22

Era imposible hacer caso omiso de esa maldita mujer.

No habría podido dejar de fijarse en ella aunque estuviesen en una gigantesca sala de baile, pero en la estrechez del carruaje lo perturbaba aún más.

Todos sus sentidos estaban pendientes de ella. Cada vez que respiraba, el suave aroma a lilas inundaba su olfato.

Desesperado, cerró los ojos con la esperanza de poder dormir, pero fue en vano.

En cambio, imágenes de ella se arremolinaban en su mente. Imágenes que nada en el mundo podría borrar.

¿Qué necesitaría para erradicarla de su cerebro, de su corazón, de su alma?

Abrió ligeramente un ojo. Ella estaba sentada frente a él, leyendo un libro con aire tranquilo, cosa que le dolió. Saltaba a la vista que él era el único que estaba sufriendo.

Cerró el párpado y reprimió un gruñido.

Por todos los diablos del infierno, estaba resuelto a sufrir en silencio.

Aunque muriese en el intento.


El viaje en coche la había dejado baldada.

Elizabeth bajó del carruaje en Dover y estiró los músculos entumecidos. Había soportado una tortura atroz. Cinco horas fingiendo leer un libro cuyo título ni siquiera recordaba. Y Austin sentado enfrente, durmiendo todo el tiempo.

Con gusto habría conciliado el sueño ella también, pero apenas podía estarse quieta, así que cerrar los ojos resultaba impensable. Pasó todo el viaje mirando el libro, mientras su corazón intentaba desesperadamente convencer a su mente de que aceptara la oferta que Austin le había hecho hacía unas semanas: llevar adelante su vida conyugal buscando la manera de que ella no quedase embarazada.

Pero por más que su corazón se lo rogaba, su mente se negaba a escuchado. «Bastaría con un pequeño descuido -y no sería raro que yo cometiese un descuido cuando Austin me tomara entre sus brazos- para que me quedara encinta. Y sé muy bien cuál sería el destino de la criatura», pensó.

Un escalofrío bajó por su espalda. Por mucho que le doliese su decisión, no podía exponer a Austin al sufrimiento que le causaría la muerte de su hija.


Austin se quedó mirando al posadero.

– Perdone, ¿cómo dice?

– Sólo queda una habitación, excelencia -repitió el anciano.

Austin tuvo que contener el impulso de golpear las paredes con los puños. Maldición, ¿qué otra cosa podía salir mal? Pero se apresuró a desechar ese pensamiento. Más valía no hacerse esa pregunta.

Y no tenía sentido desahogar sus frustraciones en el posadero. No era culpa suya que el hostal estuviese completo. Después de indicad e al criado que llevase el equipaje a la habitación disponible, él y Elizabeth siguieron al posadero escaleras arriba.

La habitación era pequeña pero alegre, y prácticamente todo el espacio estaba ocupado por una cama de aspecto confortable con un cobertor primorosamente bordado.

– Hay agua fresca en la jarra, excelencia -señaló el hospedero-. ¿Necesitaréis alguna cosa más?

Austin desvió su atención de la cama y de la miríada de pensamientos que le inspiraba.

– Nada más, gracias.

El posadero se marchó y cerró la puerta a su espalda. Austin observó a Elizabeth, que jugueteaba con los lazos de su sombrero. Ella lo miró y esbozó una sonrisa vacilante.

– Esto resulta… un tanto violento -dijo.

Él se le acercó, sin despegar los ojos de ella.

– ¿Violento? ¿Por qué? Somos marido y mujer.

Las mejillas de Elizabeth se tiñeron de carmesí.

– No puedo acostarme en la misma cama que tú.

– Ya lo has dicho antes. Pero, por desgracia, sólo hay una cama, y nosotros somos dos.

– Dormiré en el suelo -dijo ella, intentando parecer segura de sí misma, pero el ligero temblor de su voz delataba su nerviosismo.

Bien. No estaba tan serena como quería aparentar. Él acababa de pasar cinco horas angustiosas, de modo que la idea de que quizás ella también estuviese angustiada lo animaba considerablemente.

Avanzó otro paso hacia ella. Los ojos de Elizabeth reflejaron cierta sorpresa, pero consiguió mantenerse firme. Un paso más, y él detectó su respiración bastante agitada. Dos zancadas más lo colocaron justo enfrente de ella. Sus ojos color ámbar parpadearon con evidente aprensión, y él, muy a su pesar, tuvo que admirar en su fuero interno la gran valentía que demostraba al no retroceder ante él. Pero deseaba hacerle perder la calma, maldita sea. Del mismo modo que ella le había hecho perder la suya.

– No es necesario que duermas en el suelo, Elizabeth -susurró, bajando la vista hacia su boca.

– Me temo que sí.

– ¿Lo dices porque no confías en mí y crees que intentaré seducirte?

– Confío en ti -musitó ella-. En quien no confío es en mí misma.

El dolor en su voz hizo que él la mirase con más intensidad. Escrutó su rostro, el brillo de vulnerabilidad en sus ojos, el deseo que oscurecía sus iris dorados, y se le cortó la respiración. Intuía que ella intentaba ocultarlo desesperadamente, pero su mirada la delataba: le deseaba. Irradiaba deseo, como el sol irradia calor; una señal para él.

Austin levantó la mano para tocarla, pero los dedos se le crisparon y resistió el fuerte impulso. Los ojos de Elizabeth le decían que podía seducirla, pero él no soportaría la aflicción de dejarla marchar de nuevo, de oírle decir de nuevo que planeaba abandonarlo. Aunque la deseaba con toda su alma, su traición todavía le dolía demasiado.

Le dio la espalda, se acercó a la ventana y se llevó las manos a la cara. Se le ocurrió que las visiones de Elizabeth eran una espada de doble filo. Por un lado, lo habían ayudado a seguir el rastro de Gaspard, quien a su vez, con un poco de suerte, lo conduciría hasta William.

Pero las premoniciones de Elizabeth le habían arrebatado su matrimonio, su esposa, la esperanza en un futuro feliz. La posibilidad de tener hijos. No le habían dejado más que rabia, dolor, resentimiento y una pena tan profunda que no sabía si algún día se recuperaría.

La oyó cruzar la habitación y se volvió. Se quedó petrificado al ver que ella se encontraba a un palmo de él. Elizabeth se sobresaltó también al tomar conciencia de su súbita cercanía. Austin no tenía más que alargar la mano para tocarla…, dar un paso al frente para estrechada entre sus brazos. El cerebro le ordenó que se alejara, pero sus pies permanecieron inmóviles, como si alguien le hubiese clavado los zapatos al suelo.

Austin veía con claridad cada una de las pecas doradas de su nariz, las pestañas negras como el carbón que le rodeaban los bellos ojos…, ojos que no quería mirar, pues ya lo habían engañado demasiadas veces. Bajó la mirada hacia su boca y de inmediato le vino a la memoria la sensación de sus suaves labios contra los suyos, entreabiertos para recibir su lengua. Se sintió lleno de deseo y apretó los puños, obligándolos a quedarse quietos a sus costados. Maldición, tenía que salir de esa habitación.

– Duerme tú en la cama -dijo, rodeándola para dirigirse a la puerta-, yo bajaré a tomar una copa. Ya encontraré algún otro sitio donde dormir.

Ella se estremeció y luego lo miró fijamente.

– No es necesario que me restriegues por las narices tus… planes nocturnos.

Él se detuvo, con una mano en el pomo de la puerta.

– ¿Cómo dices?

– Naturalmente, no espero que practiques la abstinencia durante el resto de nuestro matrimonio, pero agradecería algo de discreción por tu parte.

Una emoción que Austin no acertó a distinguir centelleaba en los ojos de ella. Austin se inclinó haciendo una reverencia exagerada.

– Entiendo. Tu generosidad al mostrarte dispuesta a compartirme me abruma y, si se presenta la ocasión, procuraré ser discreto. Sin embargo, mi plan nocturno para hoy consiste en dormir en ese sillón. -Señaló con la cabeza una butaca que había en un rincón-. Pero primero quiero un brandy.

O dos. Tampoco quería descartar la posibilidad de tomarse tres.

Salió de la habitación, cerró la puerta tras sí y respiró profundamente.

Maldición, sospechaba que probablemente le haría falta una botella entera.


El buque atracó en Calais al atardecer, y Austin y Elizabeth fueron los primeros en desembarcar. Él se dispuso a conseguir un medio de transporte que los llevase a Marck, y de inmediato descubrió lo valiosa que era Elizabeth como compañera de viaje. Ella entabló una conversación en francés impecable con el dueño de los establos, y diez minutos después tenían a su disposición una elegante calesa tirada por dos caballos zainos. Sólo Dios sabía qué habrían obtenido si él hubiera tenido que encargarse de buscar un medio de transporte.

Agradecido e irritado a la vez, Austin se acomodó en el asiento de piel. Antes de que pudiese extender el brazo para ayudar a Elizabeth, el dueño de las cuadras la aupó a su asiento. Austin notó el brillo de admiración en los ojos del hombre y lo fulminó con la mirada. Maldita sea, tenía que aprender a decir en francés «Deja de mirar a mi esposa, desgraciado». Impertérrito, el hombre se limitó a sonreír y se alejó tranquilamente.

Austin tomó las riendas, puso la calesa en movimiento y centró su pensamiento en la misión que tenía por delante. Tardarían aproximadamente una hora en llegar a Marck. Si todo iba bien, encontraría a Gaspard y al fin obtendría las respuestas a las preguntas que lo atormentaban, sobre las cartas de chantaje e incluso tal vez sobre el paradero de William.

El carruaje sufrió una sacudida a causa de un bache, y el hombro de Austin chocó con el de Elizabeth. Al mirarla de reojo, se percató de que estaba pálida y tenía las manos crispadas. De ninguna de las maneras permitiría que lo acompañase cuando fuese al encuentro de Gaspard. El hombre era peligroso. Sospechaba que a Elizabeth no le gustaría su decisión, pero…

Ella lo agarró del brazo.

– Austin…

Al volverse, éste vio auténtico miedo en sus ojos.

– ¿Qué sucede?

– Debemos darnos prisa.

Una gran sensación de alarma le recorrió la espalda al oír su tono.

– ¿Por qué?

Ella se apretó las sienes con los dedos y sacudió la cabeza.

– No estoy segura. No lo tengo claro. Pero él está cerca. Y sé que debemos apresurarnos. -Se puso blanca como la cera-. Por favor. Es cuestión de vida o muerte.

Austin agitó las riendas y los caballos se lanzaron a galopar.

Elizabeth se aferró a su asiento mientras la calesa avanzaba como un relámpago por el camino. Imágenes fugaces desfilaban por su mente, difusas, oscuras y amenazadoras.

– Cuando lleguemos al pueblo, te dejaré en un hostal -le dijo Austin, con el rostro tenso de concentración mientras conducía a toda velocidad.

Ella abrió la boca, pero antes de que pudiera protestar él tiró de las riendas. Los caballos se detuvieron ante una bifurcación del camino. Los dos ramales estaban bordeados de árboles. Parecían idénticos.

– Maldición. -Austin se mesó los cabellos-. ¿Hacia dónde debemos ir?

Elizabeth miró alternativamente a uno y otro camino, pero no percibió nada.

– Ayúdame a bajar -dijo.

Él la contempló unos instantes y luego saltó al suelo para ayudarla. En cuanto los pies de la joven se posaron en tierra, ella echó a correr hacia la bifurcación. Tras respirar profundamente se arrodilló, cerró los ojos y puso las manos en el suelo.

Varias imágenes destellaron en su cabeza, y se esforzó por relajarse para intentar conseguir una visión nítida. Tardó varios minutos, pero cuando por fin lo consiguió las imágenes eran de una claridad meridiana y devastadora: se vio a sí misma sangrando, perdiendo el conocimiento. Muriéndose.

Dios santo, ¿qué debía hacer? Si le contaba a Austin lo que acababa de ver no la dejaría ir con él. Insistiría en llevada al pueblo, lo que supondría un retraso que lo haría llegar demasiado tarde.

Sabía que alguien iba a morir.

Pero también sabía que si lo acompañaba probablemente no regresaría con vida.

Abrió los ojos, se puso de pie y se volvió hacia él.

– Tenemos que tomar el camino de la izquierda.

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