Capítulo 12

Daphne se despertó a la mañana siguiente con la sensación de estar completamente unida con el Todo.

«Qué noche tan hermosa hemos compartido», pensó levantándose.

Hacía tiempo que Murat se había ido. Daphne recordaba vagamente que se había despedido de ella con un beso al amanecer.

Todo había resultado perfecto.

Excepto…

Daphne se llevó la mano a la tripa y se preguntó si se habría quedado embarazada porque la noche anterior Murat y ella habían hecho el amor varias veces y ninguna con protección.

Daphne decidió que había llegado el momento de entender realmente lo que había sucedido. Aunque quisiera seguir casada con Murat, tenía que conseguir que el príncipe entendiera que no se podía salir siempre con la suya, que si quería que su matrimonio fuera feliz y duradero, tenía que asumir que las decisiones las tomaban los dos y tenía que comprometerse a no volver a obligarla a hacer nada que ella no quisiera.

En cualquier caso, quedarse embarazada era la peor solución, así que Daphne se dijo que iba a tener que evitar compartir la cama con Murat, lo que no le iba a resultar nada fácil porque aquel hombre hacía el amor con una magia maravillosa.

Tenía que ser fuerte.

Daphne se aseó y se vistió. Murat le había comentado algo de que aquel día había una reunión tribal y que tenía que ver a los jefes de nómadas y Daphne había accedido a acompañarlo.

Expresamente para la ocasión, le habían dejado preparado un vestido de encaje y una pequeña diadema de diamantes y oro.

Daphne se quedó mirándola. Sabía que Murat era el príncipe heredero y que algún día sería rey, pero nunca había pensado en ella como en la futura reina. Ahora, mirando la corona, sintió el peso de varios miles de años de historia sobre ella.

Daphne se cepilló el pelo con cuidado hasta que le pareció que brillaba, se colocó la corona sobre la cabeza asegurándose de que estuviera recta y, cuando estuvo preparada, salió de la tienda, donde la esperaba uno de los hombres de confianza de Murat.

– Buenos días, princesa Daphne -la saludó el hombre haciéndole una reverencia-. Los juicios están a punto de empezar. Por favor, acompáñeme.

Hacía una mañana maravillosa y clara y el campamento estaba casi vacío, pero Daphne se fijó en que había una carpa enorme en la que cabían fácilmente mil personas y allí fue precisamente adonde se dirigieron.

Al verla entrar, Murat fue hacia ella y la tomó de la mano.

– Vamos a empezar -sonrió.

Daphne recordó entonces las maravillosas sensaciones de la noche anterior y se dijo que debía decirle cuanto antes a Murat que aquello no podía volver a suceder, pero decidió que aquél no era ni el momento ni el lugar.

Lo siguió hasta dos pequeños tronos situados en un estrado. A su izquierda estaba el tribunal tribal y frente a ellos varias filas de personas sentadas. En el centro había un hombre mayor que parecía el maestro de ceremonias.

Aquel hombre leyó un documento antiguo en un idioma que Daphne no pudo reconocer, pero Murat le había contado la noche anterior lo que iba a hacer. Por lo visto, por la mañana revisarían casos de delincuentes y Murat tendría la última palabra sobre su sentencia mientras que, por la tarde, habría peticiones.

Tras escuchar el caso de varios robos, Murat absolvió a dos de los acusados por creer que los habían acusado en falso y sentenció a un tercer hombre a seis meses de prisión por haber robado unas cabras.

A Daphne le pareció una medida desproporcionada, pero Murat le explicó que robarle a una familia del desierto su pequeño rebaño de cabras era como condenarlos a morir porque corrían el riesgo de morir de hambre antes de poder salir del desierto o de llegar a otro campamento. Además, no podrían acarrear sus posesiones y tendrían que dejarlas atrás. Los niños más pequeños no tendrían leche para comer. Robar era una cosa muy seria en el desierto y Daphne entendió a la perfección el castigo.

A continuación, llevaron a un hombre de casi treinta años acusado de haber robado junto con otros dos cómplices veinte camellos de una familia. Los dos cómplices era la primera vez que pasaban por el tribunal, pero el jefe era la tercera, así que tenía antecedentes. Para colmo, en la huida habían matado a uno de los animales que se había quedado rezagado, algo que entre la gente del desierto ya constituía en sí mismo un delito imperdonable.

Murat escuchó a ambas partes y se giró hacia el tribunal.

– Cadena perpetua -dijeron sus miembros.

El criminal dejó caer la cabeza sobre el pecho.

– Tengo dos hijos y soy viudo.

Murat asintió y mandó llevar a los niños a su presencia. Entraron en la estancia un chico de unos catorce años que llevaba de la mano a una niña mucho más pequeña. El chico lloraba sin parar mientras que la niña parecía confusa, como si no entendiera lo que estaba sucediendo.

– Aquí tenemos a los dos hijos del ladrón – dijo el príncipe mirando a los allí reunidos.

Se hizo un momento de silencio y, a continuación, un hombre alto de unos cuarenta y pocos años se puso en pie y avanzó hacia el estrado.

– Yo me hago cargo de ellos -anunció.

Murat permaneció en silencio.

– Doy mi palabra de que los trataré como si fueran mis propios hijos. El chico podrá ir a la universidad si quiere.

Daphne miró al hombre y enarcó las cejas.

– Y la chica también -prometió el hombre.

– Muy bien -murmuró Daphne.

Murat asintió complacido, pero todavía no había dado su beneplácito, así que el hombre llamó a alguien y una niña de unos once años se puso en pie y avanzó hacia ellos.

– Es mi hija pequeña, la hija a la que más quiero -explicó el hombre-. La entrego a la tutela del príncipe para asegurar el bienestar de los dos chicos que me llevo.

La niña lo miró horrorizada.

– Papá…

– No pasa nada, cariño. Todo irá bien -le aseguró su padre acariciándole la cabeza.

Murat se puso en pie.

– El acuerdo me parece bien. Los hijos del ladrón entrarán en una familia nueva y sus pasados serán olvidados. Su vida estará limpia y no cargarán con la culpa de su padre.

Dicho aquello, se acercó a Daphne, le tendió la mano, que ella aceptó, y ambos salieron de la carpa por la parte trasera.

– No entiendo por qué ese hombre ha entregado a su hija.

– Porque es el seguro de que tratará bien a los otros dos. El tribunal hace exámenes periódicos para asegurarse de que los hijos de ladrones entregados a otras familias son tratados bien. Si no fuera así, se los quitarían y también perdería a su hija. Es la manera de asegurarse de que ese hombre cuidará a esos niños como si fueran suyos de verdad, y lo digo muy en serio. Esos niños jamás tendrán el estigma de ser los hijos de un ladrón -le explicó Murat mientras iban hacia su tienda-. Solemos actuar así con los hijos de los delincuentes para darles una oportunidad ya que ellos no son culpables por las decisiones erróneas que tomaron sus padres. En cualquier caso, conozco al hombre que se va a quedar con los hijos de este delincuente y sé que es un buen hombre. Han tenido suerte.

Al entrar en su tienda, Daphne comprobó que la comida los estaba esperando. Murat la ayudó a sentarse y se sentó frente a ella. Al cabo de unos segundos, una chica joven les sirvió la comida.

– ¿Y esta tarde? -preguntó Daphne.

– Esta tarde cualquier persona que lo desee podrá acercarse a nosotros para que mediemos en algún contencioso.

– Supongo que tardarás un montón de tiempo con eso.

– No te creas. Tengo fama de ser muy duro y solamente los más valientes se atreven a pedir mi consejo.

– ¿Eres un hombre justo?

– Cuando el destino de mi gente está en mis manos, te aseguro que no me tomo la responsabilidad a la ligera. Escuchó a ambas partes e intentó encontrar la mejor solución para todos los involucrados.

Daphne se dio cuenta de que Murat no era lo que ella creía, no era un hombre amable y compasivo sólo cuando las cosas fueran como él quería, sino que era un hombre que quería ser un buen líder y una buena persona.

¿Cómo reconciliaba Daphne eso con lo que le había hecho a ella? ¿Cuál era la solución a su dilema? ¿Cómo hacerle comprender que tenían que ser sinceros el uno con el otro si querían que aquella relación funcionara?


Después de comer, Murat se reunió con el tribunal tribal y Daphne se fue a dar un paseo hasta los establos, donde se paró a ver cómo un grupo de niños jugaba al fútbol.

En ese momento, una jovencita se acercó a ella.

– Buenas tardes, princesa -la saludó con una reverencia-. Me llamo Aisha. Es un enorme placer conocerla

– El honor es mío -contestó Daphne con una gran sonrisa.

La chica debía de tener unos dieciséis o diecisiete años y era increíblemente bella. Dentro del campamento, llevaba el pelo suelto y tenía unos preciosos ojos marrones llenos de vida.

– Confieso que me he acercado a usted para pedirle una cosa. Tengo una petición para el príncipe, pero no me atrevo a hacerlo en persona.

– ¿Porqué?

– Porque mi padre me lo ha prohibido -confesó la chica bajando la cabeza.

– ¿Tu padre te ha prohibido que busques justicia? -le preguntó Daphne.

La chica se encogió de hombros.

– Me ha ofrecido en matrimonio a un hombre de la tribu. Se trata de un hombre muy honorable y rico. En lugar de que mi padre tenga que pagar una dote por mí, ese hombre se ha ofrecido a pagarle a él el precio de cinco camellos.

Daphne se dijo que aquélla era la parte de las viejas tradiciones del desierto que no le gustaba nada.

– ¿Es ese hombre mucho mayor que tú?

Aisha asintió.

– Tiene casi cincuenta años y varios hijos mayores que yo. Jura y perjura que me ama y que yo seré su última mujer, pero…

– Pero tú no lo amas.

– Yo… -contestó la chica tragando saliva-. Yo le he entregado mi corazón a otro -añadió en un susurro-. Tal vez no debería haberlo hecho, pero casarme con alguien tan mayor me parece horrible. Por favor, princesa Daphne, como esposa del príncipe heredero, tiene usted derecho a interceder por mí. El príncipe la escuchará.

Daphne pensó en su reciente boda.

– Créeme si te digo que no soy la persona más indicada para hablarle de este asunto al príncipe.

– Es usted mi única esperanza -insistió la chica con lágrimas en los ojos-. Se lo ruego – imploró quitándose las pulseras de oro que llevaba-. Tome, quédese con mis joyas. Son todo lo que tengo.

Daphne negó con la cabeza.

– No hace falta que me des nada a cambio de mi ayuda -le dijo.

Lo cierto era que sentía lástima por la chica, pero no estaba segura de que Murat la fuera a escuchar. Por otra parte, le había dicho que se tomaba su responsabilidad muy en serio.

Obviamente, no le quedaba más remedio que fiarse de él.

– Está bien, lo haré, expondré tu caso ante el príncipe.


Murat escuchó a la mujer que estaba explicando por qué tenía derecho a que se le devolviera la dote. Su justificación era sólida y, al final, el príncipe estuvo de acuerdo con ella. El marido, que se había casado con ella única y exclusivamente para apoderarse de su dote, se quejó, pero Murat lo miró con severidad y el hombre aceptó finalmente la sentencia.

A continuación, dos hombres presentaron un contencioso por la propiedad de un pequeño manantial de agua del desierto. Murat dictó sentencia y observó cómo una mujer con velo se acercaba. Enseguida, se dio cuenta de que era Daphne.

¿Qué iba a hacer? ¿Acaso le iba a pedir su libertad en público?

Al instante, Murat sintió que todo su cuerpo protestaba, pero, cuando recordó la noche de maravillosa pasión que habían compartido y el encuentro que se había producido entre ellos hacía tres semanas, comprendió que Daphne era consciente de que hasta que no se supiera si estaba embarazada o no, no podría abandonar el país.

Inmediatamente, Murat sintió un inmenso alivio.

Daphne siguió avanzando hasta él hasta que llegó al estrado, momento en el que hizo una reverencia y, a continuación, se quitó el velo. Al hacerlo, se oyó una exclamación de sorpresa general.

– Vengo en busca de justicia -anunció.

– ¿Para ti? -le preguntó Murat.

– No, vengo en busca de justicia para otra mujer. Una mujer que se llama Aisha -contestó Daphne.

La mencionada dio un paso al frente y se colocó junto a Daphne. Al instante, Murat se dio cuenta de lo que había sucedido. La chica había ido a hablar con su esposa para contarle que la iban a casar con un hombre al que no amaba y Daphne había accedido a pedir clemencia en su nombre.

Murat miró a la adolescente.

– ¿Por qué no has venido tú misma a hablar conmigo?

La niña bajó la cabeza.

– Porque mi padre me lo ha prohibido.

Murat se revolvió en su asiento y esperó. Al cabo de un minuto, un hombre de los que estaba sentado entre el público se puso en pie y avanzó hacia el estrado.

– Príncipe Murat, mil bendiciones para usted y para su familia.

Murat no contestó.

El hombre se retorcía los dedos.

– Mi hija no es más que una niña, una niña loca con demasiados sueños en la cabeza.

A Murat también se lo parecía, pero la ley era la ley.

– Todo el mundo tiene derecho a pedir clemencia al príncipe, incluso una niña loca.

– Sí, por supuesto, príncipe, tiene usted toda razón.

Murat suspiró y volvió a centrarse en la chica.

– Muy bien, Aisha, tienes toda mi atención y tu padre no te va a prohibir que hables con libertad. Habla sin temor.

Tal y como sospechaba, la chica le contó que su padre quería que se casara con un hombre mucho mayor que ella que tenía varios hijos.

– Yo creo que se quiere casar conmigo para que lo cuide cuando sea viejo -concluyó la chica indignada.

– ¿Quién es el hombre en cuestión? -preguntó Murat.

Al instante, un hombre de casi sesenta años se puso en pie y avanzó hacia ellos. Por cómo iba vestido, era obvio que era un hombre de buena posición social.

– Mi nombre es Farid -se presentó haciendo una reverencia.

– ¿Te quieres casar con esta chica? -le preguntó el príncipe.

Farid asintió.

– Es una buena chica y será una buena esposa.

– En lugar de pedirle una dote, me ha ofrecido cinco camellos -le explicó el padre de la chica encantado-. Ha estado casado en otras ocasiones, pero todas sus mujeres han muerto. Es una historia muy triste, pero todos sabemos que las ha tratado bien.

Murat sintió que le empezaba a doler la cabeza.

– En todo esto hay otro jugador, ¿verdad? -le preguntó a Aisha.

La chica asintió.

– Sí, se llama Barak y es el hombre del que estoy enamorada.

Su padre la miró indignado, el prometido parecía indulgente y los allí presentes comenzaron a rumorean

Por fin, apareció Barak, un joven de unos veintidós años con actitud desafiante y aterrorizada a la vez.

– ¿Tú también estás enamorado de ella? -le preguntó el príncipe.

– Con todo mi corazón -contestó el joven-. He estado ahorrando dinero y comprando camellos. Con su dote, podremos comprar tres más y tener un rebaño de buen tamaño. Le aseguró que puedo mantenerla.

– No pienso darle dote -contestó el padre de Aisha-. No te pienso entregar la dote de mi hija a ti. Farid es un marido mucho mejor.

– Sobre todo para ti -intervino Murat-. Que te den camellos a cambio de tu hija en lugar de tener que pagarlos tú hace que Farid te guste mucho más.

El padre de la muchacha no contestó.

Murat se quedó mirando atentamente a Farid y se fijó en que tenía unas ojeras terribles y unos cercos grisáceos alrededor de los ojos.

– ¿Tienes hijos? – le preguntó.

– Sí, Alteza, seis.

– ¿Y están todos casados?

– Dos, no.

Ahora Murat empezaba a entenderlo todo.

– ¿Cuánto tiempo te queda?

El hombre se sorprendió, pero contestó.

– Un año como mucho.

– ¿De qué demonios está hablando? -se extrañó el padre de la chica.

Murat negó con la cabeza.

– De nada que a ti te incumba -contestó poniéndose en pie y haciéndole una señal a su esposa-. Por favor, acompáñame.

– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Daphne una vez fuera de la tienda-. ¿Qué va a ocurrir? ¿Vas a obligar a Aisha a casarse con ese hombre?

– A ese hombre le queda menos de un año de vida.

– Vaya, lo siento mucho, pero eso quiere decir que la chica tenía razón, que lo único que quiere es que lo cuide. Si es verdad que tiene tanto dinero, ¿por qué no contrata a una enfermera?

– Porque este asunto no es por su salud sino por su fortuna. Farid tienes seis hijos y dos de ellos no están casados. Según nuestras leyes, debe dividir su fortuna a partes iguales, lo que no es la mejor manera de mantenerla. ¿Qué pasaría si los hijos no se llevaran bien? Si muere estando casado, podría dejarle el cuarenta por ciento de sus pertenencias a su mujer y el resto tendría que dividirlo entre sus hijos. Yo creo que lo que quiere es que uno de los hijos que no está casado se case con Aisha para que, así, se puedan hacer cargo del negocio familiar juntos.

Daphne lo miró indignada.

– Perfecto. Así que no la van a vender una vez sino dos. Genial.

– Daphne, no te estás enterando. Farid no la quiere para él.

– Claro que me estoy enterando. Me da igual que la quiera para él o no. Lo que está en juego aquí es la vida de una joven que está enamorada de otro hombre.

– Será una viuda rica en unos cuantos meses y, entonces, no estará obligada a casarse con ninguno de los hijos de Farid si no quiere.

– ¿Me estás diciendo que debería casarse con él? ¿Me estás diciendo que lo que tendría que hacer es casarse con Barak cuando herede? Eso es terrible.

Murat sacudió la cabeza.

– En el matrimonio, Daphne, lo único que importa no es el amor. El matrimonio también es una unión política y financiera.

– Ya veo que así es como funcionan las cosas aquí. ¿Qué vas a hacer?

– ¿Qué quieres que haga?

Daphne lo miró con las cejas enarcadas.

– ¿Me dejas decidir?

– Sí, considéralo un regalo de boda.

– Quiero que Aisha pueda seguir los designios de su corazón. Quiero que se case con Barak si ése es su deseo.

– ¿A pesar de lo que te acabo de contar?

– No a pesar de eso sino precisamente por eso.

– Y, dentro de unos años, cuando Barak y ella no tengan dinero para alimentar a los varios hijos que tendrán, ¿no crees que mirará atrás y se arrepentirá de lo que va a hacer?

– Sí lo ama de verdad, no.

– El amor no te da de comer.

El amor no era práctico. ¿Por qué las mujeres lo consideraban tan importante?

– Quiero que se case con Barak -insistió Daphne.

– Como tú quieras.

A continuación, Murat y Daphne volvieron al estrado y se sentaron en sus tronos. Aisha estaba llorando y su padre parecía furioso. Farid parecía resignado y el joven Barak intentaba parecer seguro de sí mismo a pesar de que le temblaban las rodillas.

Murat miró a la chica.

– Has elegido bien porque Daphne es mi esposa y no puedo negarle nada, así que puedes casarte con tu amado, pero escúchame bien. Estás enfadada con tu padre porque te quería vender a un hombre mucho mayor que tú. Sólo piensas en hoy y en mañana, pero deberías considerar un futuro a más largo plazo. Farid es un hombre de honor. ¿No quieres considerar la posibilidad de casarte con él?

La chica negó con la cabeza.

– Yo estoy enamorada de Barak -insistió.

Murat miró al chico y rezó para que fuera digno de tanta devoción.

– Muy bien. Aisha puede casarse con Barak.

El padre de la chica protestó, pero Murat lo miró con dureza haciéndolo callar.

– Para celebrar su boda, les regalo tres camellos y les deseo que su unión sea duradera y sana.

Aisha se puso a llorar de nuevo y Barak se arrodilló ante el príncipe varias veces, abrazó a su prometida y le dijo algo al oído.

– A ti también te doy tres camellos como compensación por lo que has perdido -continuó Murat dirigiéndose al padre de la chica.

Sabía que Farid le había ofrecido cinco, pero no estaba dispuesto a darle más de lo que les iba a dar a los novios.

– Cuando llegue la hora de tu muerte, tu familia puede hacerte enterrar en el monte de los reyes -concluyó dirigiéndose a Farid.

Aquello levantó una exclamación general pues semejante honor no era fácilmente concedido.

– Muchas gracias, príncipe. No sabe usted cuánto me gustaría vivir para verlo ser rey -contestó el enfermo.

– A mí también me gustaría que fuera así. Ve en paz, amigo -lo despidió Murat-. Siguiente.


Daphne estuvo callada durante la cena porque Murat parecía tenso e incómodo. Estaba así desde que habían vuelto de la carpa.

Cuando los sirvientes recogieron el último plato, Daphne dejó la servilleta y sonrió.

– Te quiero dar las gracias por lo que has hecho hoy.

– Yo prefiero no hablar de ello.

– ¿Por qué no? Has hecho feliz a Aisha.

– Lo que he hecho ha sido acceder a los deseos de una niña malcriada, una chica demasiado joven para saber realmente lo que quiere en la vida. ¿De verdad crees que amará a ese chico para siempre? ¿Y qué ocurrirá cuando ya no sea así? Entonces, será pobre y odiará a su marido. Por lo menos, su padre buscaba asegurarle el futuro.

Daphne no se podía creer que Murat creyera de verdad que casarse a los dieciséis años con un hombre de casi sesenta fuera algo bueno.

– Su padre la quería vender, lo que es horrible -contestó indignada.

– Desde luego, estoy de acuerdo contigo en que los motivos del padre no eran los mejores, pero Farid es un buen hombre y Aisha habría tenido la vida solucionada con él.

– Sí, y cuando se hubiera muerto, se tendría que haber casado con uno de sus hijos.

– A lo mejor, para entonces, se había enamorado de él.

– O, a lo mejor, no.

Murat se quedó mirándola como si fuera idiota.

– Una vez viuda, habría sido libre para casarse con quien quisiera.

– Así que solamente se vería obligada a casarse con un nombre al que no ama una sola vez. Ah, bueno, genial.

– No entiendes nuestras costumbres -se indignó Murat dándole la espalda.

– No es eso, Murat. Estás enfadado porque he intercedido en nombre de la chica.

– Estoy enfadado porque mi esposa se ha puesto del lado de una jovencita descerebrada y yo he hecho lo que me ha pedido. Estoy enfadado porque creo que Aisha se ha equivocado.

Murat dejó de hablar, pero Daphne sospechó que había algo más aparte de los problemas de la adolescente.

Murat se apartó del comedor y fue a sentarse en un sofá y Daphne lo siguió.

– Murat, le has concedido la libertad a una mujer. ¿Qué tiene eso de malo?

– ¿Qué es lo que no te gusta de nuestro matrimonio? -le espetó Murat-. ¿Por qué quieres escapar?

¿Así que era eso? ¿Acaso veía Murat a Daphne en Aisha?

– Yo no estoy enamorada de otro hombre -le aseguró Daphne-. De haber sido así, te lo habría dicho.

– Nunca se me había pasado por la cabeza.

– Estar casada contigo no es terrible -le explicó Daphne con prudencia-. De hecho, yo nunca he dicho algo así, pero sí he repetido varias veces que lo que no me gusta es cómo lo has hecho. No me preguntaste si me quería casar contigo.

– Sí, te lo pedí y me dijiste que no.

– Claro y, entonces, decidiste casarte conmigo mientras estaba inconsciente. Murat, no deberías haberlo hecho. No podías hacerlo.

– Podía y lo hice.

– Lo dices como si fuera algo positivo.

– Conseguir lo que me propongo es siempre positivo -insistió Murat yendo hacia ella-. Ahora, estamos casados y debes aceptarlo.

– No pienso hacerlo.

– ¿Y si estás embarazada?

– No lo estoy -protestó Daphne llevándose las manos a la tripa.

– Todavía no lo sabes, pero, en cualquier caso, quiero que tengas bien claro que, si lo estás, tienes que saber que mi hijo o mi hija jamás abandonará este país. Tú, si quieres, puede irte.

– Yo jamás abandonaría a mi bebé.

– Entonces, ya has tomado tu decisión.

A Daphne le entraron ganas de gritar. ¿Por qué aquel hombre se negaba a entender?

– No pienso volver a acostarme contigo.

– Eso habías dicho antes y mira lo que pasó anoche.

Daphne sintió como si la hubiera abofeteado.

– ¿Acaso me lo echas en cara para demostrarme que me había equivocado?

– Tus palabras se las lleva el viento.

Daphne se giró porque estaba tan dolida que no quería que Murat viera que estaba al borde de las lágrimas.

– Me arrepiento de haberte acompañado en este viaje. Ojalá no hubiera salido nunca de palacio.

– Si quieres volver, puedes hacerlo ahora mismo.

– Muy bien.

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