo que se quería casar con él.

En cualquier caso, Daphne no podía evitar dejar de preguntarse cómo se comportaría Murat en la cama. A juzgar por sus besos, tenía que ser un compañero de juegos eróticos maravilloso.

Diez años atrás, demasiado joven y candorosa, la obvia experiencia de Murat en temas sexuales la había asustado, pero ahora estaría encantada de hacer un seminario intensivo de fin de semana con él.

«La próxima vez», se prometió Daphne a sí misma.

Cuando ni su futuro ni su libertad corrieran peligro.

– Es cierto que esas uniones y matrimonios de los que hablas comenzaron de manera un tanto violenta, pero todos terminaron felices.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por las cartas y los diarios de la época.

– Me encantaría leerlos -sonrió Daphne-. No es porque no te crea, pero… bueno, la verdad es que no te creo.

– ¿Me crees capaz de mentir?

– Te creo capaz de adulterar la verdad si eso te viniera bien.

– ¿Cómo explicas una relación que dura treinta o cuarenta años y de la que nacen tantos hijos?

– Te recuerdo que el hecho de que una mujer se quede embarazada no quiere decir que sea feliz.

– Está bien, te entregaré los diarios para que puedas comprobarlo con tus propios ojos. Así, te darás cuenta de que te equivocas con mis antepasados y conmigo. ¿Lista para que vayamos más deprisa?

El repentino cambio de tema tomó a Daphne por sorpresa, pero asintió encantada.

– Tú primero.

Murat asintió y puso su caballo al galope. La yegua de Daphne lo siguió sin problema y pronto las colinas de arena pasaban veloces a ambos lados de su rostro.

«Esto es libertad en estado puro», pensó Daphne.

Ojalá en Chicago hubiera zonas donde pudiera montar así, pero, normalmente, sus paseos a caballo allí eran tranquilos y siempre por zonas ya conocidas.

No como en Bahania, donde el desierto guardaba secretos milenarios, allí donde la familia de Murat había habitado durante miles de años.

Algún día, cuando Murat fuera rey, su nombre quedaría grabado en las piedras del palacio para siempre y su vida sería recordada. Murat le había ofrecido formar parte de aquella historia, le había ofrecido el privilegio de convertirse en reina y de ser la madre del futuro rey.

Al cabo de un rato, Murat aminoró el paso de su montura.

– A partir de aquí vamos a ir al trote para que los caballos descansen un poco. Estamos ya muy cerca del oasis -anunció.

Daphne asintió, todavía atrapada en sus pensamientos. ¿Acaso no sería maravilloso formar parte de algo tan increíble? Diez años atrás no se había parado a pensar demasiado en lo que Murat le ofrecía, pero, últimamente, no podía dejar de pensar en ello.

– ¿Tienes alguna preocupación? Tus ojos se han apagado.

– No, no tengo ninguna preocupación, pero estaba pensando.

– ¿En qué?

– Estaba pensando en que eres el príncipe heredero Murat de Bahania, en que algún día gobernarás este país y en que procedes de un linaje que vivía ya en suntuosos palacios cuando mis antepasados estaban todavía muertos de frío en cabañas de madera. Todo eso me hace preguntarme por qué me elegiste a mí, por qué yo, por qué no una mujer más parecida a ti.

Murat no contestó. Se quedó mirando al horizonte sin expresión en el rostro. Era imposible saber lo que estaba pensando.

– El oasis está ahí, detrás de esa duna.

– ¿No vas a contestar a mi pregunta?

– No.

Por una parte, Daphne quería insistir, pero, por otra, no quería hablar de aquel tema porque había muchas cosas que no tenía claras en su cabeza. Como, por ejemplo, por qué había acudido corriendo a Murat, el hombre que la mantenía prisionera, cuando había conseguido escapar del harén.

Al llegar al oasis, Daphne vio un pequeño refugio entre las palmeras datileras, un riachuelo de agua cristalina a cuyos márgenes crecía el césped y varios arbustos que conferían al lugar un maravilloso halo de intimidad.

– Esto es precioso -comentó sinceramente desmontando de su yegua y quitándose el sombrero.

– Me alegro de que te guste.

– Claro, te alegras de que me guste porque hacerme feliz es lo que más te gusta en el mundo, ¿verdad? -bromeó Daphne.

Murat no sonrió.

– A lo mejor, estás en lo cierto. A lo mejor, eso es lo que precisamente tú no entiendes.

Antes de que a Daphne le diera tiempo de asimilar lo que acababa de escuchar, Murat condujo a su caballo a la sombra.

– Descansaremos aquí antes de volver.

Daphne lo siguió y dejó allí a la yegua.

– Esto es muy tranquilo -comentó mientras paseaban.

– Sí, por eso vengo a menudo -contestó Murat.

– ¿Aquí no hay guardias?

– No, hay una patrulla que pasa de vez en cuando, pero estamos solos. Si quieres matarme, es el momento.

– No estoy tan enfadada. Todavía.

Murat sonrió.

– Continúas desafiándome a pesar de que ambos sabemos quién va a ganar.

– No vas a ser tú.

– ¿Cómo que no? -dijo Murat acercándose a ella-. Estás a punto de rendirte. ¿No te das cuenta?

Daphne sintió un escalofrío por la espalda y la carne se le puso de gallina. En aquel momento, le pareció que rendirse era lo más maravilloso que podía hacer.

– No me voy a casar contigo -contestó sin embargo.

Murat le puso las manos sobre los hombros.

– No paras de repetir eso. Es un poco aburrido, ¿sabes?

– Si me escucharas, no tendría que repetirme tanto.

– Qué típico de las mujeres decir que los hombres tenemos la culpa de todo.

– Qué típico de los hombres mostrarse cabezotas e irrazonables.

– Yo soy un hombre muy razonable. Para demostrártelo te diré que sé que me deseas y que voy a dejar que me tengas.

Antes de que a Daphne le diera tiempo de exclamar indignada, Murat se apoderó de su boca. Sus labios, firmes y cálidos, acariciaron los de Daphne hasta que ésta se vio obligada a pasarle los brazos por el cuello como si no quisiera soltarlo nunca y, en ese momento, la indignación se evaporó.

Murat la besó con dulzura haciendo que las terminaciones nerviosas de Daphne estallaran de placer. Comenzó a mordisquearle el labio inferior al tiempo que la agarraba de las caderas y se apretaba contra ella para que sintiera su erección.

A continuación, comenzó a besarla por el cuello, lo que hizo que Daphne se estremeciera de placer y de necesidad.

Cuando Murat comenzó a deslizar su boca por su escote, Daphne sintió que explotaba de deseo. De repente, le sobraba toda la ropa, le dolían los pechos, le temblaban las piernas y deseaba que aquel hombre no dejara de besarla jamás.

Por fin, se rindió a la evidencia, le tomó el rostro entre las manos y lo besó con pasión, entregándose por completo a la danza erótica y milenaria que bailaron sus lenguas mientras Murat le acariciaba la espalda y llegaba hasta sus pechos.

Al sentir sus largos y finos dedos sobre ellos, Daphne se dijo que aquello era perfecto. Cuando se concentró en sus pezones, Daphne sintió que la respiración se le entrecortaba y se le aceleraba.

Murat la miró a los ojos y suspiró.

– Eres una mujer realmente bella -murmuró-. Respondes a mis caricias. ¿Vas a negar lo que quieres?

Daphne negó con la cabeza. En aquellos momentos, tenía la sensación de que podría desaparecer en aquellos ojos oscuros y se le antojó un buen destino. Si había noches llenas de atenciones y de caricias, sería un buen futuro.

Daphne sintió que su cuerpo demandaba cada vez más. Tenía las braguitas húmedas de necesidad.

Murat le desabrochó la camisa, pero no se la sacó de la cinturilla de los vaqueros. Al deslizar la tela sobre sus hombros, le dejó los brazos apresados.

Por supuesto, Daphne podría haberse quitado la camisa con un leve movimiento, pero no lo hizo porque verse a expensas de Murat, como si pudiera tomarla contra su voluntad, se le antojaba una locura aunque también… increíblemente erótico.

Murat le desató el sujetador, que tenía el broche delante, y Daphne observó la expresión de su rostro al ver sus pechos al descubierto, expuestos al sol y al aire.

Murat la miraba hambriento y la acariciaba tan lentamente que Daphne pensó que aquélla era la más increíble de las torturas.

Cuando las yemas de sus dedos acariciaron las puntas de sus pezones, sintió una descarga eléctrica entre las piernas y no pudo evitar gemir de placer.

Como respuesta, oyó que a Murat se le aceleraba la respiración y sintió su boca seguir la estela de sus dedos.

La combinación de calor húmedo y caricias hizo que Daphne estuviera a punto de caer de rodillas. Ya no podía más, el deseo era tan intenso que se sacó la camisa de los vaqueros y tiró el sujetador al suelo, agarró la cabeza de Murat entre sus manos y disfrutó de sus lametazos.

– Más -jadeó.

Sintió que la tensión se apoderaba de su cuerpo y supo que estaba muy cerca del orgasmo pues la espiral de pasión estaba empezando a descontrolarse.

Murat se quitó la camisa.

– Dime que me deseas -le ordenó.

– ¿Lo dudas?

– Quiero oírtelo decir.

Daphne lo miró a los ojos y supo que no había marcha atrás. Quería hacer el amor con aquel hombre, quería saber lo que era y recordarlo cuando se fuera.

– Te deseo.

Murat tardó un par de segundos en reaccionar. Cuando, por fin, lo hizo, tomó a Daphne entre sus brazos y la tumbó en el suelo sobre su camisa.

– Seamos prácticos, las botas de montar no son en absoluto románticas -comentó sentándose a su lado para deshacerse primero de las suyas y, luego, de las de Daphne.

– Haz el amor conmigo, Murat -lo animó Daphne abriendo los brazos para recibirlo.

Murat se perdió entre ellos besándola con pasión. Inmediatamente, sus maravillosos dedos buscaron sus pechos de nuevo y volvieron a excitarla y a colocarla cerca del orgasmo.

Al cabo de un rato, buscó el botón de los vaqueros de Daphne, lo desabrochó y le bajó la cremallera del pantalón.

Daphne lo ayudó a deshacerse de los vaqueros y de las braguitas, quedando completamente desnuda ante él, momento que aprovechó para abrir las piernas, invitándolo a que le diera placer.

Murat no la decepcionó. Mientras bajaba la cabeza para besarle los pechos, deslizó una mano entre sus piernas y encontró su humedad y su centro de placer, que activó rápidamente haciendo que Daphne gritara de placer, sobre todo cuando Murat se colocó en una postura que le permitía masajearle el palpitante centro con el dedo pulgar y meter otros dos dedos en su cuerpo.

«Esto es demasiado», pensó Daphne sintiéndose elevada por la energía sexual.

Al cabo de unos minutos, sintió que todos los músculos de su cuerpo se tensaban, que de su cuerpo manaba una cascada y supo que estaba al borde del orgasmo.

Intentó aguantar, respirar para no dejarse ir tan pronto, pero era demasiado, demasiado placer, así que se aferró a Murat y disfrutó del momento.

Acto seguido, se dejó caer, sintiendo las oleadas de placer cada vez más suaves, moviendo las caderas al ritmo de los dedos de Murat.

Cuando el orgasmo tocó a su fin, Daphne se puso un brazo sobre la cara y se preguntó qué pasaría a continuación. Mentalmente, se preparó para algún comentario jocoso por parte de Murat, pero, al ver que no decía nada, abrió los ojos y lo miró.

Murat no parecía excesivamente contento. Más bien… humilde.

«Imposible», pensó Daphne.

– Gracias -murmuró Murat besándola.

– ¿Cómo? -se asombró Daphne.

– Gracias por permitirme complacerte. Sé que podrías haber aguantado y no haberme permitido llevarte al paraíso, pero no lo has hecho.

Aquel hombre estaba loco. Daphne sabía que no hubiera podido resistirse al orgasmo aunque hubiera querido, pero eso Murat no tenía por qué saberlo.

– Me ha gustado mucho -comentó sinceramente.

– A lo mejor te gusta también otra cosa -le propuso Murat.

Daphne se imaginó la erección de Murat dentro de su cuerpo y asintió.

– Sí, creo que eso también me va a gustar mucho – sonrió.

Y no hizo falta que se lo pidiera dos veces. Murat se desnudó por completo rápidamente, se arrodilló entre sus piernas, guió su erección entre los muslos de Daphne y se introdujo en su cuerpo.

Al sentirlo dentro, Daphne pensó que era una sensación perfecta. Al instante, se dio cuenta de que sus terminaciones nerviosas mandaban mensajes de placer de nuevo y supo que, a pesar de que ya había tenido un orgasmo, el segundo iba a ser mucho mejor.

Murat se movía con lentitud, decidido a que aquellos momentos durarán lo máximo posible.

Cuando Daphne lo abrazó de la cintura con las piernas y lo besó con pasión, estuvo a punto de irse, pero consiguió controlarse.

Al cabo de un rato, sintió que Daphne se entregaba a su segundo orgasmo y siguió moviéndose dentro de ella, controlando su respiración.

Tras haberse asegurado de que Daphne disfrutaba, entonces y sólo entonces, se permitió disfrutar él también.


Daphne sabía que lo mejor era comportarse de manera casual, pero no estaba segura de poder hacerlo teniendo en cuenta lo que acababa de suceder.

Se sentía como si Murat hubiera acariciado todas y cada una de las células de su cuerpo y las hubiera hecho estallar de placer.

Aun así, cuando Murat se tumbó de espaldas y la abrazó para que descansara su cabeza sobre su hombro, Daphne decidió no ponerse demasiado mimosa.

– Eres increíble -comentó Murat acariciándole la espalda desnuda.

– Gracias. Yo podría decir lo mismo de ti.

– Deberías decirlo.

Aquello hizo reír a Daphne.

– Qué típico del príncipe heredero decirte los cumplidos que espera oír de tus labios.

– Estás hecha para el placer.

– No sé si es para tanto, pero lo cierto es que me gusta entregarme al placer de vez en cuando -contestó Daphne.

Sobre todo con un hombre tan experimentado y que conocía la anatomía femenina tan bien. ¿Acaso los príncipes herederos recibían clases de sexo para no quedar mal?

– No eres virgen.

– ¿Perdón?

– No eres virgen -repitió Murat.

– Murat, tengo treinta años -rió Daphne -. ¿Qué te creías?

– Que no entregarías tu virginidad con tanta facilidad.

– ¿Me estás juzgando? -se indignó Daphne.

– Aunque hace diez años estuvimos prometidos, ni siquiera te toqué. Te fuiste de aquí tan inocente como llegaste.

– ¿Y?

– Dime el nombre del hombre que te ha desflorado para que lo pueda torturar y decapitar.

Daphne se rió, pero se dio cuenta de que Murat no estaba de broma. Definitivamente, estaba rabioso.

– Hablas en serio -se sorprendió sentándose.

– Por supuesto.

– Esto es una locura. No puedes ir por ahí matando a todos los hombres con los que me he acostado.

Murat frunció el ceño.

– ¿Con cuántos te has acostado?

– ¿Con cuántas mujeres te has acostado tú en estos años?

– Eso no es asunto tuyo.

– Lo mismo te digo.

– Tu situación es completamente diferente. Tú eres una mujer y los hombres pueden aprovecharse de ti. Dame sus nombres.

– Vives en la Prehistoria, Murat -contestó Daphne poniéndose en pie y buscando sus braguitas y su sujetador-. Me estás volviendo loca -añadió vistiéndose-. Soy una mujer moderna que lleva una vida muy tranquila. Para que lo sepas, he estado con unos cuantos hombres, con los que me ha apetecido, te lo aseguro, pero siempre he elegido con cuidado. Te aseguro que ninguno de los hombres con los que me he acostado se ha aprovechado de mí -añadió-. ¡No sé por qué te estoy dando explicaciones!

– Porque te sientes culpable por lo sucedido.

– Hasta hace unos minutos, no era así, pero ahora un poco.

– No me refería a lo que ha sucedido entre nosotros sino a haberte acostado con esos otros hombres…

– Nada de eso es asunto tuyo -lo interrumpió Daphne poniéndose los vaqueros-. Te estás comportando como un idiota. Lo que es todavía peor, te estás comportando como un cerdo machista y eso es imperdonable.

– Me preocupo por ti y quiero cuidarte.

Daphne se puso la camisa.

– Yo no necesito que ningún hombre me cuide. He estado sola y muy bien durante muchos años. En cuanto a los hombres con los que me he acostado, quiero que quede claro aquí y de una vez por todas que jamás te daré sus nombres. No necesito tu protección.

Murat se puso en pie y Daphne se dijo que, por muy guapo que estuviera desnudo, no debía volver a tocar a aquel hombre porque Murat no le acarreaba más que problemas, no era más que un hombre machista y estúpido.

¡Y pensar que se había sentido realmente atraída por él!

– Eres peor de lo que yo creía -concluyó Daphne mientras Murat se vestía-. Por muy bien que nos vaya en la cama, jamás me casaré contigo. No me casaría contigo ni aunque fueras el último hombre sobre la faz de la tierra.

– Soy el príncipe Murat de…

– ¿Sabes una cosa? No dejas de repetir esa frasecita, la he oído tantas veces que ya estoy harta. Para que lo sepas, no me impresionan tus títulos -le espetó Daphne-. ¿Quieres saber por qué me fui hace diez años? Me fui porque tu ego era tan grande que ni siquiera reparabas en mí. No me querías. No me amabas. Yo solamente era un elemento más de tu lista de responsabilidades. Tenías que casarte y tener herederos, pero me parece que hay una cosa que tú no sabes y es que una mujer necesita importarle al hombre con el que se va a casar, necesita que él la necesite. No quería casarme con un hombre para el que yo solamente era una mujer -concluyó-. Me fui porque no eras lo suficientemente bueno para mí.

Murat no se podía creer lo que Daphne le acababa de decir.

¿Cómo se atrevía? Sin embargo, no le dio tiempo a expresar su indignación porque Daphne fue directamente hacia su yegua, se montó y la puso al galope, alejándose del oasis.

– ¡Espera! ¡No sabes volver sola! -le gritó Murat poniéndose las botas.

Daphne no se molestó en contestarle ni en volver la cabeza, sino que espoleó a su montura para que corriera todavía más aprisa.

– Maldita mujer -murmuró Murat abrochándose la camisa y montando a toda velocidad en su caballo para seguirla.

Murat tardó varios minutos en verla y, para entonces, Daphne había enfilado hacia el este y la parte rocosa del desierto.

– No vayas por ahí, no te salgas del camino – le gritó.

Sin embargo, Daphne no lo oyó o decidió no hacerle caso. En lugar de quedarse en el camino marcado, se dirigió directamente hacia los establos por lo que ella debía de creer que era un atajo-

Murat sintió que el corazón se le aceleraba y, cuando vio que la yegua de Daphne se paraba en seco y que Daphne salía despedida por los aires y caía al suelo, sintió que se le paraba.

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