9

Caroline descendió por las escaleras poco después del amanecer. Normalmente no se levantaba tan temprano, pero el gorjeo incesante de los pájaros junto a su ventana la había despertado y tenía demasiadas cosas en la cabeza como para volverse a dormir. Un largo y solitario paseo era justo lo que necesitaba para aclararse las ideas. En cuanto salió a la terraza camino de los jardines, oyó una voz a su espalda.

– Vaya, Caroline, qué sorpresa verte levantada tan temprano.

Caroline se mordió la lengua para reprimir una exclamación de fastidio. ¡Qué lata! Era una de las infernales hermanas Digby…, Penélope o Prudence, a juzgar por su voz chillona. Apretando los dientes, se volvió.

Cielo santo, era peor de lo que esperaba. Ahí, delante de ella, estaban las dos. Penélope la observaba forzando la vista tras unas gruesas gafas que aumentaban el tamaño de sus ojos. A Caroline le recordaba un bicho, un bicho de dientes largos, con tres docenas de tirabuzones que se encogían como resortes y un sombrerito recargado.

Prudence, de pie junto a su hermana, tenía una expresión malhumorada en su estrecha cara. Como era su costumbre, abría y cerraba la boca sin hablar, gesto desafortunado que la hacía parecer una carpa.

– Buenos días, Penélope, Prudence -saludó Caroline con una sonrisa forzada.

– ¿Vas de paseo? -preguntó Penélope, ladeando la cabeza, con lo que ahora semejaba un bicho torcido.

– Sí. -Caroline comprendió que no tenía otro remedio que invitadas a pasear con ella, pues de todas maneras ellas se invitarían solas. Esforzándose por no suspirar, les preguntó-: ¿Os gustaría acompañarme?

– Encantadas -respondió Penélope.

Prudence abrió la boca y la palabra «sí» brotó de su interior.

– Qué suerte que nos hayamos despertado temprano y podamos hacerte compañía -comentó Penélope-, ya que por lo visto estás sola.

– En efecto -farfulló Caroline-. Es justo lo que estaba pensando: «Qué suerte».

Bajaron los escalones y Caroline enfiló un sendero que conducía a la torre en ruinas. Penélope se enfrascó en una descripción insoportablemente detallada de su nuevo guardarropa mientras Prudence, por fortuna, guardaba silencio. Caroline asentía con la cabeza de vez en cuando y emitía sonidos vagos, pero por lo demás se esforzaba por creer que estaba sola.

Cuando la torre apareció ante ellas, Caroline se acordó de las numerosas ocasiones en que antaño había subido los ruinosos escalones de piedra y luego fingía ser una damisela en apuros para que William o Austin acudiesen a rescatada. A veces Robert y Miles se unían también a sus juegos, y en esas ocasiones ella tenía a su servicio a cuatro caballeros que la salvaban de la amenaza del mal.

Miles. Un suspiro escapó de sus labios. Más valía que no pensara en Miles. Él era el motivo de que ella quisiera salir a pasear a solas, para ahuyentado de su mente. Pero eso era del todo imposible, a pesar de la distracción que suponía la cháchara inacabable de Penélope. Ese hombre ocupaba todos y cada uno de sus pensamientos, y cada vez que ella se encontraba en la misma habitación que él, su corazón amenazaba con dejar de latir.

Lo quería desde que eran niños, pero había una diferencia abismal entre quererlo y estar enamorada de él. Y, sin duda alguna, lo estaba.

Eso le daba rabia, pues sabía que no podía abrigar esperanzas de que un hombre que la veía únicamente como a la hermanita de su mejor amigo llegase a fijarse en ella, pero por más que se repetía que era una tonta su corazón no la escuchaba.

El sendero salió del bosque y ante ellas vieron alzarse la torre en ruinas. Caminaron con cuidado sobre las piedras, y cuando estaban a punto de llegar a la torre se oyó un suave relincho.

Prudence abrió la boca, y la palabra «caballo» brotó de su interior.

– Sí -convino Penélope-. Ha sonado como si estuviese dentro de la torre.

– Por lo visto alguien más ha salido de paseo esta mañana -murmuró Caroline, preguntándose por qué ese alguien querría traer su montura a la torre.

– ¡Qué divertido! -exclamó Penélope-. ¡Ooooh, quizá sea tu hermano, Caroline! ¡Vamos a saludarlo!

Caroline apenas logró reprimir un quejido. Dios santo, si Austin realmente estaba dentro de la torre y ella le endilgaba a las hermanas Digby, seguro que al pobre le daría una apoplejía. Se disponía a decides algo para convencerlas de que tomasen otra dirección, pero la posibilidad de encontrarse con el duque les había dado alas. Trepaban por las rocas como experimentadas cabras monteses.

Recogiéndose la falda de un modo que habría horrorizado a su madre, Caroline corrió tras ellas, pero las hermanas alcanzaron la puerta mucho antes. Ya desde diez pasos de distancia, oyó el grito ahogado de Penélope, y Prudence debió de abrir y cerrar la boca un par de veces, pues dijo: «Dios bendito».

Apartándolas a empujones, Caroline entró por la puerta en forma de arco. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la penumbra. Entonces, ella también soltó un grito ahogado.

Austin yacía en el suelo de piedra, abrazado a Elizabeth, que estaba acostada junto a él con la cabeza apoyada en su hombro y la mano sobre su pecho.

Cielo santo, claramente los habían descubierto en pleno encuentro amoroso. Caroline hubiera debido sentirse escandalizada, indignada, al borde del desmayo.

En cambio, la euforia se apoderó de ella. No le cabía la menor duda de que Elizabeth y Austin estaban hechos el uno para el otro y, a juzgar por el cuadro que ofrecían, ellos mismos lo habían descubierto.

Otro relincho suave captó su atención. Caroline apartó la vista de la pareja durmiente y vio a Myst y Rosamunde en la sombra.

Retrocedió unos pasos, decidida a marcharse lo más discretamente posible, y tropezó con alguien.

– Ay -se quejó Prudence.

Por Dios, se había olvidado de las hermanas Digby.

Penélope se abrió paso a codazos y señaló:

– ¿Eso que lleva su excelencia en la cabeza es una venda? ¡Vaya, apostaría a que la advenediza de las colonias concertó este encuentro y luego le dio un porrazo a su excelencia para que pareciera que él la había deshonrado!

Murmuró algo más, que sonó sospechosamente a «¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?», pero la atención de Caroline estaba centrada en Austin.

– Quedaos aquí -les indicó a las hermanas, y se acercó a la pareja con toda cautela.

Sí, no había duda de que Austin tenía la cabeza vendada. Por todos los santos, ¿qué le había pasado? Evidentemente estaba herido. ¿Estaría herida Elizabeth también?

Dejando a un lado la posible situación embarazosa, se arrodilló junto a Elizabeth y la sacudió por el hombro.

– Elizabeth, despierta.

Elizabeth volvió en sí, y poco a poco fue cobrando conciencia de una voz que repetía su nombre con apremio. Entreabrió un ápice los pesados párpados. Tenía los músculos entumecidos y sentía como si unas piedras se le clavaran en la piel.

Su confusión desapareció al instante cuando se percató de dos cosas al mismo tiempo: estaba enroscada junto al cuerpo cálido de Austin y un par de ojos azules muy abiertos la contemplaban.

Sus párpados se abrieron de golpe y ella se incorporó como un rayo, apartándose el pelo enredado de la cara.

– ¡Caroline!

– Elizabeth, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Por qué tiene Austin la cabeza vendada?

– Se cayó del caballo.

Se oyó una risa desdeñosa en la puerta. Al volverse, Elizabeth vio a dos de las hermanas Digby -no estaba segura de cuáles- de pie bajo el arco. Una la miraba achicando los ojos; la otra, boquiabierta.

Caroline le tocó el brazo para captar su atención.

– ¿Está muy malherido?

– Se golpeó la cabeza y se hizo un corte que necesitó varios puntos. Hasta donde he sido capaz de comprobar, no tiene huesos rotos.

El rostro de Caroline palideció visiblemente.

– Dios mío. ¿Y tú? ¿Estás herida?

– No.

Elizabeth alargó el brazo y le tocó la frente a Austin. Suspiró aliviada al comprobar que no presentaba signos de fiebre.

– Se pondrá bien, ¿verdad? -preguntó Caroline con expresión de ansiedad.

– Sí. -Elizabeth le sonrió, intentando tranquilizada-. Tu hermano tiene una cabeza excepcionalmente dura.

– Y tanto. -Caroline la abrazó-. Dios mío, Elizabeth, has salvado la vida de Austin. Siempre estaré en deuda contigo. ¿Puedo ayudar de alguna manera?

– Para empezar, podrías quitar la rodilla de encima de mis dedos -dijo la voz áspera de Austin-. Lo que menos necesito ahora es que me duela otra parte del cuerpo.

Caroline dio un gritito de sorpresa e inmediatamente se apartó.

– Austin, ¿estás bien?

Lo tomó de la mano y se la llevó a la mejilla.

– Me duele casi todo, pero, por lo demás, estoy bien.

Miró a Elizabeth.

– Tienes mejor aspecto -aseguró ella con una sonrisa cariñosa.

– Me siento mejor. Gracias a ti.

Sus miradas se encontraron, y ninguno de los dos fue capaz de apartar los ojos. Elizabeth deseaba estirar la mano y tocarlo, pero controló ese impulso ya que estaban delante de Caroline y las hermanas Digby. Había algo intenso e imperioso en los ojos de Austin, pero ella no fue capaz de interpretar esa expresión. Despegó la vista de él, se puso en pie e intentó sacudirse las ramitas y la tierra del arrugado vestido.

– ¿Te encuentras en condiciones de hacer el trayecto de regreso a la casa, o voy a pedir ayuda? -preguntó Caroline.

Austin se obligó a prestarle atención a Caroline. Cuando lo hizo, tomó conciencia de repente de las implicaciones de su pregunta.

– ¿Ayuda? Cielo santo, no. -Se incorporó con un gran esfuerzo y se quedó un rato sentado, con los ojos cerrados, esperando a que se le pasara el mareo. Después de unos segundos y de varias respiraciones cortas, se sintió considerablemente me-. Comprenderás, Caroline, que no puedes traer a nadie aquí. La reputación de Elizabeth quedaría gravemente perjudicada. Ella debe regresar a la casa antes de que alguien la eche en falta o la vea tan desarreglada. Ahora mismo. Antes de que sea demasiado tarde.

Caroline se tapó la boca para emitir una tosecilla y luego hizo un gesto significativo con la cabeza en dirección a la puerta.

Austin, horrorizado, se dio la vuelta. Dos mujeres jóvenes, una semejante a un bicho con un sombrerito, y otra parecida a una carpa boquiabierta, lo observaban atónitas.

Él cerró los ojos y soltó un gruñido. Además de sus otros defectos, las hermanas Digby eran de lo más inoportunas.


Iba a casarse.

Austin, sentado en su estudio privado, vio cerrarse la puerta detrás de su madre y lady Penbroke. Ésta estaba eufórica, y las plumas bailaban alegremente alrededor de su cabeza. La reacción de su madre al oír la noticia fue un poco más reservada, pero Austin sabía que ella comprendía su responsabilidad para con Elizabeth y respetaba su decisión. Naturalmente, habría preferido que su hijo contrajese matrimonio con una joven inglesa de alcurnia, pero a Austin no le cabía la menor duda de que sabría sobrellevar la situación y haría todo cuanto estuviese en su mano para facilitar el ascenso de Elizabeth a su nueva posición social. Su madre se había puesto de acuerdo con lady Penbroke para encargarse entre las dos de los preparativos de la boda. La única petición de Austin fue que no revelasen a nadie sus planes hasta que él hablase con Elizabeth y anunciase formalmente el compromiso.

Se pasó la mano por la cara y se reclinó en el asiento. Matrimonio. Desde el instante en que vio a las hermanas Digby en la torre supo que tendría que casarse con Elizabeth; ella le había salvado la vida y, con ello, había dañado su propia reputación. Por supuesto, ambas hermanas Digby habían jurado ad náuseam que no saldría de sus labios una sola palabra sobre lo que habían visto, y Austin creía que eso no era del todo imposible. Después de todo, a esas mocosas tontorronas no les interesaba que él desapareciera del mercado de solteros codiciados…, a menos que fuera para encadenarse a una de ellas, perspectiva que le causó un estremecimiento y lo impulsó a tomar un trago de brandy. Aun así, su promesa de guardar silencio no le inspiraba mucha confianza.

Matrimonio. Lo había evitado durante años y, sin embargo, por causas que no lograba discernir, la idea no lo angustiaba demasiado. Sabía que algunos desaprobarían que eligiera a una americana para convertirla en duquesa, pero, como era sobrina de un conde, la tormenta pasaría rápidamente.

De hecho, sabía perfectamente que una vez que anunciara el compromiso, las mismas personas que ahora menospreciaban a la señorita Elizabeth Matthews, la advenediza de las colonias, intentarían ganarse el favor de la futura duquesa de Bradford. Aunque esa idea lo asqueaba, no podía reprimir la malsana satisfacción que le producía en el fondo. Nadie se atrevería a hacer un solo comentario hiriente sobre ella, so pena de incurrir en la ira del duque.

Una serie de imágenes de Elizabeth desfilaron por su mente: emergiendo de los arbustos, dando traspiés. Durmiendo bajo el gigantesco roble. Bosquejando un retrato de él. Cayéndose del caballo. Cubierta de lodo. Sonriente. Carcajeándose. Tomándole el pelo.

Una sonrisa se dibujó en sus labios. Aunque no intentaba negar que se trataba de un matrimonio de conveniencia para salvar a Elizabeth de la deshonra, intuía que la vida de casado no le resultaría aburrida.

Y, por supuesto, el matrimonio le permitiría llevársela a la cama. El pulso se le aceleraba sólo con pensarlo. La imagen de ella en el lecho, con su hermosa cabellera desparramada alrededor, alargando los brazos hacia él. Esa parte de su matrimonio sería sumamente… placentera.

Ahora lo único que faltaba era proponerle matrimonio.

Cuando Elizabeth entró en el estudio al atardecer en respuesta a su llamada, a Austin le hizo gracia la inspección visual a la que lo sometió.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó ella, con aire preocupado-. Deberías estar descansando.

– Estoy bien, gracias a ti.

Le sonrió y se vio recompensado por su delicado sonrojo.

– ¿Te causa alguna incomodidad esa herida? Puedo prepararte un remedio si hace falta.

Austin se acordó del repugnante mejunje que ella le había hecho beber y contuvo un escalofrío.

– Ya casi no me duele. Ese bálsamo tuyo obró maravillas.

– Me alegro. -Le escrutó el rostro con la mirada y luego se fijó en la venda que le cubría la sien-. En realidad es una suerte que yo posea una constitución robusta. De lo contrario, me habrías dado un susto de muerte. -Mirándolo de nuevo a los ojos, añadió rápidamente-: Pero ya hemos discutido sobre eso. Tengo entendido que querías hablar conmigo.

Austin titubeó, inseguro respecto a cómo debía abordar el tema. Por lo general nunca le faltaban palabras, sobre todo delante de una mujer, pero, por otro lado, nunca le había propuesto matrimonio a nadie. Se aclaró la garganta.

– Confío en que serás consciente de que, a causa de lo sucedido anoche y del hecho de que nos sorprendiesen juntos esta mañana, tu reputación está en peligro.

Ella enarcó las cejas.

– ¿Han estado chismorreando por ahí las hermanas Digby a pesar de que han prometido no hacerlo? Caroline prácticamente me ha tenido prisionera en su habitación desde que hemos regresado a la casa esta mañana, y se ha negado a hablar del asunto conmigo hasta que tú y yo mantengamos una conversación al respecto. Si se está cociendo un escándalo, debe de haber algo que podamos hacer para acallar los rumores. Después de todo, nada ocurrió entre nosotros.

– ¿Ah no? -Extendió el brazo y con la punta del dedo le acarició la nariz cubierta de pálidas pecas-. Nos besamos. -Bajó la voz hasta hablar en un ronco susurro-. Pasamos la noche juntos a solas. Nos descubrieron al uno en brazos del otro.

Las mejillas de Elizabeth se pusieron coloradas.

– Estabas herido y yo te ayudé. Eso de que pasamos la noche juntos no viene a cuento en absoluto, y, además, era inevitable. Seguro que cualquiera lo comprendería.

– Nadie lo comprendería, Elizabeth. Y menos aún tu tía.

– Madre mía, ¿ha estallado un escándalo?

– No.

– Entonces tía Joanna no…

– Ella lo sabe.

– ¿Ah sí? ¿Y tú cómo lo sabes?

– Porque se lo he dicho yo.

Elizabeth se puso en jarras y lo fulminó con la mirada.

– Por lo visto no era la indiscreción de las Digby lo que teníamos que temer. ¿Qué le has dicho exactamente?

– La verdad. Que mis heridas, junto con la tormenta, nos obligaron a pasar la noche juntos y sin vigilancia.

– ¿Se mostró muy disgustada tía Joanna?

– No cuando le hube asegurado que tú no saldrías perjudicada por ningún escándalo. En realidad, se ha mostrado bastante conforme con mi solución.

– ¿Qué solución?

– Que tú y yo nos casemos.

Elizabeth se quedó inmóvil, el asombro personificado. Lo miró fijamente durante un minuto entero, en el silencio más absoluto que él hubiese oído jamás. Con cada segundo que pasaba, el corazón de Austin latía más despacio y más fuerte, hasta que sintió que tenía el pecho a punto de estallar. Finalmente, Elizabeth carraspeó y habló.

– Debes de estar bromeando.

Esta vez fue Austin quien se quedó estupefacto. No sabía muy bien qué reacción esperaba, pero no se le había ocurrido que ella pudiese tomárselo a broma.

– Te aseguro que hablo muy en serio -dijo con sequedad-. Cuando seas mi esposa, nadie se atreverá a decir una sola palabra contra ti. Cualquier desliz que hayamos cometido antes de los esponsales se nos perdonará, considerando que íbamos a casarnos en el futuro inmediato.

Ella entrelazó las manos y comenzó a retorcerse los dedos.

– Austin, te agradezco mucho tu noble gesto, pero no creo que estas medidas tan drásticas sean necesarias.

– Estas medidas son absolutamente necesarias. Aunque tú decidieras cargar con una reputación dañada, el escándalo alcanzaría a lady Penbroke. No querrás verla relegada al ostracismo social, ¿verdad?

– ¡Por supuesto que no! Tía Joanna ha sido de lo más amable conmigo.

– ¿Y quieres corresponder a su amabilidad poniendo en peligro su posición en la alta sociedad?

Ella abrió mucho los ojos, angustiada.

– ¡No! Pero…

– Entonces el matrimonio es la única manera de protegerte y protegerla a ella -aseveró, asombrado (y, maldita sea, irritado) ante la evidente renuencia de Elizabeth a convertirse en su esposa.

Sus ojos castaños con reflejos dorados destilaban tanta preocupación que él se preguntó si le había propuesto matrimonio o cubrirla de brea y plumas. Pese a la irritación que se había adueñado de él, sintió unas leves e inesperadas ganas de reírse. No de ella, sino de él mismo y su propio engreimiento. Nunca se había imaginado que algún día tendría que convencer a una mujer para que se casara con él.

Con sólo mirarla a la cara, supo que eso era justo lo que tendría que hacer.

– Infiero de tu expresión, que no puedo calificar sino de atribulada -le dijo en un tono ligeramente burlón-, que no has tenido en cuenta los beneficios que podría conllevar el casarte conmigo.

Su orgullo se llevó otro golpe al ver la expresión confundida que asomaba al rostro de Elizabeth.

– ¿Ventajas?

– Sí, es una palabra que usamos en Inglaterra para referirnos a «cosas buenas». Por ejemplo, serías una duquesa.

Ella palideció por completo.

– ¡No quiero ser una duquesa!

Hasta ese momento, Austin habría apostado la vida a que nunca oiría semejantes palabras de boca de una mujer. Antes de que pudiese discurrir una respuesta, ella echó a andar de un lado a otro de la estancia.

– ¿No ves que soy un fracaso social y sería una duquesa pésima? -dijo ella-. La gente se reiría a mis espaldas. Soy torpe. No sé nada sobre la moda. Soy un desastre como bailarina. Y, por si no lo habías notado, mi estatura es grotesca.

Austin apretó las mandíbulas.

– Nadie se reirá de la duquesa de Bradford. -«No si quieren conservar todos sus dientes», pensó-. En cuanto a lo demás, no te costará aprender lo que haga falta sobre moda y baile. Tu tía, mi madre y Caroline te enseñarán todo lo que quieras y más.

Ella se detuvo de golpe y se encaró con él, esbozando una sonrisa.

– Veo que se te da bien lo de solucionar problemas. ¿Qué solución propones para la cuestión de mi estatura?

Él se acarició la barbilla, fingiendo meditar sobre el asunto.

– A mí personalmente me gusta la altura tan accesible a la que tienes la boca, y no sé si te has fijado, pero soy más alto que tú.

Los ojos de Elizabeth se llenaron de ternura.

– Oh, Austin, es maravilloso que estés dispuesto a sacrificarte de este modo, pero no puedo permitirlo. Lo último que quisiera es causar bochorno o vergüenza a tu familia.

Austin apenas pudo contener el impulso de sacudir la cabeza con estupor. Ella no estaba pensando en sí misma…, sino en él. Y qué ironía que los rasgos que ella consideraba sus defectos -su torpeza, su escasa habilidad para bailar, su desconocimiento de la moda y su estatura- formasen parte de lo que la hacía tan refrescante, tan especial, tan fascinante. El mero hecho de que fuera capaz de rechazar una oferta de matrimonio por parte del hombre conocido como «el soltero más codiciado de Inglaterra» lo dejaba atónito.

Y lo reafirmaba en su deseo de salirse con la suya.

En cuanto a deslucir el nombre de los Bradford, nada de lo que ella pudiera hacer sería peor que los secretos que él conocía…, secretos que podían acarrear la perdición de toda su familia.

– No quieres avergonzarme, y, sin embargo, si te niegas a aceptar mi propuesta, eso es justo lo que harás -dijo él-. Todos pensarán que soy un libertino despreciable que mancilló tu honra y que luego se negó a proponerte matrimonio. -Apartando a un lado su sentimiento de culpa por manipular el corazón sensible de Elizabeth, añadió-: Yo sería expulsado sumariamente de la sociedad, y sin duda me vería obligado a exiliarme al continente como Brummell.

– Oh, Austin, yo…

Él le tapó los labios con un dedo.

– Cásate conmigo, Elizabeth.

Para su sorpresa, se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, aguardando su respuesta con ansia.

Elizabeth contempló su rostro increíblemente apuesto y serio, y se derritió por dentro. Su propuesta de matrimonio resonaba una y otra vez en su mente. «Cásate conmigo. Cásate conmigo. Cásate conmigo.»

Dios santo, ¿cómo podía rechazarlo? ¿Cómo podía cualquier mujer rechazar a ese hombre? Incluso si no tuviese en cuenta el perjuicio social que podía causarles a él y a tía Joanna, no podía negar lo que sentía por Austin. Muy a su pesar, lo amaba. Deseaba ayudarlo. Protegerlo. ¿Y si otros peligros pendían sobre él? Aunque él no fuera consciente de ello, la necesitaba.

Pero no la amaba. No debía engañarse. Simplemente estaba proponiéndole matrimonio para salvar la reputación de ella y proteger su propio honor.

La tristeza la invadió, pero al mismo tiempo una vocecita en su interior le infundió esperanzas. «Tal vez no me quiera todavía, pero si descubro alguna prueba de que William sigue vivo, o si averiguo algo sobre el francés… Si logro traerle algo de paz a Austin, quizás entonces llegue a quererme. Tanto como le quiero yo a él.»

¿Era eso posible? ¿Existía alguna posibilidad de que él se enamorase de ella? Era evidente que Austin podía elegir a cualquiera de las mujeres hermosas y refinadas que se movían en su mundo de la alta sociedad. Ella era dolorosamente consciente de que no les llegaba a la suela del zapato en nada.

Pero al proponerle matrimonio, él se mostraba claramente dispuesto a hacer un enorme sacrificio por ella. La enormidad de dicho sacrificio la dejaba sin aliento. Dios, él estaba dispuesto a pasar el resto de su vida con ella. Dudaba mucho de que le hubiese hecho esta oferta a la ligera, de modo que obviamente ella le importaba, aunque fuera sólo un poco.

¿O no?

No era una situación ideal, pero era un punto de partida. Sería una tonta si rechazara la propuesta del hombre que amaba, y lo que le faltaba a ella era refinamiento, no inteligencia. Sólo había una respuesta posible. Sin embargo, antes de que ella pudiera abrir la boca, él habló, en un tono inconfundiblemente seco.

– Debo decirte que tu prolongado silencio resulta un tanto… descorazonador. He esperado veintinueve años para pedir la mano de una mujer, Elizabeth. ¿Vas a negármela ahora?

Dios santo, parecía realmente… preocupado. Una sonrisa se dibujó en los labios de Elizabeth. Intentó reprimida, pero no lo logró del todo.

– Bueno, siempre he soñado con hacerle un desaire a un pretendiente apasionado.

Austin vio asomar sus hoyuelos, oyó su tono travieso y obligó a sus músculos tensos a relajarse. Se acercó a ella, hasta que sólo los separaron unos centímetros. Le recorrió los brazos con las manos hasta entrelazar los dedos con los de ella, luego le rozó la mejilla con los labios.

– Ya veo. ¿Y qué ocurriría si me volviese apasionado?

Aspiró la suave fragancia de lilas, y le apretó delicadamente el lóbulo de la oreja entre los dientes.

– ¡Oh! -El jadeo de placer de Elizabeth lo llenó de satisfacción masculina-. Bueno, pues en ese caso, yo…

La voz se le apagó mientras él bajaba la boca por su esbelto cuello, besándola. Ella echó la cabeza hacia atrás para facilitarle la tarea, y él le tocó con la punta de la lengua la base del cuello, donde le latía el pulso aceleradamente. Su piel era suave como la seda y sabía a flores y a luz del sol. Como ninguna otra mujer.

Austin alzó la cabeza y estudió su rostro hermoso y arrebolado. Ella tenía los ojos cerrados, los labios húmedos y entreabiertos, y respiraba entrecortadamente.

– En ese caso, ¿tú…? -la animó a proseguir.

Ella abrió despacio los párpados y lo miró directamente a los ojos. La calidez y la ternura que irradiaban sus profundos y expresivos ojos de color ámbar con destellos dorados lo sobrecogió. Rebuscó entre sus recuerdos y se dio cuenta de que nadie lo había mirado de ese modo. Su cuerpo se encendió, lleno de vitalidad.

Ella esbozó una sonrisa trémula.

– Cedería y me casaría contigo.

Lo invadió una sensación que sólo podría calificarse de alivio.

– ¿Eso es un sí?

– Sí.

Gracias a Dios. Este pensamiento lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. Se negó a analizarlo y estrechó a Elizabeth entre sus brazos. Bajó la boca hasta fundirla con la de ella en un beso abrasador que los dejó a ambos sin aliento. Sus labios la acariciaban con ansia, mientras su lengua se deslizaba en el cálido interior de su boca. Con un suave gemido, ella se apretó contra él Y le devolvió el beso con un fervor que estuvo a punto de hacerle perder por completo el control sobre sí mismo. «Dios, no puedo esperar a que esta mujer sea mía», pensó.

Susurró el nombre de Elizabeth al tiempo que le pasaba los dedos por el sedoso pelo y devoraba su boca, sumergiendo la lengua, saboreando su dulce calor, hasta que lo embargó un dolor enloquecedor. Maldita sea, la deseaba. Ahora. Quería tenerla debajo, encima, envuelta en torno a sÍ…

– ¿Os interrumpo? -preguntó una voz alegre desde la puerta.

Austin se quedó inmóvil y reprimió una palabrota que le brotaba de lo más hondo. Maldición, Robert llevaba dos meses fuera. ¿Qué le hubiera costado a su hermano pequeño permanecer fuera dos minutos más?

Austin levantó la cabeza y contempló el rostro de Elizabeth, trastornado y colorado como un tomate. Miró sus labios, hinchados de tanto besarlo. Robert pagaría muy cara esa interrupción. Muy cara.

Elizabeth intentó liberarse de su abrazo, pero él la apretó con más fuerza.

– No pasa nada -le susurró-; sólo es mi hermano. -Rodeándole el talle firmemente con un brazo, se volvió y le echó a Robert una mirada asesina-. Veo que mientras estabas vagabundeando por el continente olvidaste lo que significa una puerta cerrada.

– En absoluto -replicó Robert, posando la vista en Elizabeth con ávida curiosidad-. De hecho, he llamado varias veces. Al parecer estabas demasiado, eh…, ocupado para oírme. Me disponía a regresar al salón cuando he oído claramente un quejido que venía del interior del estudio. Como es natural, he temido por tu seguridad, de modo que he entrado. -Le dirigió una sonrisa traviesa-. Ahora veo que no había motivo para alarmarse. -Carraspeó-. Bueno, ¿no vas a presentarme a esta preciosa joven?

Austin habría preferido meterlo de cabeza en el seto de alheñas, pero dejó que prevaleciera la cordura.

– Elizabeth, te presento a mi hermano Robert, un joven que no se caracteriza por su tacto o don de la oportunidad. Robert, ésta es la señorita Elizabeth Matthews…, mi prometida.

– Encantado de conocerla… -Robert se interrumpió súbitamente y arqueó las cejas-. ¿Has dicho «prometida»? ¿Te refieres a que es tu novia? ¿A que vais a casaros?

La rabia contenida de Austin se templó considerablemente al ver la cómica expresión de estupor de Robert.

– Tu dominio del idioma y tu capacidad de deducción siempre han sido motivo de orgullo para toda la familia, Robert.

Sin una palabra, Robert cruzó la alfombra e hincó una rodilla ante Elizabeth.

– Mi querida dama -dijo, poniéndose ambas manos sobre el corazón-. Es un honor para mí conocerla. Siempre contará con mi eterna gratitud por retirar a mi hermano de la lista de solteros. Ahora quizás otro pobre tipo desgraciado, es decir, yo, tenga alguna oportunidad de captar la atención de una mujer hermosa. No habrá otra como usted en su familia, ¿verdad? ¿Una hermana? ¿Una tía, una prima, una abuelita?

Con las mejillas encendidas, Elizabeth bajó la vista hacia el joven arrodillado ante ella. Unos ojos negros y burlones la miraban desde un rostro que se asemejaba mucho al de Austin. Sin embargo, el semblante de Austin era firme, reservado y adusto, mientras que el de su hermano menor tenía facciones más suaves, era más abierto y sonriente. A pesar del bochorno que estaba pasando, Elizabeth no pudo evitar devolverle la sonrisa.

– Es un placer conocerle, lord Robert -dijo ella con una torpe reverencia que le costó más trabajo que de costumbre porque Austin no despegaba el brazo de su cintura.

Robert se puso de pie e hizo una inclinación.

– Llámame Robert. Y el placer es mío. -Se volvió hacia Austin, tendiéndole la mano-. Enhorabuena, hermano. Te deseo toda la felicidad del mundo.

Austin aflojó ligeramente la presión de su brazo sobre el talle de Elizabeth y estrechó la mano de Robert.

– Gracias, Robert. Ya que llegas de un modo tan inesperado, quiero aprovechar la oportunidad para pedirte que seas mi padrino de boda.

– Acepto encantado. -Robert le dirigió a ella una sonrisa y un guiño-. Austin sabe lo que hace, ahora tendrá un buen padrino. ¿Has dicho algo sobre que tenías una hermana?

– Me temo que no -respondió ella, divertida.

– Vaya suerte la mía. -Sacudiendo la cabeza con aire apesadumbrado, atravesó la habitación y se sirvió una copa de brandy-. ¿Cuándo es la boda?

Elizabeth estaba a punto de contestar que no lo sabía cuando Austin declaró:

– Pasado mañana.

Se quedó boquiabierta y se obligó a recuperar la compostura.

– ¿Pasado mañana?

Robert le dirigió a Austin una mirada maliciosa.

– Tu prometida parece un poquito, ejem, sorprendida por la noticia. No sé mucho de estas cosas, pero creo que la costumbre dicta que la novia sepa cuándo se celebrará el desposorio.

– Me disponía a hablar del asunto con ella cuando has irrumpido en el estudio.

Un brillo malicioso asomó a los ojos de Robert.

– ¿Ah sí? ¿Era eso lo que te disponías a hacer? Más bien parecía…

– Robert. -El tono en que Austin pronunció esta única palabra era inconfundiblemente gélido.

Robert depositó la copa en el escritorio y alzó las manos.

– No se hable más. Aunque sé que te mueres de ganas de que me quede y os obsequie con anécdotas de mi viaje por el extranjero, debo marcharme. Apenas he hablado con madre desde que llegué hace una hora, y he prometido reunirme con ella en el salón antes de la cena.

– No he anunciado todavía la boda, Robert.

– Mis labios están sellados. -Cruzó la habitación, tomó la mano de Elizabeth y le plantó un beso en los dedos. Una imagen acudió a la mente de ella y, por un instante, fue como si vislumbrara su alma-. Estoy deseando verte a la hora de la cena -dijo él, con una mirada llena de afecto.

– Gracias.

Robert se dirigió a la puerta con un andar elegante y pausado que contrastaba mucho con las zancadas decididas características de Austin. Antes de cerrar la puerta tras de sí, le dedicó a Elizabeth un guiño que la ruborizó.

Aguardó a que Austin hablara, pero él se había quedado mirando la puerta cerrada como si quisiera prenderle fuego.

– Tu hermano es muy divertido -dijo ella finalmente.

– Es un maldito incordio.

– Te quiere.

– Él… -Austin se volvió hacia ella-. ¿Cómo dices?

– Te quiere. Se muere de curiosidad y preocupación por tu decisión de casarte conmigo.

– ¿Preocupación? ¿Qué te hace pensar eso?

«Me tocó -pensó Elizabeth-. Lo percibí.»

– A pesar de sus bromas, salta a la vista que teme que puedas haber tomado una decisión equivocada. Ha sido esclarecedor veros juntos a los dos. Me pregunto si os habéis percatado de lo mucho que os parecéis.

Estas palabras lo sorprendieron.

– ¿Parecemos? Robert y yo no nos parecemos en absoluto.

«Y tanto que os parecéis. Por dentro. En el alma, que es lo que cuenta», se dijo Elizabeth, pero en vez de discutir inclinó la cabeza.

– Tal vez tengas razón -dijo-. Después de todo, tú eres un hombre serio, mientras que Robert es bastante animado.

– No estoy seguro de que «animado» sea la palabra con que lo describiría en estos momentos, pero da igual. Hay otras cosas de las que tenemos que hablar.

– Así es. Austin, ¿a qué diablos te referías cuando has dicho que la boda se celebraría pasado mañana?

– Pues a eso exactamente. He pasado casi todo el día poniéndome en contacto con mis abogados y tramitando una licencia especial, que espero recibir mañana por la tarde. Supongo que podríamos programar la ceremonia para la noche de mañana, pero he pensado que querrías disponer de un día para hacer los preparativos necesarios.

– ¡Pero eso no es tiempo suficiente para planear una boda!

– Mi madre sería capaz de organizar una coronación en la mitad de tiempo. Si además contamos con tu tía y con Caroline, podríamos estar casados antes del desayuno. -Le enmarcó el rostro con las manos y la miró con el ceño fruncido-. No estarás cambiando de idea, ¿verdad?

A ella se le formó un nudo en la garganta. ¿Cambiar de idea? Ni hablar.

– Por supuesto que no. -Le sonrió al ver que se suavizaba su expresión ceñuda-. Pero por deferencia hacia tu madre y tía Joanna, opino que es mejor dejado para pasado mañana. -Le puso las manos en los antebrazos y notó la tensión bajo sus dedos-. ¿Puedo preguntarte a qué viene tanta prisa?

Sus expectativas de que hubiese motivos románticos tras su decisión quedaron inmediatamente truncadas por las palabras de Austin.

– Por una mera cuestión de logística. Tengo que estar en Londres el día primero de julio, y he planeado quedarme allí durante un tiempo indeterminado. Si celebramos la ceremonia antes de mi marcha podrás acompañarme a Londres y me ahorraré el viaje de regreso hacia aquí o a la finca de lady Penbroke para venir a recogerte.

Ella intentó disimular su desilusión con una sonrisa.

– ¿Recogerme? Hablas de mí como si yo fuera un par de pantuflas.

– ¿Unas pantuflas? Para nada. -Su mirada se clavó en la boca de Elizabeth, y a ella le dio un vuelco el corazón al pensar que él la besaría otra vez. De nuevo se llevó una decepción, pues él se apartó de ella y se dirigió hacia la mesita que sostenía las licoreras de brandy-. Hay varios asuntos de los que debo ocuparme antes de que hagamos público nuestro compromiso.

Al darse cuenta de que la estaba despidiendo, Elizabeth asintió con la cabeza.

– Por supuesto. Si me disculpas, debo arreglarme para la cena.

Se encaminó hacia la puerta. Antes de cerrarla a su espalda, volvió la vista atrás. Austin la observaba con una expresión intensa y enigmática que por alguna razón la dejó helada y la encendió por dentro al mismo tiempo.

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