19

Elizabeth cortó unas lilas fragantes de un frondoso arbusto situado en las lindes del jardín de Wesley Manor, la casa solariega de las afueras de Londres que había sido su hogar durante las últimas tres semanas. Intentó concentrarse en su tarea para no hacerse un corte en los dedos, pero le resultaba casi imposible.

Habían pasado tres semanas desde su enfrentamiento con Austin.

Tres semanas desde que la había enviado allí para apartarla de su lado sin darle otra cosa que una nota escueta: «Si tuvieras una visión, o cuando sepas si estás encinta, comunícamelo de inmediato».

Sin embargo, durante esas tres semanas no había tenido una sola visión… No había sentido más que una gran pesadumbre. Y todavía no sabía si estaba encinta. Cada noche se acostaba en su cama, sola, llena de ansiedad, con las manos sobre el vientre, intentando percibir si una criatura estaba creciendo en su interior, pero no veía más que oscuridad, una negrura inexorable.

Habían sido las tres semanas más largas y más solitarias de su vida.

Por otro lado, la alternativa de habitar bajo el mismo techo que Austin, viéndole todos los días, intentando ocultar su sufrimiento y sosteniendo la mentira que había inventado, le habría resultado imposible. Se encontraba mucho mejor donde estaba.

Aun así, la angustia que la acompañaba a todas partes no daba señales de remitir. Trataba de mantenerse ocupada, distraer su mente para no torturarse preguntándose qué estaría haciendo él. O con quién estaría haciéndolo.

Sin embargo, por más flores que cortara, por más agua de lilas que destilara, por más horas que pasara leyendo o vagando por los jardines, nada mitigaba el dolor que atenazaba su corazón. Intentaba consolarse recordándose que sus actos habían ahorrado a Austin el tormento de perder a una hija y el infortunio de un matrimonio casto, pero nada podía borrar la aflicción que la embargaba cada vez que visualizaba el rostro de su marido.

Una imagen de Austin le vino a la mente helándole la sangre. Recordó cómo la había fulminado con la mirada durante los últimos momentos que estuvieron juntos, con una expresión de odio implacable.

Los ojos se le arrasaron en lágrimas y se las enjugó impacientemente con las manos enguantadas. Se había prometido que no lloraría ese día. ¿Cuánto tardaría en ser capaz de pasar un día entero sin llorar? Estuvo a punto de soltar una carcajada. Dios santo, ¿cuánto tardaría en ser capaz de pasar al menos una hora sin llorar?

– Ahí estás. -Oyó la voz de Robert a su espalda-. Carolina casi te había dado por perdida.

El desánimo se apoderó de ella, y rápidamente se secó los ojos. Adoptó la expresión más alegre que le fue posible, se volvió y le sonrió a su cuñado, que se acercaba por el sendero.

Al vede la cara, Robert casi se detuvo en seco. Maldición, Elizabeth había estado llorando otra vez. A pesar de su sonrisa, sus ojos enrojecidos delataban las noches en vela que había pasado y su profunda tristeza.

Robert sintió un arrebato de rabia. ¿Qué diablos ocurría con su hermano? ¿Es que Austin no se daba cuenta de lo abatida que estaba? No, por supuesto que no; él se hallaba en Londres. Hacía tres semanas le había pedido a Robert que acompañase a Elizabeth, Caroline y su madre a Wesley Manor con instrucciones de no regresar a Bradford Hall hasta que se resolviese el caso de la muerte del alguacil.

Pero Robert sabía que algo marchaba muy mal entre su hermano y Elizabeth. Había visitado a Austin el día anterior y, por el rato que pasaron juntos, dedujo que éste se encontraba tan abatido como Elizabeth, o incluso más. Jamás había visto a Austin de peor humor.

En cuanto a Elizabeth, nunca había visto a una persona tan alicaída y desconsolada como ella. Le parecía una bella flor que alguien se hubiese olvidado de regar y que empezaba a languidecer y marchitarse. Bueno, pues estaba harto de eso. Lo que mantenía a Austin y a Elizabeth separados, fuera lo que fuese, debía terminar.

Fingiendo no fijarse en sus ojos llorosos, hizo una reverencia formal y exagerada.

– Estás preciosa, Elizabeth. -Sin darle oportunidad de contestar, la tomó del brazo y echó a andar por el sendero-. Debemos darnos prisa, el coche de viajeros sale dentro de… -hizo un cálculo rápido de lo que tardarían Caroline y su madre en hacer las maletas- dos horas. -Sabía que las dos se pondrían frenéticas cuando se lo dijese, pero las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas-. No está bien que pospongamos la diversión.

– ¿Coche de viajeros? ¿Diversión? ¿De qué estás hablando?

– Pues de nuestra excursión a Londres. ¿Es que Caroline no te ha dicho nada? -La miró con disimulo y advirtió que palidecía.

– No. Yo… no tengo ganas de ir a Londres.

– Tonterías. Claro que tienes ganas. Pasar demasiados días a solas en el campo resulta agobiante. Iremos al teatro, saldremos de tiendas, visitaremos museos…

– Robert. -Se detuvo y se soltó de su brazo.

– ¿Sí?

– Aunque agradezco la invitación, me temo que no puedo acompañaros. Espero que lo paséis bien.

Robert se preguntó si ella era consciente de lo desconsoladora que resultaba su tristeza. Y adivinó la razón de su negativa a ir a Londres: el zoquete de su hermano. Suspiró y sacudió la cabeza.

– Es una pena que no quieras venir. La casa enorme y vacía de la ciudad no será lo mismo sin ti.

– ¿Vacía? -preguntó ella con el entrecejo fruncido.

– Claro, porque Austin se ha ido a su finca de Surrey para la…, esto…, la inspección anual de las cosechas. Seguro que te ha hablado de ello.

¿La inspección anual de las cosechas? Robert estuvo a punto de poner los ojos en blanco al pensar en la absurda excusa que acababa de inventar.

– Me temo que olvidó mencionado.

Sacudiendo la cabeza, Robert emitió un resoplido de disgusto.

– Típico de mi hermano mayor. Siempre olvida estas cosas.

– ¿Cuánto tiempo estará en Surrey?

– Oh, al menos quince días -mintió Robert con cara de palo-. Lo pasaremos de maravilla. Además, Caroline pondrá el grito en el cielo si no vienes. Te necesita desesperadamente como acompañante para ir de compras, pues los gustos de nuestra madre son demasiado sobrios. Además, me ahorrarás la deprimente perspectiva de no tener a nadie con quien conversar excepto mi madre y mi hermana. -Hizo una mueca de fingido espanto-. ¿Lo ves? Sencillamente tienes que venir.

De inmediato notó que ella estaba considerando seriamente su propuesta y se sintió aliviado al ver en sus labios algo que parecía una sonrisa auténtica. Un esbozo de sonrisa, pero auténtica de todos modos.

– De acuerdo. Quizás un viaje a Londres suponga un agradable cambio de aires. Gracias, Robert.

– Es un placer.

– Supongo que lo mejor será que vaya a hacer las maletas.

– Es una idea excelente. Ve a prepararte, yo vendré enseguida.

La observó alejarse y aguardó a que se perdiese de vista en el laberinto. Cuando estuvo seguro de que no podía verlo, saltó por encima de un seto de una manera muy impropia de un lord, cosa que le habría provocado un desmayo a su madre, y echó a correr a toda prisa hacia la entrada lateral de la casa.

Debía informar a Caroline y a su madre de su inminente viaje a Londres.


¿Estaba embarazada?

Austin, sentado en su estudio, contemplando el fuego de la chimenea con su cuarta copa de brandy en la mano, intentaba en vano ahuyentar de su mente la pregunta que lo atormentaba desde hacía tres semanas. Miles se encontraba de pie junto a la repisa de la chimenea, contándole algo sobre los últimos cotilleos que había oído en White's, pero Austin no lo escuchaba. Después de varias copas más, sin duda dejaría de oír la voz de su amigo por completo. Tal vez dejaría también de sentir.

Había pasado esas tres semanas siguiendo el rastro de dos soldados que habían servido en el ejército con William pero, tal como habían declarado hacía un año, los dos le dijeron que lo habían visto, como a tantos otros ese día, caer en la batalla. También había esperado recibir más instrucciones por parte del chantajista, pero no le llegaron. ¿Por qué el hombre no había intentado cobrarle las cinco mil libras que le exigía? Si Elizabeth estuviese allí, tal vez podría…

Desechó el pensamiento, pero era demasiado tarde. Ella estaba grabada a fuego en su mente y, por más que intentaba no hacerse esa pregunta, la incertidumbre lo reconcomía por dentro: ¿estaría embarazada? Aguardaba la respuesta con ansia y también con miedo. Si lo estaba, tendría un hijo suyo…, un hijo destinado a morir antes de tener la oportunidad de disfrutar de la vida. Si Elizabeth no estaba encinta, su matrimonio habría acabado. Una risa amarga brotó de su garganta. Maldición, pasara lo que pasase, su matrimonio había llegado a su fin.

Apuró el contenido de la copa, se levantó y se acercó a las licoreras de cristal posadas en la mesita junto a las ventanas que daban a la calle. Se sirvió un brandy doble y descorrió la cortina.

Las verdes praderas de Hyde Park se extendían al otro lado de la calle, y una hilera de carruajes desfilaba por sus caminos. Caballeros y damas de elegante atuendo paseaban a la luz de la tarde, con sonrisas que parecían de alegría en el rostro.

Sonrisas de alegría. Una imagen de Elizabeth riendo apareció ante sus ojos, y se bebió la mitad de su copa de un trago. Demonios, ¿cuánto tiempo habría de pasar antes de que ella dejase de ocupar todos los rincones de su cerebro, antes de que su ira y su dolor remitiesen? ¿Cuánto tardaría en ser capaz de respirar sin que le doliese el pecho a causa de esa pérdida? ¿Cuándo dejaría de odiarla por haberle desgarrado el corazón, y cuándo dejaría de odiarse a sí mismo por permitírselo? Maldita sea, ¿cuándo dejaría de amarla?

No conocía la respuesta, pero, por todos los cielos, esperaba que otro brandy acelerase el proceso. Alzó la copa para llevársela a los labios, pero se detuvo al ver que un carruaje negro y lustroso tirado por cuatro hermosos caballos zainos se acercaba, «Diablos -pensó-, parece uno de mis coches.» Al inclinarse hacia la ventana, avistó el inconfundible emblema de los Bradford grabado en la puerta de ébano lacado.

¡Maldición! Sin duda era Robert, que volvía para fastidiarlo. Había soportado la compañía de su hermano el día anterior y no tenía ningunas ganas de repetir la experiencia.

– ¿Algo te ha llamado la atención ahí fuera? -le preguntó Miles, yendo a colocarse a su lado junto a las licoreras-. ¿No es ése uno de tus carruajes?

– Me temo que sí. Al parecer mi hermano ha decidido hacerme otra de sus visitas inesperadas.

El coche se detuvo frente a la casa, y un criado abrió la portezuela. La madre de Austin se apeó.

– ¿Qué hace ella aquí? -preguntó Austin.

Sin duda habría venido para ir de compras. De pronto se quedó paralizado y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Sería posible que su madre o Robert le trajesen un mensaje de Elizabeth? No bien se le hubo ocurrido esa perturbadora posibilidad, nada menos que Elizabeth bajó del carruaje. Austin apretó con tanta fuerza la copa que el cristal delicadamente tallado se le clavó en la piel.

– Maldita sea, ¿qué está haciendo ella aquí? -gruñó, al tiempo que mil dudas se agolpaban en su cabeza.

¿Sabía ya si estaba embarazada? Sólo habían transcurrido tres semanas. Si ella lo tenía claro tan pronto era seguramente porque no lo estaba, ¿o sí? ¿Acaso su presencia se debía a que había tenido otra visión sobre William? Miró por la ventana, conteniendo el impulso de pegar la nariz al vidrio como un niño delante del escaparate de una tienda de golosinas, ansioso por contemplada mejor.

Llevaba un vestido de viaje verde azulado con un sombrero a juego. Unos rizos color castaño rojizo enmarcaban su rostro, y él se acordó de inmediato del tacto de su suave cabello entre los dedos. Incluso desde lejos alcanzó a ver sus oscuras ojeras, señal de que había pasado noches en vela.

El criado extendió el brazo hacia el interior del carruaje y ayudó a Caroline a apearse.

– ¿Qué demonios está haciendo ella aquí? -preguntó Miles bruscamente, apartando a Austin de la ventana para no perder detalle.

Austin dirigió a su amigo una mirada sorprendida.

– Es mi hermana. ¿Y por qué razón no debería estar aquí? Además, ya conoces a mi familia. Se desplaza en manada, como los lobos. Te apuesto lo que quieras a que mi hermano está a punto de hacer una de sus apariciones triunfales.

Como si hubiese estado esperando esta señal, Robert salió del carruaje con una enorme sonrisa en la cara. ¡Maldición! ¿Qué se traía entre manos esta vez? ¿Y por qué había venido Elizabeth en lugar de mandarle un mensaje? Austin se apartó de la ventana, posó bruscamente la copa sobre la mesa y se dirigió con furia hacia la puerta.


– ¡Austin, qué grata sorpresa!

Al oír estas palabras de su suegra, Elizabeth se volvió rápidamente. Allí, bajando a grandes zancadas hacia el vestíbulo, con el cuerpo tenso de ira, estaba su marido.

La invadió una gran consternación. Cielo santo, ¿por qué se encontraba él allí? ¿No se había marchado a Surrey?

Permaneció inmóvil, con los ojos clavados en él, intentando reprimir la oleada de cariño y añoranza que la asaltó, pero fue inútil. Dios, lo había echado tanto de menos…

Pero la expresión de Austin no dejaba lugar a dudas de que él no la había echado de menos. De hecho, cuando llegó al vestíbulo, hizo caso omiso de ella.

Se inclinó y aceptó un beso de su madre.

– No os esperaba -dijo con rabia contenida-. Todo va bien, espero.

– Oh, sí -dijo la viuda con una sonrisa-. Caroline, Elizabeth y yo estábamos deseando ir de tiendas, y Robert se ha ofrecido amablemente a acompañamos a la ciudad.

Austin fulminó a su hermano con la mirada, achicando los ojos.

– Qué detalle por tu parte, Robert.

La sonrisa de Robert podría haber iluminado la habitación entera.

– Oh, no es molestia en absoluto. Siempre es un placer viajar en un carruaje repleto de damas encantadoras.

Austin miró a Caroline enarcando una ceja.

– ¿No recorristeis bastantes tiendas cuando estuvisteis aquí hace unas semanas?

Una carcajada alegre escapó de los labios de Caroline.

– ¡Oh, Austin, qué divertido eres! Deberías saber que una mujer nunca se cansa de ir de compras.

Elizabeth estaba soportando el terrible bochorno que le producía aquella situación. Su marido ni siquiera parecía haber reparado en su presencia. Se impuso un silencio incómodo.

Ella sintió que se sonrojaba y sólo deseó que la tierra la tragara. Pero justo cuando creía que Austin se alejaría de allí sin saludarla, él se volvió y la miró fijamente.

La furia glacial que irradiaban sus ojos grises la heló hasta la médula. Y aunque tenía la mirada clavada en ella parecía más bien que la traspasara sin verla, como si en realidad su esposa no estuviese allí.

Todas las esperanzas que Elizabeth había alimentado de que el tiempo suavizase el trato que Austin le daba se truncaron al ver esa mirada. ¿Cómo diablos iba ella a sobrevivir a esa visita? Si ya el mero hecho de no estar con él, de atormentarse recordando lo que había perdido, suponía un suplicio insoportable…

La expresión con que su esposo la contemplaba, sin asomo de cariño ni de afecto, le provocaba un dolor que le debilitaba las piernas.

Pero había hecho lo que debía. Lo mejor para él. Decidida a no dejar que percibiese su sufrimiento interior, esbozó una sonrisa forzada.

– Hola, Austin.

Él tensó los músculos de la mandíbula.

– Elizabeth.

Ella intentó humedecerse los resecos labios, pero también se le había secado la boca.

– Yo… creía que habías ido a Surrey.

La expresión gélida de Austin habría podido extinguir un incendio.

– ¿A Surrey?

– Sí, a la inspección anual de las cosechas…

Su voz se apagó hasta dar paso a un silencio embarazoso e insufrible, mientras él la miraba con fijeza.

– ¿Tienes algo que decirme?

La escueta pregunta resonó en el vestíbulo.

Elizabeth sintió el peso de las miradas de los demás, que observaban su tenso intercambio de palabras. La humillación la embargó, y si sus piernas hubiesen cooperado con ella habría salido corriendo de esa casa.

– No -murmuró-. Nada.

Miles interrumpió esa violenta conversación al aparecer en el vestíbulo. Saludó a todos, pero Elizabeth notó que se inclinaba rígidamente ante Caroline y que ésta no lo miraba a los ojos al responder a su saludo.

– Quisiera cruzar dos palabras contigo en mi estudio, Robert -dijo Austin en una voz repleta de amenaza.

– Por supuesto -respondió Robert-. En cuanto me haya instalado en…

– Ahora.

Sin una palabra más, Austin giró sobre sus talones y echó a andar por el pasillo.

Todos se quedaron callados. Finalmente, la viuda carraspeó.

– ¡Vaya! ¿No es… estupendo? Robert, por lo visto Austin desea hablar contigo.

Las cejas de Robert se elevaron hasta casi desaparecer bajo su flequillo.

– ¿Ah sí? No me había fijado.

Tras despedirse con una reverencia llena de desenvoltura, se alejó con toda calma por el pasillo por el que Austin acababa de marcharse.

Su madre se volvió hacia los demás, que permanecían en absoluto silencio, y dijo con una sonrisa que cabría calificar de desesperada:

– Van a hablar. ¿No es… estupendo? Estoy convencida de que será una visita maravillosa.

– Maravillosa -repitió Caroline, mirando en todas direcciones excepto en la de Miles.

– Deliciosa -convino Miles en un tono lúgubre.

– Fantástica -dijo Elizabeth con un hilillo de voz. Esperaba poder sobrevivir a ella.

En cuanto Robert hubo cerrado la puerta del estudio, Austin le espetó:

– ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

– Cumplir tus órdenes, querido hermano. Has dicho que querías hablar conmigo ahora, así que aquí estoy. Desembucha.

Austin hizo un esfuerzo por mantener una postura despreocupada: la cadera apoyada en el escritorio, las piernas estiradas, los brazos cruzados sobre el pecho. De lo contrario, habría cruzado la habitación en dos zancadas y habría levantado a Robert por el cuello.

– ¿Por qué las has traído?

– ¿Yo? -preguntó Robert con un gesto de inocencia-. Yo no las he traído. Ya sabes cómo les gusta a las mujeres ir de compras. Yo…

– Elizabeth detesta ir de compras.

La expresión desconcertada de Robert indicaba que ignoraba ese rasgo de su cuñada. Austin escrutó a su hermano a través de los párpados entrecerrados como dos rendijas, intentando contener su ira.

– ¿Podrías explicarme por qué Elizabeth me creía en Surrey? Tal vez podrías aclararme también qué es esa «inspección anual de las cosechas».

– ¿Surrey? ¿Cosechas? Yo…

– Basta, Robert. Te lo preguntaré una sola vez más: ¿por qué has traído a Elizabeth? No me mientas.

Convencido al parecer por la amenaza que estaba implícita en la furia glacial del tono de Austin, Robert decidió no seguir fingiendo inocencia.

– La he traído porque cuando te vi ayer me resultó dolorosamente obvio que lo pasas fatal sin ella. Y hasta un ciego se daría cuenta de que ella lo pasa igual de mal sin ti.

– Si quisiera tenerla aquí, la habría hecho venir yo mismo.

Los ojos azules de Robert centellearon con enfado.

– Pues entonces no acierto a entender por qué no lo has hecho, cuando es evidente que quieres tenerla aquí, y más evidente todavía que la necesitas. Lo que ocurre es que eres demasiado testarudo para reconocerlo. No sé qué problemas tenéis, pero no podréis resolverlos separados.

– ¿Ah no? -preguntó Austin en un tono de total serenidad-. ¿Y desde cuándo eres un experto en relaciones maritales, y sobre todo en la mía?

– No lo soy. Pero te conozco. Aunque no quieras admitirlo, ella es muy importante para ti. Vamos, reconócelo. La quieres. Y cuando no estás con ella se te ve malhumorado, eres desdichado y te vuelves prácticamente inaguantable.

El dolor y la ira invadieron a Austin, pero logró mostrarse inexpresivo.

– Está claro que te has equivocado respecto a mis sentimientos y mi estado de ánimo, Robert. No soy desdichado. Lo que ocurre es que estoy ocupado. Soy responsable de seis fincas y tengo que atender un montón de asuntos.

Robert soltó un resoplido.

– Entonces es evidente que no sabes distinguir entre estar ocupado y ser desdichado.

Austin dirigió una mirada glacial a su hermano.

– Sí sé distinguir. -«Créeme, lo sé», pensó-. No pienso tolerar más intromisiones en mi matrimonio, ¿está claro?

– Perfectamente. -Sin embargo, como si Austin no hubiera dicho nada, prosiguió-: ¿Qué ha hecho Elizabeth para ponerte tan furioso? Seguro que, sea lo que fuere, puedes perdonarla. No la creo capaz de hacerte daño a propósito.

«Ella me arrancó el corazón a propósito y se reveló como una intrigante calculadora.» Austin se apartó de su escritorio y dijo en un tono engañosamente moderado:

– Creo que lo mejor, y lo más inteligente por tu parte, sería que dejaras de expresar tu opinión sobre temas que desconoces por completo.

– Elizabeth es tremendamente infeliz.

Austin sintió una punzada en sus entrañas, pero se forzó a rechazar su sentimiento de compasión.

– Pues no me explico por qué. Después de todo, es una duquesa. No le falta nada -dijo.

– Excepto una relación con su esposo.

– Olvidas que nos casamos por conveniencia.

– Tal vez el matrimonio empezó así, pero acabaste enamorándote de ella. Y ella de ti.

«Ojalá fuera verdad», pensó Austin, pero añadió:

– Basta. Deja de preocuparte por Elizabeth y por mí y encauza tus energías hacia tareas más productivas. ¿Por qué no te buscas una amante? Concéntrate en tu propia vida en vez de incordiarme.

Robert enarcó las cejas.

– ¿Es eso lo que has hecho tú? ¿Te has buscado una amante?

Austin apenas logró reprimir la carcajada de amargura que pugnaba por brotar de su garganta. No podía concebir la idea de tocar a otra mujer. Antes de que pudiese replicar, Robert continuó:

– Porque si es eso lo que has hecho, entonces eres más necio de lo que pensaba. No me cabe en la cabeza que puedas preferir a otra mujer.

– ¿No se te ha ocurrido que quizá sea Elizabeth quien quiere prescindir de mis atenciones?

Una risotada de incredulidad escapó de los labios de Robert.

– ¿Así que ésa es la causa de todo? ¿Crees que Elizabeth no te quiere? Por todos los cielos, Austin, o eres un completo idiota o has perdido el juicio. Esa mujer te adora. Hasta un ciego lo vería.

– Te equivocas.

La expresión de Robert reflejó su preocupación.

– Estás dando al traste con esa felicidad a ojos vistas, Austin. Detesto verte hacer eso.

– Tomo nota de tu inquietud, pero esta conversación ha terminado. -Al ver que Robert se disponía a objetar, Austin agregó-: Ha terminado definitivamente. ¿Entendido?

Robert resopló de nuevo, con frustración.

– Sí.

– Bien. No puedo pediros que os marchéis en este instante, pero confío en que tú y tu numerosa compañía os hayáis ido mañana por la tarde. Hasta entonces las mantendrás ocupadas y fuera de mi vista.

Sin una palabra más, Austin salió de la habitación, conteniendo el impulso casi irresistible de dar un portazo.

Ella estaba allí. En su casa.

No quería tenerla allí; no quería verla.

Que Dios lo ayudara; ¿cómo conseguiría evitarla durante las siguientes veinticuatro horas?

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