Capítulo 2

¿Señorita Snowden? Daphne se giró hacia un hombre joven muy bien vestido que caminaba hacia ella.

– Sí.

– El príncipe la está esperando. Por favor, sígame.

Daphne así lo hizo. Mientras avanzaba por un amplio pasillo lleno de cuadros y antigüedades, se preguntó si aquel hombre sabría que ella no era Brittany.

– Murat se va a llevar una buena sorpresa – murmuró.

Volver a aquel palacio la hacía sentirse de maravilla. Le habría encantado poder pararse a apreciar unos instantes la vista que había desde los ventanales o a disfrutar de un maravilloso cuadro, pero no lo hizo porque lo más importante era ver a Murat cuanto antes.

Al doblar una esquina, Daphne vio a un gato tumbado al sol y sonrió al recordar la cantidad de aquellos animales que tenía el rey.

– Espere aquí, por favor, señorita Snowden – le indicó su guía parando ante una puerta abierta-. El príncipe no tardará en venir.

Daphne asintió y entró en una pequeña sala de estar decorada al estilo occidental.

Al ver una mesa con refrescos y agua, Daphne se acercó y se sirvió un vaso. Mientras se lo bebía, pensó que era muy de Murat hacer ir hasta allí a su futura mujer para hacerla esperar en una estancia vacía.

De haber sido Brittany la que estuviera allí, lo habría pasado muy mal. Menos mal que ella había adquirido mucha experiencia en los últimos diez años.

Murat esperaba encontrar a una jovencita maleable que accediera a todos sus deseos por temor a no complacerlo, pero se iba a encontrar con alguien muy diferente.

Al oír pasos en el pasillo, Daphne dejó el vaso de agua y echó los hombros hacia atrás. Unos segundos después, el príncipe heredero entró en el salón.

Mientras se fijaba en su maravilloso cuerpo y en su elegante traje, Daphne se percató de que seguía andando con un estilo especial. Además, seguía siendo un oponente formidable, tal y como demostraba que no se hubiera sorprendido en absoluto al verla.

– Daphne -sonrió levemente al saludarla-. Por fin has vuelto.

– Ya sé que no me esperabas, pero Brittany no ha podido venir -contestó Daphne.

– ¿Está enferma?

– No, más bien, ha recuperado la cordura. Ahora mismo está volviendo a Estados Unidos. No va a haber boda -declaró con brusquedad-. Lo siento -mintió.

– Sí, seguro que lo sientes mucho -contestó Murat acercándose al teléfono y marcando un número-. Con el aeropuerto. Quiero hablar con la torre de control -dijo muy serio-. ¿Mi avión?

Daphne se quedó observándolo y le pareció que Murat apretaba levemente las mandíbulas, pero no se habría atrevido a asegurarlo. Daphne se dijo que, obviamente, tenía que estar sintiendo algo.

Tal vez, no.

Diez años atrás había dejado que ella se fuera, así que ¿por qué le iba a importar ahora que Brittany se hubiera ido también?

– Supongo que tú habrás tenido algo que ver con su decisión -comentó colgando el teléfono y girándose hacia ella.

– Por supuesto -contestó Daphne-. Era una locura que se casara contigo. ¿En qué estabas pensando para querer casarte con una chica que acaba de cumplir dieciocho años? Es una niña. Si tan desesperado estás por casarte, por lo menos, elige a alguien de tu edad.

Por primera vez desde que había entrado en el salón, en el rostro de Murat se reflejó una emoción, una emoción de furia.

– Me insultas al tratarme con tanta familiaridad y al dar por hecho cosas que no son.

Daphne se dio cuenta de que lo había llamado por su nombre de pila.

– Te pido perdón por no haber utilizado el título apropiado.

– ¿Y por lo otro?

– No, por lo otro no te pido perdón. Te aseguro que estoy dispuesta a hacer todo lo que sea necesario para mantener a Brittany a salvo de ti.

– El hecho de que tú no quisieras casarte conmigo no quiere decir que no haya otras mujeres que sí quieran hacerlo.

– Estoy completamente de acuerdo contigo. En el mundo hay muchas mujeres y seguramente muchas de ellas querrían convertirse en tu mujer. Quédate con la que quieras, me da igual, pero te aseguro que no te vas a casar con mi sobrina.

En lugar de contestar, Murat se metió la mano en el bolsillo y sacó un aparato del tamaño del pomo de la puerta. Unos segundos después, aparecieron seis o siete hombres armados y rodearon a Daphne. Dos de ellos la agarraron de los brazos y ella, demasiado sorprendida, no pudo ni protestar.

– ¿Qué haces? -le dijo a Murat cuando reaccionó.

– ¿Yo? Nada -contestó Murat metiéndose de nuevo el aparato en el bolsillo y arreglándose los puños de la camisa-. Lo que hagan mis guardias es otra cosa.

– ¿Me vas a detener por no permitir que te cases con mi sobrina?

– Te voy a mantener en custodia preventiva por entrometerte en los asuntos de estado de Bahania.

– Esto es de locos. No me puedes hacer esto.

– Yo diría que sí.

– ¡Canalla! -exclamó Daphne intentando zafarse sin éxito de los guardias-. Ni se te ocurra hacer que el avión dé la vuelta -le advirtió furiosa-. No pienso dejar que toques a mi sobrina.

Murat avanzó hacia la puerta, se paró y la miró.

– No te equivoques, Daphne. De una u otra manera, se va a celebrar una boda dentro de cuatro meses y la novia será una Snowden. No puedes hacer nada para impedirlo.

– ¿Cómo que no? ¿Qué te apuestas? -lo retó Daphne sabiendo que, en realidad, no tenía nada que hacer.

– Nos apostamos lo que tú quieras -sonrió Murat-. ¿Qué estás dispuesta a darme cuando gane?

Daphne intentó lanzarse sobre él, pero uno de los guardias le retorció el brazo impidiéndoselo y Daphne decidió que era mejor estarse quieta si no quería que le hicieran daño.

Murat salió de la estancia y, al cabo de unos segundos, uno de los guardias recibió instrucciones a través del auricular que tenía colocado en la oreja.

– ¿Qué? ¿El principito ya os ha dicho qué hacer conmigo? -se indignó Daphne.

Los guardias la llevaron a unos ascensores y, aunque eran muchos, se metieron todos con ella en la cabina y dieron al botón del sótano.

Daphne tragó saliva.

¿Seguiría habiendo mazmorras en aquel palacio?

Al llegar a su destino, el ascensor se paró. Mientras avanzaban por un largo pasillo, Daphne se dio cuenta de adonde la llevaban. Aquello era mucho peor que las mazmorras.

– No quiero ir ahí -protestó.

– Por favor, no queremos hacerle daño -contestó uno de los guardias dándole a entender que, de ser necesario, se lo harían.

Daphne siguió andando hasta que vio las famosas puertas doradas, aquellas puertas enormes con escenas labradas de mujeres en un oasis.

Uno de los hombres abrió la puerta y todos la acompañaron dentro. Daphne pensó en intentar huir, pero no lo hizo porque sabía que no tenía adonde ir, así que aceptó su destino con dignidad, prometiéndose a sí misma que, tarde o temprano, encontraría la manera de hacerle pagar a Murat por aquello y podría irse de allí.

Cuando los guardias se fueron, Daphne oyó cómo cerraban la puerta y colocaban una pesada barra de oro atravesada para que no pudiera abrirla desde dentro.

– Muy típico de ti, Murat -dijo una vez a solas poniéndose las manos en las caderas-. Eres un principito repugnante, pero conmigo no vas a poder. Estoy dispuesta a aguantar esto y mucho más con tal de que no te cases con Brittany.

Daphne buscó algún objeto que poder arrojar, pero aquellas estancias estaban vacías. Al avanzar bajo el techo de arcadas, se encontró en un enorme salón en el que había docenas de sillas y sofás.

La puerta de la izquierda conducía a la zona de baños y la de la derecha, a las habitaciones. Reconocía aquella parte del palacio porque la había explorado diez años atrás.

Estaba completamente indignada.

Murat la había hecho encerrar en el harén.


Murat se encaminó hacia el ala de negocios del palacio. La furia lo hacía andar deprisa. Después de todos aquellos años, Daphne Snowden osaba volver a Bahania única y exclusivamente para zarandear de nuevo su mundo.

¿Acaso había vuelto para pedirle perdón? Por supuesto que no. La muy osada lo había mirado a los ojos y le había hablado como si fueran iguales. En resumen, lo había desafiado.

Murat pasó junto a los guardaespaldas apostados en la puerta y entró en el despacho de su padre.

– Está aquí -anunció.

El rey enarcó las cejas.

– No pareces muy contento -comentó -. ¿Qué ha ocurrido con tu prometida?

– No es mi prometida.

El rey suspiró y se puso en pie.

– Murat, ya sé que no estás del todo de acuerdo con esta boda, que has dicho varias veces que la chica es demasiado joven e inexperta, que no crees que pueda ser feliz aquí, pero de nuevo te pido que le des una oportunidad.

Murat se quedó mirando a su padre. La ira se había apoderado de él y bullía en sus venas, pero, después de toda una vida de no mostrar sus reacciones, logró disimular.

– No me has entendido, padre -le explicó-. No se trata de Brittany Snowden sino de Daphne Snowden.

– ¿Tu ex novia?

– Sí -se apresuró a contestar Murat.

Cuando diez años atrás Daphne había desaparecido sin dejar ni una sola nota, Murat había prohibido a todo el mundo que le hablara de ella, pero, por supuesto, su padre estaba por encima de aquella prohibición.

– Intenta desafiarme -comentó yendo hacia un ventanal-. Por lo visto, no va a permitir que me case con su sobrina -añadió riendo-. Como si ella pudiera decirme a mí, al príncipe heredero Murat de Bahania, lo que tengo que hacer con mi vida.

– Así que te quejas porque Daphne no quiere que te cases con una mujer con la que tú tampoco querías casarte.

– No se trata de eso -contestó Murat cruzándose de brazos-. De lo que se trata es de que esa mujer no respetó mi posición hace diez años y sigue sin hacerlo.

– Comprendo que te moleste su actitud -comentó el rey-. ¿Y dónde está?

– Le he ofrecido un lugar donde quedarse mientras se arregla esta situación -contestó Murat.

– Me sorprende que Daphne haya accedido a quedarse.

– Lo cierto es que no le he dado opción -confesó Murat-. He hecho que la guardia la llevara al harén.

El rey lo miró sorprendido.

– ¿Al harén?

Murat se encogió de hombros.

– Tenía que detenerla de alguna manera. Ya ha hecho bastante haciendo que mi avión, que mandé para recoger a Brittany, volviera a Estados Unidos nada más aterrizar. Aunque me ha faltado al respeto de manera insoportable, no me parecía oportuno encerrarla en una mazmorra. El harén es un lugar cómodo. Estará bien hasta que yo decida qué voy a hacer con ella.

Aunque el harén no se utilizaba como tal desde hacía más de seis décadas, las estancias seguían manteniéndose con su esplendor original. Daphne estaría rodeada de todo tipo de lujos, excepto del de la libertad.

– Ha sido culpa suya. ¿Cómo se le ocurre interponerse entre su sobrina y yo? Aunque nunca he estado interesado en Brittany y sólo accedí a conocerla para complacerte, Daphne no tenía derecho a inmiscuirse en mis asuntos.

– Tienes razón. ¿Y qué vas hacer con ella?

– No lo sé -admitió Murat.

– ¿Vas a hacer que tu avión regrese antes de llegar a Estados Unidos?

– No -contestó Murat-. Lo cierto es que esa chica no me interesa en absoluto, como tú bien sabes.

Murat era consciente de que tenía que casarse y tener herederos, pero no estaba dispuesto a pasarse la vida con una jovencita superficial.

– A lo mejor hago que se quede durante unos días… para enseñarle una lección.

– ¿En el harén?

– Sí -sonrió Murat-. No le va gustar nada.


Daphne encontró su equipaje en una de las habitaciones más grandes del harén. Los dormitorios estaban compuestos por varias habitaciones privadas, reservadas a las mujeres que habían obtenido el favor del rey. Las estancias estaban decoradas con gusto. Alfombras antiquísimas cubrían los suelos y había muebles de madera labrada por todas partes.

Daphne ignoró las maletas y se acercó a las paredes. ¿Cómo habían llegado hasta allí? Nadie había entrado por la puerta principal porque ella lo habría visto, lo que quería decir que debía de haber una entrada secreta en algún lugar.

Tras un buen rato buscándola sin éxito, Daphne decidió volver a intentarlo más tarde y salió al patio ajardinado. Una vez fuera, el vuelo de dos aves llamó su atención y, al levantar la cabeza, vio que se trataba de dos preciosos loros de colores tropicales.

– En los harenes siempre había loros porque sus gritos ocultaban las voces de las mujeres – dijo una voz a sus espaldas.

Daphne se giró y se encontró con Murat.

Al instante, sus hormonas sexuales la traicionaron y, para su desesperación, en lugar de encontrarse odiándolo, se encontró experimentando un extraño placer por volver a verlo.

Abandonarlo diez años atrás había sido lo más razonable que pudo hacer, pero le había costado mucho tiempo olvidarse del amor que sentía por él. Ni el dolor de saber que no la amaba lo suficiente como para ir a buscarla había hecho que se recuperara más deprisa.

– La inmensa mayoría de los loros de aquí son ya mayores, pero hace poco una pareja más joven anidó en el jardín y tuvo una nueva generación – le explicó Murat.

– Ya no hay mujeres en el harén, así que ¿para qué seguís teniendo loros?

Murat se encogió de hombros.

– A veces cuesta cambiar las costumbres. En cualquier caso, no creo que te interese lo más mínimo hablar de las nuestras. Supongo que querrás hacerme algunas preguntas.

Daphne asintió.

– ¿Qué vas a hacer con Brittany?

– Nada.

– ¿No vas a ordenar que tu avión dé la vuelta?

– No. A pesar de la idea que tienes de mí, no voy a forzar a mi prometida a que se case conmigo. Vendrá por su propia voluntad.

– Te equivocas. Brittany no se va a casar contigo.

Murat la miró con desinterés.

– ¿Cuánto tiempo me vas a retener aquí? – quiso saber Daphne.

– Todavía no lo he decidido -contestó Murat.

– Mi familia acudirá en mi rescate. Por si no lo sabes, tienen mucho poder político.

Murat no parecía impresionado en absoluto.

– Lo único que sé de tu familia es que sigue siendo tan ambiciosa como antes, tal y como demuestra que tu hermana quiera que una Snowden se case con el príncipe heredero de Bahania.

Daphne sabía que era cierto.

– Yo no soy como ellos.

– Te creo -contestó Murat-. La cena se sirve a las siete. Por favor, vístete adecuadamente.

– ¿Y si no quiero cenar contigo? -rió Daphne.

– No tienes opción -contestó Murat-. En cualquier caso, quieres cenar conmigo. Tienes muchas preguntas que hacerme. Lo veo en tus ojos.

Y, dicho aquello, se giró y se fue.

– Qué hombre tan molesto -murmuró Daphne una vez a solas.

Lo peor era que tenía razón. Tenía un montón de preguntas y, lo que era todavía peor, un deseo implacable de cerrar lo que había quedado sin terminar entre ellos.

A pesar de que había pasado mucho tiempo y de que Murat había cambiado, Daphne no había perdido ni un ápice de interés por el único hombre al que había amado.

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