15

Robert, Caroline, Miles y la duquesa viuda se encontraban en el vestíbulo de la casa de Austin en Londres, entregando sus chales, abrigos y sombreros a Carters.

– ¿Dónde están el duque y la duquesa? -le preguntó Caroline al mayordomo una vez que él se hizo cargo de sus prendas exteriores.

– En la biblioteca, lady Caroline. Os anunciaré ahora mismo.

Robert miró a Carters alejarse a paso rápido por el pasillo. Éste se detuvo frente a la puerta de la biblioteca y llamó discretamente. Casi un minuto después, volvió a llamar.

Cuando otro minuto entero hubo transcurrido sin que le contestaran, a Robert se le encogió el estómago a causa de la inquietud. Primero aparecía muerto un alguacil de Bow Street, y ahora Austin no abría la puerta… ¡Maldición! Se volvió hacia Miles y le preguntó en voz baja:

– ¿Crees que algo va mal?

– No lo sé -respondió Miles arrugando el entrecejo con preocupación-, pero a juzgar por los sucesos recientes, diría que es posible.

– Bueno, no pienso quedarme en el vestíbulo con los brazos cruzados -susurró Robert.

Avanzó por el pasillo, seguido de cerca por Miles. Oían pisadas a sus espaldas, lo que significaba que las mujeres los seguían también.

– ¿Ocurre algo malo, Carters? -preguntó Robert. Carters se irguió, recto como un palo.

– Desde luego que no. Sólo espero a que su excelencia me dé permiso para entrar.

– ¿Y estás seguro de que está en la biblioteca? -preguntó Miles.

– Completamente seguro.

Carters golpeó una vez más con los nudillos y no recibió respuesta. Robert y Miles intercambiaron una mirada.

– Al diablo -farfulló Robert, alargando el brazo por detrás de Carters para abrir la puerta, haciendo caso omiso de las protestas indignadas del mayordomo.

Robert cruzó el umbral y se detuvo tan bruscamente que Miles chocó contra su espalda y casi lo tumbó al suelo.

Robert exhaló un suspiro de alivio. Saltaba a la vista que su preocupación por el bienestar de su hermano carecía de fundamento, pues Austin estaba a todas luces en plena forma e indudablemente… sano.

Estaba abrazando con fuerza a Elizabeth, besándola apasionadamente. Robert sospechaba que la ancha espalda de Austin ocultaba de la vista otros detalles de lo que estaba haciendo. Aun así, todos oyeron el inconfundible gemido de placer de Elizabeth.

– Ejem -carraspeó Robert.

Austin y Elizabeth no dieron señales de haberlo oído.

– ¡Ejem! -lo intentó de nuevo Robert, más alto.

Austin alzó la cabeza.

– Ahora no, Carters -gruñó sin molestarse en volverse.

– Siento mucho decepcionarte, muchacho, pero no soy Carters -anunció Robert.

Austin se quedó petrificado. La inoportuna voz de su hermano estuvo a punto de arrancarle una palabrota, pero logró ahogarla a tiempo. Con un gritito de sorpresa, Elizabeth trató de soltarse de sus brazos, pero él la sujetó con firmeza sacando de mala gana las manos de su corpiño. Al mirarla reprimió un gemido de deseo: sus mejillas teñidas de rojo, sus labios húmedos e hinchados de tanto besarlos y su peinado, bastante menos ordenado de como lo llevaba diez minutos antes, le daban un aspecto arrebatador.

Austin soltó entre dientes una maldición soez. Tenía que hacer algo respecto a su hermano. Le pasó por la cabeza la posibilidad de arrojado al Támesis. Sí, era una idea que definitivamente tenía sus ventajas. Se volvió para recibir a su invitado inesperado y descubrió que Robert no estaba solo. Miles, Carolina, su madre y Carters se aglomeraban en la puerta.

Carters entró en la habitación, con una expresión de angustia en su semblante habitualmente inexpresivo.

– Perdonadme, excelencia, he llamado varias veces, pero…

Austin lo interrumpió con un gesto.

– No tiene importancia, Carters. -Diablos, lo cierto era que el hombre hubiera podido aporrear la puerta con un mazo sin que Austin lo oyese-. Puedes volver a tus quehaceres.

– Sí, excelencia.

Carters se recompuso la levita, giró sobre sus talones y salió de la biblioteca, no sin antes manifestarle su desaprobación a Robert con un resoplido.

La madre de Austin dio unos pasos al frente tendiéndole las manos.

– Hola, cariño; hola, Elizabeth. ¿Cómo estáis?

Parecía tan contenta de verlos que parte de la irritación de Austin se evaporó. Mientras Elizabeth saludaba a los demás, él se inclinó y le dio un beso a su madre en la mejilla.

– Estoy muy bien, madre.

– Sí, ya lo veo -respondió ella arqueando una ceja, divertida. Se inclinó hacia delante y añadió en voz baja-: No te preocupes, querido. Nos quedaremos en casa de Miles.

Austin esperaba que su alivio no se notara demasiado. Después de saludar a Caroline, le dirigió una breve cabezada a Miles y luego fulminó a Robert con la mirada.

– ¿Qué os trae a todos por aquí?

– Robert y Miles iban a venir a la ciudad -explicó su madre- y nos invitaron a Caroline y a mí a acompañarlos.

– Qué maravillosa sorpresa -dijo Elizabeth-. Estamos encantados de veros.

Robert tuvo la clara impresión de que Elizabeth sólo hablaba por ella, pues Austin no parecía encantado en absoluto, Pero al constatar que Austin y Elizabeth estaban bien, Robert respiró aliviado y la tensión que le atenazaba los hombros se relajó.

Había asuntos muy serios que tratar, pero Robert no podía abordarlos delante de las mujeres, y si le pedía a Austin de inmediato que se reuniese con él fuera de la habitación sabía que su madre, Caroline y seguramente Elizabeth se morirían de curiosidad y querrían saber de qué se trataba. No tenía ningunas ganas de explicarles la auténtica razón de esa visita.

Mientras Elizabeth ofrecía asiento a sus invitados y mandaba preparar té y un refrigerio para ellos, Robert se acercó a su hermano, que no se había movido de su sitio al otro lado de In estancia. Austin lo acogió con una mirada gélida.

– Estoy recién casado, Robert. ¿Lo has olvidado, tal vez?

– Por supuesto que no lo he olvidado.

– Entonces ¿cómo diablos se te ha ocurrido venir aquí sin que te invitara, y traerlos a ellos contigo? -Austin señaló a los demás con un movimiento de cabeza, sin apartar los ojos acerados del rostro de Robert. Antes de que éste pudiera contestar, Austin prosiguió-: Bueno, y ¿cuándo os marcháis?

– ¿Marcharnos? Pero si acabamos de llegar. -Un impulso perverso le hizo preguntar-: ¿Es que no te alegras de vernos?

– No.

– Qué pena. Y yo que pensaba que vendría a salvarte del aburrimiento que sin duda empezabas a sentir después de tres interminables días de matrimonio. Es evidente que la gratitud te ha dejado sin habla.

– ¡Largo de aquí!

Robert hizo chascar la lengua.

– Qué descortés te has vuelto desde que te has casado.

Austin apoyó la cadera en el enorme escritorio de caoba, dobló los brazos sobre el pecho y cruzó los tobillos.

– Te doy exactamente dos minutos para que me digas todo lo que quieras, y después, lamentablemente, tendrás que marcharte. Madre dice que te alojarás en casa de Miles. Sin duda necesitas tiempo para instalarte en tu habitación.

Robert echó un vistazo subrepticio a su alrededor y comprobó que las mujeres estaban ocupadas charlando. Enarcó las cejas mirando a Miles, quien de inmediato se disculpó ante ellas y se reunió con Austin y Robert al otro lado de la biblioteca.

– De hecho, Miles y yo estamos aquí por una razón muy concreta -dijo Robert en voz baja, acercándose a Austin.

– ¿Te refieres a otra razón aparte de la de incordiarme?

– Sí, pero es algo que debemos tratar en privado.

Austin observó a su hermano con los ojos entornados. A veces le costaba distinguir si Robert estaba tomándole o no el pelo, pero su expresión grave parecía auténtica. Austin advirtió que Miles también estaba muy serio.

– ¿Podríamos ir a tu estudio? -sugirió éste.

Austin miró alternativamente sus semblantes circunspectos.

– De acuerdo.

Lo asaltó la sospecha de que lo que Robert y Miles iban a contarle no le gustaría en absoluto.


Definitivamente, no le gustó lo que Robert y Miles le contaron.

Un cadáver en su finca. El cadáver de un alguacil de Bow Street.

Una vez que se hubo quedado a solas en su estudio, Austin caminó de un lado a otro de la alfombra de Axminster. Mil pensamientos se arremolinaban en su cabeza, y se le contraía el estómago a causa de la tensión. No le cabía la menor duda de que el muerto era James Kinney.

Maldita sea, con razón Kinney no se había presentado a su cita. El pobre estaba tumbado boca abajo entre los arbustos, con media cabeza destrozada.

Las palabras de Robert resonaron en sus oídos: «Juzgamos conveniente alejar a Caroline y a madre de la finca, por si acaso hay un lunático rondando por ahí, aunque según el magistrado el móvil fue el robo».

¿El robo? Austin sacudió la cabeza. No, Kinney iba a darle información sobre Gaspard. Y ahora estaba muerto.

¿Qué había descubierto? Fuera lo que fuese, era lo bastante importante para que lo mataran. Y él no tenía ninguna duda de quién lo había matado.

Se pasó una mano temblorosa por el pelo. Estaba claro que Gaspard no sólo era un chantajista, sino también un asesino. Un asesino que aseguraba estar en posesión de la prueba de que William era un traidor. Un asesino que, en cualquier momento, podía sacar a la luz esa información y deshonrar a la familia de Austin.

«No permitiré que eso ocurra», se dijo. ¿Qué sería de su madre y de Caroline? ¿Y de Robert? ¿Y de Elizabeth?

¡Maldición! Qué lío. Seguramente Kinney murió la noche, en que debían reunirse…, de un disparo en la cabeza, pobre diablo. Probablemente había sido el disparo lo que había asustado a Myst…

Se quedó paralizado.

Las palabras de Elizabeth le vinieron a la mente y le martillearon el cerebro: «En mi visión oí claramente un disparo. Percibí la cercanía de la muerte. La percibí con mucha intensidad. Me alegro mucho de que no te hayan herido de un balazo».

Dios santo. Se aferró al brazo del sofá para no perder el equilibrio y dobló las rodillas lentamente para sentarse, estupefacto al comprender todo lo que aquella advertencia implicaba.

Sólo había una explicación posible para las palabras de Elizabeth, una sola manera de que supiese lo que podía ocurrir.

Había adivinado que alguien corría peligro en las ruinas. Había previsto que habría un disparo… y una muerte. Pero en lugar de Austin, como ella creía, la víctima fue James Kinney.

Elizabeth no sólo poseía una intuición extraordinaria, sino que de hecho podía ver sucesos del pasado y del futuro. ¿Cómo era posible?

Estaba atónito. No había una explicación científica ni lógica para su desconcertante don, pero él ya no podía negar que lo poseía.

Las visiones de Elizabeth eran reales.

Y si sus visiones eran reales…

Su corazón dejó de latir por unos instantes y se quedó sin aliento, La noche que la conoció… en el jardín…, ella le dijo que había visto a William.

Y le aseguró que estaba vivo.

Dios. ¿Era posible que su hermano siguiese con vida?


Elizabeth fue a abrir la puerta de su alcoba ante los golpes insistentes. Austin irrumpió en la habitación.

– ¿Estamos solos? -preguntó.

– Sí. -Ella cerró la puerta y lo observó. Su sonrisa se desvaneció de inmediato-. ¿Ocurre algo malo?

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Sobre qué?

Se acercó a su mujer y se detuvo a dos palmos de distancia.

– Tócame -susurró. Al ver que ella vacilaba, alargó los brazos y la asió por las muñecas-. Ponme las manos encima. -Ella le colocó las palmas sobre la camisa y él posó sus manos encima-. ¿Qué ves?

Confundida por su petición, pero conmovida por el apremio que percibía en su voz, abrió los dedos sobre la fina batista. Sintió los latidos de Austin contra sus palmas. Una miríada de imágenes desfiló por su mente y ella cerró los ojos, intentando encontrar algún sentido en ellas. Y de pronto lo consiguió.

Abrió los ojos de golpe.

– Has descubierto algo sobre el disparo que oí. Alguien recibió un tiro.

– Sí -dijo él, asintiendo despacio con la cabeza-. Se llamaba James Kinney, y era el alguacil de Bow Street que yo había contratado para que localizara a Gaspard. Tenía información para mí.

– Y alguien lo mató.

– Sí.

– ¿Gaspard?

– Eso creo. -Respiró hondo-. Elizabeth, la noche que nos conocimos me dijiste que William estaba vivo. -Apretó con más fuerza las manos de ella contra su pecho-. ¿Estás segura? ¿Puedes verlo? ¿Puedes decirme dónde está?

Ella se quedó muy quieta. Por unos instantes dejó de respirar y unas lágrimas calientes asomaron a sus ojos.

– Dios mío, ahora me crees. Ahora crees que tengo visiones.

– Sí, te creo -dijo él, clavando en ella su ardiente mirada-. No puede haber otra explicación para todo lo que sabes. ¿Puedes ayudarme a encontrar a William?

– Me… me gustaría, pero no sé si puedo. Tengo muy poco control sobre las visiones. Son impredecibles. A veces, cuando más anhelo ver alguna cosa las visiones no se presentan.

– ¿Lo intentarás?

– Sí, sí, desde luego.

La desesperación que transmitía la voz de Austin la impulsó a actuar. Le agarró las manos, las sujetó con firmeza entre las suyas y cerró los ojos. Rezó porque le viniesen a la mente las respuestas que él buscaba, pero las respuestas no acudieron. Decidida, se concentró más, hasta que sintió que tenía la cabeza a punto de estallarle. Y entonces lo vio.

Al abrir los ojos miró su rostro severo, deseando tener mejores noticias que comunicarle.

– ¿Has visto algo?

– Está vivo, Austin. Pero… está en peligro.

La cara de Austin palideció.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

– ¿Lo tienen cautivo?

– Lo siento… No lo sé con certeza.

Él extrajo una carta doblada de su bolsillo y se la entregó.

– ¿Sacas algo en claro de esto?

Ella apretó el papel de vitela entre sus manos y cerró los párpados.

– Percibo el mal. Una amenaza. Percibo un vínculo con William. Quienquiera que haya escrito esto tiene alguna relación con tu hermano.

Abrió los ojos y le devolvió la carta, que él se guardó de nuevo en el bolsillo.

– ¿Ves alguna otra cosa?

– Sólo tengo la vaga impresión de que pronto habremos de viajar a algún sitio. -Ella escrutó su rostro, que parecía esculpido en piedra, y se le cortó la respiración-. Dios santo, estás pensando en volver al barrio de la ribera.

– Tengo que hacerlo. Ahora es más importante que nunca que encuentre a Gaspard.

Ella asintió con la cabeza lentamente.

– Muy bien. Pero esta vez iré contigo.

– De ninguna manera. Gaspard es aún más peligroso de lo que creía. No puedo permitir…

– Yo no puedo permitir que vayas sin mí. Quizá logre percibir su presencia. Me niego terminantemente a discutir contigo. En cuanto al problema que supone llevar a una dama al barrio ribereño, hay una solución muy sencilla.

– Desde luego que la hay: dejarte en casa.

– Me disfrazaré de hombre -prosiguió ella como si no lo hubiera oído. Aprovechando su silencio atónito, se apresuró a añadir-: ¿No ves que es un plan perfecto? Soy lo bastante alta para pasar por un hombre. Lo único que tengo que hacer es vestirme del modo conveniente y taparme el pelo con un sombrero.

– Esa idea no tiene nada de conveniente, Elizabeth.

– Sólo sería inconveniente si se lo dijésemos a alguien. No tengo ninguna intención de hablar de esto con nadie, ¿tú sí?

– ¿Y si alguien se diera cuenta de que vas disfrazada? -Sacudió In cabeza-. Demonios, no puedo creer que te haya preguntado eso, como si estuviese considerando siquiera esa locura…

– ¿Están bien iluminados esos lugares?

– No, pero…

– ¿Están muy concurridos?

– Por lo general sí, pero…

– Entonces no creo que debamos preocuparnos. No seré más que otro hombre en un local atestado y en penumbra. -Alzó la barbilla en un gesto desafiante-. Bueno, y ahora ¿qué te parece si vamos a buscar un atuendo de caballero para mí?

– No recuerdo haber dado mi aprobación a este plan descabellado.

– Tal vez no, pero estoy segura de que te disponías a hacerlo. -Le apretó las manos-. Esto saldrá bien, Austin, lo sé. Te ayudaré a encontrar a Gaspard. Y a William.

Austin fijó la vista en su cara, que estaba muy seria. Ahora la creía sin el menor asomo de duda. Podía ayudarlo. Pero él no quería que con este fin pusiese en peligro su propia seguridad.

– Deja que haga esto por ti -le pidió ella en voz baja-. Al menos deja que lo intente. Sólo una vez.

Él exhaló un lento suspiro, disgustado consigo mismo por tener en cuenta su proposición, y ser incapaz de pasada por alto. ¿Cómo iba a rechazar una oportunidad de encontrar a William con vida y frustrar los planes de Gaspard?

La miró fijamente.

– Supongo que podríamos intentarlo…

– Por supuesto que podemos.

– Permanecerás a mi lado…

– En todo momento. Te lo juro.

– Creo que no me has dejado terminar una sola frase en los últimos cinco minutos.

– Mmm. Tal vez tengas razón. Por otro lado, fíjate en el tiempo que con ello nos hemos ahorrado.

Austin retiró las manos de las de ella y le enmarcó el rostro.

– No permitiré que te pase nada. Lo juro.

Una sonrisa que irradiaba ternura se dibujó en los labios de ella.

– Lo sé, Austin. Me siento totalmente a salvo contigo.

El corazón se le llenó de afecto hacia ella al oír esa frase sencilla. Su fe y su confianza en él le daban una lección de humildad. Y le producían un sentimiento de culpa. Maldición, la estaba utilizando, aprovechándose de su don para sus propios fines, pero tenía que encontrar a Gaspard. Y a William. Dios bendito, a William…

– ¿A qué hora quieres que nos marchemos esta noche? -preguntó ella, devolviendo la atención de Austin al asunto que los ocupaba.

– Mi familia y Miles vendrán a cenar, aunque no sé muy bien cómo se decidió eso, y después se irán todos al teatro. Saldremos para realizar nuestra misión cuando se hayan marchado.

– ¿No se preguntarán por qué no vamos con ellos al teatro?

– Lo dudo. Estamos recién casados. Estoy seguro de que darán por sentado que preferimos quedarnos en casa a solas.

– Quieres decir que pensarán que estamos… -dijo ella con las mejillas encendidas, y su voz se extinguió para dar lugar a un silencio incómodo.

Él se le acercó, la estrechó entre sus brazos y le posó los labios en la zona de piel sensible situada debajo de la oreja.

– Sí, pensarán que estamos haciendo el amor.

– Qué escándalo. ¿Qué demonios pensará tu madre de mí?

– Estará encantada de que nos llevemos tan bien. -Él observó su rostro sonrojado-. ¿Estás segura de que quieres venir conmigo esta noche?

– Por supuesto. Ya sabes que soy muy robusta.

– En efecto. -Le plantó un beso en la frente y se apartó-. Ahora debo ir a Bow Street para notificarles todo lo que sé sobre James Kinney. Nos veremos en el salón a las siete.

Austin pasó toda la cena deseando que su familia se retirase. Tenía mucho en qué pensar, en especial acerca del hecho de que William probablemente estaba vivo. Y acerca del peligro.

¿Cómo diablos habían podido equivocarse las autoridades militares respecto a la muerte de su hermano? ¿Dónde estaba? ¿Estaría implicado todavía en actividades desleales? «Ah, William… -pensó-. ¿En qué te fallé?»

Pero le resultaba imposible poner en orden sus pensamientos delante de su familia. Su madre, por lo general moderada, casi estaba dando botes en su silla en el otro extremo de la mesa mientras conversaba con Elizabeth, llena de entusiasmo.

Caroline y Robert discutían animadamente haciendo gestos y, cuando su madre no los miraba, se sacaban la lengua, como les gustaba hacer desde pequeños. Austin se percató de que Miles era el único comensal callado, sin duda porque los demás no le dejaban decir palabra.

En cuanto hubo finalizado la cena, Austin se puso en pie y se dirigió a la otra punta de la mesa, donde se encontraba Elizabeth.

– Si nos disculpáis, creo que Elizabeth y yo nos retiramos. Disfrutad del resto de la velada.

Tendió la mano y la ayudó a levantarse.

– ¿Os retiráis? -exclamó Caroline con los ojos desorbitados-. ¿A esta hora?

– Sí -respondió Austin con serenidad, haciendo caso omiso de las sonrisitas que Miles y Robert no se molestaron en disimular.

– ¡Pero si es muy temprano! ¿No queréis…? -Caroline se interrumpió bruscamente y fulminó con la mirada a Robert, que estaba sentado enfrente de ella-. ¿Has sido tú quien acaba de darme una patada?

– Sí. Pero sólo porque estoy demasiado lejos para meterte la servilleta en la boca. -Agitó los dedos para despedir a Austin y guiñó un ojo a Elizabeth-. Buenas noches, Austin. Dulces sueños, Elizabeth.

Sin más preámbulos, Austin condujo a Elizabeth hacia la puerta del comedor y subió con ella las escaleras. No se detuvo hasta que hubo cerrado la puerta de su alcoba tras sí. Apoyado en ella, estudió el rostro sonrojado de su esposa.

– Por todos los cielos, ya nunca seré capaz de mirarlas a la cara -se lamentó ella, caminando impaciente sobre la alfombra-. Todos piensan que estamos haciendo eso.

El deseo irresistible de hacer «eso» golpeó a Austin con la fuerza de un puñetazo. Estaba nervioso, tenso, y sólo con pensar en tocarla se inflamó por dentro. Se dio impulso para apartarse de la puerta y acercarse a ella. La agarró por el brazo para detener sus idas y venidas y la atrajo hacia sí.

– Bueno, pues ya que todos lo piensan, no deberíamos decepcionarlos -dijo fijando los ojos en los de ella, que lo miraban con sorpresa.

– Pensaba que querías que nos marcháramos en cuanto ellos salieran para el teatro -dijo Elizabeth.

Él llevó las manos a la espalda de su mujer y empezó a desabotonarle el corpiño.

– Eso quiero, pero tardarán una media hora en estar listos. Además, tienes que ponerte tu disfraz, y puesto que para ello debes quitarte este vestido, te sugiero que aprovechemos la oportunidad.

Le desabrochó el último botón, le deslizó el vestido hacia abajo y lo soltó. La prenda cayó arrugada a sus pies.

– Cielos. Sin duda debería sufrir un desvanecimiento ante una proposición tan escandalosa.

El le pasó los dedos por los pechos.

– ¿Un desvanecimiento? ¿Debo pedir que te traigan amoniaco?

– No será necesario. Por fortuna, poseo una…

– Una complexión de lo más robusta. Sí, es una suerte.

– Vaya, por tu tono deduzco que necesitas algo de ejercicio. ¿Qué tienes en mente? ¿Una carrera?

– Bueno, me gustaría que nos marcháramos dentro de media hora.

La camisa interior de Elizabeth se desplomó alrededor de sus tobillos, junto con su vestido. Al verla desnuda, increíblemente bella, con una sonrisa a la vez tímida y traviesa que le iluminaba el rostro, a Austin se le hizo un nudo en la garganta. Maldita sea, ninguna otra mujer producía en él un efecto semejante. El sentimiento que le inspiraba lo confundía y desconcertaba. Era algo más que deseo. Era una necesidad. Una necesidad desgarradora de tocada, de sentida.

La estrechó entre sus brazos y la besó profunda y largamente, con los músculos tensos por el esfuerzo de apretada contra sí, de abrazada más estrechamente. La inmovilizó contra la pared para devorar su boca y deslizar las manos por sus costados.

Ella respondió a sus movimientos echándole los brazos al cuello y apretándose contra él hasta sentir los latidos de su corazón, pegado al suyo.

– Austin…, por favor…

Su súplica le tocó la fibra sensible. «Por favor.» Dios, sí, por favor. Estaba a punto de reventar. La necesitaba, en ese preciso instante.

Bajó las manos y prácticamente se desgarró los pantalones. Luego la levantó en vilo.

– Rodéame con las piernas -gimió, con una voz que ella no reconoció.

Con los ojos muy abiertos, ella obedeció y él la penetró. Su calidez lo envolvió, apretándolo como un puño aterciopelado, Él la sujetó por las caderas y se movió dentro de ella, con acometidas bruscas y rápidas. Tenía la frente cubierta de sudor, y su respiración entrecortada le quemaba los pulmones. Con una última embestida, llegó a un clímax demoledor. Apoyando la cabeza en el hombro de ella, le apretó las caderas con los dedos y, por un momento interminable, palpitó en su interior, derramando su simiente y parte de su alma en su intimidad.

Tardó un rato en recuperar la cordura. Después levantó la cabeza y la miró. Elizabeth tenía los ojos cerrados y el rostro pálido. De pronto Austin se sintió culpable.

¿Acaso estaba mal de la cabeza? Acababa de poseer a su esposa contra la pared, como a una prostituta del puerto. Sin pensar por un instante en sus sentimientos o su placer. Probablemente le había hecho daño. Bajó la mirada y vio las marcas rojas que le había dejado en las caderas. Su esposa debía de pensar que él era un monstruo.

Con la máxima delicadeza, se apartó de Elizabeth, que habría resbalado hasta el suelo si él no la hubiese sujetado. ¡Maldición! ¡Ni siquiera podía mantenerse en pie! ¿Tanto daño le había hecho?

Sosteniéndola con un brazo por el talle, le apartó un rizo castaño rojizo de la frente.

– Elizabeth, Dios mío, lo siento. ¿Te encuentras bien?

Ella agitó los párpados y los abrió muy despacio. Él se dispuso a encajar el reproche que sabía que iba a ver en sus ojos, las palabras de recriminación que merecía.

Los ojos de color ámbar de Elizabeth se posaron en los suyos.

– Estoy de maravilla. ¿Quién ha ganado?

– ¿Ganado?

Una sonrisa jugueteó en los labios de ella.

– La carrera. Creo que he ganado yo, pero estoy dispuesta a reconocer mi derrota.

– ¿No te… te he hecho daño?

– Por supuesto que no. Claro que siento las rodillas como si fueran gelatina, pero ésa es una afección que sufro siempre que me tocas. -Lo miró con expresión preocupada-. ¿No te habré hecho daño yo a ti?

A Austin lo invadió tal sensación de alivio que sus propias rodillas estuvieron a punto de ceder. Tuvo que hacer un esfuerzo para articular la respuesta a pesar del nudo que se le había formado en la garganta.

– No.

Tenía que darle explicaciones y pedirle disculpas, pero ¿cómo explicar lo que él mismo era incapaz de entender? Nunca había perdido el control de ese modo. Le faltaban palabras, pero desde luego le debía a ella un intento de explicación.

Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca, ella le rozó los labios con los suyos.

– Creo que aún nos quedan diez minutos -susurró junto a su boca-. No querrás desperdiciarlos hablando, ¿verdad?

Austin emitió un sonido, en parte carcajada, en parte gruñido. Tendría que haber esperado una reacción sorprendente por parte de ella. Se agachó, la levantó en vilo y se encaminó al lecho.

Siempre y cuando ella diese su consentimiento, había por lo menos media docena de cosas que él quería hacer en esos diez minutos.

Y, desde luego, hablar no era una de ellas.

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