18

La visión se coló en el sueño de Elizabeth con el sigilo de un ladrón experimentado.

Las imágenes serpenteaban a través de los oscuros recovecos de su mente, ondulándose como volutas de humo, para luego ponerse fuera de su alcance.

Una criatura. Una hermosa niñita con brillantes rizos color ébano y ojos grises y vivarachos. Corría, riendo y gritando «mamá».

Entonces la visión cambió. La risa cedió el paso al miedo. Los chillidos de terror de la niña resonaron en la mente de Elizabeth, llenándola de aprensión.

El rostro angelical de la niñita se convirtió en una máscara pálida y aterrorizada. Unas manos femeninas se alargaron hacia ella, pero la niña parecía flotar cada vez más lejos de su alcance, hasta que se perdió de vista por completo, dejando sólo el eco de sus sollozos.

Entonces vio a Austin, transido de dolor, desolación y culpabilidad, hasta tal punto que Elizabeth apenas lo reconoció. Oyó su voz, un susurro entrecortado: «No puedo vivir sin ella… Por favor, Dios, no me digas que la he matado trayéndola aquí».

Elizabeth despertó sobresaltada, con un grito ahogado. El corazón le martilleaba el pecho y los pulmones le ardían como si hubiese corrido varios kilómetros. Y, sin embargo, se le había helado la sangre.

Buscó con los ojos a Austin, que dormía plácidamente a su lado. Menos mal, pues ella no hubiera podido hablar en ese momento.

Pero, Dios santo, tendría que decírselo.

Él debía saber que ella había visto la muerte de una niña. Una niña de cuya muerte él se culparía.

Una niña de cabello negro azabache y ojos grises, como los suyos.

Su hija.

La hija de los dos.


Austin abrió un ojo. Al ver el fino haz de luz tenue que se filtraba a través de las cortinas de terciopelo color burdeos, dedujo que estaba amaneciendo… y que por tanto ya era una hora perfectamente razonable para despertar a su esposa besándola dulcemente, haciéndole el amor con suavidad y confesándole su amor con ternura.

Al volver la cabeza, descubrió que su esposa yacía en el otro extremo de la gran cama, encogida y de costado, dándole la espalda. Demasiado lejos para tocarla.

Austin sintió una honda desilusión y estuvo a punto de reírse en voz alta de sí mismo. Maldita sea, en qué individuo tan embobado y perdidamente enamorado se había convertido. Y en un lapso de tiempo asombrosamente corto. «Seguro que para la hora de la cena estaré componiendo versos. Y sonetos al anochecer.» Estuvo a punto de soltar una risita. Sí, podía imaginarse con una rodilla en tierra, recitando apasionadamente la «Oda a Elizabeth».

Le bastaría con acercarse un poco a ella para rodearla con los brazos y sentir su calor, pero sabía que, en cuanto lo hiciera, ya no la dejaría dormir más. «No seas egoísta -pensó-, deja que descanse.» Entrelazando las manos en la nuca apoyó en ellas la cabeza y se obligó a permanecer donde estaba para no interrumpir el sueño de Elizabeth, al menos durante unos minutos. Sí, simplemente se quedaría ahí acostado, maravillándose del cambio tan drástico que esa mujer había obrado en su vida. Un cambio para bien.

Imaginó cómo le tomarían el pelo Miles y Robert cuando se dieran cuenta de que el «célebre duque de Bradford» había sucumbido al embrujo de su propia esposa. Y no habría manera de que no se diesen cuenta, pues le resultaría imposible ocultar su amor por Elizabeth.

Aunque tampoco tenía ganas de intentado. Por supuesto, no estaba muy bien visto enamorarse de la propia mujer, pero eso le importaba un pepino.

Una sonrisa que fue incapaz de contener se desplegó en su rostro. Sí, Robert y Miles se meterían con él sin piedad. «Pero ya me vengaré -se dijo- cuando el amor les pique en sus traseros desprevenidos. Y lo hará. Si puede ocurrirme a mí, puede ocurrirle a cualquiera.»

No podía esperar un segundo más para tocarla.

Pero no quería despertada… Se limitaría a abrazada. Moviéndose con todo sigilo, se deslizó por la cama hasta colocarse justo detrás de ella y le posó suavemente el brazo sobre el talle.

En cuanto la tocó, ella dio un respingo.

– Buenos días, cariño -le dijo Austin, dándole un beso en el hombro-. No era mi intención despertarte.

– Yo… pensaba que estabas dormido.

– Y lo estaba. Pero ahora ya estoy despierto. Y tú también. Mmm.

Hundió la cara en su cabello y aspiró su aroma a lilas. Le ciñó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí, con la espalda de ella contra su pecho.

Se quedó quieto al notar que ella se ponía rígida.

– No lo hagas -susurró Elizabeth.

Antes de que él pudiese preguntarle si algo no iba bien, ella se soltó de sus brazos y se sentó, tapándose con el cubrecama.

– ¿Elizabeth? -Austin se incorporó rápidamente-. ¿Te encuentras bien?

Como ella no respondía, la tomó de la barbilla con delicadeza y le hizo volver la cara hacia él.

Estaba llorando. Sus ojos parecían pozos dorados de aflicción. La calidez que solía brillar en su mirada había desaparecido para ser reemplazada por una expresión sombría que le rompió el corazón.

Le soltó la barbilla y le asió los brazos.

– ¿Qué ocurre? ¿Te duele algo?

Por toda respuesta, ella lo miró con esos ojos llenos de dolor. Un estremecimiento afín al pánico se deslizó por la espalda de Austin.

– Dime qué sucede -pidió, sacudiéndola suavemente.

– Tengo… tengo que decirte algo.

– ¿Sobre William?

– No. Sobre mí.

Ah. De modo que era eso. Por fin iba a desvelarle sus secretos…, a explicarle por qué se había marchado de América tan de repente.

Experimentó cierto alivio que mitigó su intranquilidad, y aflojó la presión sobre los brazos de Elizabeth. Por lo visto su esposa confiaba en él lo suficiente para abrirle su corazón. Y después de la confianza… ¿no era lógico que viniese el amor?

Dios, ¿iba ella a decide que lo amaba? En ese caso no debía de resultarle fácil hacer esta declaración, pues no sabía lo que él sentía por ella. Porque nunca se lo había oído decir. Probablemente Elizabeth tenía miedo de que él rechazase su amor.

Pero él iba a desterrar ese temor con sólo dos palabras.

– Elizabeth, te qui…

– Te mentí.

Definitivamente no era la frase que esperaba oír.

– ¿Cómo dices?

En lugar de contestarle, ella se soltó de sus manos y recogió su camisón del suelo. Se lo ajustó, juntó los bordes del escote para cubrirse el pecho y le pasó a Austin su bata de seda. Él se la puso y anudó el cordón, observando a Elizabeth, que se apartaba lentamente de él. Sólo cuando se halló a varios pasos de distancia su esposa volvió a hablar:

– Te mentí sobre los motivos por los que estoy en Inglaterra.

– ¿En serio? ¿No viniste a ver a tu tía?

– No. Vine a vivir con ella.

– Cariño, yo no llamaría a eso una mentira.

Austin extendió los brazos hacia Elizabeth, pero ella sacudió la cabeza y retrocedió un paso.

– No lo entiendes. Tenía que venir aquí. No quería, pero no tenía otro sitio adonde ir.

– ¿A qué te refieres?

Ella respiró hondo antes de responder:

– Después de la muerte de mi padre, no soportaba vivir sola en nuestra casa. Además de que se consideraba casi indecoroso que una mujer soltera viviese sola, a decir verdad, echaba mucho de menos la compañía de otras personas. Los Longren, primos lejanos por parte de mi padre, residían en la misma población que yo y me invitaron a vivir con ellos. Parecía una solución perfecta ya que yo los quería mucho y su hija Alberta era mi mejor amiga, así que vendí mi casa y me mudé con ellos.

Austin reconoció el apellido Longren como uno de los que había mencionado Miles.

– Continúa.

– Me encantaba formar parte de su familia, y los hijos más jóvenes, unos diablillos los tres, eran una delicia. Durante casi dos años todo marchó de maravilla. -Se retorció los dedos, mirando la alfombra-.Y entonces Alberta conoció a David.

Él la contempló, obligándose a guardar silencio, para dejar que ella terminase su historia.

– David llegó al pueblo desde Boston, donde trabajaba en una caballeriza. Se le daban muy bien los caballos y era un magnífico herrador, de modo que el señor Longren lo contrató de inmediato en su cuadra. David era un joven muy atractivo, y todas las damas se quedaron prendadas de él.

Austin apretó los puños.

– ¿Tú también?

– Debo reconocer que, cuando lo conocí, me pareció apuesto y encantador. -Hizo una pausa y luego añadió en voz baja-: Pero entonces lo toqué.

– ¿Y qué viste?

– Mentiras. Engaños. Nada concreto, pero sabía que no era como todos creíamos. Me obligué a borrar esa impresión de mi mente. Después de todo, mientras trabajase de firme para el señor Longren, no era asunto mío que hubiese sido mentiroso en el pasado. Me persuadí de que estaba emprendiendo una nueva vida y merecía una segunda oportunidad. Pero varias semanas después, Alberta me contó que estaba enamorada de David. -Empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación-. Me quedé muy preocupada. Le advertí con tacto que no lo conocía muy bien, pero ella no me escuchó. Nadie en el pueblo, incluida Alberta, sabía lo de mis visiones. No las tenía muy a menudo, y, como tú bien sabes, no resultan fáciles de creer ni de aceptar, así que dudé en decírselo, sobre todo porque el peligro que había percibido era muy vago. Además, por nada del mundo quería correr el riesgo de equivocarme y destrozar la felicidad de Alberta inútilmente.

»Tenía que saber más, averiguar si, en efecto, él era una persona poco honorable. Para eso debía volver a tocarlo, o por lo menos tocar alguna de sus pertenencias. -Tomó una estremecida bocanada de aire y prosiguió, con voz agitada-: Al día siguiente visité la caballeriza para hablar con David. Palpé sus herramientas e incluso logré tomado de la mano con el pretexto de examinar un corte que se había hecho en el dedo. Y mis sospechas se vieron confirmadas.

– ¿Qué había hecho?

– No lo supe exactamente, pero intuí que se había marchado de Boston a causa de un escándalo. Sabía que era un embustero y un tramposo. Sabía que necesitaba dinero y que los Longren eran una familia acomodada. Pero lo peor de todo era que sabía que iba a romperle el corazón a Alberta. Rogué porque sus sentimientos hacia él cambiaran, pero dos semanas después ella y David anunciaron que pensaban casarse al cabo de un mes. -Su voz descendió hasta convertirse en un susurro-. No sabía qué hacer. Ella estaba muy enamorada de él, pero iba a cometer un terrible error. De nuevo intenté avisarla con indirectas, pero fue inútil. Finalmente, el día anterior a la boda, le dije no que había tenido una visión, sino que tenía motivos para creer que David era un hombre deshonesto y que no le convenía. Que no le causaría más que dolor.

La angustia en su voz le partió el alma a Austin.

– ¿Y qué dijo ella?

Elizabeth soltó un resoplido.

– Se negó en redondo a escucharme. Después me acusó de estar celosa, de querer quitarle a David. Él le había hablado de mi visita a la cuadra y al parecer la había convencido de que yo tenía la intención de conquistarlo. No podía creer que ella me considerase capaz de eso.

– ¿Y le contaste lo de tus visiones?

– Lo intenté, pero ella no quiso escuchar una palabra más. Estaba muy enfadada conmigo por intentar arrebatarle su felicidad y al hombre que amaba. Me dijo que no quería verme en su boda. Que no quería verme nunca más. -Se detuvo justo enfrente de él, que al ver sus ojos empañados en lágrimas sintió una gran compasión-. Me dijo que hiciera las maletas y me marchara de la casa de su familia.

– Elizabeth. -Intentó tocada, pero ella se apartó.

– Tal vez si le hubiese contado antes mi capacidad de ver el pasado y el futuro ella me habría creído. No lo sé. Pero juré en ese momento y en ese lugar que nunca volvería a callarme cuando tuviese una premonición, sobre todo si estaba relacionada con la felicidad de alguien. -Abrió los brazos en un gesto de impotencia-. No volví a tener visiones hasta la noche en que te conocí. Por eso te dije que había visto a William. -Después de cerrar los ojos un momento, continuó-: El señor y la señora Longren se sorprendieron de mi marcha, pero estaban de parte de Alberta, y ella insistía en que me fuera. Sabía que en el fondo ella estaba pasándolo mal. Me quería, pero quería más a David. Junté mis cosas y me fui esa misma tarde. Dejé a Parche con ellos. Era demasiado viejo para viajar y los niños lo querían tanto como yo.

Se le quebró la voz, y él la imaginó marchándose de su hogar, sola, llena de desesperación. Maldita sea, oída lo estaba desgarrando por dentro.

– ¿Y qué hiciste?

– Caminé hasta el pueblo y retiré mis ahorros del banco. No tenía adonde ir, y quería marcharme lo más lejos posible. Conseguí transporte para la costa. Una vez allí, adquirí un pasaje en el Starseeker y contraté a una acompañante. Le mandé una carta a tía Joanna anunciándole mi llegada. Me siento afortunada y muy agradecida por su acogida.

– ¿Sabes qué ocurrió con Alberta y David?

– No. Todos los días rezo por su felicidad, pero sé que sólo es cuestión de tiempo que Alberta acabe con el corazón roto.

A Austin le faltaban las palabras. No sabía cómo consolarla, pero sabía que debía intentarlo. La mirada atormentada de Elizabeth lo estaba destrozando.

– Siento mucho que tuvieras que pasar por eso, cariño -dijo-, pero por muy triste que fuera para ti abandonar tu hogar, gracias a eso estamos juntos. -Le tendió la mano.

Ella se quedó mirándola inexpresivamente por un momento y luego alzó la vista hacia sus ojos. La expresión de su esposa alarmó a Austin. Era como si se hubiese quedado sin energía, sin vitalidad, y en cambio se hubiese llenado de una angustia y un sentimiento de culpa inenarrables.

– Hay algo más, Austin. Tuve otra visión. Anoche.

Él bajó la mano lentamente.

– ¿Qué viste?

– Vi morir a alguien. -Su sufrimiento era tan palpable que Austin prácticamente podía verlo.

– ¿A quién?

– A nuestra hija, Austin.

Se le cayó el alma a los pies.

– ¿Nuestra hija? ¿Cómo lo sabes?

– Era una niñita. Se parecía a ti, con sus rizos negros y unos hermosos ojos grises. -Con pasos vacilantes, se acercó a él y le agarró los brazos, hincándole los dedos en la piel-. ¿Entiendes lo que te digo? He visto el futuro. Teníamos una niña, de unos dos años. Y ella se moría.

La mente de Austin se quedó en blanco al oír estas palabras.

– Seguro que te has equivocado…

– No. Lo vi todo. Y no puedo permitir que eso suceda. No puedo permitir que nuestra hija muera.

Austin respiró a fondo e intentó pensar con claridad, pero ni por un momento dudó de la veracidad de esa premonición.

– De acuerdo. No permitiremos que ocurra. Ya estamos sobre aviso, así que estaremos preparados. La vigilaremos en todo momento, todos los días. Nada malo le ocurrirá.

– ¿Es que no lo ves? No puedo correr ese riesgo. Ya he perdido a mis padres, a los Longren y a Alberta. No soportaría perder a otro de mis seres queridos…, a nuestra hija. Tampoco soportaría verte sufrir por su muerte. -Lo miró por unos instantes-. Sólo hay una manera de asegurarnos de que nuestra hija no muera: no teniéndola.

¿No tener a su hija? Por supuesto que tendrían hijos. Muchos hijos, varones con la aguda inteligencia de ella, niñas con el cabello de su madre.

– Pero ¿qué estás diciendo?

Elizabeth se soltó de sus brazos y se volvió hacia la ventana. Él se quedó contemplando su perfil y escuchó sus rotundas palabras:

– No puedo tener hijos contigo. Me niego a tener hijos contigo. Y la única forma de asegurarme de ello es renunciar a mis deberes conyugales. Por supuesto, no espero de ti que sobrelleves una situación tan insostenible. Soy consciente de lo importante que es para un hombre de tu posición tener un heredero. -Alzó la barbilla, resuelta, pero su voz quedó reducida a un susurro lúgubre-. Por tanto, quiero que anulemos nuestro matrimonio.

Él se quedó paralizado durante todo un minuto, incapaz de comprender sus palabras. Al fin recuperó el habla.

– No es necesario que tomemos medidas tan drásticas, Elizabeth.

– Me temo que sí lo es. No puedo pedirte que aceptes a una esposa que se niega a compartir el lecho contigo.

Austin cerró los puños, pero consiguió mantener un tono sereno.

– No tengo por qué aceptar a una esposa que se niega a compartir el lecho conmigo. Hay medios de prevenir el embarazo…, si eso es lo que decidimos hacer al final.

– No estás escuchándome, Austin. Ya lo he decidido. No correré el riesgo de quedarme embarazada.

– Te prometo que podemos encontrar una manera…

– No puedes prometer eso para toda la vida, Austin. -Se volvió hacia él, y la fría determinación de su mirada le heló la sangre-. ¿Por qué te resistes a aceptar mi decisión?

Austin soltó una carcajada de incredulidad.

– ¿Quieres que acepte sin más tu capricho de deshacer nuestro matrimonio? Me asombra que la posibilidad de darte por vencida de ese modo te haya pasado por la cabeza siquiera. Creía que nuestro matrimonio significaba algo más para ti.

– Los dos sabemos que te casaste conmigo sólo porque te sentías obligado.

– Y los dos sabemos que nada me habría obligado a casarme contigo si yo no hubiese querido. -Redujo la distancia que los separaba y la tomó con suavidad por los hombros-. Elizabeth, da igual el motivo por el que nos casáramos. Lo que importa es lo que sentimos el uno por el otro y la vida que queremos llevar juntos. Podemos hacer que nuestro matrimonio sea tan fuerte que sobreviva a todo.

– Pero seguro que tú quieres tener hijos.

– Sí, quiero tenerlos. Con toda el alma. -La miró fijamente-. Contigo.

Ella respiró hondo.

– Lo siento. No puedo. No lo haré.

El silencio se impuso entre ambos. Él intentó conciliar a esa mujer fría, resuelta y distante con su Elizabeth afable y cariñosa, pero no lo logró. Pronunciando con esfuerzo las palabras, dijo:

– Comprendo que esa visión te haya afectado, pero no puedes dejar que destruya lo nuestro. No lo permitiré. -Le sujetó el rostro entre las manos-. Te quiero, Elizabeth. Te quiero. Y no te dejaré marchar.

Ella se puso blanca como la cera. Austin escrutó sus ojos y, por un instante, vio en ellos un dolor intenso y descarnado. Ella desvió la mirada, y a él le dio la impresión de que estaba conteniendo el llanto. Pero cuando se volvió hacia él de nuevo, Elizabeth tenía una expresión más severa. El dolor había cedido el paso a la firme determinación, y ella se apartó de él.

– Lo siento, Austin. Tu amor no. es suficiente.

Estas palabras le traspasaron el corazón causándole una herida sangrante. Dios todopoderoso, si hubiese tenido fuerzas para aspirar suficiente aire se habría reído de lo irónica que resultaba la situación. Después de esperar toda una vida a entregar su amor a una mujer, ella lo despreciaba como si fuera una vil baratija. «Tu amor no es suficiente.»

– Aunque tú estés dispuesto a soportar semejante situación -prosiguió ella en un tono monocorde-, yo no lo estoy. Quiero tener hijos algún día.

– Acabas de decir que no -protestó él cuando consiguió recuperar la voz.

– No. He dicho que no puedo tener hijos contigo… Pero podría tenerlos con otro. La niña que moría en mi visión era mía… y tuya.

Austin se quedó petrificado. No daba crédito a sus oídos.

– Elizabeth, creo que no sabes lo que dices. No es posible que pienses que…

– Sé exactamente lo que me digo. -Alzó la barbilla en un gesto desafiante y le dirigió una mirada inusitadamente gélida-. Cuando fantaseaba con la idea de ser duquesa, no imaginé que el precio del título fuera renunciar a tener hijos. No estoy dispuesta a pagar ese precio.

– ¿De qué demonios estás hablando? -soltó él-. No tenías ningunas ganas de convertirte en duquesa.

– No soy tonta, Austin -dijo ella, arqueando las cejas-. ¿Qué mujer no sueña con ser duquesa?

Sus palabras lo envolvieron como una manta glacial, helándolo hasta los huesos. Se negaba a creer esas declaraciones, pero estaba claro que hablaba en serio.

Estaba atónito. Estupefacto. Se llevó la mano al pecho y se frotó el lugar donde debía estar su corazón. No sintió nada. Todos los sueños y esperanzas que acababan de nacer en él se dispersaron, como ceniza al viento. Ella no lo amaba. No quería tener hijos con él. Ni seguir adelante con su matrimonio. Quería compartir su vida con otro…, con cualquier otro. Pero no con él.

Su estupefacción se evaporó de pronto y lo invadieron sentimientos encontrados: desilusión, ira y un dolor tan profundo que se sentía partido en dos. «Dios, qué idiota he sido.»

Hizo un esfuerzo para rechazar el dolor y concentrarse en la ira, dejando que este sentimiento le corriese por las venas y calentase su sangre helada.

– Me parece que empiezo a entenderlo -dijo en una voz tan amarga que le costó reconocerla-. Por más que asegurabas lo contrario, tenías el ojo puesto en el título. Ahora quieres deshacer nuestro matrimonio con el pretexto de que te preocupas por mí, cuando lo cierto es que quieres ser libre para casarte con otro para poder tener hijos. Sus hijos.

Ella empalideció al oír su tono, pero no apartó la mirada de sus ojos.

– Sí. Quiero pedir la anulación de nuestro matrimonio.

La furia y un dolor lacerante lo estremecieron hasta lo más hondo. ¡Maldición, qué magnífica actriz había resultado ser su esposa! Su preocupación, su afecto… era todo fachada. Durante todo ese tiempo él la había creído sincera y digna de confianza, inocente y sin malicia y, lo que era aún más gracioso, desinteresada. Pero Elizabeth no era mejor que las féminas que desde hacía años iban en pos de él en busca de fortuna. No podía creer que tuviese la desfachatez, la desvergüenza de encararse con él y decirle que quería anular su matrimonio porque deseaba que él fuese feliz, cuando lo que quería en realidad era conseguir otro marido.

Pero lo que lo sacó por completo de sus casillas fue imaginarla con otro hombre. Esa imagen le provocó tal rabia que casi se ahogó. Y sin embargo estaba agradecido por esa irritación, pues de no ser por ella el dolor lo habría abrumado.

– Mírame -le ordenó en un tono agrio. Al ver que ella no apartaba la vista de la ventana, la agarró por la barbilla y le hizo volver la cabeza por la fuerza-. Mírame, maldita sea.

Ella le sostuvo la mirada con una fría indiferencia que lo enfureció aún más. Nada en su expresión indicaba que fuese la misma mujer con quien había hecho el amor hacía sólo unas horas. ¿Cómo había logrado ocultarle esa faceta de sí misma? ¿Cómo demonios había conseguido engañado de ese modo? Tuvo que recurrir a todo el dominio de sí mismo para no zarandeada.

– Erraste tu vocación, querida. Habrías arrasado en los escenarios. Te aseguro que me tenías convencido de que eras un dechado de virtudes y de decencia. Pero obviamente no eras más que una maquinadora corriente y una embustera consumada. Tu negativa a asumir debidamente tus obligaciones de esposa me parece una justificación más que suficiente para deshacerme de ti.

Elizabeth se puso lívida.

– Entonces, ¿aceptarás la anulación?

– No, Elizabeth, exigiré la anulación, tan pronto como me haya asegurado de que no te he dejado embarazada ya. Durante los próximos dos meses vivirás en mi finca de las afueras de Londres. Ese tiempo nos bastará para cerciorarnos de que no estás encinta.

El pánico se reflejó en el semblante de su esposa. Obviamente no había contemplado la posibilidad de que el daño ya estuviese hecho.

– ¿Y si no lo estoy?

– Entonces daremos por terminado nuestro matrimonio.

– ¿Y si estoy… en estado?

– Entonces tendremos que sobrellevar esta farsa de matrimonio. Después de que nazca el niño, si quieres marcharte…

– Jamás abandonaría a un hijo mío.

Austin soltó una carcajada llena de amargura.

– ¿En serio? Pues no has dudado en quebrantar tus votos matrimoniales, así que ya no sé de qué eres capaz.

Los ojos de Elizabeth centellearon y, por un instante, a Austin le pareció que ella se disponía a replicarle, pero se limitó a apretar los labios.

– Ah, y una cosa más -añadió él-. Confío en que te comportarás con la máxima corrección durante los dos próximos meses. No comentarás esto con nadie ni harás nada que pueda suponer un deshonor para mí o para mi familia. ¿Lo entiendes? No toleraré que mi esposa se quede embarazada de otro hombre.

De nuevo tuvo la impresión de que un destello de dolor brillaba en los ojos de Elizabeth, pero lejos de amilanarse, ésta repuso:

– No te seré infiel.

– Por supuesto que no. Y ahora, si me disculpas, quisiera vestirme. Tomaré las disposiciones necesarias para que te instales en la casa de las afueras.

– ¿Ya no quieres que te ayude a encontrar a William?

– Si tienes alguna otra visión, mándame un mensaje. Yo investigaré por mi cuenta desde aquí. Sin ti.

Cruzó la habitación a grandes zancadas y abrió la puerta que daba a la alcoba de Elizabeth. Ella se quedó inmóvil por un momento y miró en otra dirección con expresión inescrutable. Después atravesó la habitación con presteza y entró en su dormitorio. Austin cerró la puerta tras ella y echó el cerrojo con toda deliberación. El chasquido metálico retumbó en el súbito silencio.

A solas en su alcoba, Austin apoyó los puños contra la puerta y cerró los ojos, consumido por las emociones que se agitaban en su interior, hiriéndolo, abrumándolo hasta tal punto que quería gritar. Una parte de su ser estaba poseída de furia. Una furia oscura y fría. Pero otra parte de él estaba tan transida de dolor que casi cayó de rodillas. Sentía un hueco en el lugar del pecho donde hacía unos minutos latía su corazón… Antes de que Elizaheth se lo arrancara y lo partiese en dos.

Cuando aún no la conocía, él era un hombre incompleto que, más que vivir, vegetaba. Ella lo había convertido en un hombre completo con su dulzura y su inocencia, sus risas, su amor… Pero todo eso nunca existió en realidad. Nunca antes había imaginado que una mujer pudiese quererlo por él mismo, aunque había llegado a creer que Elizabeth sí. Pensaba que él jamás se enamoraría, pero había sucumbido ante ella, con toda el alma y el corazón, con un amor que no creía ser capaz de sentir.

Se acercó a la ventana, descorrió la cortina y paseó vagamente la mirada por un mundo que de repente se había vuelto inhóspito.

Ella había conseguido ganarse su amor.

Pero todo era una ilusión.

Antes de que Elizabeth apareciese en su vida, él nunca había hecho grandes planes para el futuro. Lo atormentaban los secretos que guardaba, y había pasado el tiempo de aventura en aventura, de club en club, de una fiesta aburrida a otra.

Pero ella lo había hecho cambiar. Había convertido al hombre solitario, indiferente y cínico que era en una persona con ilusión en el futuro…, un futuro lleno de felicidad, con una esposa cariñosa y unos hijos sanos y alegres.

Y ahora todas esas nuevas esperanzas se habían truncado. Se habían venido abajo. Se habían hecho trizas. Ella había dicho que no soportaría perder a otro ser querido, y sin embargo estaba dispuesta a perderlo a él. Y eso aclaraba sin ninguna duda lo que sentía por él.

Dios santo, de no ser porque estaba tan afligido, transido de dolor, se habría reído. El «incomparable e invulnerable» duque de Bradford derrotado por una mujer, la que había considerado que encarnaba todos sus sueños. Sueños que ni siquiera sabía que alentaba.

En cambio, esa mujer había resultado ser su peor pesadilla.


Elizabeth contemplaba la puerta, atontada. Austin acababa de cerrarla y ella había oído correrse el cerrojo con un chasquido que resonó en su mente como una sentencia de muerte.

Justo cuando se preguntaba si alguna vez volvería a sentir algo, la invadió un dolor desgarrador que se extendió por todo su cuerpo y le abrasó la piel. Se tapó la boca con las manos para reprimir un alarido de agonía y se hincó de rodillas en el suelo.

Nunca, nunca olvidaría la expresión de Austin mientras la escuchaba hablar: el cariño se había transformado en amargura, la calidez se había convertido en fría indiferencia, y la ternura había cedido el paso alodio.

Dios, lo amaba con toda su alma. Tanto que no soportaría darle una niña destinada a morir. Jamás conseguiría hacerle entender que él se culparía a sí mismo de la muerte de su hija, y que los remordimientos y la angustia lo destrozarían. Que nunca se recuperaría.

Elizabeth había renunciado a su alma para darle a él la libertad. Pero ese precio no le importaba. Un hombre honorable como Austin habría rehusado disolver su matrimonio y se habría resignado a convivir el resto de sus días con ella sin tener hijos, practicando la abstinencia. Merecía la felicidad, una esposa más adecuada para él, hijos a los que prodigar su amor, de modo que ella le habría dicho cualquier cosa para convencerlo.

Y lo había hecho.

Una carcajada de amargura brotó de su garganta al recordar sus propias palabras: «Fantaseaba con la idea de ser duquesa… No puedo tener hijos contigo…, pero podría tenerlos con otro. La niña que moría en mi visión era mía… y tuya».

Esas mentiras le habían costado todo lo que le importaba en el mundo. El hombre al que amaba. Hijos. Nunca, nunca volvería a estar con un hombre. Casi se había atragantado al pronunciar la frase «fantaseaba con la idea de ser duquesa». La había soltado como último recurso, cuando se hizo patente que él no aceptaría su decisión a menos que ella extinguiese la llama del cariño que él sentía por ella. Y ahora no la consideraba más que una cazafortunas intrigante y mentirosa. El esfuerzo de ocultar su sufrimiento para hacerle creer que lo que quería era un título, una vida sin él, había estado a punto de matarla.

Pero luego él había empeorado las cosas con su declaración de amor: «Te quiero, Elizabeth». No pudo contener el sollozo que le nació en el pecho. ¿Cuánto dolor tendría que soportar antes de venirse abajo? Había anhelado el precioso don del amor de Austin, lo había obtenido… y después había tenido que destruirlo, había visto cómo se desvanecía ante sus ojos y daba paso al dolor, la rabia y el desprecio… Dios santo, ¿cómo sobreviviría a eso?

¿Y si todo había sido en vano? Tal vez ya estuviese embarazada.

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