13

Robert se encontraba en el salón de Bradford Hall, y aún le resonaba en los oídos la estremecedora noticia que el magistrado acababa de comunicarles. «Tenía la cara destrozada, imposible de identificar, pero saltaba a la vista que era un alguacil. Llevaba la chaqueta roja de Bow Street. Parece tratarse de un robo, pero tendremos que llevar a cabo una investigación. El mozo de cuadra de ustedes se llevó un buen susto al encontrar el cadáver así. Tendremos que notificado a su excelencia de inmediato.»

– No logro imaginar qué estaría haciendo un alguacil en las ruinas -le dijo Robert a Miles, que se hallaba junto a la repisa de la chimenea-. Pero fuera cual fuese la razón, esta historia me da mala espina.

– Tal vez Austin conociese al hombre -aventuró Miles-. Lo averiguaremos mañana cuando lleguemos a Londres.

– Sí. He dispuesto que traigan el carruaje al alba. No le he dicho a madre ni a Caroline por qué nos vamos, pero siempre se mueren de ganas de viajar a la ciudad, gracias a Dios. -Robert se pasó las manos por el cabello-. No me ha parecido muy adecuado comunicarles que Mortlin había descubierto un cadáver entre los matorrales y que quizás haya un asesino suelto por aquí. Por supuesto, madre se ha mostrado reacia a interrumpir el viaje de novios de Austin y Elizabeth, así que te agradezco que nos hayas invitado a alojarnos en tu casa de la ciudad.

– Es un placer para mí -respondió Miles, apurando su copa de brandy.

– Me tranquiliza que los últimos invitados, incluida lady Penbroke, se hayan marchado esta mañana -prosiguió Robert-, por lo que no ha sido necesario presentarles excusas.

– En efecto -dijo Miles, sirviéndose otro brandy y tomándoselo de un trago.

Robert se quedó mirándolo.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien, ¿por qué lo preguntas?

– Porque prácticamente has vaciado la licorera de brandy en los últimos cinco minutos.

– Es sólo que estoy un poco nervioso, supongo.

Robert asintió con la cabeza.

– Te entiendo perfectamente. -Consultó el reloj que descansaba sobre la repisa-. Es casi medianoche. Me retiro y te sugiero que hagas lo propio.

– No tardaré. Buenas noches.

En cuanto Robert hubo salido de la habitación, Miles se sirvió otro brandy. Apoyado en la repisa de la chimenea contempló las llamas, intentando deducir qué estaba haciendo un alguacil en Bradford Hall y por qué lo habían matado. Nada estaba claro salvo el hecho de que Robert, su madre y Caroline debían marcharse de allí hasta que el misterio se resolviese. Se le hizo un nudo en el estómago. Si algo le ocurriese a Caroline…

Se bebió media copa y cerró los ojos. No. Caroline no sufriría ningún daño; él se aseguraría de ello. Pero primero tendría que sobrevivir al viaje de cinco horas que lo esperaba al día siguiente.

Cinco horas en un carruaje con Caroline. Cinco horas teniéndola al alcance de la mano, cinco horas aspirando su delicada fragancia.

Cinco horas de tortura inhumana.

Se le revolvieron las tripas sólo con pensado. Una cosa era evitarla en medio de una multitud y otra muy distinta intentar fingir indiferencia en un carruaje. Y delante de su hermano y su madre, por si fuera poco.

Maldición, ¿cuándo demonios se había hecho mayor Caroline? La había visto miles de veces y nunca se había fijado en ella. Siempre había sido «la pequeña Caroline» hasta esa noche, hacía dos meses, en que había bailado un vals con ella. Desde entonces le parecía que no podía dejar de mirada. La joven había encajado entre sus brazos como si estuviera hecha sólo para él, y por más que Miles se esforzaba, no lograba borrar de su memoria su olor y su tacto.

Cerró los ojos, visualizándola en su mente. ¿Qué se sentiría al tocar esos labios? ¿A qué sabrían?

Abrió los párpados de golpe y se tomó el resto del brandy de un trago. «¡Un momento! -se dijo-. ¿En qué diablos estoy pensando?» Si Austin llegara a sospechar siquiera que tenía pensamientos carnales sobre Caroline, con un chasquido de los dedos ordenaría que le cortasen la cabeza.

Tenía que apartar de su ánimo esos impulsos descabellados. Caroline no era una mujer con la que se pudiera jugar, una mujer como las que le gustaban a él. Caroline deseaba un marido, y como él no abrigaba la menor intención de convertirse en uno, tenía que olvidarse de esa locura. No buscaba una esposa, en absoluto. Se negaba a dejarse encadenar, como le había sucedido a su padre con su segunda mujer, una arpía fastidiosa que le había hecho la vida imposible hasta el final.

Soportaría el viaje en coche de caballos al día siguiente y la presencia de Caroline en su casa durante un tiempo, y después ya no tendría que volver a verla hasta la siguiente temporada, gracias a Dios. Para entonces, no le costaría mucho evitarla.

Alguien llamó a la puerta.

– Adelante.

Caroline entró y cerró la puerta tras sí.

Miles sintió como si la habitación, de pronto, se hubiese quedado sin aire.

– Muy buenas noches -dijo ella, colocándose a su lado frente a la chimenea y dedicándole una sonrisa vacilante-. Buscaba a Robert.

– Se ha ido a acostar.

Trató de apartar la vista de ella, pero fracasó por completo. El resplandor del fuego resaltaba sus rasgos delicados y su brillante cabello dorado. El recuerdo de que la había tenido entre sus brazos lo asaltó de pronto, despertando el deseo en su interior.

– Si tienes sueño, no te entretengas por mí, Caroline -continuó él, señalando la puerta con un movimiento de la cabeza.

– ¿Estás enfadado por algo, Miles?

Él desvió la mirada hacia el fuego. Sí, estaba enfadado. Enfadado por no haber logrado desterrar de su mente ese deseo insensato hacia ella. En efecto, estaba sumamente enfadado.

– No, Caroline, no estoy enfadado.

– No te creo.

Clavó la mirada en ella, lo cual resultó ser un grave error. Los azules ojos de Caroline lo escrutaban con ternura y preocupación. Sus pechos se abombaban sobre el corpiño y unas hebras rizadas de cabello dorado le enmarcaban el rostro de un modo muy favorecedor. Miles sintió un cosquilleo en el estómago y notó una presión en la entrepierna. Ella era tan bonita… y la deseaba. Dios, cuánto la deseaba.

– ¿Me estás llamando mentiroso?

– No, por supuesto que no. Sólo me preocupaba haber hecho algo que te sentara mal.

– No lo has hecho.

Apuró lo que quedaba del brandy y continuó mirándola, incapaz de evitarlo. Sabía que debía dejar de beber con tanta avidez. Empezaba a marearse.

Caroline lo observó, con el corazón acelerado. Intentaba mostrarse tranquila, pero por dentro estaba nerviosa, tensa e Insegura. Ya sabía que Robert se había ido a dormir. Había estado esperando una ocasión para estar a solas con Miles, con lo esperanza de que él se le insinuase de alguna manera, pero la expresión airada y ceñuda del joven dio al traste con esa esperanza.

Bueno, estaba preparada para tomar las riendas de la situación. Lo había querido toda su vida. Había llegado el momento de enseñarle que ya no era una niñita. No tenía nada que perder salvo el orgullo, y eso era algo que estaba más que dispuesta a sacrificar por el amor de Miles.

– Me alegro de que no estés enfadado conmigo -comentó echándose a reír para intentar fingir despreocupación-, porque quería pedirte tu opinión sobre una cosa, si no te importa.

Él no respondió.

– Se trata de un asunto bastante delicado -prosiguió ella, sin cejar en su empeño.

– Consúltalo con tu madre -sugirió él en un tono muy poco amistoso.

– Oh, yo no puedo consultar con mi madre un tema como éste.

– Entonces háblalo con Austin. O con Robert.

– Imposible -aseveró ella agitando la mano. Se inclinó hacia delante y le dijo, confidencialmente-: Son hombres, ¿sabes?

Él se volvió hacia ella y se quedó mirándola.

– ¿Y qué diablos soy yo?

– ¡Oh! Bueno, eres un hombre, por supuesto -respondió sin inmutarse al oírlo maldecir-. Pero tú eres diferente. No eres mi hermano, ¿entiendes?

Miles no entendía. En absoluto. Ya sabía que no era su hermano, maldita sea. Lo sabía demasiado bien.

– ¿Sobre qué querías que te aconsejara, Caroline? -preguntó en tono cansino.

Tal vez si le seguía la corriente se marcharía y lo dejaría en paz. Entonces podría concentrarse en otra cosa que no fuera ella.

– Necesito preguntarte algo sobre besos.

Él la miró boquiabierto.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que necesito preguntarte algo sobre besos. Como bien sabes, lord Blankenship era uno de nuestros invitados esta semana. Tengo motivos para creer que me profesa cierto afecto y que quizá se me declare.

– ¿Blankenship? ¿Charles Blankenship?

– El mismo.

– ¿Ha hablado él de esto con Austin?

– No. Al menos, no lo creo.

– Entonces ¿qué te hace pensar que planea declararse?

– Me besó.

– ¿Qué?

– Me besó.

– ¿Dónde?

Caroline pestañeó.

– En la biblioteca.

Miles apenas podía contener su mal humor.

– Me refiero a en qué parte… ¿En la mano o en la mejilla?

– Ah. En ninguna de las dos. Me besó en los labios.

– ¿Qué?

– Por lo visto te cuesta mucho entenderme. ¿Tienes alguna lesión en los oídos?

– Desde luego que no -contestó Miles, indignado-. Sencillamente no puedo creer que le permitieras besarte de esa manera.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Ah no? ¿Por qué? Lord Blankenship tiene un título, es rico, amable y apuesto.

– ¿No es un poco viejo para ti?

– Sólo tiene un par de años más que tú. Pero no era de eso de lo que quería hablar contigo.

– ¿Ah no?

– No. Lo que necesito saber es por qué no sentí nada cuando Charles me besó. Excepto aburrimiento, tal vez.

Muy a su pesar, un gran alivio invadió a Miles.

– ¿Aburrimiento? ¿De veras? Qué pena.

– Por las conversaciones que he mantenido con varios amigos, he llegado a la conclusión de que no es necesario sentir aburrimiento cuando un caballero te besa. Al parecer, los besos de algunos caballeros no son aburridos en absoluto. -Lo miró directamente a los ojos-. ¿Es eso cierto?

– ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

Luchó contra el impulso de aflojarse el fular, que cada vez lo ahogaba más. Su condenado ayuda de cámara obviamente se lo había apretado demasiado. Y, diantres, ¿desde cuándo hacía tanto calor ahí dentro?

– ¿Son aburridos tus besos, Miles? -preguntó ella, dando un paso hacia él.

– No tengo la menor idea. Nunca me he besado.

Retrocedió un poco, con cautela. Sus hombros chocaron contra la repisa, impidiendo que continuara reculando.

Ella avanzó otro paso, luego otro, y se detuvo a escasa distancia de él. Lo contempló con ojos luminosos y dijo:

– Bueno, pues ¿por qué no me besas para que pueda darte mi opinión?

– Ésa es una proposición indecorosa, Caroline -murmuró él, dolorosamente consciente de que no deseaba más que complacerla.

Ella le puso las manos en' la pechera de la camisa.

– ¿Qué ocurre, Miles? ¿Temes descubrir que tus besos producen aburrimiento?

Él pugnó valientemente por conservar el control. El tacto de sus manos empezaba a distraer su atención.

– Mírame -susurró Caroline.

Él mantuvo la vista fija en un punto situado detrás de ella, en silencio y con los labios apretados.

– Bésame -jadeó ella.

– No.

– Abrázame.

– Ni hablar.

Apretó las mandíbulas mientras rezaba para no perder la entereza. Tenía que alejarse de ella. Alzó las manos y la sujetó por las muñecas, con la intención de apartada de sí por la fuerza. Pero entonces la miró.

Eso fue su perdición.

Ella tenía los ojos llorosos, y el vulnerable anhelo que denotaba su hermoso rostro le partió el corazón. La aferró por los hombros, decidido a apartarla, a actuar con nobleza, pero ella se puso de puntillas y se apretó contra él.

– Por favor, Miles. Por favor…

Le colocó los suaves labios contra la mandíbula, la única parte de su cara a la que podía llegar sin su cooperación.

Su súplica y sus lágrimas traspasaron el corazón de Miles como flechas. Esto venció definitivamente su resistencia, y, con un gemido doliente, bajó la boca para unida a la de ella.

Que Dios lo asistiese. ¿Había tenido alguna otra mujer un sabor tan dulce? Ella musitó su nombre y le echó los brazos al cuello. Oír su nombre pronunciado por sus labios con un suspiro le provocó un cosquilleo por todo el cuerpo.

Con pausada languidez la inició en el arte de besar. A Caroline le faltaba experiencia, pero no avidez, y aprendía deprisa. Cuando Miles deslizó la punta de la lengua sobre su labio inferior ella le hizo lo mismo. La joven soltó un grito ahogado cuando la lengua de él invadió la aterciopelada calidez de su boca, pero pocos segundos después ella frotaba su lengua contra la de él, haciendo que la estrechara entre sus brazos con más fuerza.

Él inclinó la boca sobre la de ella una y otra vez, alternando entre un roce lento y engatusador y una fusión apasionada y vehemente de sus bocas y lenguas.

Cuando por fin alzó la cabeza, ella siguió aferrada a él y hundió el rostro en la pechera de su camisa.

– Cielo santo -susurró-. Eso ha sido…

– Un error, Caroline. Un grave error.

La voz le temblaba y el corazón le latía al triple de su velocidad normal. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y de nuevo rezó por conservar la entereza. Todavía la estrechaba entre sus brazos, y sabía que ella debía de notar su erección contra su cuerpo, pero Caroline no hizo el menor intento de apartarse de él. Por el contrario, lo abrazó aún más fuerte. Miles deseaba poder culpar al alcohol de lo que acababa de ocurrir, pero sabía que no sería cierto.

Había deseado besar a Caroline más que cualquier otra cosa en su vida. Dio gracias a Dios por haber logrado controlarse y detenerse antes de tomarse más libertades con ella. Se estremeció al pensar lo que haría Austin si llegara a enterarse del modo en que el amigo en quien más confiaba acababa de besar a su inocente hermana. Un duelo con pistolas al amanecer no era una posibilidad demasiado descabellada.

– ¿Cómo puedes decir que ha sido un error? -preguntó ella levantando la cabeza-. Ha sido maravilloso.

Miles se obligó a apartarse de ella.

– No debería haber ocurrido. Si no hubiese bebido tanto, esto nunca habría pasado -mintió.

– ¿No te ha gustado? -preguntó ella, con los ojos empañados de pesadumbre y perplejidad-. ¿Cómo es posible? Ha sido el momento más maravilloso de toda mi vida. ¿Es que no has sentido lo mismo que yo?

Dios santo, ¿cómo negarlo? Ese beso casi lo había hecho caer de rodillas, pero ella no podía, no debía bajo ningún concepto enterarse.

– Ha sido un beso sin importancia, nada más.

Se forzó a pronunciar esa mentira, y algo se le rompió por dentro al ver que los ojos de Caroline se arrasaban en lágrimas.

– ¿Sin importancia? -musitó ella con la voz entrecortada. Luego le dio la espalda, pugnando por recuperar la compostura.

Él ansiaba abrazarla y retractarse, pero obligó a sus brazos a permanecer caídos a sus costados y mantuvo la boca cerrada. Tenía que permanecer firme. Ella era demasiado joven, demasiado inocente. Definitivamente no era la mujer ideal para él. La única en que podría poseer a Caroline era casándose con ella, y no estaba dispuesto a contraer matrimonio sólo por lujuria. No, gracias, ya desahogaría esa lujuria con una amante y permanecería soltero y despreocupado.

– Bueno, ¿estás satisfecha con mi respuesta sobre los besos? -preguntó en un tono alegre, intentando quitar hierro a los recientes y convulsos momentos.

Caroline respiró hondo y se dio la vuelta. Se encaró con él directamente, con los ojos todavía húmedos pero fulminándolo con la mirada.

– Sí. Te alegrará saber que tus besos no resultan aburridos en absoluto -le informó con una voz que lo conmovió-. Pero decir que lo que ha pasado entre nosotros carece de importancia es una gran falsedad. -Alzó la barbilla en un gesto desafiante-. Una falsedad de primera magnitud.

Él achicó los ojos, mirando su rostro enrojecido.

– ¿Me estás llamando mentiroso? -preguntó por segunda vez esa tarde.

– Sí, Miles, te estoy llamando mentiroso. -Avanzó hacia la puerta dando grandes zancadas y luego clavó una mirada severa en su virilidad, todavía hinchada-. Y además, lo disimulas muy mal.

Salió apresuradamente de la habitación, y él se quedó contemplando el umbral vacío con la boca abierta.

Dios santo, qué desaire tan demoledor.

Qué mujer más increíble.

¿Y qué diablos iba a hacer él al respecto?

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