Don Críspulo

Aquella misma noche recibió una llamada telefónica. Mientras tomaba notas sobre el caso en su cuarto, doña Salustiana llamó a su puerta:

– Le llaman, don Julio. Una clienta suya de Cartagena.

Dio un salto y corrió al teléfono, situado en el pasillo; en su camino se cruzó con el efebo que se beneficiaba a la patrona. Éste le saludó con un gesto con la cabeza que a él le pareció despectivo. Se fijó en que llevaba unos tejanos Lois y pensó en la mujer de don Diego, el viajante. Llegó al aparato que colgaba balanceándose junto a la pared.

– ¿Diga? -contestó algo ansioso.

– Soy yo -dijo la voz de Rosa Gil desde el otro lado del hilo telefónico.

– Hola.

– Hola. He logrado una cita con el cura, don Críspulo.

– Fantástico. ¿Cuándo?

– Mañana. Tiene que venir a un encuentro diocesano y pernoctará en Murcia. A las siete podremos hablar con él. Soy muy amiga del secretario del obispo, su mano derecha, y me debe un favor.

– Bien, bien -asintió.

Reflexionó en que parecía mentira que ella estuviese cerca, en su casa, cuando el sonido de su voz a través del cable, tan metálico, sonaba como si se encontrara a miles de kilómetros de distancia. Se sintió mal al pensar que sólo con bajar un piso podrían hablar cara a cara como lo que eran, dos personas a las que les gustaba estar juntas. Simplemente. ¿Por qué era todo tan complicado?

– ¿Cómo te ha ido hoy? -se oyó preguntar a sí mismo.

– Bien, bien, he tenido un día agotador. ¿Y tú?

– He vendido una remesa de cinco televisores a una tienda de San Pedro del Pinatar -informó entre risas-. Ah, y en La Tercia me he entrevistado con un pariente de Sebastián.

– Uno de los furtivos desaparecidos.

– Exacto.

– ¿Y?

– Creo que jugaron con fuego y que se los cargaron en la finca.

– Sí, parece lo más probable.

Silencio.

– Bueno… -dijo Rosa.

Se sintió como un idiota; no quería colgar, pero ¿por qué?

– ¿Cómo quedamos para mañana?

– A las siete de la tarde, espera en la puerta del Obispados

– De acuerdo.

De nuevo quedaron en silencio.

– ¿Cómo estás? -dijo él de improviso.

– Pues… bien, supongo.

– ¿Sabes?, me gustaría verte, no sé, hablar y eso. Me gusta escuchar tu voz, cómo gesticulas y cómo ríes.

– Julio…

– Ya sé, ya sé. ¿Te das cuenta de qué tonterías estoy diciendo?

– No son tonterías.

Alsina sintió un pequeño pronto, como de alegría.

– Tengo que colgar, Julio -dijo ella-. Mañana nos vemos. He dicho en el Obispado que eres policía.

– Y es cierto.

– Ya.

Silencio.

– ¿Colgamos? -propuso Rosa.

– Deberíamos, sí -coincidió él, y al ver que su patrona lo miraba con demasiado interés desde la cocina, se giró para que no le viera la cara.

– Viene mi madre -indicó Rosa.

Un clic le hizo saber que había colgado.

Volvió a su cuarto arrastrando los pies. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué tenía la voz de Rosa Gil? Quiso verla como la veía antes, una preboste de la Sección Femenina, una solterona.

No podía.

Pensó que a veces la costumbre cambia la percepción que tenemos de las personas. Los rostros, las impresiones, las voces de la gente no son siempre igual. Tuvo que convenir en que los sentimientos modifican la forma en que vemos a los demás, y quizá le había ocurrido algo así con Rosa Gil, que, por su parte, parecía tan confundida como él. O más.

Pasó el día siguiente recorriendo pueblos de las cercanías de la capital, como Alcantarilla, Las Torres de Cotillas y Molina de Segura, donde, sorprendentemente, las ventas se le dieron bien. Pensó que, de seguir así, se haría con un buen capital a final de mes. Y eso que realizaba el trabajo a medio gas, con desgana y más pendiente de sus pesquisas que de otra cosa. ¿Volvería al trabajo policial tras acabar la excedencia?

Por vez primera comenzó a valorar la posibilidad de no hacerlo. El Régimen seguía dando noticias vacuas en los medios de comunicación, que no aportaban nada, pero mantenían a la población distraída de los asuntos políticos. «Una azafata aborta el secuestro de un avión», rezaba el diario Línea. «Florecieron los almendros», decía otro titular.

¡Menuda imbecilidad! «Florecieron los almendros…» ¿Qué noticia era aquella? Y además, en primera página. Jesús.

Los periódicos destacaban también que Nixon se iba a encontrar con serios problemas presupuestarios por los gastos militares. Era lo típico, se ponía el énfasis en las dificultades de otros gobiernos, sobre todo del estadounidense, en un intento desesperado de grabar a sangre y fuego en la gente el viejo refrán: «En todas partes cuecen habas».

El Murcia había ganado al Rayo por uno a cero in extremis por lo que el vulgo se hallaba feliz. Todas estas noticias contribuían a que otras, más desagradables, pasaran inadvertidas. Por ejemplo, a Alsina no se le escapó que desde el mes de marzo se restringiría la música ligera extranjera de las emisoras de radio y de TVE. El cincuenta por ciento de la música programada habría de ser española. Sonrió para sus adentros.

Por la tarde, tras visitar un par de comercios en la ciudad, hizo tiempo tomando un café en la calle Platería y a las siete menos cinco estaba en la plaza de Belluga, justo en la puerta del Obispado.

Rosa Gil se asomó al enorme arco y le hizo una seña para que la siguiera. Caminaron por el patio a paso vivo y tras adentrarse en una puerta que se abría a la derecha recorrieron un pasillo y llegaron a un cuarto donde don Críspulo, el joven sacerdote de La Tercia, los esperaba con cara de pocos amigos. Lo acompañaba un cura de unos treinta años vestido de seglar. Era el secretario del obispo, un salesiano joven y bien parecido.

– Os dejo -dijo saliendo del cuarto.

Rosa y Alsina tomaron asiento ante una mesa frente al cura, que parecía un vulgar detenido.

– Soy Rosa Gil, y este señor es Alsina, de la policía -presentó ella, pensando que si llamaba a Julio por su apellido la relación que había entre ellos parecería de índole exclusivamente profesional.

– Sí, les vi en el pueblo. Y usted me abordó -añadió dirigiéndose al detective, que de inmediato tomó la palabra:

– Queríamos hacerle unas preguntas sobre lo que está ocurriendo en ese lugar.

– Sólo hablo con ustedes porque me obligan mis superiores, que quede claro.

– Lo que diga quedará entre nosotros, descuide -lo tranquilizó Alsina-. ¿Por qué hizo usted la procesión de rogativa?

Don Críspulo miró hacia arriba a la vez que resoplaba. Era evidente que no le agradaba la pregunta. Parecía apenas un niño, rubio, delgado y de tez blanca. Sólo acertó a decir:

– No me conocen.

– ¿Cómo?

– Sí, que yo no soy un cura analfabeto, de pueblo. Estudié Teología y Filosofía en Roma.

– Nadie ha dicho lo contrario.

– Ustedes me miran como si fuera un supersticioso e ignorante párroco rural, y a veces hay asuntos que no se pueden explicar. Las cosas, sobre el terreno, se ven de manera distinta.

– Para eso estamos aquí, don Críspulo. Sabemos que se han producido desapariciones en el pueblo.

El joven cura se pasó la mano por el pelo:

– Cuando llegué a La Tercia me hice cargo de varias parroquias pequeñas. Trabajo en una comarca muy despoblada. Apenas hay pequeñas agrupaciones de casas aquí y allá, unos villorrios, fincas y algún que otro caserío. Mi labor es itinerante. La vida allí es dura, y muchos han emigrado. Por eso, al principio, la gente me pareció atrasada, como del siglo pasado. Yo vengo de Madrid, y claro, aquello es otro mundo. Cuando empezaron a venirme con quejas, con sus miedos, me lo tomé a risa. Primero fue lo de Antonia. La mataron. Hasta ahí no hubo problema. Pero luego desaparecieron los dos cazadores y, más tarde, los novios. -Julio pensó también en Ivonne y Veronique-. La gente comenzó a murmurar porque todos estaban relacionados de alguna manera con la finca, y decían que allí pasaban cosas raras.

– ¿Como qué?

– Los vecinos que transitaban por las inmediaciones de la finca por la noche decían ver luces raras, voces extrañas y sonidos que ponían los pelos de punta. Como estruendos que surgían de pronto. Comenzaron a murmurar. Luego, con las desapariciones, todos nos asustamos más. Yo incluido. Algunos me dijeron que habían visto desde lejos figuras blancas, espectrales, pululando por los campos. Hablan de las ánimas benditas.

– Por eso hizo usted la procesión.

– Exacto. Vinieron a verme varios vecinos que habían visto luces, resplandores, en la finca de don Raúl. Hacia el monte.

– ¿Donde tienen la casa los americanos?

– Sí, y más arriba.

– ¿Cómo puede visitarse aquello? Me gustaría echar un vistazo.

– Imposible. La finca es enorme y la casa de don Raúl está en el centro, rodeada de hectáreas de árboles: algarrobos, almendros… Luego la casa de los americanos está más adentro aún, a varios kilómetros de distancia.

– ¿Qué clase de empresa es?

– De fertilizantes, creo.

– ¿Y sacan los materiales de la finca?

– No, creo que en La Casa los procesan o algo así. Los materiales los sacan de la sierra, al sur de la Cresta del Gallo. Si entra usted por el puerto del Garruchal, yendo hacia Murcia, uno de los primeros caminos a la izquierda. Los camiones son inmensos, van y vienen continuamente de la finca a la montaña.

– Ya. Y la empresa, ¿se llama?

– Wilcox.

– Don Críspulo…

– ¿Sí?

– ¿Cree usted que puede haber una relación entre la llegada de los americanos y los sucesos extraños?

El cura pareció concentrarse.

– Primero vino míster Thomas, y no pasaba nada. Él está muy bien relacionado y trajo la empresa. Después…, quizá sí.

– ¿Y qué cree que está pasando?

El joven sacerdote se incorporó sobre la mesa como tomando impulso y dijo:

– Hay cosas que no se pueden explicar bajo los parámetros de la razón. Supongo que algo habrán hecho, a alguien habrán molestado y se ha provocado todo esto.

– ¿Algún cementerio?

– Hay gente enterrada por ahí, sí, de cuando la Guerra Civil; quizá con tanto remover tierras… No me miren así. La misma Fe es algo irracional, Alsina, no estaba de más hacer una rogativa y protegernos.

– Al alcalde no le gustó la idea. -El pedáneo pensaba que aquello podía dar mala fama al pueblo.

– Ya. Bien, me ha sido usted de mucha ayuda, le agradezco sinceramente que nos haya atendido. Todo lo que nos ha contado es confidencial, y espero que me disculpe si le hemos causado alguna molestia.

Por primera vez desde que lo conocieran, don Críspulo esbozó algo parecido a una sonrisa al oírlo.

– No hay de qué.

Ambos le estrecharon la mano y salieron al patio:

– ¿Te apetece un café? -ofreció él.

– Sabes que no deben vernos a solas por la calle, Julio.

– Ya, pero ¿y aquí?

– Les he contado una trola, les he dicho que eres un policía que investiga un caso de una descarriada a la que yo atendía en el Auxilio Social.

– Ah…

– Es por mis padres. No creas, me gustaría charlar un rato.

El detective quedó pensativo por un momento. Luego sacó su bloc de notas y dijo:

– Mira, esto es lo que haremos.

Minutos después, Rosa pulsó el timbre del cuarto derecha en el lujoso portal de la avenida de José Antonio cuyo número le había anotado Julio.

– ¿Quién es? -contestó una voz femenina.

– Rosa -contestó según lo convenido.

La puerta se abrió y encaró el recibidor hasta llegar al ascensor. El corazón le latía desbocado, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuese a un encuentro amoroso de los que sólo se daban en las novelas de amor. Entró en el ascensor, que olía a limpio.

Llegó al cuarto piso y le abrió una joven bien parecida:

– Pase.

La siguió y, tras atravesar un lujoso pasillo con el suelo de madera y con alguna que otra escultura griega, llegó a un amplio salón donde le aguardaban Julio y un caballero bien parecido.

– Éste es mi amigo Joaquín -dijo él.

– Bienvenida a mi casa, Rosa, los amigos de Julio son mis amigos. ¿Quiere usted tomar algo? ¿Un café? ¿Una Coca-Cola? ¿Un licorcito?

– Un café -contestó sonriente.

Ruiz Funes hizo un gesto a la criada, quien fue a buscar lo que le pedían. Rosa tomó asiento en un sofá junto a Alsina mientras el anfitrión fumaba en pipa en una butaca, ante ellos. Tenía un libro en el regazo que le daba un aire ciertamente sofisticado.

– ¿Qué lee? -preguntó ella intentando entablar conversación.

– Algo prohibido; no quiera saberlo o tendría que denunciarme.

Los tres rieron la ocurrencia de Joaquín.

– Puede usted tutearme -dijo Rosa mirando a Alsina como buscando su aprobación.

– Me dice mi amigo Julio que tenéis ciertas dificultades para poder charlar con tranquilidad sobre el caso. Bien, mi casa es vuestra casa, y descuida, Rosa, que mientras yo sea el dueño de esta vivienda, aquí estarás a salvo, pues me encargaré personalmente de que vuestros encuentros se mantengan dentro de los estrictos límites de la decencia. Este tunante está vigilado por mí, y ésa es garantía más que suficiente.

Ella sonrió. Aquel tipo le leía el pensamiento.

Ruiz Funes siguió hablando:

– Pero… Me dice Julio que habéis hablado con el cura del pueblo. Contadme, contadme…

La joven y el policía en excedencia le narraron la extraña historia que les había relatado el sacerdote.

– Vaya… ¿Hablamos entonces de sucesos paranormales? -preguntó el anfitrión con aire divertido.

– No creo en esas cosas -sentenció Julio.

– ¿Y qué otra explicación cabe? -intervino la joven.

– Creo que hay algún asesino operando en la zona y la superstición ha hecho el resto. Aquella es gente humilde, creen en supercherías.

– ¿Un asesino, dices? -repitió Joaquín.

– Sí, y me temo que alguien importante. Todo apunta a don Raúl o a míster Thomas, el americano.

Entonces les contó su entrevista con Jonás y el asunto de la paliza de los hombres de don Raúl a Pepe «el Bizco».

– Eso no cuadra con tu historia de un asesino múltiple, sino con una simple lección de un cacique a los lugareños -observó Ruiz Funes.

Alsina asintió. El dueño de la casa aprovechó para recordar lo que les había dicho el tonto del pueblo sobre unos «ángeles blancos». Resultaba llamativo, sí. Los tres se miraron como dudando.

Quedaron pensativos durante un buen rato; habían llegado a un punto muerto.

En aquel momento, Rosa dijo de repente:

– Debo irme, es tarde.

– Sí, sí -asintió Alsina-. Sal tú primero.

Ruiz Funes los miró sonriendo con cariño. Sabía lo que era eso, una vida de subterfugios, de encuentros fugaces y de simulación. Así era aquel mundo en que vivían, y que a veces le asqueaba.

Alsina madrugó mucho al día siguiente, pues quería acercarse hasta Torre Pacheco, la localidad más populosa del campo de Cartagena, donde esperaba hacer ventas provechosas. Salió a la calle a las ocho menos cuarto tras tomar un buen café y se encontró en el portal con Clarita, que vomitaba apoyada en el marco del enorme portón. Se acercó solícito y le apartó el pelo de la cara para que no se manchara. Entre arcada y arcada, la adolescente acertó a decir:

– Me ha sentado mal el desayuno.

Entonces observó que detrás de él surgían los inquilinos del bajo, los plataneros, Blasa y Joaquín. Ella, que ya le había visto protagonizar aquel incidente con la joven en el pequeño garaje en que don Serafín encerraba el seiscientos, se lo quedó mirando con muy mala cara. Como reprobándole algo. Continuaron su camino.

Alsina decidió avisar a la madre de la chica, pero ella se apresuró a decir:

– No, no, no la molestes. Estoy bien, estoy bien.

Se quedó mirándola pensativo. Tenía realmente mala cara y estaba pálida como la cera.

– Me ha sentado mal el desayuno.

– Ya. Lo has dicho antes.

La joven lo miró con mala cara y abandonó el portal de camino al colegio sin despedirse. El policía salió de allí a toda prisa y subió al coche algo molesto por la mirada de «la platanera». Durante el trayecto tuvo mucho tiempo para pensar. Una joven de conducta algo alocada, bueno, una niña, con náuseas matinales de las que no quería que su madre supiese nada. Estaba embarazada. Pensó en don Serafín. ¿Sería suyo? Definitivamente, aquel tipo estaba metido en un buen lío. Por si no fuera poco padecer, sufrir y mantener a aquella insoportable prole, había dejado embarazada a una adolescente. A una vecina. Quizá debía avisarle. No. No era asunto suyo. Él solito se lo había buscado. Bastantes problemas tenía ya él.

Su mente volvió al caso: Ivonne y Veronique habían acudido a una fiesta, probablemente en la finca de don Raúl. Seguro que para atender a los americanos. Después de aquello, la Político Social fue por Ivonne. De Veronique nada se sabía. ¿Qué habían hecho? ¿Habrían robado algo?

Quizá se pasaron de listas y hablaron de su famoso diario. Sí, era lo más lógico. Por eso se llevaron a la chica al «Picadero», donde había sido torturada antes de que la hicieran volar desde la torre de la catedral. Seguro que la hicieron hablar y recuperaron el diario, sabían resultar muy convincentes. Le asqueaban. ¿Y Veronique? Muerta, seguro. No le cabía la menor duda.

Luego pensó en aquel desgraciado de Honorato Honrubia, que supuestamente había despachado a Antonia García. Era inocente. La prueba de cargo que le había endosado el muerto era falsa, eso era seguro. Y luego estaba lo del robo de la fotografía en casa de la joven, el día de su sepelio. No faltaba nada más, ni dinero ni joyas, sólo la foto. Por esos días el tal Robert ya se había ido a América, luego el robo debía de haberlo perpetrado algún amigo. Sara López, la madre de la chica, decía que un amigo de Robert, Richard, se había quedado turbado al ver la instantánea. ¿Por qué?

Le pareció obvio que Robert, que debía de tener mujer e hijos en Indiana, se había encoñado con una lugareña y la había dejado embarazada. Mal negocio.

Luego estaba lo de los cazadores. A Pepe «el Bizco» ya le habían dado una lección por cazar en los terrenos de don Raúl, y pese a ello, su amigo Sebastián y él mismo habían seguido cazando en El Colmenar. Una cosa es matar un par de liebres, pero tirar a los jabalíes era harina de otro costal. Se les sacaba mucho rendimiento en las monterías. El perro de Jonás, Hocicos, también había desaparecido con ellos. Podía ser una buena pista.

Su mente siguió trabajando como antaño. Paco Quirós y su novia habían estado junto a la finca, en el coche, él había visto las rodadas. Y habían desaparecido. Podían haberse ido del pueblo a empezar una nueva vida, sí, pero ¿con un coche robado? Aquello no encajaba.

Todas aquellas desapariciones que habían alentado en los lugareños la aparición de rumores de seres blancos, de ánimas que hacían desaparecer a la gente, bien parecían tener una explicación lógica, pero había algo que no le convencía. Todos aquellos incidentes tenían un nexo común: El Colmenar. ¿Qué estaba pasando en aquella finca? ¿Habría algún asesino operando en la zona amparado en la seguridad de la empresa americana? ¿Sería el propio don Raúl? ¿Míster Thomas, quizá?

Una cosa era segura: lo averiguaría.

Cada vez crecía más en él la necesidad de acercarse a la finca, de colarse en su interior a investigar, a ver qué pasaba. Era peligroso sí, pero sabía que no tardaría en hacerlo.

Las cosas en Torre Pacheco le fueron bien. No sólo colocó cuatro televisores, sino que vendió una partida de cincuenta transistores. Aquello iba viento en popa. En el momento en que subía al coche en la avenida de la Estación, y antes de ponerlo en marcha, levantó la mirada y vio una furgoneta blanca de reparto de comestibles. Un joven con bata blanca se afanaba subiendo y bajando mercancías del vehículo. Alsina descendió de su coche a echar un vistazo.

Mientras el repartidor volvía al interior de un comercio de comestibles situado a unos pasos, miró el lateral de la camioneta. «Métodos evolucionarlos de avituallamiento Moliner», rezaba un inmenso rótulo.

El joven volvió.

– ¿Es usted David? -preguntó el detective.

– Sí, claro -contestó el otro, un joven alto, moreno, de pelo abundante y desgreñado.

– Julio Alsina. Soy policía -aclaró el vendedor de televisores mostrando su placa.

El joven repartidor lo miró con suspicacia.

– ¿No vende usted televisores? Le he visto en la tienda de Matías.

– Es una tapadera -mintió-. Investigo la muerte de Antonia García.

Lo había dicho con tanta seguridad que su interlocutor mordió el anzuelo. -¿Pero no estaba resuelto ese asunto? Trincaron al novio, ¿no?

– Sí, en efecto, así es, pero se suicidó hace un par de semanas en la cárcel, y antes de cerrar el caso estamos haciendo unas comprobaciones de rutina.

– Pues usted dirá -dijo David apoyado en su carretilla-. No sé en qué podré ayudarle yo, pero si se empeña…

– ¿Visita usted La Casa?

– ¿Cómo?

– La Casa, en la finca de don Raúl, donde los americanos.

– ¡Ah, sí! Claro.

– ¿Va muy a menudo?

– Un par de veces por semana. A veces casi a diario. Depende de los pedidos que hagan. Suelen traérselo todo de Madrid en unos camiones inmensos; género de primera, se cuidan como reyes; pero hay productos que necesariamente compran aquí, ya sabe, fruta y cosas perecederas.

– ¿Son muchos?

– Va variando según épocas, pero normalmente entre treinta y cuarenta. Ha habido momentos en que han llegado a juntarse allí casi cien tíos, y no vea usted cómo comen. Sobre todo los de seguridad.

– ¿Seguridad?

– Sí, gente armada, yo creo que antiguos militares, porque llevan armas de ésas como las de las películas de guerra. Unos mastodontes.

– Ya. La casa será grande.

– Sí, sí. Muy grande. Tienen un pequeño campo de golf, pistas de tenis, piscina e incluso saunas. Trabajan mucho, pero luego descansan bien. Hacen turnos de tres días seguidos y luego libran cinco. Suelen irse a Madrid o a Barcelona. Los llevan en avión desde San Javier.

– ¿Van mucho por el pueblo?

– Los que se quedan durante los días de descanso en La Casa, no. ¿Para qué? Allí tienen de todo.

– ¿Es fácil llegar a La Casa?

– No, hombre, hay que atravesar la finca, pasar junto a la casa de don Raúl y luego tomar un camino entre olivos en el que hay varios controles con gente armada.

– Vaya.

– Sí, son muy tiquismiquis para eso. Allí no entra cualquiera.

– ¿Los conoce usted?

– Sí, a algunos. Sobre todo a los que llevan más tiempo.

– ¿Conocía a Robert? Ya sabe, el que tonteaba con Antonia.

– Sí, un buen tipo. Ingeniero. Le gustaba mucho España. ¿Ve? Ése sí era de los que salían. Le volvía loco el Mar Menor: navegaba, hacía pesca submarina y le privaba la sangría. Bueno, y otras cosas, claro… -remató David soltando una carcajada.

– ¿Era casado?

– Sí.

Se quedó en suspenso. No esperaba una respuesta afirmativa, y menos tan rotunda.

– ¿Cómo lo sabe?

– Un día en que llevé el pedido estaban él y un amigo, Richard, tomando una cerveza con aceitunas junto a la piscina. Sería por el mes de septiembre. Me llamaron y me invitaron a un quinto de Mahou. Fresquita, muy rica. Estuvimos hablando, y Robert empezó a decir que le encantaban las españolas, que eran muy fogosas y que le encantaría tener cuatro o cinco para él solo. Como un sitio de ésos de los moros, los de los príncipes, ya sabe usted…

– Un harén.

– Eso. Bueno, el caso es que el otro, Richard, dijo: «Pues no creo que tu mujer estuviera de acuerdo». Y se rieron a carcajadas. Casi se parten de risa. Luego se pusieron a hablar en inglés y ya no me enteré de lo que decían.

– Robert volvió a casa.

– Sí.

– ¿Y Richard?

– No, no, ése sigue aquí, vino de los primeros. Lo recuerdo bien, un día me dijo: «Llegué el primero y me iré el último».

– ¿Es ingeniero?

– No, es de seguridad. Pero con mando, ¿eh? Da órdenes a esas bestias como si fuera el jefe, «tú aquí», «vosotros p'allá». Todo en inglés, claro.

– Claro. ¿Y qué diablos hacen en esa empresa?

– Fertilizantes.

– ¿En la finca?

– No, detrás de la Cresta del Gallo. Al pasar por el Garruchal a…

– A la izquierda.

– Exacto. De allí van y vienen camiones continuamente. Detrás de La Casa hay como una nave industrial grande, pero donde tienen todo el cotarro es arriba, en el monte.

– Ya.

Alsina quedó pensativo por un instante.

– Wilcox se llama la empresa -añadió el joven.

El policía miraba sus notas embelesado.

– Tengo que irme, si no le importa.

– Ah sí, perdone, perdone, joven. Me ha sido usted de mucha ayuda. Gracias.

Volvió al coche y subió a él. Quería regresar a casa, así que pensó que en lugar de hacerlo por el Puerto de la Cadena lo haría por el del Garruchal; igual hasta podía echar un vistazo…

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